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Introducción

La plegaria de una abuela

Crecí en plena naturaleza. Metafóricamente, podría decirse que mi patio trasero era un bosque de cuarenta hectáreas. Literalmente, era mucho más grande. Se extendía hasta donde mi inexperta mirada alcanzaba a ver y nunca me cansaba de explorarlo. Acostumbraba a andar y a andar por sus senderos, deteniéndome para examinar a los pájaros, a los insectos y a los reptiles. Diseccionaba las cosas. Frotaba la tierra entre los dedos. Escuchaba los sonidos de la naturaleza e intentaba identificar la fuente.

Y jugaba. Hacía espadas con palos y fuertes con piedras. Trepaba a los árboles, me columpiaba en sus ramas, dejaba las piernas colgando por el borde de los barrancos y saltaba desde donde seguramente no debería haberlo hecho. Me creía un astronauta en un planeta lejano. Fingía ser un cazador en un safari. Hablaba en voz alta para los animales, como si fueran el público de una ópera en un teatro.

«¡Coooeey!», gritaba; no era otra cosa que «Venid aquí» en la lengua de los garigal, la tribu originaria de la zona.

Por supuesto, no era el único que lo hacía. Había muchos niños en los vecindarios del norte de Sídney que compartían mi amor por la aventura, la exploración y la imaginación. Así se supone que son los niños y así nos gustaría que jugaran.

Hasta que son demasiado mayores para hacer esas cosas, claro está. Porque entonces queremos que vayan a la universidad. Y, después, que encuentren trabajo. Pareja. Que ahorren. Que se compren una casa.

Porque, en fin, el tiempo pasa muy rápido.

Mi abuela fue la primera persona que me dijo que las cosas no tenían por qué ser así. O, más que decírmelo, supongo que me lo demostró.

Se crio en Hungría y se pasaba los veranos nadando en las frescas aguas del lago Balatón y explorando las montañas de su orilla septentrional, mientras se hospedaba en un complejo vacacional frecuentado por actores, pintores y poetas. Durante los meses de invierno ayudaba a regentar un hotel emplazado en las colinas de Buda, antes de que los nazis lo ocuparan y lo convirtieran en el cuartel general de la Schutzstaffel, o las SS.

Diez años después del fin de la guerra, durante los primeros días de la ocupación soviética, los comunistas empezaron a cerrar las fronteras. Su madre fue capturada, arrestada y condenada a dos años de cárcel cuando intentó cruzar a Austria de forma ilegal. Murió poco después. Durante la Revolución húngara de 1956, mi abuela escribió y distribuyó panfletos anticomunistas por las calles de Budapest. Una vez sofocada la revolución, los soviéticos empezaron a arrestar a decenas de miles de disidentes, de manera que mi abuela huyó a Australia con su hijo, mi padre, pensando que era lo más lejos que podía estar de Europa.

No volvió a pisar suelo europeo nunca más, pero se trajo consigo la filosofía bohemia. Según me han dicho, fue una de las primeras mujeres en ponerse un biquini en Australia, y por eso la expulsaron de la playa de Bondi. Vivió sola durante muchos años en Nueva Guinea, uno de los lugares más agrestes del planeta, aún hoy en día.

Aunque descendía de los judíos asquenazíes y se crio como luterana, mi abuela era una persona laica. Nuestro equivalente al padrenuestro era el poema del inglés Alan Alexander Milne, «Ahora tenemos seis», que acaba así:

Pero ahora tengo seis

y soy listo, muy listo.

Así que creo que seguiré teniendo seis,

siempre, hasta el infinito.

Nos leía el poema una y otra vez a mi hermano y a mí. La mejor edad eran los seis años, nos aseguraba, y hacía todo lo posible por vivir la vida con el entusiasmo y el asombro de un niño de esa edad.

No quiso que la llamásemos «abuela» ni siquiera cuando éramos pequeños. Tampoco le gustaban el término húngaro nagymama ni los demás apelativos cariñosos como «nana», «yaya» o «abuelita».

Para nosotros, como para todos los demás, era Vera sin más.

Ella me enseñó a conducir, cambiando una y otra vez de carril mientras bailaba al ritmo de la música que sonaba en la radio del coche. Me dijo que disfrutara de la juventud, que saboreara la sensación de ser joven. Decía que los adultos siempre lo estropeaban todo. Que no creciera, me decía. Que no creciera nunca.

Bien entrada en los sesenta y los setenta seguía siendo lo que llamamos «joven de espíritu». Bebía vino con sus amigos y con la familia, comía buena comida, contaba unas historias estupendas, ayudaba a los pobres, a los enfermos y a los desafortunados, fingía dirigir orquestas sinfónicas y se reía hasta la madrugada. Según la definición de casi cualquier persona, eso es una «vida plena».

Pero sí, el tiempo pasaba.

Cuando llegó a los ochenta y cinco, Vera era un vestigio de lo que fue y la última década de su vida fue dura de ver. Era una mujer frágil y enferma. Seguía conservando la lucidez, hasta el punto de insistir en que me casara con Sandra, mi novia, pero por entonces la música ya no le alegraba y apenas si se levantaba de su sillón. La energía que siempre la había definido había desaparecido.

Al final, abandonó la esperanza. «La vida es así», me dijo.

Murió a los noventa y dos años. Y, tal y como nos enseñaron, disfrutó de una vida larga y buena. Sin embargo, cuanto más lo analizo, más firme es mi impresión de que la persona que había sido murió muchos años antes.

La vejez puede parecer algo lejano, pero la vida de todos y cada uno de nosotros llegará a su fin. Después del último aliento, nuestras células clamarán más oxígeno, se acumularán las toxinas, la energía química se extinguirá y las estructuras celulares se desintegrarán. Minutos después, toda la educación, el conocimiento y los recuerdos que hemos atesorado, así como el potencial que llevamos dentro, desaparecerán para siempre.

Lo aprendí de primera mano cuando murió mi madre, Diana. Mi padre, mi hermano y yo estuvimos a su lado. Por suerte, fue muy rápido; murió a causa del encharcamiento del único pulmón que tenía. Un momento antes nos habíamos estado riendo del elogio que le había escrito durante el vuelo desde Estados Unidos y, de repente, empezó a retorcerse en la cama, desesperada por respirar, ya que su cuerpo no recibía el oxígeno necesario, mientras nos miraba con angustia.

Me acerqué a ella y le susurré al oído que era la mejor madre que podía haber deseado. Al cabo de unos minutos sus neuronas morían y con ellas también desaparecía no solo su recuerdo de mis últimas palabras, sino todos los demás. Sé que algunas personas mueren tranquilamente. Pero ese no fue el caso de mi madre. En esos momentos dejó de ser la persona que me había criado y se convirtió en un amasijo de células privadas de oxígeno que no paraba de retorcerse mientras se aferraba a los últimos vestigios de energía que generaba su cuerpo.

Mi mente no dejaba de pensar en que nadie nos explica cómo es el momento de la muerte. ¿Por qué?

Hay pocas personas que hayan estudiado la muerte de forma tan íntima como lo hizo Claude Lanzmann, el cineasta que documentó el Holocausto. Su conclusión, o más bien su advertencia, es brutal: «Toda muerte es violenta —dijo en 2010—. La muerte natural, esa que nos pintan del padre que muere de forma serena mientras duerme, rodeado por sus seres queridos, no existe. No me lo creo».

Aunque no reconozcan esa violencia, los niños empiezan a entender la tragedia de la muerte a una edad sorprendentemente temprana. A los cuatro o cinco años, ya saben que la muerte existe y que es irreversible. Para ellos es una idea chocante, una pesadilla real.

Al principio y porque eso los calma, muchos niños piensan que existen ciertos grupos de personas que están protegidos de la muerte: los padres, los maestros y ellos mismos. Sin embargo, entre los cinco y los siete años, todos los niños acaban aceptando que la muerte es universal. Todos los miembros de su familia van a morir. Todas las mascotas. Todas las plantas. Todo aquello que quieren. Ellos también. Recuerdo el momento en el que lo descubrí. Y también recuerdo cuando lo descubrió Alex, mi hijo mayor.

—Papá, no vas a estar aquí para siempre, ¿no?

—Por desgracia, no —contesté.

Se pasó unos cuantos días llorando a ratos y después dejó de hacerlo y no volvió a preguntar sobre el tema nunca más. Yo tampoco lo he mencionado.

Ese trágico pensamiento no tarda mucho en quedar enterrado en las profundidades del subconsciente. Cuando le preguntas a un niño si le preocupa la muerte, suele responder que no piensa en ella. Cuando le preguntas qué opina de ella, dice que no le preocupa, porque es algo que ocurrirá en un futuro lejano, cuando envejezca.

Ese es un punto de vista que muchos de nosotros conservamos hasta bien entrados los cincuenta. La muerte es demasiado triste y desoladora como para pensar en ella todos los días. Pero muchas veces nos damos cuenta demasiado tarde. Cuando llama a la puerta y no estamos preparados, puede ser demoledora.

Para Robin Marantz Henig, una columnista del New York Times, la «amarga verdad» sobre la muerte apareció tarde en su vida, después de ser abuela. «Detrás de todos esos maravillosos momentos que tal vez tengas la suerte de compartir y disfrutar, la vida de tu nieto será una serie de cumpleaños que no vivirás para ver.»

Hace falta valor para pensar de forma consciente en la muerte de tus seres queridos antes de que suceda. Pero hace falta mucho más valor para reflexionar sobre la propia muerte.

Fue el cómico y actor Robin Williams el primero en hacerme echar mano de ese valor a través de su personaje de John Keating, el profesor y héroe de la película El club de los poetas muertos, cuanto retó a sus jóvenes pupilos a contemplar la cara de otros alumnos en una foto descolorida, muertos hacía mucho tiempo.

«No son tan distintos de vosotros, ¿no es cierto? —pregunta Keating—. Invencibles, igual que os sentís vosotros… Sus ojos están llenos de esperanza… Pero hay algo diferente, ¡ellos están muertos! Están criando malvas.»

Keating anima a los chicos a inclinarse hacia delante para escuchar un mensaje de ultratumba. Colocado a sus espaldas y en voz baja y tétrica, susurra: «Carpe. Carpe diem. Aprovechen el día, muchachos. Hagan que sus vidas sean extraordinarias».

Esa escena me causó un gran impacto. Es posible que no hubiera encontrado la motivación para convertirme en profesor de Harvard de no haber visto la película. Con veinte años, por fin había oído a otra persona decir lo mismo que me enseñó mi abuela en mi infancia: «Contribuye a que la humanidad sea lo mejor posible. No desperdicies el tiempo. Aprovecha la juventud. Aférrate a ella todo lo que puedas. Lucha por ella. Lucha por ella. No dejes de luchar por ella».

Pero, en vez de luchar por la juventud, luchamos por la vida. O, más concretamente, luchamos contra la muerte.

Como especie, ahora vivimos más que nunca. Pero no mucho mejor. En absoluto. A lo largo del último siglo hemos ganado años de vida, pero no una vida mejor. O, al menos, no una vida que merezca la pena vivir.

Así que, cuando pensamos en vivir hasta los cien años, la mayoría piensa: «No lo quiera Dios», porque hemos visto cómo son esas últimas décadas de vida y, para la mayoría de la gente y en la mayoría de los casos, no es para nada algo apetecible: respiradores y cócteles de medicamentos, caderas rotas y pañales, quimioterapia y radiación, cirugía tras cirugía tras cirugía… Y gastos médicos. Por Dios, ¡los gastos!

Morimos de forma lenta y dolorosa. Los habitantes de los países ricos suelen pasarse una década o más sufriendo una enfermedad tras otra al final de su vida. Y lo vemos como algo normal. A medida que la esperanza de vida aumente en los países pobres, ese será el destino de miles de millones de personas más. Nuestro éxito aumentando los años de vida, según afirma el cirujano Atul Gawande, tiene el efecto de «convertir la mortalidad en una experiencia médica».

Pero ¿y si no tiene por qué ser así? ¿Y si conseguimos alargar la juventud? No durante años, sino durante décadas. ¿Y si esos últimos años no son tan distintos de los años que los precedieron? ¿Y si, al salvarnos, salvamos también el mundo?

A lo mejor no volvemos a tener seis años nunca más, pero ¿y si volvemos a los veintiséis o a los treinta y seis?

¿Y si podemos seguir jugando, como niños, sin preocuparnos por tener que hacer las cosas que se presuponen a los adultos demasiado pronto? ¿Y si todo aquello que necesitamos comprimir en la adolescencia no tuviera que estar tan comprimido? ¿Y si dejamos de estar tan estresados cuando estamos en la veintena? ¿Y si dejamos de sentirnos tan maduros en la treintena y la cuarentena? ¿Y si con cincuenta nos apetece reinventarnos y no se nos ocurre motivo alguno para no intentarlo? ¿Y si con sesenta pudiéramos dejar de preocuparnos por nuestro legado para empezar a transmitir uno?

¿Y si no fuera necesario que nos preocupáramos por el paso del tiempo? ¿Y si te dijera que pronto, muy pronto, dejaremos de hacerlo?

Bueno, pues eso es lo que te digo.

Tengo la suerte de encontrarme en una posición única después de treinta años buscando verdades sobre la biología humana. Si fueras a visitarme a Boston, seguro que me encontrarías en mi laboratorio de la Escuela de Medicina de Harvard, donde soy profesor del Departamento de Genética y codirector del Centro Paul F. Glenn para los Mecanismos Biológicos del Envejecimiento. También dirijo un laboratorio hermano en mi alma mater, la Universidad de Nueva Gales del Sur, en Sídney. En mis laboratorios, unos equipos formados por estudiantes y doctores brillantes han acelerado e invertido el proceso de envejecimiento en organismos modelo y son los responsables de haber llevado a cabo algunas de las investigaciones más citadas en el campo de la genética, publicadas en las revistas científicas más prestigiosas del mundo. También soy cofundador de una revista médica, Aging, donde ofrecemos un espacio a los científicos que quieran publicar sus estudios sobre las investigaciones más desafiantes y emocionantes de nuestra época; así como cofundador de la Academia para la Investigación de la Salud y de la Longevidad, un grupo formado por los veinte científicos más importantes del mundo en el campo del envejecimiento.

En un intento por poner en práctica mis descubrimientos, he ayudado a fundar un buen número de empresas biotecnológicas y formo parte del consejo científico asesor de muchas otras. Estas empresas trabajan con cientos de investigadores especializados en distintas áreas, como el origen de la vida, el genoma o los fármacos. Por supuesto, estoy al tanto de los descubrimientos que se llevan a cabo en mis laboratorios desde años antes de que se publiquen, pero a través de estos contactos también me informo de muchos otros descubrimientos trascendentales, a veces décadas antes de que salgan a la luz. Las siguientes páginas van a ser tu pase para adentrarte en las bambalinas y sentarte en primera fila.

Tras recibir el equivalente a un título honorífico en Australia y aceptar el puesto de embajador, he pasado muchos años de mi vida hablando con políticos y empresarios de todo el mundo sobre cómo está cambiando nuestro entendimiento del proceso de envejecimiento y lo que esos avances significan para la humanidad.

He aplicado muchos descubrimientos científicos a mi vida y también a la de mis seres queridos, mis amigos y mis compañeros. Los resultados, que quiero dejar claro que son anecdóticos, son alentadores. Ahora tengo cincuenta años y me siento como un niño. Mi mujer y mis hijos pueden afirmar que me comporto como tal.

Esto incluye ser un stickybeak, el término australiano que se usa para describir a una persona que pregunta demasiado, tal vez derivado del nombre de los verdugos píos, que acostumbran a agujerear los tapones de plástico de las botellas de leche que los repartidores dejan en las puertas. Mis antiguos amigos del instituto aún se ríen de mí cuando recuerdan aquellos días en los que iban a verme a casa de mis padres y me encontraban desmontando algo: el capullo de una polilla, la hoja arrugada que una araña había convertido en su guarida, un ordenador antiguo, las herramientas de mi padre o un coche. Me convertí en un experto. El problema era que no se me daba bien montar las cosas de nuevo.

La idea de no saber cómo funcionaba algo o de dónde venía me parecía insoportable. Me lo sigue pareciendo, pero al menos ahora me pagan por averiguarlo.

El hogar de mi infancia está situado en la ladera de una montaña por donde discurre un río que desemboca en la bahía de Sídney. Arthur Phillip, el primer gobernador de Nueva Gales del Sur, exploró estos valles en abril de 1788, unos pocos meses después de que fundara una colonia con la Primera Flota, conformada por sus soldados, sus familias y los convictos, en las costas de lo que él llamó «la bahía más bonita y grande del universo». La persona responsable de su presencia en el lugar fue el botánico sir Joseph Banks, que dieciocho años antes había estado navegando por las costas de Australia con el capitán James Cook en su «vuelta al mundo».

Tras regresar a Londres con cientos de especies de plantas para impresionar a sus colegas, Banks presionó al rey Jorge III a fin de que fundara una colonia penal británica en el continente australiano, cuyo mejor emplazamiento, afirmó no por azar, sería la que llamarían la bahía de Botany, en Cape Banks. Los colonos de la Primera Flota pronto descubrieron que la bahía de Botany, pese a su bonito nombre, carecía de agua potable, de manera que pusieron rumbo a la bahía de Sídney y hallaron una de las rías más grandes del mundo, un estuario muy ramificado y profundo que se formó cuando la desembocadura del río Hawkesbury quedó inundada por las aguas marinas después de subir el nivel del mar tras la última edad de hielo.

A los diez años yo ya había descubierto, gracias a la exploración, que el río que discurría por detrás de mi casa desembocaba en Middle Harbor, una parte del estuario de la bahía de Sídney. Sin embargo, la idea de no saber dónde nacía dicho río me resultaba insoportable. Necesitaba saber cómo era el nacimiento de un río.

Lo seguí a contracorriente y tomé la primera bifurcación a la izquierda y la segunda a la derecha, atravesando distintos vecindarios mientras caminaba. Cuando llegó la noche me había alejado muchos kilómetros de casa y había llegado hasta más allá de las colinas que conformaban el horizonte. Tuve que pedirle a un desconocido que me dejara llamar por teléfono a mi madre para decirle que fuera a recogerme en coche. Lo intenté varias veces más después de esa, pero nunca di con el manantial. Al igual que Juan Ponce de León, el explorador español que descubrió Florida y que es famoso por su empeño en encontrar la fuente de la eterna juventud, yo también fracasé.

Desde que tengo uso de razón he querido comprender por qué envejecemos. Pero descubrir la fuente de un proceso biológico tan complejo es como buscar el manantial de un río: no es fácil.

En mi búsqueda, he serpenteado de izquierda a derecha y ha habido días en los que he querido tirar la toalla. Pero he perseverado. A lo largo del camino, he encontrado muchos afluentes, pero también he descubierto la que podría ser la fuente. En las siguientes páginas presento una nueva idea sobre por qué se desencadena el proceso del envejecimiento y por qué encaja en lo que yo llamo «teoría del envejecimiento por pérdida de información». También explico por qué he llegado a ver la vejez como una enfermedad, la enfermedad más común, una que no solo se puede combatir, sino que además deberíamos hacerlo de forma más agresiva. Esa es la primera parte.

En la segunda parte explico los pasos que pueden darse hoy en día, así como las nuevas terapias en desarrollo, para ralentizar, detener o revertir el envejecimiento, paralizando el proceso del envejecimiento tal y como lo conocemos actualmente.

Y sí, reconozco perfectamente lo que implican las palabras «paralizando el proceso del envejecimiento tal y como lo conocemos actualmente»; por eso, en la tercera parte ahondo en los posibles y diversos futuros que esto puede suponer y propongo un camino hacia un futuro que nos resulte deseable, un mundo en el que conseguir una mayor esperanza de vida a través de una mejora continuada de la «esperanza de salud», esa parte de nuestra vida exenta de enfermedades y discapacidades.

Muchas personas te dirán que todo esto es un cuento de hadas, más cercano al trabajo de H. G. Wells que al de C. R. Darwin. Algunas de ellas son muy listas. Y unas cuantas incluso entienden lo que es la biología humana y merecen mi respeto.

Esas personas te dirán que el estilo de vida moderno nos ha maldecido con una esperanza de vida más corta. Te dirán que es difícil que llegues a los cien años y que seguramente tus hijos tampoco los verán. Te dirán que han estudiado la ciencia del proceso y que han calculado las proyecciones, y que no parece que tus nietos vayan a alcanzar tampoco los cien años. Y también te dirán que, si llegas a los cien años, seguramente no gozarás de buena salud y no durarás mucho más. Y si te aseguran que la gente vivirá más años, te dirán que eso es lo peor que le podría pasar a este planeta. ¡Los humanos son el enemigo!

Han reunido las pruebas que corroboran sus teorías: la historia de la humanidad, ni más ni menos.

Y sí, con el paso de los milenios hemos ido aumentando la esperanza de vida media, dirán. Antes muy poca gente llegaba a los cuarenta y ahora sí lo hacemos. Tampoco llegaban a los cincuenta, hasta que empezamos a llegar. Muchos no llegaban a los sesenta, hasta que llegamos. Este aumento de la esperanza de vida se produce cuando los recursos son estables y se consume agua potable. Y la media va en aumento desde abajo hasta arriba. Las muertes de recién nacidos y de niños disminuyen y la esperanza de vida aumenta. Así de simple es la matemática de la mortalidad humana.

Pero, aunque la media aumente, el límite no lo hace. Desde que se recogen los hitos históricos de la humanidad, sabemos que ha habido personas que han alcanzado los cien años e incluso más. Pero muy pocos llegan a los ciento diez y casi nadie llega a los ciento quince.

Nuestro planeta ha sido el hogar de casi cien mil millones de humanos hasta la fecha. Solo sabemos de uno, una francesa llamada Jeanne Calment, que vivió más de ciento veinte años. La mayoría de los científicos cree que murió en 1997, a la edad de ciento veintidós años, aunque también es posible que su hija la suplantara para evitar pagar impuestos. De todas formas, tampoco importa si llegó o no a esa edad. Otras personas han estado a punto de llegar a esa cifra, pero la mayoría de nosotros, el 99,98 por ciento para ser exactos, muere antes de los cien años.

Así que sí, tiene sentido que muchos afirmen que tal vez sigamos aumentando la longevidad pero que no vamos a mover mucho la media. Dicen que es fácil aumentar la esperanza de vida de los ratones o de los perros, pero que los humanos somos distintos, porque ya vivimos demasiado.

Se equivocan.

Tampoco es lo mismo aumentar la longevidad que prolongar la vitalidad. Somos capaces de lograr ambas cosas, pero el logro de mantener a la gente con vida aunque las últimas décadas estén definidas por el dolor, la enfermedad, la fragilidad y la inmovilidad no tiene mérito alguno.

La prolongación de la vitalidad, lo que implica no solo aumentar los años de vida, sino que esta sea más activa, saludable y feliz, está a la vuelta de la esquina. Y llegará antes de lo que la gente espera. Cuando los niños que nazcan hoy lleguen a la edad adulta, Jeanne Calment tal vez ni siquiera esté en la lista de las cien personas más longevas de la historia. Y cuando llegue el próximo siglo, una persona que al morir tenga ciento veintidós años habrá vivido una vida plena, aunque no especialmente larga. Ciento veintidós años tal vez ya no será un caso atípico, sino una expectativa, hasta tal punto que ni siquiera lo consideremos una edad longeva. Tal vez solo lo llamaremos «vida» y miraremos con tristeza hacia esa época de nuestra historia en la que realmente no lo fue.

¿Cuál es el límite? No creo que exista uno. Muchos de mis colegas me discuten este punto. No existe una ley biológica que diga que debemos envejecer. Los que afirman que la hay no saben de lo que hablan. Seguramente aún nos quede bastante para llegar a un mundo en el que la muerte no sea habitual, pero no estamos lejos de llegar al punto en el que se convierta en algo lejano en el futuro.

Todo esto, de hecho, es inevitable. Prolongar la vida gozando a la vez de una buena salud está a la vuelta de la esquina. Sí, la historia de la humanidad sugiere otra cosa distinta. Pero la ciencia de la prolongación de la vida en este siglo en concreto nos dice que las investigaciones anteriores no son un buen ejemplo para seguir.

Hacen falta ideas radicales para empezar a entender siquiera lo que esto supone para nuestra especie. En los miles de años de nuestra evolución no hay nada que nos haya preparado para esto, de ahí que sea tan fácil, incluso atractivo, creer que, sencillamente, es imposible.

Pero eso es lo que pensaban antes sobre el hecho de volar. Hasta que alguien lo consiguió.

Hoy los hermanos Wright han vuelto a su taller tras haber conseguido sobrevolar las dunas arenosas de Kitty Hawk. El mundo está a punto de cambiar.

Y tal como sucedió los días previos a ese 17 de diciembre de 1903, la mayoría de la humanidad permanece ajena a lo que pasa hoy en día. En aquel momento no existía el contexto adecuado en el que centrar la idea de que se podía llevar a cabo un vuelo controlado e impulsado por un motor, así que resultaba algo fantasioso y mágico, fruto de la ficción especulativa.

Y, de repente, se produjo el despegue. Y ya nada fue igual.

Hemos llegado a otro punto de inflexión de la historia. Lo que antaño parecía mágico pronto será real. Ha llegado la hora de que la humanidad redefina los límites de lo posible; la hora de acabar con lo inevitable.

De hecho, ha llegado la hora de que redefinamos lo que significa ser seres humanos, porque esto no es solo el comienzo de una revolución, es el comienzo de la evolución.