Capítulo 6
CELOS
La chispa del eros
El Monstruo de Ojos Verdes causa mucho infortunio, pero la ausencia de esta fea serpiente predice la presencia de un cadáver cuyo nombre es Eros.
Minna Antrim
P: ¿Existe algún secreto para mantener una relación a largo plazo?
R: Infidelidad. No el acto en sí mismo, sino la amenaza.
Para Proust, una inyección de celos es la única cosa capaz de rescatar una relación arruinada por el hábito.
Alain de Botton, Cómo cambiar tu vida con Proust
Eurípides, Ovidio, Shakespeare, Tolstói, Proust, Flaubert, Stendhal, D. H. Lawrence, Austen, las Brontë, Atwood… Incontables gigantes literarios se han sumergido en el tema de la infidelidad. Y las historias siguen llegando, abastecidas continuamente por nuevas plumas. En el centro de muchas de estas obras descansa una de las más complejas emociones, los celos —«esa enfermiza combinación de posesividad, suspicacia, ira y humillación [que] puede sobrepasar tu mente y amenazar el núcleo de tu persona mientras contemplas a tu rival»—, como los describe la antropóloga evolutiva Helen Fisher. De hecho, el canon literario, así como el del teatro, la ópera, la música y el cine, estarían casi diezmados si se deshicieran de la infidelidad y su espeluznante compañía, los celos. Las páginas y las escenas de los maestros literarios están llenas de personajes tocados por esta emoción arriesgada y terrible.
Y aun así, cuando la infidelidad encuentra su camino hacia la oficina del terapeuta, particularmente en Estados Unidos, los celos, de forma súbita, no pueden encontrarse por ningún lado. Mis colegas Michele Scheinkman y Denise Werneck, terapeutas de pareja brasileñas, arrojan luz sobre esta interesante laguna: «La literatura sobre la infidelidad lidia con el impacto de las traiciones y aventuras en términos del trauma de la revelación y descubrimiento, confesión, decisiones sobre la tercera persona, perdón y reparación de daños —todos ellos, temas relacionados con una situación concreta de traición en el aquí y ahora—. Sin embargo, no aborda los celos. La palabra está ausente de las tablas de contenidos e índices de los libros más populares sobre la infidelidad».
Scheinkman y Werneck están particularmente sensibilizadas con las diferencias culturales en la interpretación de los celos. Escriben: «Reconocidos alrededor de todo el mundo como un motivador de los crímenes de pasión, los celos son interpretados en algunas culturas como una fuerza destructiva que necesita ser contenida, mientras que, en otras, son concebidos como compañeros del amor y guardianes de la monogamia, esenciales para la protección de la unión de pareja».
Mi propia experiencia trabajando en Estados Unidos y alrededor del mundo confirma las observaciones de Scheinkman y Werneck. En Latinoamérica, el término «celos» está destinado a aparecer en el primer aliento. «En nuestra cultura, los celos son un asunto de las tripas —me dijo una mujer en Buenos Aires—. Queremos saber: ¿me sigue amando? ¿Qué tiene ella que no tenga yo?»
«¿Qué hay de la mentira? —le pregunto. Ella se ríe despectivamente—. ¡Hemos estado mintiendo desde que llegaron los españoles!»
Esas culturas tienden a enfatizar la pérdida del amor y la deserción del eros por encima del engaño. Por lo tanto, los celos son, en las palabras de la historiadora y filósofa italiana Giulia Sissa, una «ira erótica». Ciro, un romano de veintinueve años, tiene una expresión de sombría satisfacción cuando me revela su plan para acortar la noche que su novia pasará con su sensual amante al pinchar las ruedas de su coche. «Al menos ahora no tengo que imaginarla en sus brazos; tan solo la escena de ellos dos esperando a la grúa bajo la lluvia.»
Sin embargo, en Estados Unidos y en otras culturas anglosajonas (que tienden a ser protestantes), las personas son notoriamente silenciosas respecto al tema de esta enfermedad perenne del amor. Más bien, quieren hablar de la traición, la violación de la confianza y las mentiras. Los celos son negados con el fin de proteger la superioridad moral de la víctima. Sentimos orgullo al estar por encima de ese sentimiento tan mezquino que hiede a dependencia y debilidad. «¿Yo, celoso? ¡Nunca! ¡Solo estoy enojado!» Stuart, a quien conocí en un vuelo desde Chicago, admite que le fastidió ver a su novia coqueteando con otro hombre a plena vista. «Pero nunca le dejaría saber que me sentí celoso —me dice—. No quiero que ella piense que tiene tal poder sobre mí.» Para su información, lo que Stuart ignora es que podemos intentar esconder nuestros celos, pero aquella persona que los inspira siempre sabe que los sentimos y, a veces, incluso disfruta al convertir las brasas en un incendio.
Los celos no siempre han sido desaprobados. El sociólogo Gordon Clanton buscó artículos sobre el tema en revistas populares estadounidenses durante un periodo de cuarenta y cinco años. Hasta la década de los setenta, los celos eran vistos generalmente como una emoción natural intrínseca al amor. La orientación sobre este tema, como no es de extrañar, estaba exclusivamente dirigida a mujeres, a quienes se las animaba a controlar la emoción (en sí mismas) y a evitar provocarla (en sus esposos). Después de 1970, los celos cayeron en desgracia y comenzaron a ser más vistos como un inapropiado vestigio de un antiguo modelo de matrimonio en el que la propiedad era central (para los hombres) y la dependencia inevitable (para las mujeres).
En la nueva era de elecciones libres e igualitarismo, los celos perdieron legitimidad y se volvieron algo de lo que avergonzarse. «Si te he elegido libremente como la persona con la que quiero estar y tú me has elegido libremente a mí, renunciando a todas las demás, no debería necesitar sentir posesión hacia ti.»
Como Sissa señala en su estimulante libro, los celos traen consigo una paradoja: necesitamos amor para sentirnos celosos, pero si amamos, no debemos sentir celos. Y, sin embargo, los sentimos. Todas las personas hablan pestes de los celos. Por lo tanto, los experimentamos como una «pasión inadmisible». No solo tenemos prohibido admitir que estamos celosos; tampoco se nos permite sentir celos. Sissa nos advierte que, hoy en día, los celos son políticamente incorrectos.
A pesar de que el reequilibrio social alrededor de los celos fue un cambio importante respecto al privilegio patriarcal, quizá ha llegado demasiado lejos. Nuestros ideales culturales son a veces demasiado impacientes con las inseguridades humanas. Pueden fallar en tomar en cuenta la vulnerabilidad inherente al amor y la necesidad del corazón de protegerse a sí mismo. Cuando ponemos todas nuestras esperanzas en una persona, nuestra dependencia se eleva. Cada pareja vive bajo la sombra de un tercero, sin importar si lo admite o no, y, en cierto modo, es la presencia acechante de los otros potenciales lo que consolida la unión. En su libro Monogamia, Adam Phillips escribe: «Dos son compañía, pero tres son pareja». Sabiendo esto, soy más comprensiva respecto a las intransigencias emocionales que los amantes modernos buscan suprimir.
Los celos están plagados de contradicciones. Tal como fue capturado por la incisiva pluma de Roland Barthes, las personas celosas «sufre[n] cuatro veces: porque soy celosa, porque me culpo de serlo, porque temo que mis celos dañen a la otra persona, porque me permito someterme a una banalidad: sufro de ser excluida, de ser agresiva, de estar loca y de ser vulgar».
Y, además, mientras dudamos sobre admitir nuestros propios celos, podríamos preocuparnos respecto a si nuestras parejas están libres de la emoción. «Quien no está celoso no está enamorado», dice un viejo proverbio latino, y cuando se trata de otras personas, tendemos a estar de acuerdo, incluso si no se aplica la misma lógica para nosotros. Me recuerda a la escena en Dos hombres y un destino, cuando el Butch de Paul Newman lleva a la novia de su amigo Sundance, Etta Place (Katharine Ross), de paseo matutino en bicicleta. Él la deja en su casa. Sundance (Robert Redford) aparece en el pórtico y pregunta: «¿Qué estás haciendo?». «Robándote a tu mujer», responde Butch. «Llévatela», dice Redford con su característica inexpresividad. Recuerdo mirar esta escena cuando era joven, y mientras todos parecían disfrutar esta fraterna muestra de confianza, yo me preguntaba: ¿acaso ella habría sentido más amor si él hubiera demostrado más resistencia?
El dilema de la posesividad
Polly contactó conmigo desde el otro lado del Atlántico. Convencida de la moral inquebrantable de su esposo, Nigel, durante tres décadas, había quedado atónita al descubrir que incluso él podía sucumbir a tomar un tónico revitalizante a la mitad de su vida, que llegó en la forma de una joven mujer llamada Clarissa. «¡Le habría apostado mi vida a su fidelidad!», me dijo. Pero este orgulloso padre de cuatro hijos no se percibía como alguien que hubiera tenido un romance: estaba enamorado y considerando seriamente en dejar a Polly por una nueva vida. Para su pesar, su amante de ojos oscuros decidió que él venía con demasiado equipaje, mientras que ella prefería viajar ligero. Nigel quedó abatido, pero también un poco aliviado. Decidió regresar a casa y terminar lo que ahora llama su «periodo de locura».
En mi primera sesión con esta pareja inglesa al borde de cumplir cincuenta años, aprendí más de la otra mujer que de ellos. Polly no podía dejar de hablar de ella.
«Quisiera poder sacar a esa mujer de mi cabeza —me dice—. Pero sigo volviendo a las escenas que él describió en sus correos electrónicos hacia ella. Quiero que él le diga que solo fue una ridícula infatuación física. Me la imagino sintiéndose engreída por lo que compartieron, convencida de que fue mucho más significativo que la conexión que él tiene conmigo. Creo que él debería dejar las cosas claras: que me quiere a mí y no a ella. Quizá eso me libere del trauma.» Escucho su dolor, pero en sus peticiones también escucho la inconfundible voz de los celos.
Polly se siente expuesta cuando señalo esto. No lo niega, pero claramente está agitada por dentro. La persona celosa sabe que no es un personaje simpático y que es más probable que su tormento despierte más crítica que compasión. Consecuentemente, lo que Proust llamó «el demonio que no puede ser exorcizado» simplemente se ha ido a buscar un vocabulario más aceptable por la sociedad. «Trauma», «pensamientos intrusivos», «reviviscencias», «obsesión», «vigilancia» y «ruptura de confianza» son el vocabulario moderno para el amor traicionado. Este marco tomado del trastorno de estrés postraumático legitima nuestra aflicción romántica, pero también la despoja de su romántica esencia.
Le aseguro a Polly que sus celos son una respuesta natural, nada de lo que avergonzarse. Reconocer los celos es reconocer amor, competencia y comparación: cosas que demuestran vulnerabilidad, y aún más cuando te expones frente a la persona que te hizo daño.
El monstruo de ojos verdes se burla de nosotros en nuestros momentos más indefensos y nos pone en contacto directo con nuestras inseguridades, nuestro miedo a la pérdida y nuestra falta de autoestima. Estos no son los celos delirantes o patológicos (a veces llamados «el monstruo de ojos negros»), donde la sospecha sin fundamentos está más alimentada por el trauma de la infancia que por la causa actual. Este tipo de celos son intrínsecos al amor y, por lo tanto, a la infidelidad. Contenido en esta simple palabra se encuentra un grupo de intensas emociones y reacciones, que pueden hallarse en un espectro desde el duelo, la duda y la humillación hasta la posesividad y rivalidad, excitación y conmoción, rencor y venganza, todo el camino hacia la violencia.
Le pido a Polly que me cuente más sobre cómo se siente. «A veces es como si yo fuera el premio de consolación», concede. Como una mujer de sus tiempos, quiere más. «Necesito que ella sepa que él volvió porque me quiere a mí, no por culpa o deber o porque ella lo dejó.»
Aquí estamos, atrapados en el dilema de la posesividad. El deseo de tener y controlar es al mismo tiempo una parte intrínseca del hambre por amor, como también es una perversión del amor. Por un lado, queremos obligar a nuestras parejas a volver con nosotros. Pero no queremos que vuelvan solo por obligación; queremos sentirnos elegidos. Y sabemos que el amor que es privado de su libertad y renuncia voluntaria no es amor. Y aun así, nos asusta darle espacio a esa libertad.
Si hubiera visto a Polly y a Nigel algunos años atrás, yo también habría colocado mi atención en el trauma y la traición, y habría fallado en asimilar la liturgia del amor celoso. Estoy agradecida al trabajo de Scheinkman por arrojar una nueva luz a esta emoción exiliada y por recordarme que, después de todo, la infidelidad no es solo acerca de nuestros contratos rotos, sino que también es acerca de nuestros corazones rotos.
¿Trauma o drama?
Dado el espíritu cultural de la época, es importante reconocer la centralidad del amor en la narrativa actual de la infidelidad, y los celos son una puerta hacia esta conversación. Desde luego, los celos pueden llegar en ocasiones demasiado lejos: consumiéndonos, debilitándonos y, en casos extremos, llevando a la agresión o a los golpes. Pero en otros casos, pueden ser la última ascua brillante del eros en una relación sin fuego; por lo tanto, también son un medio para encender la llama de nuevo.
«Los celos son la sombra del amor», escribe Ayala Malach Pines en Los celos: ¿Dónde está el límite?, porque nos afirman que valoramos a nuestra pareja y nuestra relación. Al introducir esta idea en la sesión, les recuerdo a parejas como Polly y Nigel que un affaire no solo es la ruptura de un contrato; también es la experiencia de un amor fallido.
Sissa describe los celos como una «emoción honesta» porque no puede ocultarse. «Valientemente carga con su sufrimiento y tiene la humilde dignidad de ser capaz de reconocer su vulnerabilidad», escribe. Curiosamente, cuando rastreamos los orígenes del término, nos llevan a la palabra griega «zelos», que significa pasión. Me gusta este concepto porque entonces puedo dar a las personas algo por lo cual luchar, en vez de quedarse en una postura de victimización.
Muchas parejas le dan la bienvenida a este nuevo encuadre: prefieren verse a sí mismas como protagonistas de una desolada historia de amor que como partes de una institución fallida. El guion de la ruptura del contrato —«Tú eres mi esposo y me debes lealtad»— ya no cabe en la era de la felicidad personal. El guion de «Te quiero y quiero que vuelvas» es arriesgado, pero lleva consigo energía emocional, erótica y, además, dignifica el dolor.
«¿Está mal que su aventura me excite?»
«A veces, cuando hacemos el amor, me imagino que soy ella: una voluptuosa camarera de treinta y cinco años con grandes senos y acento marcado.» Una vez que Polly se sobrepone a su titubeo inicial, comienza a hablar libremente de su imaginación celosa. «Estamos desnudos detrás de la barra después de cerrar, en los arbustos del parque, en el océano iluminado por la luna en la noche. Es emocionante. Siempre he querido que él haga esas cosas conmigo; que me desee tanto que tenga que arriesgarse a ser atrapado. Ahora siento que me robaron mi fantasía. ¿Está mal que su aventura me excite? Después me siento humillada. Pero no puedo parar de pensar en ella.»
Ella me cuenta que quiere que Nigel le haga el amor como se lo hizo a Clarissa. «Quiero saber cómo se sintió ella», me dice. Pero me pregunto: ¿de eso se trata? Le digo a Polly: «Me da la impresión de que quisieras saber si puede sentir contigo lo que sintió con ella».
Indago en cómo ha ido su vida sexual después del descubrimiento del affaire. Un tanto avergonzada, Polly me dice: «Nuestro sexo ha sido el más erótico que hemos tenido: frenético, ardiente y urgente».
Muchas parejas están avergonzadas de admitir la intensa carga erótica que a veces le sigue al descubrimiento de una aventura. «¿Cómo puedo desear a alguien que traicionó mi confianza? Estoy enfadada contigo, pero quiero que me tomes.» A pesar de todo, la necesidad de conectar físicamente con la persona que nos acaba de abandonar es sorprendentemente común.
El eros no se conforma con nuestras racionalizaciones. En The Erotic Mind, el sexólogo Jack Morin identifica las «cuatro piedras angulares del erotismo». Anhelo —el deseo de lo que no está presente— es la primera.1 Por lo tanto, podemos entender por qué el temor a la pérdida se dispara con la infidelidad y puede volver a encender las llamas que, en algunos casos, habían estado apagadas durante años. Por otra parte, para algunas personas, como Polly, imaginar de forma obsesiva los cuerpos entrelazados de nuestras parejas con sus amantes es un inesperado afrodisíaco. Se ha sabido que los celos hacen milagros. Nigel dejó caer una apasionada noveleta en medio de su relación que actuó como una infusión sexual. La confusión sobre si fue algo más que una aventura también aumentó la excitación de Polly. Los celos son, en efecto, una ira erótica, y la disposición sexual para luchar por ser la más fuerte no solo es síntoma de trauma, también es una declaración de amor. En el caso de Polly, intuyo que puede ser central para la resurrección de su matrimonio.
«Sabe como tú, pero más dulce»
Por supuesto, la infidelidad no siempre excita; frecuentemente, es lo opuesto. El corazón celoso está hambriento de respuestas. Y cuantos más detalles sexuales extraemos, más comparaciones desfavorables confirmamos. En la película de Mike Nichols Cegados por el deseo (2004), Larry (Clive Owen) interroga a su esposa, Anna (Julia Roberts) después de descubrir su aventura con Dan (Jude Law). «¿Lo hiciste aquí?», pregunta. «¿Cuándo? ¿Te corriste? ¿Cuántas veces? ¿Cómo? ¿Quién estaba en qué lugar?»
Él la sigue alrededor del apartamento mientras ella se pone su chaqueta, haciendo preguntas cada vez más explícitas, mientras que las respuestas lo llevan a enojarse más. Finalmente, en la puerta, ella se detiene y se encara con él. «¡Hicimos todo lo que hacen las personas que tienen sexo!»
Él no está satisfecho. «¿Disfrutaste chupándoselo? ¿Te gustó su pene? ¿Te gustó que se corriera en tu cara? ¿A qué sabía?»
Exasperada, ella le replica gritando: «¡Sabe como tú, pero más dulce!».
Su ira de desinfla para convertirse en sarcasmo amargo. «Ese es el espíritu. Ahora vete a la mierda y muérete.» Como escribe François de La Rochefoucauld: «Los celos se alimentan de dudas, y tan pronto como la duda se convierte en certeza, o se vuelven locos, o dejan de existir».
No solo son los hombres los que quieren detalles físicos. He escuchado a mujeres celosas compararse a sí mismas con sus rivales en términos tan gráficos como los de los hombres. Sus tetas como melones; mis senos pequeños. Sus orgasmos múltiples; mis orgasmos inconsistentes. Su eyaculación; mi necesidad de lubricante. Su sexo oral generoso; mi desagrado por el olor. Todos hemos escuchado a Alanis Morissette interpretar los inolvidables versos «¿Es pervertida como yo? / ¿Te la chuparía en el cine?».
Donde la envidia y los celos se combinan
Las personas frecuentemente preguntan: ¿cuál es la diferencia entre la envidia y los celos? Una definición que he encontrado útil es que la envidia se relaciona con algo que quieres pero no tienes, mientras que los celos se relacionan con algo que es tuyo pero tienes miedo de perder. Por lo tanto, la envidia es un tango entre dos personas, mientras que la danza de los celos requiere de tres. La envidia y los celos son primos hermanos y constantemente se entrelazan.
A mi amiga Morgan, una exitosa e inteligente periodista de cincuenta y pico años, le costó trabajo separar los celos que sentía por Cleo, la amante de su esposo Ethan, de la envidia de aquello que compartían. Al principio, Ethan solamente confesó el romance. Entonces Morgan descubrió su glorioso archivo electrónico. «¿Cómo lo sobrellevé? Me retiré a una realidad alternativa de obsesión», recuerda. Si no podía tener a Ethan, al menos podía espiar a su amante desde el otro lado de la calle digital. En una «orgía de masoquismo», ella se coló en el Instagram de su amante y en su página web.
«Cleo era el retrato de una diosa en la tierra. El brillo de adoración en sus ojos; su cuerpo firme; esa sonrisa sagaz, tan natural, tan juvenil y tan seductora. Esta mujer perfecta era una cineasta independiente. Una yogui. Una campeona de las luchas progresistas. Una aventurera. Una usuaria de anillos en los pulgares. Un espíritu juguetón con el tipo de brillante felicidad interna que bulle desde lo más profundo e ilumina a todas las personas a su alrededor.» Cada capa de idealización estaba ensombrecida por una capa de autorresignación. «Si la lección de todo aquello es que yo no era suficiente mujer, al menos podía vivir a través de esta supermujer. ¿Cuántas veces escuché las interminables conversaciones que tuvieron? Morí y fui al cielo mil veces en su imaginario nombre.»
Cuando le pregunto por qué se enfoca más en Cleo que en la traición de Ethan, ella dice: «No es tanto que transgredió como que trascendió. Fui superada por su nueva e improvisada amante. Cada foto cauterizaba otra capa de evidencia en mi mente enfebrecida para confirmarme que él había encontrado al gran amor de su vida y yo estaba jodida. Por eso, términos como “traición” o “transgresión” no son suficientes para mí: están cargados de toda la condenación para vengarme como una víctima, pero ignoran cómo me sentí en el confuso límite de mí misma, inadecuada para sostener fascinación». La violencia del dolor autoinfligido de Morgan nace de una venenosa alquimia entre la envidia y los celos. Detrás de su fijación acechan la vergüenza y la duda en sí misma. En una autoflagelación posterior, ella imagina a Ethan y a Cleo hablando de ella como «el oscuro súcubo de cuyas garras él escapó, por fortuna».
Nos sentimos muy desnudos cuando imaginamos a nuestra pareja hablando acerca de nosotros con su amante: exponiendo nuestro mundo privado, nuestros secretos, nuestras debilidades. Nos obsesionamos: «¿Qué dijo de mí?», «¿Habló de sí misma como la víctima de un matrimonio infeliz?», «¿Habló mal de mí para quedar bien?». No podemos controlar a la pareja que nos abandona y, mucho menos, las historias que eligen contar sobre nosotros.
Rememorando para ver un año entero en duelo, como si fuera una viuda, Morgan me dice: «Las imágenes y sensaciones corrían una y otra vez como una cripta de sueños. Primero comandaron mis pensamientos, cada instante. Con el tiempo, esto se alargó a cada treinta segundos. Finalmente, podía pasar un minuto entero, después unas horas, después unos días. ¿Sabes lo que es no tener libertad de pensamiento?».
La elocuente descripción que Morgan hace sobre la pérdida de su soberanía me recuerda a la voz de la autora francesa Annie Ernaux. En su novela La ocupación, describe un estado de sentirse totalmente consumida por la otra mujer. Ella compara los celos con estar en un territorio ocupado, donde todo tu ser es invadido por una persona que puedes no haber conocido nunca. «Estaba, en los dos sentidos de la palabra, ocupada […]. De un lado estaba el sufrimiento; del otro, mis pensamientos, incapaces de concentrarse en nada más que en el hecho y el análisis de este sufrimiento.»
Morgan encontró consuelo en el apoyo de sus amigos, en libros y en películas. Sintiendo que era «adicta», quería saber cómo los otros recuperaban el control. Primero, necesitaba saber que no estaba loca. Y no lo estaba. La antropóloga Helen Fisher, que ha hecho estudios de resonancia magnética del cerebro enamorado, nos dice que el amor romántico es, literalmente, una adicción, pues activa las mismas áreas del cerebro que la cocaína o la nicotina. Y cuando un amante ha sido rechazado, la adicción permanece: las mismas áreas del cerebro continúan activándose cuando miran imágenes de su pareja. Liberarse del pensamiento obsesivo acerca de un amor perdido, concluye, es similar a romper la dependencia de las drogas. Los amantes siempre han sabido esto, y la metáfora ha capturado nuestra imaginación desde mucho antes que tuviéramos máquinas de resonancia magnética.
Además de estos circuitos activados biológicamente, Morgan también fue atrapada en el circuito psicológico de las pérdidas tempranas de su infancia. Estaba reviviendo múltiples abandonos, algunos que ocurrieron incluso antes de que pudiera recordarlos, pero de los que, aun así, su cuerpo «mantuvo registro», como dice el psiquiatra Bessel van der Kolk. Cada amor herido se apila encima de otros amores heridos. Con un efecto rebote a través del tiempo, cada ruptura en el presente puede detonar resonancias con todas las rupturas del pasado.
Con el tiempo, recuerda Morgan, «las neuronas comenzaron a enfriarse» y ella «salió de la locura». Dos años después, Ethan apareció en la bandeja de entrada de su correo electrónico pidiendo una segunda oportunidad. Su instinto de supervivencia dijo que no. «He invertido mucho esfuerzo en reconstruirme a mí misma desde cero. Pero tengo una pregunta que todavía debo responder: ¿qué tiene que ocurrir para que pueda confiar de nuevo?»
Recuperando el amor
Para Morgan, la competencia con su rival la llevó al filo de la autoaniquilación. Ella necesitaba romper la atadura con la otra mujer para reclamar su autoconfianza. Para Polly, sin embargo, la competencia era excitante. Ver a Nigel siendo codiciado por otra mujer la sacó de su letargo marital y lo reinstaló de nuevo como un objeto de deseo sexual, mientras que a ella la reinstaló como una mujer que desea. No hay nada como la mirada erótica de un tercero para retar nuestras percepciones domesticadas del otro.
Un año después del descubrimiento, tengo oportunidad de ponerme al corriente con Polly y Nigel. Me dicen que lo están llevando bien. Nigel ha expresado un remordimiento sincero y ha estado totalmente comprometido con la reconstrucción de la relación. Solo hay un punto doloroso. Polly todavía no puede dejar de pensar en «esa mujer».
Ella me dice que ha estado viendo a un terapeuta local que le ha diagnosticado trastorno de estrés postraumático. Ella ha estado trabajando en sus pensamientos intrusivos con medicación, ejercicios de respiración y largas sesiones con Nigel mirándose el uno a la otra para restaurar su vínculo y confianza. «Espero que, conforme me vaya sintiendo mejor, deje de tener estos pensamientos.»
«Por supuesto que sentirías un tremendo alivio si hubiera borrón y cuenta nueva», le digo. Pero recordando mis conversaciones tempranas con Polly, le propongo otra manera de ver esto. «¿Por qué perder los pensamientos? Parecen perfectamente naturales. Además, ¡parece que te han hecho mucho bien!» Ella se ve menos como una víctima de trauma que como una mujer nuevamente llena por el amor y por los celos. «Permíteme hacer la sugerencia de que “esa mujer” ha sido una gran fuente de inspiración. Estás radiante —más viva, más comprometida, físicamente más activa y sexualmente más arriesgada—, y todo esto le ha hecho bien a tu relación.»
Nigel me mira inquieto, inseguro respecto a cómo Polly va a tomar esto. Pero ella sonríe. Me he encontrado con frecuencia con que, para parejas en esta situación, puede ser un alivio salirse finalmente de la narrativa de la indefensión frente al trauma y volver al viejo drama (la eterna historia del amor fracturado). De hecho, es una postura de mayor empoderamiento, más humana que patológica.
Animada por la sonrisa de Polly, devuelvo la sonrisa. Se me ocurre una idea; una no convencional, como poco, pero que quizá podría darle a Polly el alivio que está buscando. «Hay que llevar esto un paso adelante —les digo—. Quizá, en vez de borrar a Clarissa, deberíais conmemorarla. Imagina construir un altar a esta mujer para expresarle tu gratitud por todo el bien que te hizo. Y cada mañana, antes de salir de tu casa, tómate un momento para hacer una reverencia y darle las gracias a tu más improbable benefactora.»
No tengo manera de saber si este subversivo consejo podrá liberar a Polly de su situación. Pero sé lo que busco: devolverle su poder. En la jerga clínica, este tipo de intervención homeopática se conoce como prescribir el síntoma. Dado que los síntomas son involuntarios, no podemos borrarlos, pero si los prescribimos, podemos tomar el control sobre ellos. Además, armar un ritual le da un nuevo significado a un viejo sufrimiento. Y el giro aquí es que el perpetrador se convierte en el liberador. Un chequeo rápido con Polly unos meses después confirma que el truco funcionó. Claramente, este tipo de acercamiento no es para todos. Pero lo he visto funcionar más a menudo de lo que alguna vez hubiera esperado.
¿Podemos —y deberíamos— crecer y dejar
los celos atrás?
Ninguna conversación sobre celos puede pasar de largo el actual debate entre naturaleza y crianza. ¿Están los celos en nuestra programación, forjados en lo más profundo de nuestro pasado evolutivo? ¿O son una respuesta aprendida, un constructo socializado nacido de obsoletas ideas sobre la monogamia? Este argumento está en la vanguardia de la mayoría de los discursos contemporáneos sobre el tema.
Los psicólogos evolutivos reconocen la universalidad de los celos, presentes en todas las sociedades. Ellos plantean que debe ser un sentimiento innato, genéticamente programado, «un mecanismo de defensa exquisitamente tejido que sirvió bien a los intereses de nuestros ancestros y que probablemente continúe sirviendo a nuestros intereses hoy», en palabras del investigador David Buss.
Los psicólogos del desarrollo nos dicen que los celos aparecen en la vida temprana de un bebé, alrededor de los dieciocho meses, pero mucho después del surgimiento de la alegría, la tristeza, la ira o el miedo. ¿Por qué tan tarde? Como la vergüenza y la culpa, es un sentimiento que requiere un nivel de desarrollo cognitivo que permita el reconocimiento de uno mismo y del otro.
Otro punto importante en el debate sobre los celos es el género. El mapa clásico plantea que los celos se anclan en los hombres debido al riesgo de la incerteza sobre la paternidad, mientras que en las mujeres es por la pérdida de compromiso y los recursos necesarios para criar a los hijos. Por lo tanto, la teoría popular sostiene que los celos de la mujer son principalmente emocionales, mientras que los del hombre son sexuales. Curiosamente, las investigaciones muestran lo opuesto entre homosexuales: las mujeres lesbianas tienden a expresar más celos sexuales que los hombres gais, mientras que estos demuestran más celos emocionales que las lesbianas. Se puede argumentar que esta reversión refuerza la idea de que nos sentimos más amenazados por aquello de lo que nos sentimos menos seguros.
En los años pasados, he conocido a muchas personas determinadas en hacer explotar las ideas y actitudes convencionales sobre los celos, particularmente entre aquellos que practican la no monogamia consensual. Algunos llevan la experiencia de Polly al siguiente nivel, usando intencionadamente los celos para estimular el erotismo. Otros trabajan mucho para trascenderlo por completo. Muchos de quienes se identifican como poliamorosos claman que han desarrollado una nueva respuesta emocional llamada «compersión», el sentimiento de felicidad al ver a la pareja disfrutar el contacto sexual con alguien más. En su compromiso con el amor plural, activamente trabajan para sobreponerse a los celos, entendiéndolos como una parte integral del paradigma de las relaciones posesivas que están intentando superar.
«A veces, cuando la veo con alguna de sus otras novias, siento celos —me cuenta Anna—. Pero me recuerdo que estas son mis emociones y que me toca a mí lidiar con ellas. No la culpo por incitarlos, ni me doy a mí misma permiso de actuar de alguna forma que limite su libertad. Sé que ella tiene cuidado de no disparar intencionadamente esas respuestas en mí y yo hago lo mismo por ella, pero no somos responsables de los sentimientos de la otra.» Ese no es el tipo de actitud que típicamente escucho de las parejas más tradicionales, que tienden a esperar que la otra persona evite el surgimiento de cualquier agitación indeseada. Dicho esto, sin embargo, he conocido a muchas parejas no monógamas que luchan con intensos ataques de celos.
Queda por ver si podemos —o deberíamos— dejar atrás este rasgo tan humano. Ciertamente, a los celos que están enraizados en las nociones patriarcales de posesión podría servirles algo de reexaminación. Y las relaciones en las que las parejas buscan reclamar propiedad de cada pensamiento de la otra persona pueden, con frecuencia, ser fortalecidas a través de la disminución del control. Pero antes de que consignemos el corazón celoso a las páginas de la historia, permitámonos escuchar los susurros del eros. En un mundo en que muchas relaciones largas sufren bastante más por la monotonía y el hábito que por inquietantes emociones como los celos, esta ira erótica puede servirle a un propósito, si estamos dispuestos a soportar la correspondiente vulnerabilidad.
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Dentro del argot de las personas que practican sadomasoquismo, se refiere al sexo convencional.
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Hombres adinerados que pagan a mujeres más jóvenes por tener citas con ellos, generalmente haciéndose cargo de sus costes de vida o estudios.
Referencias
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Las otras tres piedras angulares de Morin son: violar prohibiciones, buscar poder y sobreponerse a la ambivalencia. (Nota de la autora.) ↩