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Capítulo 3

LOS ROMANCES YA NO SON LO QUE ERAN

El amor es una cosa ideal, el matrimonio es una cosa real; la confusión de lo real con lo ideal nunca se va sin castigo.

Johann Wolfgang von Goethe

Cuando María descubrió una nota de amor en el bolsillo del uniforme militar de su esposo, Kenneth, la tiró y no tocó el asunto. Era 1964. «¿Qué debí haber hecho? ¿Adónde debí haber ido? ¿Quién acogería a una mujer con cuatro hijos?» Cuando se lo contó a su madre, su razonamiento fue confirmado: «Tus hijos son jóvenes. El matrimonio es largo. No dejes que el orgullo te lo robe todo». Además, pensaban, tan solo era una de esas cosas que los hombres solían hacer.

Adelantémonos a 1984. Ahora es el turno de Silvia, la hija mayor de María, de confrontar la duplicidad marital. Su detección llegó en forma de varios cargos de Interflora en el recibo de la American Express de su esposo, Clark, flores que, claramente, no habían sido entregadas a su mesa. Cuando se lo dijo a su madre, María fue comprensiva, pero también se alegró de que su hija no estuviera condenada al mismo destino que ella tuvo que soportar: «Los hombres no cambian. No tienes hijos y tienes un trabajo. Haz tus maletas y sal de ahí».

Dos años después, Silvia se enamoró otra vez, se casó de nuevo y, finalmente —cuando el momento fue adecuado—, dio a luz a los gemelos Michelle y Zac. Las libertades que ella había experimentado —tener una carrera de prestigio, decidir si tendría hijos, divorciarse sin estigma, volverse a casar— habrían sido impensables para la generación de su madre, y lo siguen siendo para muchas mujeres alrededor del mundo. Pero en buena parte del hemisferio occidental, durante el siglo pasado, el matrimonio sufrió una transformación extrema. Y continúa mutando frente a nuestros ojos. Cuando creció el hijo de Silvia, Zac, él decidió casarse legalmente con su novio. Y cuando él también descubrió una desagradable verdad de su ser amado, esta se manifestó como un perfil secreto en Grindr.

Las personas frecuentemente preguntan por qué le damos tanta importancia a la infidelidad. ¿Por qué duele tanto? ¿Cómo es que se ha convertido en una de las principales causas de divorcio? Solo realizando un breve viaje al pasado para observar los cambios que han tenido el amor, el sexo y el matrimonio durante los últimos siglos, podremos tener una conversación informada sobre la infidelidad moderna. La historia y la cultura siempre han sentado las bases para nuestros dramas domésticos. Particularmente, el surgimiento del individualismo, la aparición del consumismo y el mandato por la felicidad han transformado al matrimonio y a su adúltera sombra. Los romances ya no son lo que solían ser porque el matrimonio ya no es lo que solía ser.

Cómo éramos

Durante milenios, el matrimonio fue menos la unión de dos individuos y más la alianza estratégica entre dos familias que aseguraban su supervivencia económica y promovían la cohesión social. Era un acuerdo pragmático en el que los hijos no eran cargados de sentimientos, y los esposos y esposas soñaban con la compatibilidad productiva. Cumplíamos nuestras responsabilidades conyugales para obtener una necesaria sensación de seguridad y pertenencia. El amor podía surgir, pero, ciertamente, no era esencial. De cualquier forma, era una emoción muy débil como para sostener una institución tan pesada. La pasión siempre ha ardido en el corazón humano, pero se encendía fuera de los límites del matrimonio. De hecho, la historiadora Stephanie Coontz elabora el intrigante argumento de que, cuando el matrimonio era principalmente una alianza económica, el adulterio era, algunas veces, el espacio para el amor. «La mayoría de las sociedades ha tenido amor romántico, la combinación de pasión sexual, infatuación y romantización de la pareja —escribe—. Pero, con frecuencia, esas cosas eran vistas como inapropiadas para un matrimonio. Como el matrimonio era un acontecimiento político, económico y mercenario, muchas personas creían que el amor puro y verdadero solo podía existir fuera de él.»

El matrimonio tradicional tiene un claro mandato basado en una definición estricta de los roles de género y la división del trabajo. Mientras cada persona hiciera lo que le correspondía, formaban una buena pareja. «Él trabaja duro. No bebe. Nos provee.» «Ella es una buena cocinera. Me ha dado muchos hijos. Mantiene la casa limpia.» Era un sistema en el que la desigualdad de género estaba creada por la ley y cifrada en nuestro ADN cultural. Cuando una mujer se casaba, renunciaba a sus derechos individuales y a sus pertenencias; de hecho, ella misma se convertía en propiedad.

Vale la pena recordar que, hasta hace poco, la fidelidad marital y la monogamia no tenían nada que ver con el amor. Era un pilar del patriarcado, impuesto a las mujeres, para asegurar patrimonio y linaje —qué hijos son míos y a quién le tocan las vacas (o cabras o camellos) cuando muera—. El embarazo confirma la maternidad, pero, sin exámenes de paternidad, un padre podía atormentarse toda la vida si su único hijo y heredero nacía rubio y su familia entera no tenía ni un solo cabello claro entre ellos. La virginidad de la novia y la monogamia de la esposa eran críticas para proteger su orgullo y su descendencia.

Para las mujeres, aventurarse fuera de la cama marital era muy arriesgado. Podían terminar embarazadas, humilladas en público o asesinadas. Mientras tanto, es sabido que, en la mayoría de las culturas, los hombres tenían la libertad tácita de vagar sin ninguna consecuencia, apoyados en un montón de teorías sobre la masculinidad que justificaban su predilección por la degustación de otras experiencias amorosas. La doble moral es tan vieja como el adulterio.

«Te amo. Debemos casarnos.» Durante la mayor parte de la historia, estas dos oraciones nunca se juntaron. El romanticismo lo cambió todo. A finales del siglo XVIII y a principios del XIX, en medio de los cambios sociales de la revolución industrial, el matrimonio se redefinió. Gradualmente evolucionó de una iniciativa económica a una basada en la compañía: un compromiso libre entre dos individuos, basado, no en las responsabilidades y obligaciones, sino en el amor y el afecto. En la transición del campo a la ciudad, nos volvimos más libres, pero también más solitarios. El individualismo comenzó la conquista despiadada de la civilización occidental. La elección de pareja fue infundida con aspiraciones románticas que estaban orientadas a contrarrestar el creciente aislamiento social de la vida moderna.

A pesar de estos cambios, pocas realidades sociales se mantuvieron intactas a mediados del siglo XX. El matrimonio todavía tenía la intención de durar toda la vida; las mujeres seguían siendo legal y económicamente dependientes de sus esposos; la religión definía la moral y dictaba el código de conducta; el divorcio era raro y causaba vergüenza y ostracismo. Y, sobre todo, la fidelidad se mantenía como condición sine qua non, al menos para la hembra de la especie.

Como mujer de los años cincuenta, María era muy consciente de sus limitadas opciones. Había crecido en un mundo donde tenía solo cuatro marcas de cereales para elegir, tres canales de televisión y dos hombres con los que podría casarse. El hecho de que siquiera tuviera voz en su elección de pareja era algo bastante novedoso (incluso hoy, más del 50 % de los matrimonios alrededor del mundo son concertados).

A pesar de que amaba a Kenneth, su esposo, el sexo era principalmente para la procreación. «Después de dar a luz a cuatro hijos en seis años, francamente, ya no quería más», dice. El placer ni siquiera era tomado en cuenta durante las ocasiones en que cumplía su deber como esposa. Y Kenneth, a quien describía como un «hombre generoso y decente», jamás se había iniciado en los misterios de la anatomía femenina, y nadie le dijo que tendría que haberlo hecho. Pero ni siquiera sus mediocres relaciones sexuales ni sus subsecuentes conquistas compensatorias fueron terreno para el divorcio.

Mientras que los hombres de la generación de Kenneth tenían el permiso tácito de endulzar su insatisfacción marital con manjares extramaritales, se esperaba que mujeres como María encontraran la dulzura en el matrimonio mismo. Para María y para Kenneth, así como para sus contemporáneos, el matrimonio era un pacto de toda la vida, con muy pocas opciones para salir de él. Se casaban para bien o para mal: hasta que la muerte los separara. Afortunadamente, para aquellos que eran desgraciados, la muerte llegaba antes de lo que llega ahora.

Una persona a la vez

Silvia no esperó a que la muerte la apartara de su esposo. Hoy en día, el matrimonio termina cuando el amor muere. Como una baby boomer1 que creció en San Francisco, se volvió adulta durante un periodo cultural que alteró a la pareja hasta dejarla irreconocible. El feminismo, la anticoncepción y el derecho al aborto empoderaron a las mujeres para tomar el control de sus propios amores y vidas. Gracias a las leyes para el divorcio sin causa, declaradas en 1969 en California, y en más estados poco tiempo después, abandonar una unión infeliz era ahora parte del menú de opciones de una mujer. Y si todas las mujeres podían irse, necesitaban una mejor razón para quedarse. Desde aquel entonces, la vara de la calidad del matrimonio se ha alzado significativamente.

Después de su divorcio, Silvia puso su carrera en primer lugar, luchando por subir la escalera corporativa en un mundo bancario dominado por hombres. Salió con un par de «aburridos banqueros y ejecutivos de cuentas, como mi primer esposo», pero no se sintió lista para darle otra oportunidad a Cupido hasta que conoció a Jason, un profesor de música y fabricante de violines.

En una de nuestras conversaciones, le pregunté a Silvia si era monógama. Me miró sorprendida. «Sí, por supuesto. He sido monógama con todos mis novios y con mis dos esposos.» ¿Se daría cuenta del cambio cultural implícito en las palabras que tan tranquilamente había dicho?

La monogamia solía significar una persona para toda la vida. Ahora, la monogamia significa una persona a la vez.

Con su segundo esposo, Silvia exigió equidad en la cocina y en la habitación. Jason la conquistó con sus habilidades para fregar el suelo y para anticipar sus necesidades. En vez de ser definido por una sola opción de roles de género, su compromiso fue concebido en términos de división del trabajo flexible, satisfacción personal, atracción sexual mutua e intimidad.

Primero llevamos el amor al matrimonio. Después llevamos el sexo al amor. Y luego ligamos la felicidad matrimonial con la satisfacción sexual. El sexo procreativo dio lugar al sexo recreativo. Mientras que el sexo prematrimonial se convertía en la norma, el sexo matrimonial vivió su propia y pequeña revolución, pasando de ser la obligación marital de una mujer a convertirse en un camino de placer y conexión.

Amor moderno

Hoy estamos inmersos en un gran experimento. Por primera vez en la historia, queremos sexo con nuestros esposos y esposas no solo porque queramos seis hijos que trabajen en la granja (cuando necesitaríamos tener ocho, ya que al menos dos probablemente no sobrevivirían), ni porque es la tarea que nos toca. No, queremos sexo solo porque lo deseamos. Nuestro sexo está enraizado en el deseo, la muestra soberana de nuestra libertad de elección y, en realidad, de nuestra propia persona. Hoy, tenemos sexo porque tenemos ganas, porque se nos antoja (con suerte, entre uno y otro; preferentemente, al mismo tiempo e, idealmente, con inquebrantable pasión por los siglos de los siglos).

En La transformación de la intimidad, Anthony Giddens explica que, cuando el sexo fue separado de la reproducción, dejó de ser una característica de nuestra biología para volverse un marcador de nuestra identidad. Nuestra sexualidad se ha socializado fuera del mundo natural y se ha convertido en «propiedad de uno mismo», que definimos y redefinimos durante nuestra vida. Es una expresión de quienes somos y no solo algo que hacemos. En nuestro rincón del mundo, el sexo es un derecho humano ligado a nuestra individualidad, nuestra libertad personal y nuestro desarrollo. Creemos que la dicha sexual es nuestro deber y se ha convertido en un pilar de nuestra nueva concepción de la intimidad.

Poner la intimidad como centro del matrimonio moderno es algo que no se cuestiona. La cercanía emocional ha pasado de ser una consecuencia secundaria de una relación a largo plazo a un mandato necesario. En el mundo tradicional, la intimidad se refería a la compañía y la camaradería que nacían de compartir las vicisitudes del día a día: trabajar el campo, criar hijos, soportar pérdidas, enfermedad y miseria. Era más probable que tanto hombres como mujeres buscaran amistad y un hombro para apoyarse en una relación con alguien del mismo sexo. Los hombres hacían amigos en el trabajo y bebiendo cerveza; las mujeres se conectaban a través de la maternidad y de prestarse harina.

El mundo moderno está en constante movimiento, girando cada vez más rápido. Las familias frecuentemente se dispersan, los hermanos se esparcen entre continentes y nos cambiamos de trabajo con más facilidad de la que una planta cambia de maceta. Tenemos cientos de «amigos» virtuales, pero ninguno a quien pedirle que alimente al gato. Somos mucho más libres que nuestros abuelos, pero estamos más desconectados. En nuestra búsqueda desesperada de un puerto seguro, ¿dónde habremos de soltar nuestras anclas? La intimidad marital se ha convertido en el antídoto soberano para vidas cada vez más fragmentadas.

Intimidad es «observa dentro de mí». Voy a hablar contigo, mi amor, y compartiré contigo mis posesiones más preciadas, que ya no son mi dote ni los frutos de mi vientre, sino mis esperanzas, mis aspiraciones, mis miedos, mis anhelos, mis emociones; en otras palabras, mi vida interna. Y tú, mi amor, me mirarás a los ojos. No te darás la vuelta mientras desnudo mi alma. Necesito sentir tu empatía y validación. Mi valor depende de ello.

Un anillo para gobernarlos a todos

Nunca antes nuestras expectativas sobre el matrimonio habían tenido proporciones tan épicas. Todavía queremos todo lo que la familia tradicional tendría que proveer: seguridad, hijos, propiedad y respeto, pero también queremos que nuestras parejas nos amen, nos deseen y estén interesadas en nosotros. Deberíamos ser mejores amigos, absolutos confidentes y apasionados amantes. La imaginación humana ha conjurado un nuevo Olimpo: que el amor se mantendrá incondicional, la intimidad será apasionada, el sexo será emocionante y exclusivo de una persona, hasta el final. Y «hasta el final» cada vez se alarga más.

En el pequeño aro que es el anillo de matrimonio, se encuentran ideas muy contradictorias. Queremos que nuestra persona elegida nos ofrezca estabilidad, seguridad, predictibilidad y fiabilidad: todas las experiencias que nos permiten bajar el ancla. Y queremos que esa misma persona nos suministre sorpresa, misterio, aventura y riesgo. Dame confort y dame emoción. Dame familiaridad y dame novedad. Dame continuidad y dame sorpresa. Los amantes hoy en día buscan traer a su habitación deseos que durante el resto de la historia se habían encontrado en otra parte.

Según escribe el analista junguiano Robert A. Johnson, en nuestra sociedad secular, el amor romántico se ha convertido «simplemente en el mayor sistema de energía de la psique en Occidente. En nuestra cultura, ha sustituido a la religión como el lugar donde hombres y mujeres buscan significado, trascendencia, completitud y éxtasis». En nuestra búsqueda del «alma gemela», hemos unido lo espiritual con lo relacional, como si fueran lo mismo. La perfección que anhelamos experimentar en el amor terrestre era algo que solíamos buscar únicamente en el santuario de lo divino. Cuando impregnamos a nuestra pareja de atributos divinos y esperamos que él o ella nos eleven de lo mundano hacia lo sublime, estamos creando, como dice Johnson, un «impío enredo de dos amores divinos» que no hará otra cosa más que decepcionarnos.

No solo tenemos requisitos interminables, sino que, además, queremos ser felices. Tiempo atrás, esto quedaba reservado para la vida después de la muerte. Hemos traído el cielo a la tierra, al alcance de todos, y la felicidad ya no es solo una búsqueda, sino un mandato. Esperamos que una persona nos dé aquello que solía proveer un pueblo entero, y, ahora que vivimos el doble de tiempo, resulta demasiado para una unión de dos.

En muchísimas bodas, novios con ojos soñadores recitan una lista de votos, jurando ser todo el uno para el otro, de alma gemela a amante, de maestro a terapeuta. «Te prometo ser tu mayor fan y tu mayor adversario, tu cómplice en el crimen, tu consolación en el desconsuelo», dice el novio con una voz temblorosa.

Entre lágrimas, la novia responde: «Te prometo fidelidad, respeto y mejora constante. No solo celebraré tus triunfos, sino que te amaré sobre todo en tus fracasos». Sonriendo, añade: «Y prometo que nunca volveré a usar tacones para que no te sientas pequeño». Sus declaraciones son el mantra sincero de su amor. Qué montaje. Cuantas más promesas se apilan, más me pregunto si llegarán a la luna de miel con esa lista intacta (por supuesto, en momentos menos idílicos, a los recién casados se les advierte de la fragilidad del matrimonio, lo que se refleja en los acuerdos prenupciales que preceden a sus poéticos votos).

Hemos traído a nuestra concepción del matrimonio todo lo que alguna vez buscamos afuera: la mirada adorada del amor romántico, el mutuo abandono hacia el sexo sin frenos, el balance perfecto entre libertad y compromiso. Con una relación tan dichosa, ¿por qué habríamos de engañar? La evolución de las relaciones comprometidas nos ha traído a un lugar donde creemos que la infidelidad no debería ocurrir, dado que todas sus razones se han eliminado.

Y, sin embargo, ocurre. Por mucho que nosotros, los románticos empedernidos, odiemos admitirlo, los matrimonios basados en la atracción y el amor son frecuentemente más frágiles que los matrimonios basados en razones materiales (aunque eso no significa que aquellos viejos y estables matrimonios fueran más felices). Nos hacen más vulnerables a los caprichos del corazón humano y a la sombra de la traición.

Los hombres y las mujeres con quienes trabajo invierten más tiempo en el amor y la felicidad que nunca antes, pero, en un cruel giro del destino, la sensación resultante de merecimiento es, precisamente, lo que está detrás del aumento exponencial de la infidelidad y el divorcio en la actualidad. Tiempo atrás fuimos infieles porque no se suponía que el matrimonio nos otorgara amor y pasión. Hoy somos infieles porque el matrimonio falla en entregarnos el amor, la pasión y la atención sin reservas que nos prometió.

Cada día en mi oficina me encuentro con consumidores de la ideología moderna del matrimonio. Compraron el producto, lo llevaron a casa y encontraron que le faltaban algunas piezas, así que vienen al taller de reparaciones a arreglarlo para que se vea como en la foto de la caja. Dan por hechas sus aspiraciones en cuanto a las relaciones —tanto lo que quieren como lo que merecen tener—, y se molestan cuando el ideal romántico no encaja con la parca realidad. No es ninguna sorpresa que esta visión utópica esté dejando un ejército creciente de personas desencantadas a su paso.

Consumismo romántico

«Mis necesidades no están siendo satisfechas», «Este matrimonio ya no funciona para mí», «Este no fue el trato que firmé»; estos son lamentos que escucho regularmente en mis sesiones. Como observa el psicólogo y autor Bill Doherty, este tipo de sentencias aplican los valores del consumismo —«ganancia personal, bajo coste, sensación de merecimiento y apuesta»— a nuestras conexiones románticas. «Todavía creemos en el compromiso —escribe—, pero poderosas voces que vienen desde adentro y afuera nos dicen que seremos unos perdedores si nos conformamos con algo menos que lo que creemos que necesitamos y merecemos en nuestro matrimonio.»

En nuestra sociedad de consumo, la novedad es clave. La obsolescencia de los objetos se programa de antemano para asegurar nuestro deseo de reemplazarlos. Y la pareja no es la excepción a esta tendencia. Vivimos en una cultura que continuamente nos seduce con la promesa de algo mejor, más joven, con más ventajas. Por lo tanto, ya no nos divorciamos porque seamos infelices; nos divorciamos porque podríamos ser más felices.

Hemos llegado a ver la gratificación inmediata y su variedad ilimitada como nuestra prerrogativa. A las generaciones anteriores se les enseñó que la vida implica sacrificio. «No siempre puedes obtener lo que quieres» tenía sentido hace medio siglo, pero ¿qué persona menor de treinta y cinco años se identifica con este mensaje? Rechazamos la frustración. No es una sorpresa que las constricciones de la monogamia pueden inducir pánico. En un mundo de opciones infinitas, luchamos con lo que mis amigos millennials llaman «FOMO» (del inglés Fear Of Missing Out), el miedo a perderse algo. El FOMO impulsa algo conocido como la «adaptación hedonista», la búsqueda perpetua de algo mejor. En el momento en que obtenemos lo que queremos, nuestras expectativas y deseos tienden a elevarse y no logramos sentirnos más felices. La cultura de la elección nos atrae con sus infinitas posibilidades, pero también ejerce una sutil tiranía. El conocimiento de abundantes alternativas disponibles nos invita a hacer comparaciones desfavorables, debilita el compromiso y nos impide disfrutar el momento presente.

Reflejando los cambios a gran escala de Occidente, las relaciones han cambiado la economía de la producción por la economía de la experiencia. El matrimonio, como escribe el filósofo Alain de Botton, pasó «de ser una institución a ser la consagración de una emoción, de ser un rito de pasaje autorizado externamente a ser una respuesta interna motivada por un estado emocional». Para muchos, ya no es un verbo, sino un sustantivo que describe un estado constante de entusiasmo, infatuación y deseo. La calidad de la relación es ahora sinónimo de la calidad de la experiencia. ¿Qué tienen de bueno un hogar estable, buenos sueldos y unos hijos bien educados si nos sentimos aburridos? Queremos que nuestras relaciones nos inspiren, nos transformen. Su valor y, por lo tanto, su longevidad se miden por la satisfacción de nuestra sed de experiencias.

Son todas estas nuevas prerrogativas las que dirigen la historia contemporánea de la infidelidad. No es que hoy nuestros deseos sean diferentes, sino que sentimos que merecemos —y que, en efecto, estamos obligados a— perseguirlos. Ahora, nuestra responsabilidad primaria es hacia nosotros mismos, incluso si es a expensas de aquellos a quienes amamos. Como señala Pamela Druckerman, «puede que nuestras altas expectativas sobre la felicidad personal nos hagan más propensos a engañar». ¿Acaso no todos merecemos un romance, si es lo que necesitamos para realizarnos? Cuando nos colocamos a nosotros mismos y nuestras emociones en el centro, una nueva narrativa de justificación es agregada a la antigua historia de los deseos descarriados.

La siguiente generación

Todo esto nos lleva a los gemelos de Silvia: Zac y Michelle. Con casi treinta años, son los millennials por excelencia. El panorama cultural que habitan está moldeado por valores establecidos por sus padres —individualismo, autorrealización, igualitarismo—, a los que han añadido un toque fresco de autenticidad y transparencia. La tecnología está en el centro de todas sus actividades, incluyendo las sexuales. Sus pesquisas sexuales son mediante aplicaciones como Tinder, Grindr, Hinge, Snapchat e Instagram.

Ni Zac ni Michelle están casados: como el resto de sus amigos, han pasado sus años de veinteañeros completando su educación, viajando, trabajando y jugando. Han crecido sobre un amplio terreno sexual que ninguna generación previa había tenido; uno con más oportunidades pero también mayor ambigüedad; menos límites, pero menos guías. Como un joven gay, Zac nunca ha sabido lo que es entrar en un club gay clandestino donde todos los hombres presentes están casados con mujeres. Él no tuvo que «salir del armario» porque, en cierta forma, nunca estuvo dentro. Supo de la crisis del sida por las películas, pero guarda una pastilla profiláctica en su bolsillo por si acaso. Cuando el matrimonio igualitario evolucionó para ser el capítulo más reciente de esta institución, se arrodilló y se comprometió con su novio, Theo, frente a todo el despacho de abogados donde trabaja. Juntos esperan algún día tener una familia propia.

Michelle, una emprendedora que lleva una pequeña compañía de realidad virtual, no se queda en casa esperando a que el teléfono suene. Si quiere estar con alguien, está a un swipe en la pantalla del móvil de distancia. Ella sueña con casarse algún día, pero no tiene prisa. De hecho, ha congelado sus óvulos para no tener que preocuparse de su reloj biológico y ha ahorrado dinero suficiente para garantizar su independencia. «Incluso si mañana conociera al hombre correcto, no tendría hijos durante al menos cinco años —explica—. Quiero vivir con alguien y disfrutar de ser una pareja antes de volvernos padres.» Algunos se refieren a este periodo de cohabitación como una relación en «fase beta». «Además —agrega Michelle—, si al final no conozco a nadie, tampoco necesito un hombre para convertirme en madre.» Sexo, matrimonio y paternidad solían venir en el mismo paquete. Ya no. Los baby boomers separaron el sexo del matrimonio y la reproducción; sus hijos están separando la reproducción del sexo.

Actitudes como las de Michelle son comunes en su generación. «Culturalmente, los adultos jóvenes han llegado a ver el matrimonio como una meta final, en vez de una piedra angular —dicen los investigadores del proyecto Knot Yet—, esto es, algo que hacen una vez que tienen listo todo lo demás, en vez de ser el fundamento para lanzarse a la adultez y la paternidad.»

Seguir ese camino es algo que Michelle solo hará una vez que se sienta emocionalmente madura, profesionalmente acomodada, financieramente estable y con disposición de apartarse de la diversión de la soltería. Llegado ese momento, buscará una pareja que la complemente y que le otorgue la profunda experiencia de reconocer su identidad tan cuidadosamente construida. En contraste, para su abuela María, el matrimonio fue una experiencia formativa, la piedra angular sobre la cual ella y su esposo construyeron sus identidades en conjunto, mientras se movían hacia la vida adulta.

¿Podrán los cálculos de Michelle protegerla de la adúltera traición que sufrió María? ¿O la harán más vulnerable? Hugo Schwyzer comenta en The Atlantic que el paradigma de la «piedra angular» tiene la expectativa de ser difícil, mientras que el de la «meta final», no. Se espera que las parejas que se casan jóvenes vivan dificultades y salgan de ellas más fuertes. Por lo tanto, el modelo de la piedra angular «no condona la infidelidad, pero la considera cercana a lo inevitable». En contraste, observa, «el modelo de la meta final perdona mucho menos la traición sexual porque supone que aquellos que finalmente se casan deberían ser lo suficientemente maduros como para autorregularse y ser escrupulosamente honestos […] La evidencia sugiere, sin embargo, que aquellos que ven el matrimonio como una meta son poco más que inocentes si imaginan que una serie variada de experiencias premaritales de vida les servirá como vacuna contra la infidelidad».

Haciendo añicos la gran ambición del amor

María, hoy una viuda con casi ochenta años, asistirá a la boda de su nieto el siguiente mes y, quizá, su mente la transportará a su propio matrimonio. La institución en la que Zac y Theo están entrando mantiene poca similitud respecto a la que ella y Kenneth accedieron solemnemente hace más de medio siglo.

Para mantenerse al ritmo de la vida moderna, el matrimonio se ha dado la vuelta a sí mismo, ofreciendo cada vez mayor igualdad, libertad y flexibilidad. Aun así, hay un asunto que se mantiene, en su mayor parte, inquebrantable: la infidelidad.

Conforme más sexualmente activa se ha vuelto nuestra sociedad, más ha endurecido su actitud hacia la infidelidad. De hecho, precisamente porque podemos tener un montón de sexo antes del matrimonio, la exclusividad dentro del mismo ha tomado connotaciones totalmente nuevas. Estos días, la mayoría de nosotros llegamos al altar después de años de nomadismo sexual. Llegado el momento en que nos casamos, hemos tenido encuentros y citas, compartido habitación, y experimentado rupturas. Antes solíamos casarnos y solo entonces teníamos sexo por primera vez. Ahora nos casamos y dejamos de practicar sexo con otros.

La decisión consciente que hacemos sobre refrenar nuestra libertad sexual es una declaración a la seriedad de nuestro compromiso (por supuesto, en la continua evolución de esta institución tan elástica, hay algunos que traen a múltiples parejas dentro de su matrimonio). La fidelidad es ahora una decisión, una expresión de preferencia y lealtad. Al darle la espalda a otros amores, confirmamos la excepcionalidad de nuestra «persona especial»: «He encontrado a mi Persona Especial. Puedo dejar de buscar». Milagrosamente, se supone que nuestro deseo por otros se evaporará, vencido por el poder de esta singular atracción. En un mundo donde es tan fácil sentirse insignificante —ser dejado atrás, desechado, borrado con un clic, eliminado de una lista de amigos—, ser elegido ha tomado una importancia sin precedentes. La monogamia es la vaca sagrada del ideal romántico, porque confirma cuán especiales somos. La infidelidad dice: «No eres tan especial, después de todo». Y hace añicos la gran ambición del amor.

En su crucial libro Después de la infidelidad, Janis Abrahms Spring le da voz a este tormento existencial con elocuencia: «Arrasada […] quedó tu propia convicción de que tu pareja y tú estabais hechos el uno para el otro, que nadie podía haceros más felices, que juntos formabais una unión fundamental e irreductible que no podía ser compartida o separada. La infidelidad marca la partida de dos inocentes ilusiones: que tu matrimonio es excepcional y que eres único o atesorado».

Cuando el matrimonio era un acuerdo económico, la infidelidad amenazaba la seguridad económica; hoy, el matrimonio es un acuerdo romántico y la infidelidad amenaza nuestra seguridad emocional.

Nuestra sociedad individualista produce una misteriosa paradoja: mientras que la necesidad por la fidelidad se intensifica, también lo hace la atracción por la infidelidad. En estos tiempos en los que emocionalmente dependemos tanto de nuestras parejas, los affaires tienen una fuerza devastadora que nunca habían tenido. Pero, en esta cultura que prioriza la satisfacción individual y que nos atrae con la promesa de ser felices, nunca habíamos sentido tanta tentación por engañar. Quizá es por esto por lo que condenamos la infidelidad más que nunca, al mismo tiempo que la practicamos, también, más que nunca antes.

Referencias

  1. Persona nacida entre 1946 y 1964.