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Capítulo 8

¿DECIR O NO DECIR?

Las políticas del secreto y su revelación

Una verdad que se dice con mala intención le gana a todas las mentiras que puedas inventar.

William Blake, Augurios de inocencia

Secretos y mentiras de todos los colores emergen en mi oficina. Frecuentemente, una pareja llegará con un affaire recientemente expuesto, una herida abierta que no puede ser ignorada. Pero otras se sientan en mi sillón con el secreto entre ellos, que es obvio para mí, pero no se menciona. Ninguna de las dos personas quiere decirlo o enterarse. Pero también me he sentado en sesiones interminables donde una persona le pregunta a la otra: «¿Estás teniendo una aventura?», y esta se niega en seco, aunque quien pregunte tenga pruebas irrefutables. A veces, la persona infiel irá dejando una pista tras otra, pero su pareja parecerá no querer conectar los puntos. Otras veces, quien sospecha tendrá un amplio expediente de evidencias en la mano para descubrir la verdad, pero esperará el momento correcto para afrontarlo.

He visto todo el espectro de la deshonestidad, desde omisiones simples, verdades parciales y mentiras piadosas, hasta la ofuscación flagrante y el secuestro mental. He visto el acto de guardar secretos en sus más crueles y benevolentes versiones. Algunos mienten para protegerse a sí mismos; otros, para proteger a sus parejas, y otros, de forma irónica, para proteger a aquel que los engañó.

Los giros y enredos que pueden tomar las mentiras son infinitos. Muchas personas infieles me cuentan que sus affaires representan la primera vez que dejaron de mentirse a sí mismas. Paradójicamente, aunque se envuelven en una relación construida por el engaño, con frecuencia sienten que es la primera vez que tocan la verdad y la conectan con algo más esencial, auténtico y sincero que aquello a lo que llaman vida real.

Después de dos años en un romance con el dueño de una tienda local de bicicletas, Megan se cansó de esconder su amor de quienes la rodeaban. Pero, tras haber terminado con su doble vida, se siente peor: «Ahora me estoy mintiendo a mí misma. Me estoy engañando al fingir que estoy bien en mi vida sin él».

Las parejas no son las únicas que luchan con los problemas derivados de los secretos. El paisaje social de la infidelidad está lleno de ellos. Una mujer le pide prestado su móvil a su amiga casada y encuentra mensajes coquetos de un hombre desconocido. Una madre sabe que su hijo no estuvo con ella el sábado pasado, como le aseguró a su esposa, pero no está segura de querer saber adónde fue en realidad. Y, por supuesto, está «la otra mujer» y «el otro hombre». Ellos no solo tienen un secreto; ellos son el secreto.

Secretos y mentiras están en el corazón de cada affaire, y exaltan de forma simultánea la emoción de los amantes y el dolor de la persona traicionada. Nos arrojan a una red de dilemas. ¿Deben ser revelados? En caso afirmativo ¿cómo? La revelación cae en un continuo que va desde el «No preguntes, no cuentes» hasta una detallada autopsia post mortem. La honestidad requiere de una cuidadosa calibración. ¿Se puede revelar demasiado? ¿Es mejor mantener oculta la aventura? ¿Qué hay de aquel viejo dicho «Ojos que no ven, corazón que no siente»?

Para algunos, la respuesta es simple: mantener un secreto es mentir, y mentir está mal. El único curso de acción aceptado es la confesión, completa transparencia, arrepentimiento y castigo. La perspectiva dominante parece ser que la revelación es el sine qua non para restaurar la intimidad y la confianza después de una infidelidad. Mentir, estos días, es visto como una violación de los derechos humanos. Todos merecemos la verdad y no hay circunstancia en que se pueda justificar su ocultamiento.

Quisiera que fuera tan sencillo, que pudiéramos usar esos principios categóricos para organizar nuestras complicadas vidas humanas. Pero los terapeutas no trabajan con principios; trabajan con personas reales y situaciones de la vida real.

Los dilemas de la revelación

«La estudiante de licenciatura con la que me he estado acostando está embarazada y ha decidido tener el bebé», dice Jeremy, un profesor universitario que pensaba que estaba haciendo un buen trabajo respecto a mantener su aventura como algo estrictamente casual. «No tengo intención de arruinar mi matrimonio, pero no quiero que mi hijo crezca como un secreto.»

«Un chico con el que me acosté acaba de contarme que tiene herpes», dice Lou, avergonzada. «Mi novio está en riesgo. ¿Debería decírselo?»

«La chica con la que salí un tiempo me etiquetó en una foto en Instagram después de decirle que ya no podía verla —dice Annie—. Solo nos besamos, pero mi novia no lo ve de esa forma. Ha estado revisando mis redes sociales obsesivamente y está determinada a ver la foto.»

Muchos de vosotros podríais concluir que, en estos escenarios, la decisión correcta es la confesión. Pero no todas las situaciones son tan claras.

«Fue un desliz momentáneo de juicio, estaba borracha y estoy profundamente arrepentida», dice Lina, quien llevaba comprometida unos pocos meses cuando, en una noche de fiesta con sus excompañeros de la universidad, terminó pasando la noche en la cama de su ex. «Si se lo digo a mi prometido, sé que eso lo destruirá. Su primera esposa lo dejó por su mejor amigo y él siempre me ha dicho que, si llegase a engañarlo, terminaría todo.» Sí, ella debió de haber pensado en esto antes de serle infiel. ¿Pero ese desliz debería descarrilar su vida entera?

«¿Por qué debería decírselo a mi esposa? —pregunta Yuri—. Desde que conocí a Anat, ya no discutimos por sexo. No le ruego, no la molesto y a mi familia le va bien.»

En un acto de rebeldía, Holly se ha enamorado locamente del dueño de un yorkie que conoció en el parque al que va a pasear a su perro. Nada le gustaría más que contárselo a su «sucio y controlador» esposo. «Le daría una lección.» Pero el precio de la honestidad es demasiado alto: «Con los acuerdos prenupciales que me hizo firmar, perdería a mis hijos».

El coqueteo constante entre Nancy y un padre de familia que conoció en los partidos de fútbol de su hijo ha despertado su durmiente sensualidad. «Estoy agradecida por sentir que despertó una parte de mí que no solo es madre, esposa o sirvienta. Siento incluso más gratitud por no haber hecho nada al respecto», dice ella. Su esposo está encantado con su energía erótica recién descubierta. Pero ella se pregunta si debería hablarle del «romance en su mente». Nancy tiene la firme creencia de que la honestidad significa completa transparencia.

En circunstancias como esta, ¿podría ser más sabio para la persona involucrada permanecer en silencio y manejar los asuntos por su cuenta? La verdad puede ser sanadora, y, a veces, confesar es la única respuesta apropiada. Mi colega Lisa Spiegel, al orientar a sus pacientes sobre la sabiduría de contar la verdad, usa una simple y efectiva fórmula: pregúntate a ti mismo, ¿es honesta, útil y amable?

La verdad también puede ser irrevocablemente destructiva e, incluso, agresiva y entregada con placer sádico. En más de una ocasión, he visto a la honestidad hacer más daño que bien, llevando a preguntarme: ¿se puede mentir para proteger? Para muchos, esta noción parece incomprensible. Pero, de nuevo, también he escuchado a parejas gritar: «¡Desearía que nunca me lo hubieras contado!».

Durante un curso para terapeutas, un participante que trabajaba en un hospicio me pidió consejo: «¿Qué le puedo decir a un paciente moribundo que le quiere confesar a su esposa una vida de infidelidades antes de morir?». Le respondí: «Entiendo que, para él, “confesar” después de tantos años puede parecer una genuina expresión de amor y respeto, pero también tiene que entender que puede que él muera aliviado, mientras que su esposa vivirá en conflicto. Él descansará en paz, pero ella estará inquieta, agitada y pasará meses sin dormir, mientras imagina una y otra vez películas en su cabeza que probablemente son más tórridas que el affaire que ocurrió en realidad. ¿Es ese el legado que quiere dejar?».

A veces, callarse es cuidar. Antes de liberar tu culpa con una pareja desprevenida, ten en consideración el bienestar de aquel en quien estés pensando. ¿La limpieza de tu alma es tan desinteresada como parece? ¿Y qué es lo que se supone que tu pareja debe hacer con esta información?

He visto el otro lado de esta situación en mi oficina, donde he intentado ayudar a una viuda a sobrellevar la doble carga de perder a su esposo por el cáncer y perder la imagen de su matrimonio feliz tras una confesión en el lecho de muerte. El respeto no necesariamente implica contarlo todo, sino considerar qué significará para la otra persona recibir este conocimiento. Cuando explores los pros y los contras de la revelación, no solo pienses en términos abstractos; intenta imaginarte a ti mismo en la situación real. Elabora la conversación: ¿dónde estáis? ¿Qué decís? ¿Qué puedes leer en su rostro? ¿Cómo respondéis?

La pregunta «¿Decir o no decir?» pesa mucho más cuando las normas sociales interpelan a personas particularmente vulnerables. Mientras existan países en el mundo donde la mera sospecha de que una mujer fue infiel sea suficiente para que la quemen o lapiden viva, o mientras a los homosexuales se les pueda prohibir estar con sus propios hijos, la honestidad y la transparencia siempre deben pensarse en relación con el contexto y caso a caso.

¿Los terapeutas deben guardar secretos?

Los terapeutas que trabajan con la infidelidad deben lidiar con el espinoso tema de los secretos. El enfoque convencional estipula que los clínicos en terapia de pareja no pueden ocultar nada; que, para que la terapia sea productiva, el infiel debe terminar el romance o decir la verdad. De otra forma, tienen que ser referidos a terapia individual. Frecuentemente, escucho a colegas estadounidenses decir que no hay nada que se pueda hacer si existe un secreto en medio de la habitación. Curiosamente, mis homólogos internacionales dicen algo bastante distinto: hay mucho que puedes hacer mientras el secreto no sea revelado. Una vez que has levantado la cortina, no hay vuelta atrás. Mis colegas internacionales advierten contra la revelación gratuita, mencionando el dolor innecesario que puede infligirse en la pareja y el daño que puede causarle a la relación.

En años recientes, una pequeña minoría de terapeutas, incluyendo a Janis Abrahms Spring y a Michele Scheinkman, ha comenzado a desafiar la ortodoxia estadounidense respecto a los secretos, encontrando el enfoque tradicional como poco útil, limitante e incluso dañino. Yo he elegido adoptar lo que Spring llama una «política abierta» respecto a los secretos. Cuando acabo de conocer a una pareja, les hago saber que los veré tanto por separado como juntos y que nuestras sesiones individuales son confidenciales. A cada quien se le garantiza un espacio privado para trabajar sus problemas. Las dos personas tienen que estar de acuerdo con esto. Como Spring, veo la decisión de revelar o no revelar como parte de la terapia en sí misma, no como una condición para esta.

Este enfoque no está libre de complicaciones, y constantemente lidio con ellas. En ocasiones he tenido que responder «Sí» a la pregunta «¿Todo el tiempo supiste esto?», cuando una persona en la pareja descubre que ha sido engañada. Mientras que la situación es dolorosa para todos los involucrados, no es una ruptura de la ética bajo la que establecimos nuestro acuerdo. Y, por el momento, encuentro que esta postura es más productiva. Como escribe Scheinkman: «Una política que prohíbe los secretos mantiene al terapeuta como un rehén, sin posibilidad de ayudar en lo que posiblemente sea uno de los más críticos momentos de la relación de pareja».

Esta política no solo es aplicable a los affaires. De hecho, el punto de inflexión para mí fue una sesión en que una mujer me dijo que, durante los últimos veinte años, cada vez que tenía sexo con su marido, todo lo que deseaba es que terminara. No le gustaba su olor y fingía sus orgasmos. Sabiendo que esto no cambiaría, y, al no considerarlo suficientemente grave como para terminar el matrimonio, no veía sentido de decírselo. Yo estaba dispuesta a continuar con la terapia a sabiendas de esto, así que tuve que preguntarme cómo es que este secreto es fundamentalmente diferente de otros.

¿Fue menos grave que un romance clandestino? ¿Dañaría menos a su esposo el saber que ella le había estado mintiendo durante veinte años que descubrir que estaba acostándose con alguien más? ¿Debería insistir en que revelara su desagrado para poder continuar la terapia? Los secretos sexuales vienen en muchas formas. Y, aun así, a los terapeutas les suele ser más difícil lidiar con las mentiras sobre el sexo extramarital que con décadas de mentiras sobre el sexo intramarital. Guardamos muchas confidencias sin experimentar un conflicto ético. La infidelidad no siempre debería llevarse la medalla de oro en la jerarquía de revelaciones esenciales.

Decir la verdad en muchos idiomas

«Vivimos en una cultura cuyos mensajes acerca de los secretos son realmente confusos», escribe Evan Imber-Black en su libro La vida secreta de las familias. «Si las normas culturales alguna vez hicieron de demasiados acontecimientos de la vida humana algo por lo cual guardar secretos con vergüenza, ahora estamos luchando con lo opuesto: la suposición de que contar secretos —no importa cómo, cuándo o a quién— es moralmente superior a guardarlos, y que es automáticamente curativo.»

Para entender la visión de Estados Unidos respecto a los secretos y la revelación de verdades, necesitamos examinar la definición actual de intimidad. La intimidad moderna está bañada en autoconfesión, en el compartir honesto de nuestro material más personal y privado: nuestras emociones. Desde que somos niños, nuestro mejor amigo es aquel al que le contamos nuestros secretos. Y nosotros, desde que se asumió que nuestra pareja debería ser nuestra mejor amiga, pensamos así: «Debería ser capaz de decírtelo todo, además de que tengo el derecho a acceder a tus pensamientos y sentimientos de forma constante e inmediatamente». Este derecho a saber, así como la suposición de que saber es igual a cercanía, es una característica del amor moderno.

Nuestra cultura hace reverencia al ethos de la absoluta franqueza, y eleva el decir la verdad a un estándar de perfección moral. Otras culturas creen que, cuando todo se cuenta y se deja a un lado la ambigüedad, la intimidad no crece, sino que se compromete.

Como una híbrida cultural, doy terapia en muchos idiomas. En el ámbito de la comunicación, muchos de mis pacientes estadounidenses prefieren definiciones explícitas, candor y «hablar directo» en vez de la opacidad y la alusión. Mis pacientes de África Occidental, Filipinas y Bélgica son más propensos a permanecer en la ambigüedad en vez de optar por una dura revelación. Dan rodeos en vez de ir por la ruta directa.

Mientras consideramos estos contrastes, también tenemos que tomar en cuenta la diferencia entre la privacidad y los secretos. Como explica el psiquiatra Stephen B. Levine, la privacidad es un límite funcional que acordamos por convención social. Hay cosas que sabemos que existen, pero elegimos no discutir, como la menstruación, la masturbación o las fantasías. Los secretos son asuntos que deliberadamente les ocultamos a los demás. Los mismos anhelos y deseos eróticos que son privados en una pareja, son un secreto en otra. En algunas culturas, la infidelidad es comúnmente tratada como un asunto privado (al menos para los hombres), pero, en nuestra cultura, generalmente es un secreto.

Es imposible discutir las diferencias culturales sin tomarnos un momento para observar el punto de comparación favorito de Estados Unidos: los franceses. Debra Ollivier describe cómo los franceses «favorecen lo implícito sobre lo explícito, el subtexto sobre el texto, la discreción sobre la indiscreción, lo oculto sobre lo obvio —exactamente lo opuesto a los estadounidenses—». Pamela Druckerman, una periodista que ha entrevistado a personas alrededor del globo para su libro Lust in Translation, habla más sobre cómo estas predilecciones moldean las actitudes francesas respecto a la infidelidad. «La discreción parece ser la piedra angular del adulterio en Francia», escribe, haciendo notar que muchas de las personas con quienes habló prefirieron no decir y no saber. «Los affaires franceses pueden parecer como los conflictos de la guerra fría en que ninguno de los dos lados desenfunda sus armas jamás.»

Pero allá en el campo las armas sí se están disparando. Mientras que los estadounidenses tienen poca tolerancia ante el sexo extramarital, la mentira es, con frecuencia, más condenada que la transgresión que busca ocultar. Esconder, disimular y todos los artificios que conforman los principales ingredientes en la afronta son vistos como una falta de respeto fundamental. La implicación es que solo les mentimos a aquellos que están por debajo de nosotros: hijos, votantes y empleados. Por lo tanto, esta frase resuena tanto en habitaciones privadas como en audiencias públicas: «¡No es que me hayas sido infiel, es que me mentiste!». ¿Pero realmente nos sentiríamos mejor si nuestras parejas nos informaran sobre sus indiscreciones?

Traduciendo secretos

Amira, una mujer estadounidense-pakistaní de treinta y tres años y estudiante de trabajo social, todavía recuerda con detalle el día que comenzó a descubrir el secreto de su padre. «Mi padre me estaba enseñando a conducir. Tenía una baratija japonesa colgando del espejo retrovisor. Un día, intenté quitarla, pero me detuvo y me dijo que era un regalo de su secretaria, Yumi. Su nombre volvió a mí siete años después, cuando mi padre me pidió que buscara una dirección en su móvil y encontré una serie de mensajes de alguien llamada “Y”. Fue ahí cuando lo supe.»

«¿Él sabe que tú sabes?», le pregunto. Ella niega con la cabeza. «¿Algún día se lo dirás?»

«Lo que realmente quiero decirle es: “¡Aprende a borrar tus mensajes!”. Quizá algún día le enseñe cómo. Solo desearía que hubiera ocultado sus huellas. No me gusta sentirme cómplice del engaño hacia mi madre.»

«¿Has considerado decírselo?», pregunto. Inmediatamente responde que no.

Como una migrante de segunda generación, cuyos padres llegaron a Estados Unidos antes de que naciera, Amira tiene un pie en dos mundos. Ella sabe que aquí su silencio no es convencional. «Mis amigos estadounidenses se lo hubieran dicho inmediatamente a sus madres. Hubieran visto exponer el secreto como lo adecuado y atento.» Pero aunque haya ido a la escuela en un suburbio de Kansas, cuando se trata de asuntos familiares, el código de Amira está enraizado en Karachi. «Sí, valoramos la honestidad y la verdad —dice—, pero valoramos todavía más la preservación de la familia.»

La decisión de Amira ya estaba tomada. La lógica fue la siguiente: «Si se lo digo, ¿entonces qué? ¿Romper el hogar? ¿Dividir todo lo que hemos luchado por construir? ¿Actuar como los estadounidenses —de forma impulsiva y egoísta— y terminar pasando los fines de semana con mi padre y los días entre semana con mi madre?».

Sí, sintió enfado y resentimiento en nombre de su madre. «Pero mis padres se quieren —agrega—, y deberías saber que fue un matrimonio arreglado. Yo sé que mi madre no está nada cómoda con el tema del sexo, pero no es que mi padre sea mucho mejor. Mi instinto me dijo que él eligió el camino que le permitió mantener junta a nuestra familia. Quizá mi madre preferiría no ser molestada. Me sentí justa, así que pude hacer las paces con esto. Más allá de esta única mancha, mi padre es el más íntegro padre, esposo y ciudadano. ¿Por qué querría arruinar todas estas cosas tan maravillosas sobre él?»

«¿Y qué hay de la falta de respeto a tu madre?», pregunto.

«Tal y como yo lo veo, mi padre consideró que sería más respetuoso no sacudir el núcleo de nuestra familia que confesar algo que no podríamos soportar. Y en lo que me corresponde, descubrí que es más respetuoso guardarme los hechos con los que me tope. No me atrevería a avergonzar a mis padres arrojando esta verdad a la luz. ¿Para qué? ¿Para que podamos ser “honestos”?»

Claramente, la convicción de que decir la verdad es una muestra de respeto no es universal. En muchas culturas, es más probable expresar respeto con mentiras gentiles que apuntan a preservar el honor y la paz mental. Esta opacidad protectora se percibe como preferible antes que una revelación que pudiera terminar en humillación pública.

El razonamiento de Amira es parte de un antiguo legado cultural que se extiende a todas las sociedades centradas en la familia, más allá de Pakistán. Su marco de referencia es colectivo, donde la lealtad a la familia es más importante que la revelación de la infidelidad y los secretos. Por supuesto, podríamos mirar su situación desde los lentes de las políticas de género y ver sus elucidaciones como una triste pero ingeniosa disculpa por el patriarcado. Además, no podemos permitirnos minimizar los daños que guardar secretos podría provocar a los hijos. Como señala mi colega Harriet Lerner, los secretos «hacen un hoyo en el fundamento de la relación con ambos padres y operan como un río subterráneo de confusión y dolor que afecta a todo. Frecuentemente provoca que los niños y adolescentes tengan un comportamiento sintomático y acciones impulsivas, para luego ser llevados a terapia, donde la verdadera causa de ansiedad y estrés nunca se identifica».

¿Pero es la elección de Amira más angustiante que la de su compañera, Marnie? Esta neoyorquina de veinticuatro años sigue siendo acechada por el día en que tomó el «móvil secreto» de su madre y lo arrojó por las escaleras hacia las manos de su padre. «¡Él merecía saber que ella lo engañaba!»

Marnie supo del affaire de su madre con el quiropráctico durante varios años. «Solía esconder su teléfono secreto en el cesto de la ropa sucia y pasaba horas “planchando”. Sí, claro. Ella no tenía tanta vocación para las tareas del hogar.» En aquel fatídico día, «mi madre comenzó a llorar frenéticamente, diciendo: “Dios mío, ¿qué has hecho? ¿Qué has hecho?”. Mi mundo entero se derrumbó en cuestión de horas. Ahora, nuestra familia está completamente separada. No más cena para cuatro en TGI Fridays, no más fiestas familiares en días festivos. La última vez que vi a mis padres juntos en la misma habitación, tenía quince años.»

Marnie todavía agoniza con las dolorosas e irreversibles consecuencias de haber arrojado ese teléfono, pero nunca se le había ocurrido cuestionar la plataforma moral desde la que lo lanzó. Su sistema de valores, aunque dramáticamente diferente al de Amira, es igual de instintivo. En su marco de referencia individualista, el «derecho a saber» triunfa sobre la armonía familiar. Para Marnie, mentir está categóricamente mal; para Amira, depende de la situación particular.

Con frecuencia he presenciado la tensión entre estas dos formas de mirar el mundo. Una acusa a la otra de duplicidad y falta de transparencia. La otra es repelida por el destructivo derrame de secretos en nombre de la honestidad. Una es sacudida por la distancia que la otra parece establecer entre hombres y mujeres. La otra ve la pura franqueza como dañina para el amor y antitética para el deseo. Tanto las culturas individualistas como las colectivistas se hacen cargo de lo manifiesto y lo encubierto, con ventajas y desventajas de ambos lados. Como tendemos a atascarnos con nuestro propio paradigma, es instructivo saber cómo es que un vecino de otro país podría actuar en la misma situación, con una ética y lógica relacional completamente distinta. Dicho esto, en nuestro mundo globalizado, muchos de nosotros somos hijos de distintas culturas, y estos diálogos tienen lugar en nuestro propio corazón y en nuestra propia mente.

¿Qué decir?, ¿qué no decir?

Los dilemas sobre la revelación no terminan una vez que se confiesa el affaire. A cada paso, las preguntas continúan surgiendo: ¿qué confesar? ¿Cuánto? ¿Cómo hacerlo? Además, lo que les decimos a los otros depende de lo que estamos dispuestos a admitir en relación con nosotros mismos. Muy pocas de las personas que conozco les mienten a sus parejas a sangre fría. Con frecuencia, han construido elaboradas excusas para legitimar sus acciones; a este acto se lo conoce como racionalización.

«La postura sobre la infidelidad está sujeta en gran medida a la capacidad de justificarnos», escribe el experto en economía del comportamiento Dan Ariely. Todos queremos ser capaces de mirarnos en el espejo y sentirnos bien con la persona que vemos, explica, pero también queremos hacer cosas que no son completamente honestas, así que internamente racionalizamos nuestras formas de engañar para poder mantener una autoimagen positiva, una artimaña ética que Ariely llama «factor compensatorio».

Cuando lidiamos con las consecuencias de la infidelidad, es importante apartar estas racionalizaciones; de otro modo, nos arriesgamos simplemente a arrojárselas a nuestra pareja en nombre de la verdad. Kathleen lo aguantó durante años, pero, cuando ya no pudo tolerar la ausencia emocional y sexual de su esposo, Don, miró de cerca su iPad. Con sus sospechas confirmadas, ahora ella quiere la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Don ha acudido a mí para pedirme consejo sobre cómo responder sus preguntas.

Siendo un sexagenario lleno de vida y oriundo de Chicago, Don creció pobre, con un padre al que le costaba trabajo mantener un empleo y con una madre que tenía dos. Él ha trabajado duro para crear una vida de confort y refinamiento, y se ha dedicado a servir a su comunidad como un líder. Kathleen es su segunda esposa; han estado casados veintidós años. Desde el momento en que Don llega a mi oficina, está claro que este es un hombre con muchas contradicciones. Ama a su esposa, siempre le ha sido devoto, pero nunca le ha sido fiel.

Para comenzar, le pido que me ponga al corriente. Kathleen sabe de sus dos amantes, Lydia y Cheryl. También sabe que ellas han estado en su vida durante décadas, convenientemente localizadas en costas opuestas y a una distancia segura respecto a su hogar familiar. Mientras me cuenta la logística de su triple vida, percibo una ligera irritación con el hecho de que haya sido descubierto. Después de todo, había manejado este tríptico con mucho cuidado y discreción. El placer de sus aventuras, admite, era la sensación de control que le daba cuando tenía un mundo personal que eludía los ojos de la sociedad.

Ahora, Kathleen sabe los datos básicos. Lo que ella le pregunta es: ¿por qué pasó?

«¿Qué le dijiste?», pregunto.

«Bueno, la verdad es que tenía estas otras mujeres porque no estaba obteniendo satisfacción íntima en casa.»

¿De todas las verdades que no le ha contado a su esposa, esta es con la que decide comenzar? Claramente tenemos trabajo que hacer. Le pido a Don que considere cómo la hará sentir eso. Y, más importante, ¿es verdad lo que me dice? ¿O es tan solo una de sus racionalizaciones?

«¿De verdad crees que si tuvieras mejor sexo con tu esposa no tendrías a tus amantes?», le pregunto, un tanto retóricamente.

«De verdad», insiste. Me cuenta una larga y complicada historia acerca de menopausia, hormonas, el aumento de consciencia de su esposa respecto a sus propios defectos, su dificultad para sostener erecciones. Con sus amantes, él no tiene esos problemas. No me sorprende en absoluto. Pero antes de que vaya a decirle a su esposa que estaba haciendo esto porque le faltaba algo con ella, él necesita preguntarse en qué medida él también estaba fallando. Sospecho que, si le preguntara a Kathleen, ella probablemente hubiera estado de acuerdo en que, debido a su prolongada ausencia emocional, no es de extrañar que su vida sexual se haya convertido en aburrida y sin imaginación. Don se nota incómodo, así que insisto.

«Imaginación —esa es la palabra clave, aquí—. Con tus affaires, la excitación comienza cuando te subes al avión. No necesitas la pastilla azul porque lo que te calienta está en la trama, los planes, las prendas cuidadosamente elegidas. La anticipación es lo que alimenta el deseo. Cuando regresas a tu casa y lo primero que haces es quitarte tu ropa buena para ponerte un chándal, nadie se excita.»

Don parece un poco desconcertado por mi brusquedad, pero está escuchando atentamente. De ninguna manera es el primer hombre o mujer en venirme a hablar sobre la apatía sexual en el hogar. No niego que el hábito doméstico tenga efectos silenciadores en el erotismo. Pero el sexo con su esposa no tiene ninguna oportunidad frente a toda la energía que les está dedicando a sus amantes. En vez de culpar al sexo mediocre que tienen en casa por sus aventuras, quizá debería culpar a las aventuras por la apatía sexual con su esposa. Además, es algo que ha hecho durante un largo tiempo, tanto en su primer matrimonio como en cada relación posterior. Esto no se trata de hormonas, edad o excitación. Se trata de él.

«¿Ahora ves que lo que le querías decir a tu esposa no tiene nada de verdadero? Todas estas son tus racionalizaciones, historias que te has contado a ti mismo para justificar el continuar haciendo lo que quieres. Ahora, intentemos encontrar algo más honesto que contarle.»

En el transcurso de nuestras conversaciones, llego a conocer y a simpatizar con Don. No es el donjuán que se divierte en la conquista. Parece extraño decirlo, pero es un hombre con genuino amor y respeto por las mujeres. Ellas lo criaron y lo formaron: su madre, sus hermanas, sus tías, sus mentoras. Cuando era niño y adolescente, carecía de confianza y era plenamente consciente de su pobre educación y sus humildes orígenes. Se dio cuenta de que una forma de sentirse más masculino era rodeándose de mujeres fuertes y exitosas. Sus dos amantes tienen posgrados (como también lo tiene su esposa), son maduras, tienen a sus propios hijos y no están buscando más —algo ideal, porque siempre les ha aclarado que nunca dejará a su esposa—. Es cuidadoso, respetuoso y leal. Algunos lo llamarían un verdadero caballero.

«¿Sabían entre ellas que existía otra?», le pregunto. Él admite que Amante 1 sabe de Amante 2, pero Amante 2 solo sabe acerca de su esposa. Y le prometió a Amante 1 que dejaría de acostarse con Amante 2, algo que no cumplió. Mientras tanto, le dijo a ambas la misma verdad a medias que me contó a mí: que sus necesidades sexuales no se satisfacían en casa. Lentamente, mientras desenredamos la densa red de sus amoríos, él se da cuenta de que les ha estado mintiendo a las tres.

Tener una vida triple ha tenido un alto coste. En los primeros días, Don tenía una vida con un pequeño secreto. Pero mientras el tiempo avanzó, el ofuscamiento comenzó a estructurar su vida entera. Los secretos tienden a crecer. No le puedes decir a tu pareja dónde estuviste entre las seis y las ocho, pero podrías contarle dónde estuviste entre las cuatro y las cinco. Crees que estás controlándolo todo, pero en realidad te estás fragmentando más. Conforme las piezas se juntan en un todo, Don se disocia menos y se vuelve más abierto consigo mismo y con su esposa.

«¿Qué más ha preguntado Kathleen?», le digo.

«Le prometí que nunca volvería a hacer esto, pero me pregunta: “¿Qué te detendrá si tienes la oportunidad?”. Le dije que no lo volveré a hacer porque sé que, si ella se enterara, no habría esperanza de reparar nuestra relación.»

Don está enfatizando el temor a ser atrapado. Es honesto, pero hay más. ¿Qué pasaría si, de hecho, fuera directo con Kathleen respecto a que, por naturaleza, no es hombre de una sola mujer?

A Don le sorprende esta idea. «No, nunca dije eso. Siempre tuve miedo de la reacción que tendría. Creo que ella diría que no quiere una relación así.»

«Está bien. Y no estoy sugiriendo que le impongas un harén. Pero la cuestión es que ella tampoco quiere una relación con mentiras. Nunca le diste una oportunidad. Por definición, si actúas a espaldas de una persona, estás actuando de forma unilateral.»

La sorpresa de Don se transforma en alivio. «Quiero a mi esposa, pero también quiero a las otras mujeres. Este es quien siempre he sido. Aceptarlo es muy útil. Nunca le había dicho esto a nadie, ni a Kathleen ni a mí mismo.» Ahora estamos llegando a un nuevo nivel de verdad. Con frecuencia, cuando se revela una infidelidad, escucho a parejas arrepentidas prometer que nunca más se volverán a sentir atraídas por nadie más. Esto solo hace nacer más mentiras. Sería más realista decir: «Sí, puede que haya gente que me atraiga, pero, porque te quiero, te respeto y no quiero volver a hacerte daño, elegiré no actuar al respecto». Esa es una declaración más honesta y confiable.

Ahora que tenemos claro lo que Don quiere decirle a su esposa, pasamos al cómo. Le sugiero que comience con una carta escrita y entregada a mano, porque es más personal.

La meta es triple: primero, tomar responsabilidad por su comportamiento hiriente, en particular, la forma en que racionaba su cercanía al darle solo un fragmento de sí mismo; segundo, sincerarse con ella respecto a sus acciones y la forma en que, durante años, se justificó a sí mismo a sus expensas, y, tercero, demostrarle su amor y luchar por su relación.

A través de los años, he descubierto que las cartas de amor conducen mucho más a la sanación que la práctica terapéutica común de hacer que la persona infiel cree un exhaustivo inventario de ofensas (hoteles, fechas, viajes, regalos). Pensé que Don necesitaba reconocer que era un maestro del engaño. No pensé que le serviría de algo a su esposa conocer todos los detalles de cada mentira.

Cuando Don regresa la siguiente semana, me dice que a Kathleen le conmovió el esfuerzo y la sinceridad que puso en la carta, pero también fue cuidadosa, queriendo creerle, pero con miedo a confiar. Siento esperanza por esta pareja. A pesar de que Don se otorgó privilegios ocultos y egoístas, él siempre quiso a su esposa. Desde la primera sesión pude escucharlo en la forma en que habló de ella: con reverencia, cariño y admiración. Kathleen fue herida profundamente, pero las vidas ocultas de Don no fracturaron su amor y apego por él, ni lo hicieron con su autorrespeto. Ella estaba determinada a no dejar que esta crisis reescribiera toda su historia.

Durante los siguientes meses, guío a Don mientras termina sus largas relaciones con Cheryl y Lydia con el mayor cuidado posible, y mientras continúa reconstruyendo la relación con su esposa. Más de una vez, él sucumbe a mentirle instintivamente a Kathleen cuando ella pregunta sobre su ir y venir. A este mal hábito le tomará mucho trabajo erradicarlo, pero él está comprometido con la tarea. Y cada vez que él da una respuesta directa, se siente asombrado por la simplicidad de la transacción. El problema todavía no termina, pero tengo la sensación de que saldrán de esta crisis más fuertes y más cercanos.

¿Cuánto quieres saber?

Trabajo con ambos lados de la deshonestidad: aconsejando a mentirosos habituales, como Don, pero también orientando a aquellos que han sido engañados. Con frecuencia asumimos que las personas quieren saberlo todo y juzgamos rápidamente el autoengaño de aquellos que optan por mantenerse voluntariamente ignorantes.

Carol siempre ha sabido que su esposo es un alcohólico. Lo que no sabía, hasta ahora, es que le gustaba combinar sus bebidas con prostitutas. Mientras contemplamos sus opciones, me dice que no está segura de que quiera saber más. «Esa es tu decisión —le digo—. Está bien si no quieres todos los detalles. Déjalo cargar con el peso de ese conocimiento y que tome la responsabilidad de decidir lo que quiere ser, como hombre y como persona.»

Otros sienten la necesidad de atragantarse con los detalles. En un esfuerzo por protegerlos de una sobrecarga de información, les recuerdo que, una vez que sepamos, tenemos que asumir las consecuencias de saber. Con frecuencia pregunto: ¿realmente quieres saber la respuesta, o solo le quieres hacer saber a tu pareja que tienes esa duda?

Hago una distinción entre dos tipos de preguntas: las detectivescas, que indagan en los detalles sórdidos, y las investigativas, que exploran los significados y los motivos.

Las preguntas detectivescas incluyen: ¿cuántas veces te acostaste con él? ¿Lo hicisteis en tu cama? ¿Ella grita cuando tiene un orgasmo? ¿Te dijo su edad? ¿Le hiciste sexo oral? ¿Estaba rasurada? ¿Te dejó penetrarla por el ano? Las preguntas detectivescas forman nuevas cicatrices y, con frecuencia, traumatizan de nuevo, invitando a realizar comparaciones en las que siempre vas a perder. Sí, necesitas saber si tu pareja infiel tuvo sexo seguro o si deberías realizarte exámenes médicos. Necesitas saber si debes preocuparte por tu cuenta bancaria. Pero quizá no necesites saber si era rubia o morena, si sus senos eran reales, si tenía un pene más grande. Las interrogaciones, las medidas judiciales e, incluso, las pruebas forenses fallan en mitigar tus miedos fundamentales. Además, hacen que la reconciliación sea más difícil, y, si decides separarte, estos detalles pueden ser truculentos en los procedimientos legales. Otro enfoque puede orientarnos más a reconstruir la confianza.

Las preguntas investigativas reconocen que la verdad yace frecuentemente detrás de los hechos. Incluyen: ayúdame a entender lo que el affaire significó para ti. ¿Lo estabas buscando, o solo ocurrió? ¿Por qué ahora? ¿Cómo te sentiste cuando regresaste a casa? ¿Qué experimentaste que no tuvieras conmigo? ¿Te sentías con derecho a tener tu affaire? ¿Querías que yo me enterara? ¿Lo habrías terminado si no lo hubiera descubierto? ¿Te sientes aliviado de que ya sepa la verdad, o hubieras preferido mantenerlo oculto? ¿Estabas intentando dejarme? ¿Crees que deberías ser perdonado? ¿Me respetarías menos si te perdonara? ¿Esperabas que yo me fuera para que no tuvieras que sentirte culpable por romper la familia? El enfoque investigativo supone preguntas más esclarecedoras respecto al significado de la aventura y se centra más en el análisis que en los hechos.

A veces hacemos preguntas que ocultan otras más reales. «¿Qué tipo de sexo tuviste con él?» es, frecuentemente, un sustituto de «¿No te gusta el sexo que tenemos?». Lo que quieres saber es legítimo, pero la forma en que lo preguntes marcará la diferencia respecto a tu paz mental. Mi colega Steve Andreas sugiere que para transformar una pregunta detectivesca en una investigativa es útil preguntarse: si supiera todas las respuestas a estas preguntas, ¿de qué me serviría? Esto puede darte una mejor línea de investigación, una que respete la intención original de la pregunta, pero que evite las trampas de la información innecesaria.

Mi paciente Marcus siente que, para confiar de nuevo, necesita saberlo todo. Está interrogando obsesivamente a Pavel para informarse de todas sus actividades en Grindr. «Te hago una pregunta; quiero una respuesta.» Si bien entiendo la necesidad de Marcus respecto a reorientarse a sí mismo, le señalo que, con esta cacería, en vez de recuperar confianza, lo más seguro que ocurra es que se dispare más ira, menos intimidad y más vigilancia.

Es razonable que, después de la revelación, las parejas acuerden ciertos límites para preservar la paz mental, por ejemplo, dejar de ver y comunicarse con el amante, o llegar directamente a casa después del trabajo en vez de pararse en el bar. Pero muchas veces existe la creencia de que la persona infiel ha cedido todo su derecho a la privacidad. En la era digital, en nombre de la recuperación de la confianza, es común para la pareja agraviada demandar acceso a móviles, correos electrónicos, contraseñas, accesos a redes sociales y más. El psicólogo y autor Marty Klein señala que, en vez de mejorar la confianza, esto, en realidad, la boicotea: «No puedes “prevenir” que alguien te vuelva a traicionar. Pueden elegir ser fieles o no. Si quieren ser infieles, no existe vigilancia en el mundo que los vaya a detener».

La verdad y la confianza son íntimas compañeras, pero también debemos reconocer que la verdad toma muchas formas. ¿Cuáles son las verdades útiles para nosotros, como individuos o como parejas, a la luz de las decisiones que posiblemente tendremos que tomar? Algunos tipos de conocimiento traen claridad; otros solo nos otorgan visiones para torturarnos. Girar nuestras preguntas hacia los significados del romance —los anhelos, los miedos, los deseos, las esperanzas— ofrece un papel alternativo al de la víctima convertida en agente de la policía. La curiosidad auténtica crea un puente, un primer paso hacia renovar la intimidad. Nos convertimos en colaboradores para entender y para reparar. Las aventuras son iniciativa de una persona; crear significado es un proyecto en conjunto.