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Capítulo 9

Un camino por delante

En 1908, solo cinco años después de que los hermanos Wright empezaran a volar, H. G. Wells publicó un libro titulado La guerra en el aire, en el que Alemania iniciaba una guerra aérea contra Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos.

Decir que Wells fue un visionario es quedarse corto.

En 1914 el Instituto de Derecho Internacional intentó prohibir que se lanzaran bombas desde los aviones,\1] pero llegó demasiado tarde. Los gigantescos bombarderos alemanes Gotha empezaron a bombardear Gran Bretaña en 1917. Ese mismo año, a unos doscientos noventa kilómetros al oeste de Londres, nació un niño llamado Arthur que se convertiría en el escritor de ciencia ficción más importante del siglo XX. A medida que su fama aumentaba, Arthur C. Clarke empezó a considerar la predicción del futuro como una «ocupación descorazonadora y peligrosa». Tal vez fuera cierto, pero se le daba estupendamente. Predijo lo que serían los satélites, los ordenadores domésticos, el correo electrónico, internet, Google, la televisión en directo, Skype y los relojes inteligentes.

Clarke tenía ciertas opiniones sobre los científicos. Un físico de treinta años era demasiado viejo para ser útil. En otras disciplinas científicas, alguien con cuarenta ya habría sufrido el «declive senil». Y los que superaban los cincuenta «solo servían para asistir a reuniones y habría que mantenerlos alejados de los laboratorios a toda costa».

Durante sus últimos años de vida, Clarke concedió una serie de entrevistas. Casi todas fueron grabadas y editadas porque tenía dificultades en el habla por culpa del síndrome pospolio. En una entrevista, reveló que veía cierta utilidad a los científicos apartados de su labor. «Cuando un científico distinguido, pero mayor, afirma que algo es posible, casi seguro que está en lo cierto. Cuando afirma que algo es imposible, es muy probable que se equivoque.»

Yo soy un científico de cincuenta años. Algunos me llamarían «distinguido». Y soy consciente de que mis alumnos no me quieren en el laboratorio. Así que, aunque no puedo afirmar que mis predicciones sean ciertas, al parecer estoy lo bastante cualificado como para hacerlas.

En ocasiones, congresistas estadounidenses y otras personas igual de importantes me han pedido que haga alguna predicción sobre avances tecnológicos y si serán usados para hacer el bien o para hacer el mal. Hace unos años, opiné sobre los cinco avances tecnológicos más importantes de la biología que serían vitales para la seguridad nacional. Aunque no puedo revelar lo que dije, supongo que la mayoría de la gente pensó que hablaba de ciencia ficción. Mi mejor predicción fue que estarían disponibles antes de 2030. Al cabo de seis meses, dos de ellos se hicieron realidad.

No sé exactamente quién será el primer individuo que supere el umbral de los ciento veinticinco años, pero será desde luego una anomalía, como sucede siempre con los pioneros. Al cabo de pocos años, se le unirá alguien más. Y luego les seguirán docenas. Después, cientos. Y, al final, el hecho no será significativo. Esa longevidad será cada vez más habitual. El mundo será testigo del primer ciento cincuenta cumpleaños de una persona en el siglo XXII. (Si piensas que es imposible, ten en cuenta que algunos investigadores creen que la mitad de los niños que nazcan hoy celebrará el Año Nuevo en 2120. No unos cuantos, sino la mitad.)

Aquellos que creen que esto es imposible desconocen lo que es la ciencia. O la niegan. En cualquier caso, se equivocan.

Ninguna ley biológica dice que haya un límite que nuestra vida no pueda superar. No hay ningún mandato científico que imponga que la edad media para morir sean los ochenta años. Y tampoco hay ningún mandato divino por el que tengamos que morir a esa edad. De hecho, en el Génesis, 35,28, se afirma que «Isaac vivió ciento ochenta años».

Gracias a las tecnologías que he descrito, es inevitable que los humanos vivamos más años y mejor. Cómo y cuándo lo conseguiremos es algo que no está tan claro, pero el camino general ya está trazado. La evidencia de la efectividad de los estimuladores de AMPK, de los inhibidores de TOR y de los activadores de las sirtuinas es contundente. Además de lo que sabemos sobre la metformina, los estimuladores de NAD, los rapálogos y los senolíticos, todos los días aumenta la posibilidad de que se descubran algunas moléculas o terapias genéticas más efectivas, ya que multitud de investigadores de todo el planeta se han unido en la lucha global contra el envejecimiento, la madre de todas las enfermedades.

Todo eso llegará además del resto de las innovaciones que ya están de camino para alargar nuestra vida y fortalecer nuestra salud, como los senolíticos y la reprogramación celular. A eso hay que añadirle el cuidado personalizado para mantener nuestro cuerpo en movimiento, prevenir enfermedades y adelantarnos a ciertos problemas que a la larga pueden ser graves. Por no mencionar los pasos tan sencillos que ya podemos ir dando para activar nuestros genes de la longevidad a fin de disfrutar de más años buenos de vida.

Con una vitalidad prolongada como parte inexorable de nuestro mundo futuro, ¿cómo quieres que sea ese mundo?

¿Te sientes cómodo con un futuro en el que los ricos vivan más que los pobres y que, por ello, sigan amasando una fortuna todavía mayor? ¿Quieres vivir en un mundo en el que una población en aumento luche por los recursos mientras el planeta es cada vez más inhóspito?

Si es así, no tienes que hacer nada. El sistema actual nos llevará a ese mundo. De hecho, al margen de si prolongamos la vida humana o no. Puedes sentarte, relajarte y ver cómo arde el mundo.

Pero existe otro futuro potencial en el que la juventud prolongada será la antorcha que ilumine el camino hacia la prosperidad, la sostenibilidad y la decencia humana universales. Existe un futuro en el que se liberarán los enormes recursos con los que cuenta la compleja industria médica basada en la lucha individual contra las enfermedades, creando de esa manera increíbles oportunidades para hacer frente a otros obstáculos. Es un futuro en el que se respeta a la gente que lleva muchos años viviendo en este planeta por sus conocimientos y habilidades. Es el futuro del «samaritanismo global».

Y es un futuro por el que debemos luchar, porque no está garantizado.

Para conseguirlo, tenemos que seguir trabajando.

INVERTIR DINERO PÚBLICO PARA ABORDAR EL ENVEJECIMIENTO YA

Soy un emprendedor en serie, un discípulo de la innovación y un agradecido beneficiario de las inversiones que otras personas hacen en mí y en los equipos que he reunido para solucionar problemas importantes.

Sin embargo, también reconozco que el libre mercado no produce por arte de magia buena ciencia ni resultados equitativos en lo que a los cuidados de la salud se refiere. En cualquier investigación científica se requiere un buen equilibrio entre financiación pública y privada para que se den las condiciones adecuadas y necesarias a fin de alentar la exploración científica sin límites, la inversión en diagnósticos rápidos y un grado de titularidad en común que asegure que los beneficios del recién descubierto conocimiento estarán disponibles para el mayor número posible de personas.

Ese equilibrio se ha hecho más precario en los últimos años. Desde 2017, por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial, el Gobierno federal de Estados Unidos ya no es el inversor principal en la investigación científica básica en Estados Unidos.

Sus fondos federales para la ciencia comenzaron en la década de los ochenta, cuando el Congreso encargó al Marine Hospital Service, la institución predecesora de los NIH, que examinara a los pasajeros de los barcos que llegaban a los puertos en busca de indicios de enfermedades infecciosas, como el cólera. En 1901, una ley de consignaciones presupuestarias dotó con treinta y cinco mil dólares la construcción de un nuevo edificio, un presupuesto que fue el inicio de los NIH. El Congreso no estaba convencido de que se le fuera a dar un buen uso al dinero, de manera que se aseguró de controlar la financiación anual, algo que ha continuado hasta hoy en día. Por suerte, el Congreso sigue convencido de que financiar los NIH, que ofrecen cientos de becas competitivas a científicos de todo el país, es un dinero bien empleado, porque, sin la investigación financiada por los NIH, la mayoría de los medicamentos y de las tecnologías médicas de las que dependemos jamás se habrían descubierto, por no mencionar los miles de medicamentos que quedan por descubrir.

Al menos de momento, el Gobierno federal aún es uno de los mayores inversores en las investigaciones médicas de hospitales y universidades, algo que asegura que la I+D no solo se promueve por los beneficios que reporta. Esto es importante, porque de esa forma los científicos como yo podemos aplicar nuestra imaginación y nuestro instinto, a veces durante diez años, antes de que sea aparente cualquier aplicación comercial y mucho antes de que un inversor privado considere siquiera la idea de apoyar el trabajo para ayudarlo a sobrevivir en «el valle de la muerte» de la innovación.

Está claro que el Gobierno es esencial en este ecosistema, pero, en un mundo en el que la competición por encontrar financiación en este campo es más feroz que nunca, los buenos científicos que están investigando el envejecimiento se ven obligados a apoyarse cada vez más en la financiación privada para llevar a cabo su trabajo. La investigación de algo que puede cambiar el mundo no es precisamente barata y cuando la financia una empresa que tiene un objetivo a corto plazo tampoco es libre. De ahí que sea tan importante que revoquemos este declive de financiación pública en la investigación médica, que ha caído en un 11 por ciento entre 2003 y 2018.

La situación es especialmente difícil para los investigadores que estudian el envejecimiento. La financiación para entender la «biología del envejecimiento» es menos de un 1 por ciento del presupuesto del Gobierno de Estados Unidos para investigación médica. Con una población cada vez más envejecida y unos costes sanitarios cada vez más altos, ¿por qué no aumentan los Gobiernos de forma significativa la financiación de la investigación sobre el envejecimiento a fin de mantener a las personas más sanas durante más tiempo?

La razón es que, en los países donde se ha hecho una inversión pública en investigación médica, dicha investigación está atada, de pies y manos prácticamente, por la definición de «enfermedad».

Si eres un científico con una idea novedosa para ralentizar el desarrollo del cáncer o un investigador con una idea original para acabar con la enfermedad de Alzheimer, los NIH y otras instituciones similares de todo el mundo te ayudarán. Los NIH no son solo un grupo de edificios en Bethesda, Maryland. Más del 80 por ciento de su presupuesto está destinado a cubrir cincuenta mil becas para más de trescientos mil investigadores de más de dos mil quinientas universidades y otras entidades. La investigación médica se detendría por completo sin toda esa inversión.

Merece la pena analizar el presupuesto de los NIH para ver cuáles de las 285 enfermedades que se están investigando reciben más atención:

• Las enfermedades cardiovasculares reciben mil ochocientos millones de dólares por una enfermedad que afecta al 11,7 por ciento de la población.

• El cáncer recibe seis mil trescientos millones y su impacto es del 9,4 por ciento.

• El alzhéimer recibe mil novecientos millones para una enfermedad que afecta al 3 por ciento, como mucho.

¿Cuánto recibe la obesidad, que afecta al 30 por ciento de la población y reduce en casi una década la esperanza de vida? Menos de mil millones.

No me malinterpretes. Comparado con otras cosas en las que el Gobierno se gasta el dinero (el coste de un solo caza F-22 Raptor es de más de 335 millones de dólares, por ejemplo) es un dinero bien invertido. Pero, para ponerlo en perspectiva, piensa en esto: los estadounidenses se gastan más de trescientos mil millones de dólares al año en café.

Para ser justos, la vida sin café no tiene sentido. Pero, si eres investigador y quieres hacer que la vida sea mejor, ralentizando o revirtiendo las enfermedades del envejecimiento, tienes un problemilla. Sencillamente, no se invierte tanto dinero público en este campo de la ciencia.

En 2018, el Congreso aprobó cuatro mil millones para la investigación del envejecimiento; pero, si escarbas en esos documentos presupuestarios, verás que el dinero se va casi todo para la investigación de la enfermedad de Alzheimer, para realizar ensayos clínicos de la terapia de reemplazo hormonal y para estudiar la vida de las personas mayores. Menos de un 3 por ciento de ese presupuesto para «investigar el envejecimiento» se dedica realmente a estudiar la biología del envejecimiento.

Este incapacita al 93 por ciento de las personas mayores de cincuenta años, pero en 2018 los NIH invirtieron en él menos de un 10 por ciento de lo que invierte en la investigación del cáncer.

Alguien que está especialmente molesto con la distribución de los fondos según enfermedades concretas es Leonard Hayflick, el científico que descubrió que las células humanas tienen una capacidad limitada para dividirse y al final se vuelven senescentes, una vez que alcanzan el límite de Hayflick.

«La resolución del alzhéimer como causa de muerte añadiría unos diecinueve días a la esperanza de vida humana», declaró en 2016. Hayflick ha sugerido que se le cambie el nombre al Instituto Nacional para el Envejecimiento, una división de los NIH, por el de Instituto Nacional de la Enfermedad de Alzheimer.

«No es que yo apoye el fin de la investigación del alzhéimer, que no lo hago —afirmó—, pero su investigación, e incluso su solución, no nos dirá nada sobre la biología fundamental del envejecimiento.»

Sin embargo, la cifra relativamente pequeña que Estados Unidos invierte en investigar el envejecimiento es generosa cuando se compara con lo que se invierte en la mayoría de los países desarrollados, que es prácticamente cero. Qué duda cabe de que la situación es el resultado directo de la creencia de que la vejez es una parte inevitable de la vida en vez de considerarla como lo que es: una enfermedad que mata casi al 90 por ciento de la población.

La vejez es una enfermedad. Y está tan claro que me parece una locura tener que repetir esas cinco palabras una y otra vez. Pero lo haré de todas formas. La vejez es una enfermedad. Y no solo eso: es la madre de todas las enfermedades y todos la sufrimos.

Paradójicamente, no hay ni un solo organismo de financiación pública en el mundo que clasifique la vejez como una enfermedad. ¿Por qué? Porque, si tenemos la suerte de vivir bastante, todos la sufrimos. De ahí que, de momento, la bolsa de financiación pública disponible para la investigación de la prolongación de la vitalidad sea pequeña. Los cheques más abultados se firman para apoyar iniciativas centradas en enfermedades reconocidas. Y en el momento en el que escribo estas palabras, el envejecimiento no se reconoce como una enfermedad. En ningún país del mundo.

Hay varias formas de acelerar la innovación para encontrar y desarrollar fármacos y tecnologías que prolonguen la salud y la vida, pero hay una que es bien sencilla: definir el envejecimiento como una enfermedad. No hace falta cambiar nada más. Los investigadores que trabajan en el envejecimiento competirán en situación de igualdad con los investigadores que trabajan para curar las demás enfermedades en todo el mundo. Los méritos científicos serán los que dicten qué trabajos de investigación reciben una beca. Y la financiación pública seguirá ahí, como debe ser, para asegurar la innovación y la competición.

Los laboratorios como el mío, especializados en desarrollar terapias específicas para tratar, detener y curar el envejecimiento, ya no serán tan raros. Habrá uno o dos en todas las universidades de ciencias de la salud del mundo.

Y debería haberlos, porque no andamos cortos de científicos deseosos de alistarse en este ejército. Ahora mismo, tanto yo como otros investigadores que estudiamos el envejecimiento estamos rodeados de un sinfín de jóvenes brillantes con experiencia deseosos de entregar su vida a la lucha contra el envejecimiento. Para los directores de laboratorio como yo, es un mercado virtual en el que elegir. Porque hay más personas que quieren trabajar en el envejecimiento que laboratorios en los que pueden hacerlo. Esto significa que hay mucha gente que, a pesar de ser muy inteligente y de estar dispuesta a enfrentarse a este problema, se ve obligada a trabajar en otros campos o en otras profesiones. Pero esto cambiará pronto.

El primer país que defina el envejecimiento como una enfermedad, tanto en la práctica como en la teoría, cambiará el curso de la historia. Los primeros lugares que ofrezcan amplia financiación pública para aumentar las cada vez mayores inversiones privadas en este campo prosperarán en consonancia. Serán sus ciudadanos los primeros en beneficiarse. Los médicos se sentirán cómodos recetando fármacos como la metformina a sus pacientes antes de que lleguen a un estado de fragilidad irreversible. Se crearán nuevos trabajos. Científicos y empresas farmacéuticas querrán instalarse en ese país. Las industrias prosperarán. La inversión pública nacional obtendrá un retorno de la inversión significativo. Los nombres de sus líderes aparecerán en los libros de historia.

Y los dueños de las patentes, tanto las universidades como las empresas, no sabrán qué hacer con tanto dinero.

Me siento orgulloso al afirmar que Australia lidera ahora mismo la carrera para definir el envejecimiento como una enfermedad. Hace poco viajé a Canberra para reunirme con Greg Hunt, ministro de Sanidad; con el subsecretario de la Agencia Australiana de Medicamentos, el profesor John Skerritt, y con otros quince investigadores australianos especializados en el envejecimiento. Descubrí que desarrollar un fármaco para el envejecimiento puede ser mucho más fácil en mi tierra natal que en Estados Unidos. Mientras que en Estados Unidos se espera que haya pruebas de que una enfermedad se cura o se alivia con un fármaco, en Australia es posible que reciba la aprobación para «influir, inhibir o modificar un proceso fisiológico en las personas». ¡En el campo del envejecimiento sabemos cómo hacerlo!

Singapur y Estados Unidos están entre los países que también están considerando seriamente un cambio en la normativa. Quien lo haga primero tomará una decisión histórica, que lo beneficiará a él sobre todo.

Hay un motivo por el que Estados Unidos es prácticamente el dueño del sector aeroespacial. El valor de las exportaciones ascendió a más de 131.000 millones de dólares en 2017, más de lo que sumaron las exportaciones conjuntas de los tres siguientes países de la lista. «Los primeros en volar» no solo es un buen eslogan para las matrículas de los coches de Carolina del Norte. Es una afirmación sobre lo importante que es estar en los primeros puestos. Los estadounidenses conservan el espíritu pionero de sus antepasados: todo es posible. Más de un siglo después de que los hermanos Wright hicieran volar sus primeros aviones en Kitty Hawk, y después de haber estado a punto de perder la carrera con los franceses y los alemanes, Estados Unidos sigue a la cabeza de la aeronáutica. Tienen la fuerza aérea más poderosa del mundo. Llegaron los primeros a la Luna y van en cabeza en la carrera del desarrollo de iniciativas públicas y privadas para llevar vuelos tripulados a Marte.

Pero nada de eso supondrá un impacto tan grande en la humanidad como el primer país que declare el envejecimiento como una enfermedad.

Como poco, a los Gobiernos les interesa asegurarse de que las innovaciones que desarrollemos para proteger la vida humana se usen con rigor y para el beneficio de todos. El momento de hablar de cómo afectarán estas tecnologías a la ética y a la privacidad personal es ahora, porque, una vez que se abra la botella, será muy difícil que el genio entre de nuevo. Las tecnologías basadas en el ADN que permitirán, por ejemplo, la detección de patógenos específicos también se pueden usar para buscar a personas específicas. Ahora existen tecnologías con las que se pueden crear seres humanos más fuertes y más longevos. ¿Elegirán los padres ofrecerles a sus hijos «el mejor comienzo»? ¿Prohibirá la ONU la mejora genética de los ciudadanos y de los soldados?

Para crear un mundo futuro en el que merezca la pena vivir, no será suficiente con financiar investigaciones que aumenten y mejoren la vida de las personas y prohibir su mal uso. También debemos asegurarnos de que sea beneficioso para todos.

ES HORA DE INSISTIR EN EL DERECHO A RECIBIR TRATAMIENTO

La dentista me mira, aburrida.

—Sus dientes están bien —me dice mientras me examina la boca—. El desgaste habitual. Le diré al higienista que venga para hacerle la limpieza y nada más.

Me dio la impresión de que ya se estaba dando la vuelta antes siquiera de meterme los dedos en la boca.

—Si no le importa —repliqué—, ¿podría decirme qué significa eso de «desgaste habitual»?

—Se está haciendo mayor y los dientes lo muestran —contestó ella—. Los dos incisivos superiores están desgastados. Algo normal. Si fuera un adolescente, lo solucionaríamos, pero…

—Bueno —la interrumpí—, pues quiero que lo solucione.

Al final la dentista cedió, aunque no antes de explicarle cómo me ganaba la vida y de asegurarle que pensaba seguir usando los dientes durante mucho tiempo. También le dije que estaría encantado de pagar por el tratamiento si mi seguro médico no lo cubría.

Su resistencia es comprensible. Cuando los dentistas examinan la boca de los pacientes que están entre los cuarenta y los cincuenta años, están mirando dientes que ya han cumplido con la mitad de su trabajo. Pero eso ya no es así. Nuestros dientes, como el resto de nuestro cuerpo, tendrán que durar mucho más.

Mi experiencia con la dentista fue un microcosmos del trato que reciben las personas de mediana edad en todas las facetas del sistema de salud. Cuando un médico mira a un paciente de cincuenta años hoy en día, su objetivo es mantenerlo «menos enfermo», no asegurar que siga sano y feliz durante muchas décadas más. ¿Quién de entre los mayores de cuarenta y nueve no ha oído a un médico decirle: «Bueno, es que ya no tienes veinte años»?

Hay dos parámetros que influyen en los tratamientos médicos por encima de todo lo demás: la edad y la economía. El primero limita a menudo lo que los médicos están dispuestos a discutir en términos de tratamientos, porque creen que la gente supuestamente debe ralentizarse, sufrir un poco de dolor y al final experimentar la degradación gradual de distintas partes del cuerpo y de sus funciones. El segundo determina todavía más estas discusiones, porque, sin tener en cuenta el potencial que pueda tener un tratamiento a la hora de mejorar la vida de un paciente, no tiene sentido y es incluso cruel hablarle a alguien de un tratamiento que no puede pagar.

De hecho, nuestro sistema de salud está construido sobre la discriminación a los ancianos. Cuando somos jóvenes, no recibimos los tratamientos que pueden mantenernos más sanos a medida que envejecemos. Cuando somos mayores, no recibimos los tratamientos que se usan con normalidad con los jóvenes.

Todo esto tiene que cambiar. La calidad de nuestro sistema de salud no debería estar basada en la edad ni en los ingresos. Un paciente de noventa años y uno de treinta deberían ser tratados con el mismo entusiasmo y apoyo. Habría dinero de sobra para pagar todo esto con los billones de dólares que las compañías aseguradoras y el Gobierno, y por tanto nosotros, se ahorrarían si no tuvieran que tratar enfermedades crónicas. Todo el mundo debería recibir tratamientos y terapias que mejoren su calidad de vida, sin importar su fecha de nacimiento. A medida que nos acercamos a un mundo en el que la edad no será significativa, tenemos que ajustar las suposiciones, las reglas y las leyes que gobiernan los tratamientos médicos que puede recibir una persona.

El acceso equitativo a la atención sanitaria, sin importar lo mucho que se pueda vivir, es una idea aterradora para muchos, porque parece carísimo. Y eso es comprensible, porque, hoy en día, los sistemas sanitarios públicos existentes en otros países del mundo están pasando por un momento de tensión por culpa del coste cada vez mayor de los tratamientos. Sobre todo de aquellos que reciben los pacientes muy enfermos, muy mayores y que posiblemente solo vivan un par de años más, si acaso.

El futuro de la atención sanitaria no debe ser ese. Ahora mismo, la mayor parte del dinero que nos gastamos en cuidados médicos se dedica a la lucha contra las enfermedades. Pero, cuando podamos tratar el envejecimiento, estaremos tratando la causa de todas las demás enfermedades. Los fármacos para la longevidad costarán muy poco comparados con los tratamientos de las enfermedades que prevendrán.

En 2005, un estudio llevado a cabo por Dana Goldman y sus compañeros de la corporación RAND, en Santa Mónica, arrojó algunas cifras al respecto. Calcularon el valor que añadirían a la sociedad los nuevos descubrimientos y el coste que supondría extender la vida humana un año. El coste de un medicamento novedoso para prevenir la diabetes: 147.199 dólares. El de un tratamiento para el cáncer: 498.809 dólares. El de un marcapasos: 1.403.740 dólares. De un «compuesto antienvejecimiento» que extendería la vida sana diez años: 8.790 dólares. Los números del estudio de Goldman apoyan una idea que debería ser de sentido común: no hay forma más barata de enfrentarse a la crisis que sufre la atención sanitaria que enfrentarse a la esencia de la causa.

Pero ¿y si los medicamentos no mantienen sanos a los pacientes? ¿Y si se limitan a prolongar la vida, como muchos tratamientos de quimioterapia, y se aprueban solo por su capacidad para alargar la vida, pero no garantizan una vida mejor? La sociedad debería debatir si se deben aprobar siquiera medicamentos para aumentar la esperanza de vida que no garanticen una vida mejor. Si se permiten, habrá más personas mayores enfermas y discapacitadas y, según Goldman, el gasto en sanidad dentro de treinta años será un 70 por ciento mayor que hoy en día.

Por suerte, la ciencia sugiere que este dantesco escenario no se va a producir. Cuando tengamos medicamentos efectivos y seguros para ralentizar el envejecimiento, también aumentará nuestra salud. Solo tendremos que ocuparnos del mantenimiento médico, que es muy barato. Emergencias sanitarias, que son costosas pero poco habituales. Enfermedades transmisibles, que también podremos identificar, tratar y prevenir con mayor eficacia y efectividad. Es similar al proceso de pasar de un coche de gasolina y gasoil, que necesitan aceite, correas, ajustes y un mantenimiento regular, a uno eléctrico, que de vez en cuando te dice que rellenes el líquido del limpiaparabrisas.

Después de haber vivido en Australia, en el Reino Unido y en Estados Unidos, tres países con un pasado, una lengua, una cultura y relaciones comerciales en común, me resulta interesante ver lo similares que son en algunos aspectos y lo diferentes que son en otros. Una gran diferencia es que la mayoría de los australianos y los británicos rara vez asume que su forma de hacer las cosas es la mejor. Los estadounidenses, por el contrario, creen a menudo que su forma de hacer las cosas es la mejor sin duda alguna.

No estoy diciendo que Estados Unidos no haga las cosas bien y que no deba seguir dejando su estela particular en muchas áreas de la política nacional e internacional, pero hace mucho que me deja perplejo la resistencia estadounidense a analizar lo que funciona en otras partes del mundo.

En ciencia lo llamamos «experimentación» y es lo que ha impulsado a nuestra civilización. Cuantos más experimentos se lleven a cabo, más información obtendremos. Y algunos experimentos funcionan muy bien.

Australia se fundó como una colonia penal y hoy en día es uno de los países menos religiosos del mundo, pero en lo referente a la atención de sus ciudadanos es un ejemplo que seguir. Al igual que Estados Unidos, Australia también tiene sus problemas: congestión del tráfico, coste de vida elevado y reglas estrictas pensadas para salvar vidas, aunque dichas reglas a menudo nos priven de la diversión de la vida.

Sin embargo, existe una estadística según la cual los australianos se sienten cada vez más orgullosos: un experimento que dura ya cincuenta años para proteger y preservar a todos y cada uno de sus ciudadanos sin tener en cuenta su posición social, su educación o sus ingresos. Las muertes por accidente de tráfico y tabaco son las más bajas del mundo gracias a unas leyes estrictas y a unas multas considerables. Antes incluso de que se aprobaran dichas leyes, se produjo un gran cambio. A mediados de los años setenta del siglo pasado, se estableció un sistema de salud público y universal, uno de los primeros del mundo, y la esperanza de vida en Australia empezó a crecer. De la misma manera que sucedió en Estados Unidos en 2010, el siguiente Gobierno intentó limitar el alcance de la reforma progresista, pero acabó fracasando.

Una política de derechas muy controvertida, Bronwyn Bishop, ayudó a crear una Agencia Federal Australiana de Sanidad y Envejecimiento, un organismo independiente que duró de 2002 a 2013 y que contaba con un presupuesto de unos treinta y seis mil millones de dólares australianos. Se centraba en la promoción de la salud, en la prevención de las enfermedades y en la atención a los mayores.

Durante esos años, Australia siguió una trayectoria ascendente y usó su riqueza para crear más salud y productividad en su población. Dicha salud y productividad se usaron para crear más riqueza. Un ciclo virtuoso de un orden moral superior.

Entre 1970 y 2018, los australianos ganaron doce años más de vida. La media de vida saludable son setenta y tres años, diez años más que la media mundial, gracias a un descenso notable en el porcentaje de personas que sufren de problemas de salud discapacitantes.

Los ancianos australianos cada vez son menos ancianos; ya no suponen una carga y son mucho más productivos que en otros países. Si visitas Australia, notarás la diferencia entre sus personas mayores, en forma y activas, y las personas mayores estadounidenses, que están lastradas por la obesidad, la diabetes y la discapacidad.

Mi padre pensaba que iba de camino a la tumba. En cambio, no para de ir a conciertos o de hacer rutas de senderismo. Cena varias noches a la semana con sus amigos. Es un adicto a los ordenadores y a las novedades tecnológicas, y fue uno de los primeros australianos en tener un altavoz inteligente con asistente virtual. No le preocupa hacer viajes largos, así que lo vemos a menudo. Ha vuelto a trabajar. Física y mentalmente es treinta años más joven de lo que su madre lo era a su edad.

Su estupenda salud puede deberse o no a las moléculas que toma (los próximos años de su vida serán un indicador, mientras que las pruebas científicas se realizarán con el método de doble ciego con placebo), pero también ayudan el ejercicio frecuente, el acceso a unos cuidados médicos excelentes y un sistema que cree en la prevención de las enfermedades, no solo en los tratamientos en una fase avanzada. Es el fulgurante ejemplo de una generación de australianos septuagenarios y octogenarios que no solo están viviendo más, sino también mucho mejor que sus antepasados. En 2018, Australia quedó la séptima en el Índice de Capital Humano del Banco Mundial, que refleja el conocimiento, la productividad y la salud que acumulan los habitantes de un país durante su vida, por detrás de Singapur, Corea del Sur, Japón, Hong Kong, Finlandia e Irlanda. Estados Unidos quedó en el puesto 24 y China, en el 25.

Australia sigue una trayectoria ascendente y los australianos no piensan mirar atrás.

Tras haber visto lo que funciona, otros países, sobre todo europeos, han adoptado sistemas de salud similares. Australia tiene acuerdos con el Reino Unido, Suecia, los Países Bajos, Bélgica, Finlandia, Italia, Irlanda, Nueva Zelanda, Malta, Noruega y Eslovenia, lo que significa que los ciudadanos de esos países pueden recibir la misma atención médica en Australia que en su casa, y viceversa. Imagínate que fuera así en todo el mundo.

Entretanto, algunos países se quedan atrás. Y uno de ellos en particular está retrocediendo.

Debido al abuso de las calorías y de los opiáceos, y a un sistema de salud inadecuado, por no decir completamente inaccesible a un tercio de su población, Estados Unidos ha experimentado recientemente un declive en la esperanza de vida por primera vez desde principios de los años sesenta del siglo pasado. Ese declive puede superar dentro de poco el que causó la epidemia de gripe de 1918. Y esto sucede pese al hecho de que Estados Unidos gasta un 17 por ciento de su PIB en sanidad, casi el doble que Australia.

No quiero desacreditar al país en el que vivo y que tan generoso ha sido conmigo y mi familia, pero estoy frustrado. Desde que llegué al país que consiguió llevar al hombre a la Luna, me ha consternado ver cómo pierden una y otra vez la oportunidad de ayudar a más personas por menos dinero.

Estados Unidos ha sido líder tanto en inversión pública como privada en el campo de la investigación médica. Y aunque sea difícil trazar el origen de todos los fármacos en este mundo cada vez más interconectado, se estima que el 57 por ciento se desarrolla en Estados Unidos. Otros países, sobre todo los que no invierten tanto en investigación médica, deberían agradecerle a Estados Unidos el haber descubierto y desarrollado casi todos los medicamentos que hoy les aseguran vivir una vida más larga.

En un mundo justo, los ciudadanos de Estados Unidos serían los grandes beneficiados de las innovaciones médicas que subvencionan y producen. Pero no lo son.

Lo son los australianos. Los británicos. Y los suecos, los holandeses, los irlandeses y los eslovenos. Todos ellos se benefician en términos de longevidad y buena salud, porque tienen esos sistemas sanitarios que garantizan el acceso universal a los cuidados médicos que el 15 por ciento de los demócratas y la mitad de los republicanos de Estados Unidos tanto temen. Que la esperanza de vida en Estados Unidos solo sea inferior en cuatro años a la australiana oculta el hecho de que, en las zonas más pobres de Estados Unidos, los ciudadanos viven diez años menos.

Y tal como demuestra el ejemplo australiano, cuando todos vivimos más y mejor, todo el mundo está mejor. Así que ¿por qué no se habla de esto en Estados Unidos? ¿Por qué no protesta la gente delante del Capitolio con pancartas y las proverbiales horcas en la mano, exigiendo más inversión, acceso universal a los medicamentos y la esperanza de vida más larga del planeta? Mientras otros países disfrutan de una vida cada vez más larga y sana, tal vez los estadounidenses despierten y se den cuenta de la diferencia. Pero sospecho que no lo harán. Aunque la OMS coloca a Estados Unidos en el puesto 37, por detrás de Dominica, Marruecos y Costa Rica, y justo por encima de Eslovenia, es normal oír a los políticos de allí decir, sin justificación alguna, que Estados Unidos tiene el mejor sistema sanitario del mundo y millones de personas se lo creen.

La alternativa al derecho universal a recibir cuidados médicos, con independencia de la edad y de la capacidad de pagar o no por el tratamiento, es un mundo en el que los ricos disfruten de una vida cada vez más larga y sana, mientras que la existencia de los pobres se acorta por las enfermedades. Una idea terrible tanto para estos como para aquellos.

Mi trabajo me ha puesto en contacto con algunas de las personas más ricas del mundo, que obviamente están interesadas en descubrir el secreto para vivir más y más sanos. Todavía no he conocido a ninguna que desee que suceda esa división. Porque esa dirección nos lleva a la revolución y las revueltas rara vez acaban bien para la clase gobernante. Tal como escribió en 2014 Nick Hanauer, un inversor capitalista y dueño «de un yate enorme», en un artículo que podría traducirse como «Mis amigos multimillonarios»: «No hay ningún ejemplo en la historia de la humanidad en el que se haya acumulado tal nivel de riqueza sin que al final los campesinos salgan a la calle horca en mano. Una sociedad desigual equivale a un Estado policial. O una revuelta. No hay contraejemplos. Ninguno. No podemos predecir cuándo sucederá, pero será terrible… para todos. Sobre todo para nosotros».

La advertencia de Hanauer se produjo antes de que los genes de la longevidad estuvieran en los radares de la mayoría de la gente y mucho antes de que la mayoría se planteara siquiera lo que podía suponer para la división entre ricos y pobres el aumento de la longevidad y de la salud.

El acceso universal a las tecnologías que prolongan la vitalidad no solucionará todos los problemas asociados a la desigualdad social, pero es un comienzo importante.

DEBERÍAMOS MORIR CUANDO QUERAMOS

Según los estándares del universo, esta región de la Vía Láctea no es un lugar inhóspito para que la vida evolucione. Al fin y al cabo, aquí estamos nosotros. Las áreas exteriores de las galaxias espirales como la nuestra son prometedoras a la hora de albergar planetas donde se pueda desarrollar la vida, mucho más que en las galaxias enanas, que son los sistemas estelares más abundantes en el universo.

Sin embargo, tal como lo ve la astrónoma Pratika Dayal, los lugares donde es más probable que se desarrolle la vida son las gigantescas galaxias elípticas, ricas en metales y dos veces más grandes, algunas incluso más, que la Vía Láctea; contienen diez veces más estrellas y la probabilidad de que existan planetas habitables se multiplica por diez mil. Por cierto, si crees que en el caso de que nos carguemos este planeta podemos viajar a otro, ten en cuenta que el exoplaneta habitable más cercano al nuestro se encuentra a unos doce años luz en línea recta. Eso parece cerca, pero, salvo que descubramos un agujero de gusano espacial o que viajemos en diminutas naves a la velocidad de la luz, tardaríamos unos diez mil años en llegar hasta allí, algo que, tal como ya he dicho, es otro buen motivo para descubrir cómo aumentar nuestra longevidad.

La galaxia elíptica gigante más cercana a nosotros es Maffei 1, que está a unos diez millones de años luz de distancia. Podemos suponer que, si algunos exploradores de Maffei 1 llegan alguna vez a visitarnos, procederán de una sociedad avanzadísima. Supongo que nos harán algunas preguntas, porque querrán saber hasta qué punto hemos avanzado nosotros.

En primer lugar, creo que serán las cosas «sencillas» las que les generarán curiosidad. ¿Hemos extendido el número pi a un millón de decimales? ¿Hemos descubierto la velocidad de la luz? ¿O el hecho de que la masa y la energía son lo mismo? ¿O el entrelazamiento cuántico? ¿La edad del universo? ¿La evolución?

Después querrán interrogarnos sobre cosas más difíciles. ¿Hemos aprendido a usar de forma razonable los recursos disponibles en nuestro planeta? Imagino que en esta aprobaremos, siempre y cuando no mencionemos las tuberías de plomo, las bombas nucleares o los muñecos Furby. ¿Lo hemos hecho de manera sostenible? «Mmm… Siguiente pregunta.»

Luego nos preguntarán si hemos visitado otros mundos. «Hemos mandado a diez tíos a la Luna», diremos. «¿Dónde está eso?», querrán saber. Señalaremos a la esfera blanca que se ve en el cielo nocturno. «Mmm… —murmurarán—. ¿Solo los machos de vuestra especie?» Asentiremos con la cabeza y ellos podrán en blanco sus 146 ojos.

Después de eso, querrán saber sobre nuestra longevidad. ¿Hemos descubierto cómo vivir más años que los recibidos por la evolución? «Esto… es que no sabíamos que merecía la pena estudiarlo hasta hace pocos años.» Nos darán ánimos exagerando un pelín, como haría un ser humano adulto con un niño que está aprendiendo a comer sólidos.

La siguiente pregunta será bastante fundamental: «¿Cómo morís?». Y la respuesta que les ofrezcamos será un indicador importante de lo avanzados que estemos realmente.

Ahora mismo, tal y como demuestra el ejemplo de mi madre, la mayoría sufrimos una muerte brutal. Padecemos un largo período de declive y hemos descubierto cómo extender ese período de dolor, sufrimiento, confusión y miedo para experimentar más dolor, más sufrimiento, más confusión y más miedo. El desasosiego, el sacrificio y la confusión que esto provoca en nuestra familia y amigos se prolonga y resulta traumático, de manera que, cuando por fin morimos, suele ser un motivo de alivio para nuestros seres queridos.

Por supuesto, la muerte más popular llega después de una enfermedad, que puede llegar en el mejor momento de la vida: infarto a los cincuenta, cáncer a los cincuenta y cinco, ictus a los sesenta, inicio del alzhéimer a los sesenta y cinco… Es muy habitual que la frase más oída en los funerales sea «Nos ha dejado demasiado pronto». Y si las enfermedades no nos matan, la lucha por combatirlas una y otra vez se convierte en un ejercicio de sufrimiento que se prolonga décadas.

Son respuestas terribles a la pregunta de cómo morimos. La respuesta que deberíamos desear dar, de la misma manera que deseamos extender nuestra vitalidad, es «Cuando estamos preparados, lo hacemos rápido y sin dolor».

Por suerte, la ciencia de la longevidad nos demuestra que, cuanto más alargamos la vida de los roedores, más rápido mueren. Mueren de las mismas enfermedades que antes, pero, tal vez porque son muy mayores y ya están al borde de la muerte, sufren solo días, no meses, y al final se van.

Pero esta no es la única manera en la que deberíamos morir.

«Suicidio asistido por la medicina», «muerte digna», «eutanasia activa»… Lo llamemos como lo llamemos, necesitamos acabar con el batiburrillo de leyes que obliga a las personas a viajar grandes distancias, a menudo cuando ya están sufriendo mucho, para poder descansar por fin.

Estas son las barreras a las que el eminente ecologista David Goodall se enfrentó en 2018 a la edad de ciento cuatro años cuando se vio obligado a dejar su hogar en Australia, donde el suicidio asistido por un médico es ilegal, y viajar a una clínica en Suiza, donde es legal y seguro. Nadie debería tener que elegir entre morir en un país ajeno o irse de este mundo cometiendo un delito.

Nadie en su sano juicio mayor de cuarenta años, que es la edad en la que casi todos hemos pagado a la sociedad la deuda que ha supuesto nuestra educación, debería recibir una negativa si quiere ejercer su derecho a morir según sus propios términos. Y cualquiera, a cualquier edad, con una enfermedad terminal, o crónica y dolorosa, debería tener el mismo derecho.

Sí, debería haber normas. Y desde luego que debería haber asesoramiento y un período de espera. Nunca debería ser fácil acabar con la vida por capricho para no enfrentarse a los problemas. Si lo fuera, seguramente ni yo ni muchos otros habríamos superado la adolescencia. Pero no deberíamos cargar a gente adulta y sensata con culpa y vergüenza por querer controlar cuál será su último día en este mundo.

Casi todos los días, y a menudo más de una vez al día, alguien me dice que no le interesa en absoluto llegar a los cien años, mucho menos vivir décadas después de esa edad.

«Si llego a los cien, que alguien me dispare», dicen.

«Creo que setenta y cinco años sin enfermedades están bien», aseguran.

«No me imagino viviendo con mi marido más tiempo del que ya he vivido», llegó a decirme una distinguida científica una vez.

Y me parece bien.

De hecho, parece haber poco interés en vivir eternamente. Hace poco di una conferencia ante una audiencia de más de cien personas de edades comprendidas entre los veinte y los noventa años, una buena muestra de la población local. La persona que había contribuido con la mayor donación llegaba tarde, así que tuve que intervenir durante la espera. Cogí el micrófono e hice un pequeño experimento.

«¿Cuántos años queréis vivir?», les pregunté.

Levantando la mano, un tercio contestó que sería feliz si llegara a los ochenta. A ese grupo le dije que deberían disculparse con las personas presentes que habían superado esa edad. Eso los hizo reír.

Otro tercio respondió que les gustaría ver los ciento veinte.

«Un buen objetivo —repliqué—, seguramente no sea descabellado.»

Del tercio restante, un cuarto quería llegar a los ciento cincuenta.

«No es un sueño ridículo ni mucho menos», les aseguré.

Solo unos cuantos querían vivir «para siempre».

Las cifras son similares a las de una cena en la que participé hace poco en Harvard con otros científicos que estudian el envejecimiento. Pocos de los comensales buscaban la inmortalidad.

He hablado con cientos de personas al respecto. La mayoría de la gente que desea la inmortalidad no teme a la muerte. Simplemente adoran la vida, su familia, su profesión… Y les encantaría ver lo que nos depara el futuro.

Yo tampoco soy fan de la muerte. Y no porque me dé miedo estar muerto. Lo digo sin tapujos. Cuando volamos, mi mujer, Sandra, se aferra a mi brazo cada vez que hay turbulencias. Yo ni me inmuto. He viajado tantas veces que me he topado con problemas técnicos en los aviones más de una vez, así que sé cómo tengo que reaccionar en una situación potencialmente mortal. Si el avión se cae, muero. Despojarme de ese miedo fue de lo mejor que he hecho en la vida.

Y ahí es donde las cosas se ponen interesantes: cuando hago esta pequeña encuesta y le digo a la audiencia que podrán conservar la buena salud sin importar los años que vivan, el número de aquellos que quieren vivir para siempre aumenta. Casi todo el mundo quiere.

Resulta que la mayoría de la gente no tiene miedo de perder la vida. Tiene miedo de perder la humanidad.

Y hacen bien. El abuelo de mi mujer estuvo enfermo muchos años antes de morir poco después de los setenta años. Llevaba años en estado vegetativo, un destino espantoso, pero tenía un marcapasos, así que, cada vez que su cuerpo intentaba morir, una descarga lo devolvían a la vida.

No le devolvían la salud, fíjate: le devolvían la vida, que es muy distinto.

En mi mente, hay pocos pecados más graves que el afán de extender la vida si no hay salud. Esto es importante. Da igual que podamos aumentar la longevidad si no podemos extender la buena salud en la misma medida. Así que, si vamos a hacer lo primero, tenemos la obligación moral de hacer también lo segundo.

Al igual que la mayoría de la gente, no quiero vivir eternamente, solo busco más años de vida con menos enfermedades y más amor. Y para casi todos los conocidos que trabajan en este campo, la lucha contra el envejecimiento no tiene como objetivo acabar con la muerte. El objetivo es prolongar la vida sin enfermedades y ofrecerles a más personas la posibilidad de enfrentarse a la muerte en mejores términos, en sus propios términos, realmente. Con rapidez y sin dolor. Cuando estén listos.

Ya sea rechazando los tratamientos y las terapias que ofrecen prolongar una vida sana, o aceptando esas intervenciones y decidiendo después cuándo dejar este mundo, nadie que haya devuelto a la sociedad lo que antes le había dado debería seguir en este mundo si no desea hacerlo. Y necesitamos iniciar el desarrollo de la transformación cultural, ética y legal que permitirá que eso suceda.

DEBEMOS ABORDAR EL CONSUMO CON INNOVACIÓN

El activista y escritor medioambiental George Monbiot está entre los que han afirmado que, en lo referente a la salud futura del planeta, la gente se preocupa demasiado por el número de personas que lo poblarán mientras pasa por alto el hecho de que el consumo «es doblemente responsable de la presión sobre los recursos y los ecosistemas a medida que la población aumenta». Monbiot, cuya ideología es de extrema izquierda, no lleva razón en todo, pero en esto lo clava. El problema no es la población, es el consumo.

Sabemos que los seres humanos pueden vivir una vida sana y feliz sin necesidad de consumir tanto como consumen en el mundo desarrollado. Pero no sabemos si querrán hacerlo. Por este motivo, entre los científicos que apoyan la idea de que nuestro planeta solo puede dar cabida a un número determinado de personas, los que han ofrecido una estimación alta de la gente a la que puede dar cabida la Tierra son aquellos que dan por supuesto que nuestra especie es capaz de salir adelante con menos, incluso cuando mejoremos la calidad de vida de miles de millones de personas. Entretanto, los más pesimistas predicen una «tragedia de los bienes comunes», durante la cual agotaremos por completo los recursos naturales como si fuera un bufet libre. Los seres humanos son como son, de manera que lo que suceda dependerá mucho de la política y de la tecnología.

Al menos en un aspecto concreto, el de «los objetos», por decirlo de alguna manera, la tecnología nos ofrece un cambio enorme y positivo, un proceso global de «desmaterialización» que ha reemplazado millones de productos con otros digitales y servicios humanos. Las estanterías gigantescas dedicadas a guardar casetes y CD han sido reemplazadas por servicios de música en streaming. Las personas que antes necesitaban el coche de vez en cuando ahora usan una aplicación instalada en el teléfono móvil para solicitar un desplazamiento compartido con más gente. Y alas enteras de los hospitales que antes se usaban para archivar los informes médicos de los pacientes han sido sustituidas por tabletas portátiles conectadas a la nube.

Tal como ha señalado Steven Pinker, gran parte del tiempo, de la energía y del dinero que gastábamos haciendo «objetos» ahora se invierte en «tener un aire de mejor calidad, coches más seguros y medicamentos contra enfermedades poco frecuentes». Al mismo tiempo, los movimientos «experiencias, no objetos» y demás están transformando la manera en la que ahorramos y gastamos el dinero; y nos están ayudando a almacenar menos porquerías en el sótano. Tras un siglo idolatrando los casoplones, a partir de la segunda mitad de la década de 2010 se experimentó una reducción importante en los metros cuadrados de las casas recién construidas, al tiempo que aumentaba la demanda de pisos más pequeños, continuando de esa forma una migración centenaria desde las poblaciones rurales y agrícolas a los espacios urbanos más pequeños y compartidos. Tal como demuestra el éxito global de WeWork, los adultos jóvenes de hoy en día no solo se sienten más cómodos en espacios más pequeños, ya sea para trabajar o para vivir, con oficinas, cocinas, gimnasios, lavanderías y salones compartidos, sino que la demanda va en aumento.

Eso sí, la muerte lenta de los «objetos» no es el fin del consumo. Somos más adictos que nunca a desperdiciar comida, agua y energía. La ONU ha advertido de que estamos contaminando el agua más rápido de lo que la naturaleza puede reciclarla y purificarla. Literalmente tiramos a la basura la mitad de la comida disponible en el mundo, más de mil millones de toneladas, mientras hay millones de personas sufriendo hambre y malnutrición.

La ONU calcula que, con el actual ritmo de crecimiento de la población y con la movilidad económica actual, para 2050 necesitaremos en un solo año el triple de recursos de los que dispone el planeta para mantener nuestro estilo de vida. Sin embargo, la ONU gasta muy poco dinero en combatir el consumo y mucho menos en fomentar la creación de acuerdos internacionales que ayuden a construir un mundo en que ninguna sociedad consuma más de lo que el planeta puede producir bajo las condiciones tecnológicas actuales.

Esta última parte es importante: al igual que la tecnología nos está ayudando a reducir nuestra adicción a los «objetos materiales», también tiene que jugar un papel determinante a la hora de solucionar los demás problemas relacionados con el consumo. Porque no hay ni un solo país libre en el mundo que pueda obligar de forma unilateral a sus ciudadanos a consumir menos mientras que en otros países consumen más. Las leyes pueden incitar a las empresas, pero también debemos conseguir que la idea resulte atractiva para los individuos.

Por tanto, debemos invertir en investigaciones que nos permitan cultivar alimentos más saludables y transportarlos de manera más efectiva. Y, por favor, no te equivoques: eso incluye aceptar los cultivos modificados genéticamente para que la planta tenga una cualidad específica que en su forma natural no tiene, como la resistencia a los insectos, la tolerancia a la sequía, una mayor producción de vitamina A o un uso más eficiente de la luz del sol para convertir el CO2 en azúcar. Es una parte absolutamente necesaria en nuestra comida del futuro. Con plantas más eficientes podremos alimentar a doscientos millones más de personas tan solo con los cultivos del Medio Oeste de Estados Unidos.

Estas plantas cargan con la mala reputación de ser «artificiales», aunque muchos de los que opinan así desconocen que la mayoría de los alimentos que creemos «naturales» han sido sometidos a importantes manipulaciones genéticas. Las mazorcas de maíz que ves en las tiendas no tienen nada que ver con las plantas originarias de las que proceden. A lo largo de nueve mil años, una hierba llamada «teosinte» se fue cultivando de tal manera que el tamaño de las mazorcas aumentara y se obtuvieran granos de maíz más grandes, dulces y jugosos, un proceso de modificación que alteró de forma importante el genoma de la planta. Las manzanas que nos hemos acostumbrado a comer sí guardan más parecido con sus antepasadas silvestres, más pequeñas, pero te deseo suerte si pretendes encontrar alguna. Prácticamente han desaparecido del planeta, pero nuestra dieta tampoco es que haya perdido mucho con esa desaparición, ya que la mayor contribuyente a las manzanas modernas, Malus sylvestris, es tan ácida que resulta casi incomestible.

La Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos afirmó en un abrumador informe sobre los cultivos modificados genéticamente publicado en 2016 que las plantas modificadas en un laboratorio podrían ser vitales para alimentar la creciente población mundial si el calentamiento global amenaza los cultivos tradicionales. Y, puesto que muchos otros informes publicados a lo largo de las últimas décadas no han logrado calmar la creciente preocupación general, los autores de dicho informe reiteran una vez más que la Academia considera los cultivos modificados genéticamente seguros tanto para el consumo humano como para el medioambiente.

El escepticismo no es malo, pero, después de miles de estudios, la evidencia es irrefutable: si crees que el cambio climático es una amenaza, no puedes decir que los cultivos modificados genéticamente lo son, porque la evidencia de que son seguros es mayor que la evidencia de que el cambio climático es real.

La OMS, la Asociación Estadounidense para el Avance de la Ciencia y la Asociación Médica Estadounidense también han afirmado que, tal como dice la OMS, «no se han encontrado efectos nocivos sobre la salud de las personas después de consumir este tipo de alimentos». Además, estos cultivos pueden ser clave para enfrentarse al desafío de alimentar a miles de millones de personas que ya pasan hambre en el mundo y a los miles de millones adicionales que se nos unirán en los próximos años.

Si queremos alimentar a todo el mundo ahora y en el futuro, tendremos que adoptar tecnologías nuevas y seguras.

Según Unicef, podrían prevenirse casi dos millones de muertes anuales si las familias con menos recursos pudieran consumir más vitamina A en su dieta con cultivos que son totalmente seguros. Los suplementos de vitamina A no funcionan tan bien como se necesita. Entre 2015 y 2016 la cobertura de suplementos de vitamina A cayó a la mitad en los cinco países con mayor tasa de mortalidad infantil.

Una carta abierta firmada por cien premios nobel hizo un llamamiento a los Gobiernos para que aprobaran los cultivos modificados genéticamente: «¿Cuántas personas sin recursos más deben morir en el mundo antes de que consideremos esto “un crimen contra la humanidad”?», preguntaron. Podríamos salvar a mil millones de personas más con alimentos más nutritivos. Con el cambio climático tal vez no tengamos opción.

Para disminuir el impacto humano, también existe la creciente necesidad de descubrir cómo saciar la demanda global de proteína sin el tremendo coste medioambiental que supone la industria ganadera. Las innovaciones que nos ofrecen productos casi calcados a la carne, con leghemoglobina que «sangra» y algunos recursos científicos a la antigua usanza, usando un 99 por ciento menos de agua, un 93 por ciento menos de superficie de cultivo y un 90 por ciento menos de invernaderos, están siendo un exitazo y seguirán por ese camino si queremos saciar nuestro apetito con proteínas sabrosas sin que continuemos degradando el planeta.

Es incuestionable que uno de los grandes avances tecnológicos de este siglo ha sido el descubrimiento de la «modificación del genoma» precisa y programada. Al igual que sucede con muchas otras innovaciones, hubo muchas mentes brillantes involucradas en el proceso, pero Emmanuelle Charpentier, que en aquel entonces trabajaba en el Laboratorio de Medicina de Infecciones Moleculares de Suecia, y Jennifer Doudna, de la Universidad de California en Berkeley, se han llevado gran parte de la fama por el asombroso descubrimiento de que la proteína Cas9 bacteriana es una enzima que corta el ADN con una «guía» o «GPS» basado en el ARN. Al año siguiente, Feng Zhang, en el MIT, y George Church, en Harvard, demostraron que el sistema podía usarse para editar células humanas. Ellos también acumularon fama… y algunas patentes muy jugosas. La noticia del descubrimiento corrió como la pólvora hasta mi laboratorio. Parecía demasiado bueno para ser verdad, pero lo era.

Esta tecnología se conoce coloquialmente como CRISPR por su nombre en inglés y traducido es «repeticiones palindrómicas cortas agrupadas y regularmente interespaciadas», que son el objetivo natural en el ADN de los cortes de la proteína Cas9 en bacterias. Cas9 y otras muchas enzimas editoras procedentes de otras bacterias pueden alterar hoy en día genes de plantas con gran precisión, sin usar ADN externo. Pueden crear con exactitud las mismas alteraciones que suceden de manera natural. Usar la técnica CRISPR es mucho más «natural» que bombardear las semillas con radiación, un tratamiento que no está prohibido.

De ahí que la decisión del Tribunal de Justicia de la Unión Europea en 2018 molestara y sorprendiera tanto a Estados Unidos. El Tribunal sentenció a favor de la Confédération Paysanne, un sindicato agricultor francés que defiende los intereses de la agricultura a pequeña escala, y de ocho grupos más y prohibió los cultivos modificados con la técnica CRISPR.

La sentencia desafía a la ciencia. Prohíbe alimentos saludables que podrían paliar el impacto medioambiental, aumentar la salud de los más pobres y permitir a Europa luchar mejor contra el cambio climático. La sentencia también aleja a las naciones en vía de desarrollo de los cultivos modificados con la técnica CRISPR, allí donde podrían tener un impacto más positivo en la vida de las personas y su entorno.

La sentencia deja claro que no es una decisión tomada para proteger al consumidor de los peligros de los alimentos transgénicos. En realidad, formaba parte de una guerra global para prevenir que los productos con patente norteamericana entraran en la Unión Europea. El secretario de Agricultura de Estados Unidos, Sonny Perdue, lo dejó bien claro en su respuesta: «Las políticas gubernamentales deberían fomentar las innovaciones científicas sin crear barreras innecesarias y sin estigmatizar las nuevas tecnologías. Por desgracia, la sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europa de esta semana es un revés en este sentido, porque considera que los nuevos métodos de modificación genética deben incluirse en la regulación comunitaria anticuada y obsoleta que controla el cultivo y desarrollo de organismos transgénicos».

Por supuesto que los países deberían ayudar a los agricultores locales cuyo modo de vida se ve amenazado, pero hay otras formas de hacerlo. Es dañino para todos los habitantes del planeta usar la excusa de que la «ciencia es peligrosa» para justificar las restricciones comerciales, sobre todo para aquellos que más necesitan las nuevas tecnologías.

También necesitamos solventar la carencia de agua potable. Ciudades como Las Vegas, un lugar muy árido situado en mitad de la zona más seca de Estados Unidos, han demostrado que uniendo conservación e innovación no solo es posible reciclar el agua de manera eficiente, sino que además es rentable. Mientras que la ciudad de Las Vegas aumentó su población en medio millón de personas entre 2000 y 2016, el consumo total de agua disminuyó en un tercio.

Es habitual que adoptemos las nuevas tecnologías muy despacio, pero, cuando lo hacemos, resulta que pueden resolver nuestros mayores problemas. En 1962, el científico Nick Holonyak creó el primer led. En General Electric lo llamaron «mágico». Fueron necesarios cincuenta años más para desarrollar bombillas led domésticas, e incluso entonces muchos consumidores estadounidenses se rebelaron, porque preferían que el cambio de la bombilla incandescente fuera más lento, aun cuando en otros países abrazaron con entusiasmo la revolución led. Al final, la combinación de incentivos fiscales y de leyes que prohibían la bombilla de Edison obligó al consumidor a adoptar la iluminación led. Hoy en día, estas bombillas usan un 75 por ciento menos de energía que las incandescentes y duran al menos cincuenta veces más, algo que en una casa normal se traduce en veinte años.

El uso de la iluminación led en Estados Unidos supuestamente va a ahorrar el equivalente anual de la producción de cuarenta y cuatro centrales eléctricas, lo que supone un ahorro de treinta mil millones de dólares al año. Para ponerlo en perspectiva, ese dinero podría duplicar el presupuesto de los NIH y hacer que cuarenta mil científicos empiecen a trabajar en fármacos que pueden salvar vidas. El ingenio humano no es un juego de suma cero.

Una vida más larga y sana nos servirá de bien poco si agotamos los recursos. El imperativo está claro: aumentemos o no la longevidad humana, nuestra supervivencia depende de que consumamos menos, innovemos más y mantengamos una relación equilibrada con los recursos naturales.

Puede parecer difícil. De hecho, lo es. Pero creo que entre todos podemos perseverar y conseguirlo.

En muchos aspectos ya lo estamos haciendo.

En la Cumbre Global de Acción sobre el Clima de 2018, por ejemplo, se anunció que veintisiete ciudades habían alcanzado su nivel máximo de emisiones; el nivel máximo, no un estancamiento. Todas esas ciudades mostraban una reducción de las emisiones, entre ellas, Los Ángeles, que antes era famosa por su perenne boina de contaminación. Logró reducir sus emisiones en un 11 por ciento. En un año.

Sí, las ciudades estadounidenses, sudamericanas, europeas y asiáticas están más pobladas que nunca, pero hoy en día el impacto de cada ser humano en dichas regiones está disminuyendo. Estamos abandonando rápidamente el petróleo a favor del gas natural, la energía solar y la electricidad. La primera vez que visité Bangkok, tuve dificultades para respirar. Ahora, la mayoría de los días se ve el cielo azul. Cuando llegué a Boston en 1995, si te salpicaba el agua del puerto, podías acabar en el hospital… o en el cementerio. Hoy en día se puede nadar en sus aguas. Lo mismo puede decirse de la bahía de Sídney, del río Rin y de los Grandes Lagos.

Retroceder o quedarse estancado no son soluciones viables para la crisis que nos aqueja. La única opción es avanzar, aceptando el capital y el ingenio humanos.

Uno de los mejores ejemplos lo encontramos en una pequeña ciudad del sur de Australia. Después de que se cerrara la última central eléctrica de carbón en 2016, los inversores construyeron Sundrop Farms en la costa y contrataron a ciento setenta y cinco personas que poco antes se habían quedado desempleadas. La granja usa energía solar gratuita y agua del mar para conseguir el equivalente de ciento ochenta piscinas olímpicas al año en agua potable, un esfuerzo que en el pasado habría necesitado casi cuatro millones de litros de gasoil. Hoy en día salen anualmente quince mil kilos de tomates orgánicos de ese puerto que antes recibía carbón.

Sundrop Farms es un ejemplo de la «destrucción creativa» de Schumpeter, el tipo de cambio tecnológico que necesitamos introducir en la era de la longevidad y la prosperidad. Para que esto suceda, necesitamos más científicos, ingenieros e inversores visionarios. Necesitamos leyes más inteligentes que impulsen la adopción de tecnologías que pueden salvar el planeta, no que la impidan. Esto liberará el capital humano y económico que se desperdicia hoy en día. El dinero liberado se reinvertirá en las personas y en las tecnologías, no en «objetos materiales» sin sentido, para asegurarnos de que la humanidad y la Tierra sobrevivan y prosperen a la par.

DEBEMOS REPENSAR NUESTRA FORMA DE TRABAJAR

La Universidad de Pensilvania era un lugar estupendo para estudiar teología y los clásicos. Hace poco crearon también una facultad de medicina. Joseph Wharton, nacido en Filadelfia, estaba orgulloso de la universidad local. Pero el empresario también creía que le faltaba algo esencial.

«Con una industria impulsada por el vapor y el acero, no podemos seguir dependiendo del aprendizaje para crear futuras generaciones de empresarios —les escribió a sus amigos y asociados el 6 de diciembre de 1880, meses antes de que se inaugurara la primera escuela de negocios internacional, Wharton School—. Es necesario que haya instituciones que inculquen el espíritu de lucha de la vida empresarial y de los tremendos altibajos que le esperan al soldado incompetente en este conflicto moderno.»

Pero Wharton ni siquiera alcanzaba a imaginar la extensión del «conflicto» que asomaba por el horizonte: el nacimiento en Europa del movimiento obrero, que pronto se globalizaría y que lograría unos cambios revolucionarios en los derechos de los trabajadores.

Entre esos cambios había algo que jamás había existido en la historia del trabajo: el fin de semana. Hoy en día damos por supuesto que la semana laboral tiene cinco días, pero es una innovación bastante reciente. No existió como concepto, ni como expresión, hasta finales del siglo XIX. Lo mismo puede decirse del límite de horas diarias, de la abolición del trabajo infantil, de los beneficios médicos y de los riesgos laborales. Todo esto fue una respuesta a las necesidades y las exigencias de la mano de obra, y, de hecho, lo más conveniente para los empresarios, como Wharton.

La transformación schumpeteriana que se está produciendo hoy en día transformará el mundo tan profundamente como lo hizo la Revolución industrial. Todas las escuelas de negocios del mundo deberían preparar a sus alumnos para lo que se avecina. Y los sindicatos deberían estar haciendo lo mismo. La idea de vincular la jubilación a la edad cronológica pronto será un anacronismo. Y de la misma manera que lo hará la seguridad social, los sistemas de financiación de las pensiones también tendrán que reevaluarse.

Los años «universabáticos» pueden acabar siendo un año pagado por la seguridad social por cada diez trabajados y convertirse a la postre en algo cultural o incluso en un requisito legal, tal como sucedió con muchas de las innovaciones del siglo XX. De este modo, los que estén cansados de «trabajar mucho» podrán beneficiarse de la oportunidad de «trabajar la mente» y volver a la universidad o hacer formación profesional a cargo de la empresa o la seguridad social, una variante de la renta universal que se está discutiendo hoy en día en Estados Unidos y en algunos países europeos.

Mientras tanto, los que se sientan felices y seguros en su puesto de trabajo podrán disfrutar de lo que ha acabado llamándose «minijubilación», un año sabático para viajar, aprender un idioma o a tocar un instrumento musical, ser voluntario o tomarse un respiro y replantearse la vida.

No es un plan tan descabellado. Los años sabáticos son habituales entre el profesorado de la educación superior. Sin embargo, una idea como esta les puede parecer ridícula a quienes solo imaginan un mundo como el de hoy en día. ¿Quién iba a pagar semejante beneficio? ¿Cómo van a retener las empresas a sus trabajadores a largo plazo sin la promesa de «una jubilación dorada» después de décadas de servicio?

Sin embargo, quien se enzarce hoy en día en esta discusión llevará ventaja cuando decidamos cómo redistribuir los recursos liberados por la eliminación de las elevadísimas primas de los seguros y de los planes de pensiones piramidales. Claro que pocos profesores de escuela de negocios están pensando en este cambio que se nos avecina, mucho menos impartiendo cursos específicos en escuelas como Wharton. Los líderes sindicales, entretanto, están enfrascados en la lucha comprensible, pero a la larga inútil, sobre las jubilaciones y las pensiones para los trabajadores que en el pasado habrían trabajado cuarenta o cincuenta años, se habrían jubilado y habrían muerto a los pocos años. Casi nadie está luchando por cómo será el mundo laboral cuando la edad solo sea una cifra.

Pero esa era está a la vuelta de la esquina. Y llegará antes de que la gente y las instituciones se den cuenta.

PREPÁRATE PARA CONOCER A TUS TATARANIETOS

«Qué bien saber que no estaré aquí cuando eso suceda.»

Oigo mucho esta frase, sobre todo de personas que están jubiladas o que van a estarlo pronto. Hay gente que ya ha decidido que su vida acabará dentro de un par de décadas. Desde luego esperan mantener una buena salud durante ese tiempo y quizá disfrutar de un par de años más si pueden, pero no creen poder vivir mucho más que eso. Para ellos, la mitad de este siglo bien puede ser el siguiente milenio. No está en su radar.

Y ese es el mayor problema del mundo: el futuro se contempla como una preocupación para los demás.

En parte, esto surge de nuestra relación con el pasado. Pocos de nosotros hemos tenido la oportunidad de conocer a nuestros bisabuelos. Muchos ni siquiera sabemos sus nombres. Esa relación es una abstracción. Por eso, muchos no pensamos en nuestros biznietos más allá de verlos como una idea abstracta y difusa.

Sí, nos preocupamos por el mundo en el que van a vivir nuestros hijos porque los queremos, pero la sabiduría popular sobre el envejecimiento y la muerte nos dice que se marcharán de aquí unas cuantas décadas después de que lo hagamos nosotros. Y sí, también nos preocupamos por nuestros nietos; pero, cuando llegan, estamos tan cerca de la salida que nos da la impresión de que tampoco podemos hacer mucho por su futuro.

Esto es lo que quiero cambiar más que cualquier otra cosa. Quiero que todo el mundo tenga la esperanza de conocer no solo a sus nietos, sino a sus biznietos y también a sus tataranietos. Varias generaciones viviendo juntas, trabajando juntas y tomando decisiones juntas. Seremos responsables, en esta vida, de las decisiones que hayamos tomado en el pasado y que afectarán al futuro. Tendremos que mirar a los ojos a nuestros familiares, a nuestros amigos y a nuestros vecinos y responder de nuestra forma de vida previa a su llegada.

Así es como nuestro entendimiento sobre el envejecimiento y la inevitable prolongación de la vitalidad van a cambiar el planeta. Nos invitarán a enfrentarnos a los desafíos que el mundo actual deja a un lado; a invertir en investigaciones que no solo nos beneficiarán a nosotros, sino a las personas que vivan aquí dentro de cien años; a preocuparnos por los ecosistemas y el clima del planeta de dentro de doscientos años; a realizar los cambios necesarios para asegurarnos de que los ricos no disfrutan de una vida cada vez más lujosa mientras la clase media empieza a descender hacia la pobreza; a asegurarnos de que los nuevos líderes tienen la oportunidad justa y legítima de desplazar a los antiguos; a equilibrar el consumo y el despilfarro con unos niveles sostenibles para el mundo actual y el de dentro de cientos de años.

No va a ser fácil. Los desafíos son grandes. No solo tendremos que manipular un cable de alta tensión, la seguridad social, sino que además tendremos que hacerlo empapados de agua, porque debemos ajustar nuestras expectativas sobre el trabajo, la jubilación y quién merece qué y cuándo. Ya no podremos esperar a que muera la gente que se opone a ciertos cambios, sino que tendremos que enfrentarlos y trabajar para ablandar su corazón a fin de que cambien de idea. No podemos permitir que siga la extinción masiva del Antropoceno, a un ritmo miles de veces superior que el natural. Debemos ralentizarla y, si podemos, detenerla.

Para construir el próximo siglo, tendremos que pensar dónde vamos a vivir, cómo vamos a hacerlo y qué reglas van a regirnos. Tendremos que garantizar que los numerosos dividendos sociales y económicos que recibamos al prolongar la vida humana se gasten con sensatez.

Tendremos que ser más empáticos, más compasivos, más clementes y más justos.

Amigo mío, tendremos que ser más humanos.