Capítulo 7
Demasiado extremo para el Libro Guinness de los récords
El cerebro y la privación del sueño
Ante el peso de las evidencias científicas en su contra, el Libro Guinness de los récords ha dejado de reconocer los intentos de superar el récord mundial de privación del sueño. Recordemos que el Guinness considera aceptable que un hombre (Felix Baumgartner), vestido con un traje espacial, ascienda en un globo aerostático hasta los límites de nuestra atmósfera, a 39 000 metros de altura, abra la puerta de su cápsula, suba por una escalera suspendida sobre el planeta y se arroje hacia la Tierra a una velocidad máxima de 1358 km/h, rompiendo de esa manera la barrera del sonido y creando un estampido sónico solo con su cuerpo. Pero los riesgos asociados con la privación del sueño se consideran muchísimo más altos. De hecho, según las evidencias, inaceptablemente altos.
¿Cuáles son esas evidencias tan convincentes? En los dos capítulos siguientes descubriremos por qué y cómo la pérdida de sueño produce efectos devastadores en el cerebro relacionados con numerosas afecciones neurológicas y psiquiátricas (por ejemplo, el alzhéimer, la ansiedad, la depresión, el trastorno bipolar, el suicidio, los accidentes cerebrovasculares y el dolor crónico), y en todos los sistemas fisiológicos del cuerpo, contribuyendo a innumerables trastornos y enfermedades (por ejemplo, cáncer, diabetes, ataques cardíacos, infertilidad, aumento de peso, obesidad e inmunodeficiencia). Ninguna faceta del cuerpo humano se salva del daño invalidante y nocivo de la pérdida del sueño. Como veremos, somos social, organizativa, económica, física, conductual, nutricional, lingüística, cognitiva y emocionalmente dependientes del sueño.
Este capítulo se ocupa de las graves consecuencias, a veces mortales, para el cerebro del sueño inadecuado. Asimismo, abordaremos los efectos igualmente ruinosos y fatales que dormir poco tiene para el cuerpo.
Presta atención
La falta de sueño puede matarnos de muchas formas. Algunas se toman su tiempo; otras son mucho más inmediatas. Una de las funciones del cerebro que se doblegan incluso bajo la menor dosis de falta de sueño es la concentración. Las consecuencias mortales de estas fallas de concentración se manifiestan de la manera más obvia y fatal en la conducción somnolienta. Cada hora, alguien muere en un accidente de tráfico en los Estados Unidos debido a un error relacionado con la fatiga.
Existen dos causas principales para los accidentes por conducción somnolienta. La primera es que las personas se queden completamente dormidas al volante. Sin embargo, esto no ocurre con frecuencia y por lo general requiere que el individuo tenga una privación aguda de sueño (más de veinte horas sin cerrar los ojos). La segunda causa, más común, es un lapso momentáneo en la concentración, llamado microsueño. Este dura unos pocos segundos, durante los cuales los párpados se cierran total o parcialmente. Por lo general, los sufren personas con restricción crónica del sueño, que se define como tener menos de siete horas de sueño por noche de manera habitual.
Durante un microsueño, tu cerebro se vuelve ciego al mundo exterior por un breve momento, y no solo en el ámbito visual, sino en todos los canales de percepción. La mayoría de las veces no te das cuenta de ello. Lo más problemático es que tu control sobre las acciones motrices, que son precisamente las que te permiten girar el volante o accionar el pedal de freno, cesa momentáneamente. Por lo tanto, no es necesario quedarse dormido durante 10 o 15 segundos para morir mientras se conduce. Dos segundos son suficientes. Un microsueño de dos segundos a cincuenta kilómetros por hora, con una ligera desviación en la trayectoria, puede hacer que tu vehículo cambie de un carril a otro. Si esto sucede a cien kilómetros por hora en una carretera de doble sentido, puede ser el último microsueño que tengas en tu vida.
David Dinges, de la Universidad de Pensilvania, un titán en el campo de la investigación del sueño y mi héroe personal, ha sido el científico que, a lo largo de la historia, ha hecho más por responder a la siguiente pregunta fundamental: ¿cuál es la tasa de reciclaje de un ser humano? Es decir, ¿cuánto tiempo puede una persona pasar sin dormir antes de que su rendimiento se vea objetivamente alterado? ¿Cuánto sueño puede perder un humano cada noche, y durante cuántas noches, antes de que los procesos básicos del cerebro empiecen a fallar? ¿Es ese individuo siquiera consciente de las limitaciones que le impone la privación del sueño? ¿Cuántas noches de recuperación de sueño se necesitan para restaurar el rendimiento estable de un humano después de la pérdida de sueño?
La investigación de Dinges emplea una prueba de atención increíblemente simple para medir la concentración. Consiste en presionar un botón en respuesta a una luz que aparece en un panel o en la pantalla de una computadora en un período determinado. Se mide tanto la respuesta como el tiempo de reacción. Cuando se enciende otra luz, hay que hacer lo mismo. Las luces aparecen de manera impredecible, a veces en rápida sucesión, otras veces separadas al azar por una pausa de varios segundos.
Suena fácil, ¿verdad? Intenta hacerlo durante diez minutos seguidos, todos los días, durante 14 días. Eso es lo que Dinges y su equipo de investigación mandaron hacer a un gran número de sujetos que fueron monitoreados bajo estrictas condiciones de laboratorio. Todos los sujetos empezaron teniendo una oportunidad de sueño de ocho horas la noche anterior a la prueba, lo que permitió evaluarlos después de haber descansado por completo. Luego, los participantes fueron divididos en cuatro grupos experimentales diferentes. Como en un estudio de drogas, cada grupo recibió una «dosis» diferente de privación del sueño. Un grupo se mantuvo durante 72 horas seguidas sin dormir, es decir, tres noches consecutivas. Al segundo grupo se le permitió dormir cuatro horas cada noche. Al tercer grupo se le dieron seis horas de sueño cada noche. Al cuarto grupo, el más afortunado, se le permitió seguir durmiendo ocho horas cada noche.
Hubo tres hallazgos clave. Primero, aunque la privación del sueño en todos los casos causó una desaceleración en el tiempo de reacción, había algo más revelador: los participantes, por breves momentos, dejaban de responder por completo. La lentitud no era la señal más sensible de la somnolencia, sino la falta de respuesta. Dinges estaba detectando lapsos, también conocidos como microsueños: el equivalente en la vida real de lo que sería no reaccionar ante un niño que sale corriendo detrás de una pelota frente a tu automóvil.
Al describir sus hallazgos, Dinges a menudo nos hace pensar en el pitido repetitivo de un monitor cardíaco en un hospital: bip, bip, bip. Imagina el sonido dramático que se escucha en las series de televisión cuando, en una sala de urgencias, los médicos intentan desesperadamente salvarle la vida a un paciente que está a punto de fallecer. Al principio, los sonidos son constantes (bip, bip, bip), al igual que las respuestas (estables y regulares) en la tarea de atención visual cuando el sujeto ha descansado bien. Sin embargo, cuando el sujeto no ha dormido, su patrón de respuesta es el equivalente auditivo a cuando el paciente en el hospital está a punto de sufrir un paro cardíaco (bip, bip, bip, biiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiip). Su rendimiento es como esa línea del monitor cardíaco que de pronto se vuelve plana. Sin respuesta consciente, sin respuesta motora. Un microsueño. Luego regresa el latido del corazón, al igual que la capacidad de presionar el botón durante la prueba de atención: bip, bip, bip… Pero solo por un breve lapso de tiempo. Pronto tendrá otro ataque: bip, bip, biiiiiiiiiiiiip. Más microsueños.
Comparando día tras día el número de lapsos o microsueños de los cuatro grupos experimentales, Dinges llegó a un segundo hallazgo clave. Las personas que durmieron ocho horas cada noche mantuvieron una actuación estable, casi perfecta, durante las dos semanas. Los del grupo de privación total del sueño durante tres noches sufrieron un deterioro catastrófico, lo que no fue en realidad ninguna sorpresa. Después de la primera noche de no dormir, sus lapsos de concentración (respuestas fallidas) se incrementaron en un 400 %. La sorpresa fue que estas deficiencias continuaron aumentando al mismo nivel después de una segunda y tercera noches de privación total del sueño, como si siguieran escalando en severidad mientras más noches de sueño perdían, sin mostrar signos de aplanamiento.
Pero fueron los dos grupos con una privación parcial del sueño los que arrojaron el mensaje más preocupante de todos. Después de seis noches durmiendo cuatro horas por noche, el rendimiento de los participantes de este grupo fue tan malo como el de aquellos que no habían dormido durante 24 horas seguidas, es decir, se produjo un aumento del 400 % en el número de microsueños. Tras 11 días manteniendo esta dieta de cuatro horas de sueño por noche, el rendimiento de los participantes se había degradado aún más, igualando al de alguien que acumula 48 horas sin dormir.
Aún más preocupantes, desde una perspectiva social, fueron los resultados de los individuos que habían dormido seis horas por noche, algo que puede sonar familiar a muchos de los que están leyendo estas páginas. Bastaban diez días manteniendo ese ritmo de sueño para que su rendimiento se viera tan afectado como si hubieran pasado 24 horas seguidas sin dormir. Y al igual que en el grupo de privación total del sueño, el deterioro en el rendimiento acumulado en los grupos de sueño de cuatro y seis horas no mostró signos de nivelación. Todos los indicios sugerían que, si el experimento hubiera continuado, el deterioro del rendimiento se habría seguido acumulando durante semanas o meses.
Otro estudio, este dirigido por el doctor Gregory Belenky en el Walter Reed Army Institute of Research, publicó resultados casi idénticos en la misma época. También probaron cuatro grupos de participantes, pero adjudicándoles nueve, siete, cinco y tres horas de sueño respectivamente durante siete días.
No puedes saber cuán desvelado estáscuando estás desvelado
El tercer hallazgo clave, común a ambos estudios, es el que personalmente considero más preocupante. Cuando se les preguntó a los participantes sobre su percepción subjetiva, subestimaron el grado de deterioro de su rendimiento. Esto suponía un pésimo pronóstico de lo verdaderamente malo que era su rendimiento en términos objetivos. Es el equivalente a alguien que ha bebido demasiado y, aferrándose a las llaves de su coche, afirma con confianza: «Estoy bien para conducir hasta casa».
También resulta preocupante la dificultad de resituarse en el punto de partida. Un individuo con una restricción crónica del sueño durante meses o años se acostumbrará a su rendimiento alterado, a un menor estado de alerta y a niveles de energía reducidos. Ese bajo nivel en sus prestaciones se convierte en su norma aceptada o punto de partida. Las personas no logran reconocer cómo su estado permanente de falta de sueño ha llegado a comprometer su aptitud mental y su vitalidad física, incluida la lenta acumulación de problemas de salud. Rara vez asocian lo primero con lo último. Según estudios epidemiológicos del tiempo medio de sueño, millones de personas pasan inconscientemente años de su vida en un estado por debajo del nivel óptimo de su funcionamiento psicológico y fisiológico, sin maximizar su potencial mental o corporal, debido a su ciega persistencia en dormir poco. Sesenta años de investigación científica hacen que no me sea posible aceptar que alguien diga que «le bastan cuatro o cinco horas de sueño por noche».
Volviendo a los resultados del estudio de Dinges, uno podría pensar que los participantes recuperarían su rendimiento óptimo después de una larga noche de sueño de recuperación, igual que mucha gente confía en «recuperarse» durmiendo mucho durante los fines de semana para compensar su deuda de sueño. Sin embargo, incluso después de tres noches de sueño a voluntad, el rendimiento no volvió a lo observado en la evaluación inicial, cuando esas mismas personas dormían ocho horas completas regularmente. Ninguno de los grupos recuperó todas las horas de sueño que habían perdido en los días previos. Como ya hemos visto, el cerebro no es capaz de ello.

En un inquietante estudio posterior, investigadores australianos tomaron dos grupos de adultos sanos: uno consumió bebidas alcohólicas hasta alcanzar el límite legal para manejar (0.8 % de alcohol en sangre), y el otro fue privado del sueño durante solo una noche. Ambos grupos realizaron la prueba de concentración para evaluar el rendimiento de la atención, y, en concreto, el número de lapsos. Después de permanecer despiertas durante 19 horas, las personas desveladas se mostraron tan deterioradas cognitivamente como aquellas que estaban legalmente ebrias. Dicho de otra manera, si te despiertas a las siete de la mañana, permaneces despierto todo el día y luego sales con amigos hasta altas horas de la noche, aun sin beber nada de alcohol, para cuando regreses en coche a casa a las dos de la mañana tu deterioro cognitivo será similar al de un conductor ebrio. De hecho, los participantes en el estudio anterior iniciaron su desplome cognitivo solo tras 15 horas de estar despiertos (a las diez de la noche, en el escenario anteriormente descrito).
Los accidentes automovilísticos se encuentran entre las principales causas de muerte en la mayoría de las naciones del primer mundo. En 2016, la Fundación AAA, de Washington D. C., publicó los resultados de un amplio estudio realizado a lo largo de dos años con más de 7000 conductores estadounidenses. El principal descubrimiento, mostrado en la figura 12, revela que la conducción somnolienta resulta catastrófica. Conducir con menos de cinco horas de sueño triplica el riesgo de un accidente automovilístico. Si te pones al volante habiendo dormido cuatro horas o menos la noche anterior, tendrás 11.5 veces más probabilidades de verte involucrado en un accidente. Hay que tener en cuenta que la relación entre la disminución de las horas de sueño y el aumento del riesgo de mortalidad de un accidente no es lineal, sino que crece de forma exponencial. Cada hora de sueño perdido magnifica enormemente la probabilidad de sufrir un accidente.
Conducir ebrio y conducir con sueño son presupuestos mortales por derecho propio, pero ¿qué sucede cuando alguien los combina? Es una pregunta relevante, ya que la mayoría de las personas que conducen en estado de ebriedad lo hacen de madrugada y no a media mañana, lo que significa que la mayoría de los conductores ebrios también están privados de sueño.
Actualmente es posible monitorear los errores de conducción de manera realista, pero sin riesgos, usando simuladores de conducción. Con esta máquina virtual, un grupo de investigadores examinó el número de salidas completas de la carretera en participantes sometidos a cuatro condiciones experimentales diferentes: 1) ocho horas de sueño, 2) cuatro horas de sueño, 3) ocho horas de sueño más consumo de alcohol hasta el límite legal permitido y 4) cuatro horas de sueño más consumo de alcohol hasta el límite legal permitido.
Los integrantes del grupo de sueño de ocho horas cometieron pocos errores o ninguno. Los que durmieron cuatro horas (el segundo grupo) tuvieron seis veces más salidas de la carretera que las personas sobrias y bien descansadas. Se observó el mismo grado de deterioro a la hora de manejar en los individuos del tercer grupo, que habían dormido ocho horas, pero también habían consumido alcohol. Manejar borracho y manejar con sueño son acciones igualmente peligrosas.
Una expectativa razonable era que el rendimiento del cuarto grupo de participantes reflejara el impacto agregado de los grupos 3 y 4: cuatro horas de sueño más el efecto del alcohol (es decir, 12 veces más desviaciones fuera de la carretera). Pero fue mucho peor. Este grupo de participantes se salió de la carretera casi treinta veces más que el grupo bien descansado y sobrio. Los efectos del coctel embriagador de falta de sueño y alcohol no eran sumatorios sino multiplicativos. Se magnificaron entre sí, como dos drogas cuyos efectos son dañinos por sí mismos, pero que, además, cuando se toman juntas, interactúan para producir consecuencias realmente nefastas.
Después de treinta años de intensa investigación, ahora podemos responder a muchas de las preguntas planteadas anteriormente. La tasa de reciclaje de un ser humano es de aproximadamente 16 horas. Después de 16 horas de estar despierto, el cerebro comienza a fallar. Los seres humanos necesitan más de siete horas de sueño cada noche para mantener el rendimiento cognitivo. Después de diez días con solo siete horas de sueño, el cerebro es tan disfuncional como lo sería después de estar sin dormir durante 24 horas. Tres noches completas de sueño de recuperación (es decir, más noches que las que tiene un fin de semana) son insuficientes para restablecer el rendimiento a niveles normales después de una semana de poco sueño. Finalmente, el cerebro humano no puede percibir con precisión cuán desvelado está cuando está desvelado.
En capítulos posteriores, volveremos a hablar sobre las implicaciones de estos resultados, pero las consecuencias de manejar con sueño en la vida real merecen una mención especial. Esta semana, más de dos millones de personas en los Estados Unidos se quedarán dormidas mientras manejan su vehículo de motor. Eso es más de 250 000 por día, registrándose más casos los días entre semana que durante los fines de semana por razones obvias. Cada mes, más de 56 millones de estadounidenses admiten que les cuesta mantenerse despiertos al volante.
En los Estados Unidos, la somnolencia causa cada año 1.2 millones de accidentes. Dicho de otra manera: por cada treinta segundos que has estado leyendo este libro, ha habido un accidente automovilístico en algún lugar de los Estados Unidos debido a la falta de sueño. Y es muy probable que alguien haya perdido la vida en un accidente automovilístico relacionado con la fatiga durante el tiempo que has estado leyendo este capítulo.
Quizá te sorprenda saber que los accidentes de tráfico causados por la falta de sueño superan a los causados por el consumo combinado de alcohol y drogas. Manejar con sueño es peor que manejar ebrio. Puede parecer algo controvertido o irresponsable decirlo, y de ninguna manera deseo trivializar el lamentable acto de manejar borracho. Sin embargo, mi afirmación es cierta por la siguiente sencilla razón: los conductores ebrios a menudo se retrasan en el frenado y son lentos a la hora de realizar maniobras evasivas. Pero cuando te duermes o cuando tienes un microsueño, dejas de reaccionar por completo. Una persona que experimenta un microsueño o que se ha quedado dormida al volante no frena en absoluto ni intenta evitar el accidente. Como resultado, los accidentes automovilísticos causados por la falta de sueño tienden a ser mucho más mortales que los causados por el alcohol o las drogas. Dicho crudamente, cuando te quedas dormido al volante de tu automóvil en una autopista, hay un misil de una tonelada viajando sin control a cien kilómetros por hora.
Los conductores de automóviles no son la única amenaza. Más peligrosos son los camioneros somnolientos. Aproximadamente el 80 % de los conductores de camiones en los Estados Unidos presenta sobrepeso, y al 50 % le han diagnosticados obesidad. Esto hace que los camioneros tengan un riesgo mucho más alto de padecer apnea del sueño, un trastorno comúnmente asociado a fuertes ronquidos que ocasiona una privación de sueño crónica y severa. Como resultado, estos conductores tienen entre un 200 % y un 500 % más de probabilidades de verse involucrados en un accidente de tráfico. Y cuando un conductor de camión pierde la vida en un choque por falta de sueño, se llevará consigo, en promedio, otras 4.5 vidas más.
De hecho, me gustaría subrayar que no hay accidentes causados por la fatiga, por los microsueños o por quedarse dormido. Ninguno en absoluto. Son choques. El Diccionario Oxford de inglés define los accidentes como eventos inesperados que ocurren por casualidad o sin causa aparente. Las muertes por manejar con sueño no son una casualidad ni carecen de causa. Son predecibles y son el resultado directo de no dormir lo suficiente. Así pues, son evitables, se pueden prevenir. Resulta vergonzoso que los gobiernos de la mayoría de los países desarrollados gasten menos del 1 % del presupuesto que invierten en la lucha contra la conducción en estado de ebriedad en educar sobre los peligros de la conducción con sueño.
Además, las campañas de salud pública que se realizan al respecto, aunque bienintencionadas, suelen diluirse en un aluvión de estadísticas. A menudo es necesario acercarse a las trágicas experiencias personales para conseguir que el mensaje sea efectivo. Yo podría explicar miles de estas historias. Permíteme que te cuente solo una, con la esperanza de salvarte del riesgo de manejar con sueño.
Condado de Union (Florida), enero de 2006: un autobús escolar que transportaba a nueve niños se detuvo en un stop. Un coche Pontiac Bonneville, con siete ocupantes, que circulaba detrás del autobús también se detuvo. Por detrás de ellos, circulaba un camión de 18 ruedas. No se detuvo. El camión chocó contra el Pontiac, aplastándolo, y después, con el coche enganchado al chasis, chocó contra el autobús. Los tres vehículos atravesaron una zanja y continuaron avanzando, hasta que el Pontiac implosionó y quedó envuelto en llamas. El autobús escolar giró en sentido contrario a las manecillas del reloj y siguió deslizándose, ahora hacia el carril opuesto de la carretera, de atrás para delante. Lo hizo durante cien metros, hasta que se salió de la calzada y colisionó con una espesa arboleda. Tres de los nueve niños que iban en el autobús salieron disparados a través de las ventanas en el momento del impacto. Los siete pasajeros del Pontiac fallecieron, al igual que el conductor del autobús. El conductor del camión y los nueve niños del autobús sufrieron lesiones graves.
El camionero era un conductor experimentado y con licencia en regla. Todas las pruebas de toxicología realizadas en su sangre fueron negativas. Sin embargo, más tarde se supo que había estado despierto durante 34 horas seguidas y que se había quedado dormido al volante. Los siete ocupantes del Pontiac que murieron eran niños o adolescentes. Cinco de ellos pertenecían a la misma familia. El ocupante mayor era un adolescente, que conducía legalmente el automóvil. El ocupante de menor edad era un bebé de apenas veinte meses.
Hay muchas cosas que espero que los lectores se lleven de este libro. Esta es una de las más importantes: si sientes sueño mientras manejas, por favor, detente a descansar. Lo contrario es letal. Llevar la carga de la muerte de otro sobre tus hombros es algo terrible. No te dejes engañar por los ineficaces trucos contra la somnolencia al volante que cuenta a menudo la gente. Muchos de nosotros pensamos que podemos superar la somnolencia por pura fuerza de voluntad, pero, por desgracia, esto no es verdad. Pretender lo contrario puede poner en peligro tu vida, la vida de los familiares o amigos que van contigo en el automóvil y las vidas de otros usuarios de la carretera. Algunas personas solo tienen una oportunidad de quedarse dormidas al volante antes de perder la vida.
Si notas que te sientes cansado mientras manejas o que te estás quedando dormido al volante, busca un lugar donde pasar la noche y dormir. Si realmente debes continuar, tras sopesar los riesgos mortales que puede implicar seguir manejando, sal de la carretera y descansa durante un rato. Haz una breve siesta (de veinte a treinta minutos). Cuando despiertes, no empieces a manejar enseguida. Sufrirás la inercia del sueño: la persistencia de los efectos del sueño en la vigilia. Espera otros veinte o treinta minutos y, si realmente debes continuar, tal vez después de tomar una taza de café, retoma la conducción. Has de tener en cuenta, sin embargo, que al cabo de poco necesitarás otra recarga de sueño y que tu rendimiento seguirá disminuyendo. Simplemente, no vale la pena correr el riesgo (de perder tu vida).
¿Es bueno echarse una siesta?
En las décadas de 1980 y 1990, David Dinges, junto con su astuto colaborador (y recién nombrado director de la Administración Nacional de Seguridad Vial), el doctor Mark Rosekind, dirigió otra serie de estudios pioneros, esta vez examinando los aspectos positivos y negativos de las siestas frente a la privación inevitable del sueño. Acuñaron el término «siestas energéticas». Gran parte de su trabajo lo desarrollaron en el ámbito de la industria de la aviación, examinando a los pilotos en viajes de larga distancia.
El momento más peligroso del vuelo es el del aterrizaje, que llega al final del viaje, cuando se ha acumulado la mayor cantidad de privación de sueño. Recuerda el sueño que tienes y lo cansado que estás al final de un vuelo trasatlántico nocturno en el que has permanecido despierto más de 24 horas. ¿Te sentirías en condiciones de aterrizar un Boeing 747 con 467 pasajeros a bordo, en caso de que tuvieras los conocimientos para hacerlo? En esta fase final de vuelo, conocida en la industria de la aviación como «inicio del descenso», se produce el 68 % de todos los accidentes de aviación con resultado catastrófico.
Los investigadores se pusieron a trabajar a partir de la siguiente pregunta planteada por la Autoridad Federal de Aviación de los Estados Unidos (FAA): si un piloto puede tomar solo una siesta corta (40-120 minutos) en un período de 36 horas, ¿cuándo debería tomarla para minimizar la fatiga cognitiva y los lapsus de atención: al principio de la primera tarde, en mitad de la noche o al final de la mañana siguiente?
Dinges y Rosekind hicieron una predicción inteligente basada en la biología. Aunque en un principio pudiera parecer contradictorio, llegaron a la conclusión de que, colocando la siesta en el extremo inicial de un episodio de falta de sueño, se podía insertar un búfer que, aunque temporal y parcial, protegiese al cerebro de sufrir fallas catastróficas en la concentración. Tenían razón. Los pilotos sufrieron menos microsueños en las etapas finales del vuelo cuando tomaron la siesta pronto la noche anterior que cuando realizaron los períodos de descanso en mitad de la noche o a última hora de la mañana siguiente, cuando la ofensiva de la privación de sueño ya estaba en marcha.
Habían descubierto el equivalente en el ámbito del sueño del paradigma médico de prevención frente a tratamiento. La prevención trata de evitar un problema antes de que ocurra; el tratamiento, en cambio, trata de remediar el problema después de que haya sucedido. Y en el caso del sueño, las siestas actuaban de forma preventiva. De hecho, estas series cortas de sueño tomadas al principio también redujeron el número de veces que los pilotos cayeron en sueño ligero durante los últimos noventa minutos críticos de vuelo. Según los resultados obtenidos con electrodos colocados en la cabeza, se produjeron menos episodios de este tipo de sueño.
Cuando Dinges y Rosekind informaron de sus hallazgos a la FAA, recomendaron que las «siestas profilácticas» —siestas tomadas al principio de un vuelo de larga duración— se establecieran como una práctica habitual entre los pilotos, como así lo han hecho muchas otras autoridades aeronáuticas de todo el mundo. A la FAA le pareció oportuna la recomendación, pero no así la nomenclatura. Creyeron que el término «profiláctico» podría generar muchas bromas entre los pilotos. Dinges sugirió la alternativa de «siesta planificada». A la FAA tampoco le gustó esto, pues le pareció demasiado «administrativo». Su sugerencia fue «siesta energética», que ellos creían que encajaba más con un puesto de liderazgo o de dominación (como el de los directivos o el de los altos cargos militares). Y así nació la «siesta energética».
El problema, sin embargo, fue que muchas personas, y especialmente las que ocupaban puestos de responsabilidad, llegaron a creer erróneamente que una siesta energética de veinte minutos era todo lo que necesitaban para sobrevivir y funcionar con un rendimiento perfecto o al menos aceptable. Así, para mucha gente las breves siestas energéticas se han convertido en la excusa perfecta para renunciar a dormir lo suficiente noche tras noche, especialmente cuando se combinan con el uso indiscriminado de cafeína.
No importa lo que hayas escuchado o leído en los medios de comunicación, no existe evidencia científica de que ninguna droga, dispositivo o cantidad de fuerza de voluntad psicológica pueda reemplazar al sueño. Las siestas energéticas pueden aumentar momentáneamente la concentración básica bajo condiciones de privación del sueño, como la cafeína hasta una cierta dosis. Pero en los estudios posteriores que Dinges y muchos otros investigadores (incluido yo mismo) han realizado, se ha demostrado que ni las siestas ni la cafeína pueden preservar funciones más complejas del cerebro, como el aprendizaje, la memoria, la estabilidad emocional, el razonamiento complejo o la toma de decisiones.
Llegará el día en que estaremos en disposición de descubrir un método capaz de lograr algo así. Actualmente, sin embargo, no existe ningún medicamento que tenga la capacidad comprobada de reemplazar los beneficios que toda una noche de sueño brinda al cerebro y al cuerpo. David Dinges ha invitado a una estadía de diez días en su laboratorio a todo el que sugiera que puede sobrevivir con un sueño breve. Allí someterá al individuo a ese régimen de sueño breve del que afirma ser tan entusiasta y medirá su función cognitiva. Dinges confía con razón en que demostrará categóricamente una degradación de la función cerebral y corporal. Hasta la fecha, ningún voluntario ha aceptado su invitación.
Sin embargo, sí hemos descubierto un tipo muy raro de individuos que parecen poder sobrevivir con seis horas de sueño mostrando un deterioro mínimo: una élite insomne, podríamos llamarla. Por mucho que les ofrezcas horas y horas de sueño en el laboratorio sin alarmas ni despertadores, duermen de forma natural solo esas horas y nada más. Parte de la explicación parece residir en su genética, específicamente en una variante del gen BHLHE41, también llamado DEC2. Los científicos intentan ahora comprender qué hace este gen y cómo confiere resistencia ante tan poco sueño.
Sabiendo esto, imagino que algunos lectores estarán pensando ahora que son uno de estos individuos. Es muy poco probable. El gen es notablemente raro; se estima que hay una cantidad mínima de personas en el mundo portadoras de esta anomalía. Para darle más realce a este hecho, cito a uno de mis colegas de investigación, el doctor Thomas Roth, del Hospital Henry Ford en Detroit, que una vez dijo: «El número de personas que pueden sobrevivir con cinco horas de sueño o menos sin ningún tipo de deterioro, expresado como porcentaje de la población y redondeado a un número entero, es igual a cero».
Solo un 0.1 % de la población es realmente resistente a los efectos de la restricción crónica del sueño en todos los niveles de la función cerebral. Tienes más probabilidades de que te caiga un rayo a lo largo de tu vida (1 entre 12 000) que de ser verdaderamente capaz de sobrevivir con un sueño insuficiente gracias a un gen raro.
Irracionalidad emocional
«Se me cruzaron los cables y…». Estas palabras a menudo forman parte del desarrollo de una tragedia, como la que se produce cuando un soldado responde de manera irracional a un ciudadano que lo provoca, cuando un médico se encara con un paciente arrogante, o cuando un padre castiga a un niño que se porta mal. Son situaciones que suelen darse cuando la ira y la hostilidad se apoderan de personas cansadas y privadas de sueño.
Muchos de nosotros sabemos que un sueño inadecuado causa estragos en nuestras emociones. Incluso lo reconocemos en los otros. Piensa en la escena habitual de un padre que lleva en brazos a un niño pequeño que está gritando o llorando y, en medio de la agitación, se vuelve hacia ti y te dice: «Es que Steven no durmió lo suficiente anoche». La sabiduría universal paterna sabe que dormir mal la noche anterior conduce al mal humor y a una reacción emocional negativa al día siguiente.
Si bien el fenómeno de la irracionalidad emocional después de la pérdida del sueño es algo muy habitual y acarrea consecuencias profesionales, psiquiátricas y sociales, hasta hace poco no sabíamos cómo influía la falta de sueño en el cerebro emocional a nivel neuronal. Hace varios años realicé con mi equipo un estudio con escáner cerebral de IRM para abordar este tema.
Estudiamos dos grupos de jóvenes sanos. Un grupo permaneció despierto toda la noche, monitoreado bajo supervisión completa en mi laboratorio, mientras que el otro grupo durmió toda la noche. Durante la sesión de escaneo cerebral al día siguiente, a los participantes de ambos grupos se les mostraron las mismas cien imágenes, que variaban desde un contenido emocional neutro (por ejemplo, una canasta o una pieza de madera flotante) hasta uno emocionalmente negativo (por ejemplo, una casa en llamas o una serpiente venenosa a punto de atacar). Utilizando este gradiente emocional en las imágenes, pudimos comparar el aumento de la respuesta cerebral ante factores con desencadenantes emocionales cada vez más negativos.
El análisis de los escáneres cerebrales reveló los efectos más relevantes que he podido medir en mi investigación hasta la fecha. Una estructura ubicada en los lados izquierdo y derecho del cerebro, llamada amígdala, un punto clave que desencadena emociones fuertes como la ira y la rabia y que está vinculado al mecanismo de respuesta de lucha y huida, mostró más de un 60 % de amplificación de la reactividad emocional en los participantes que fueron privados de sueño. En contraste, los escáneres cerebrales de aquellos individuos que durmieron toda la noche mostraron un grado moderado y controlado de reactividad en la amígdala, a pesar de ver las mismas imágenes. Era como si, al no dormir, nuestro cerebro volviera a un patrón primitivo de reactividad descontrolada; como si produjéramos reacciones emocionales no graduadas e inapropiadas y no pudiéramos ubicar los eventos en un contexto más amplio o ponderado.
Esta respuesta planteó otra pregunta: ¿por qué los centros emocionales del cerebro se muestran tan reactivos ante la falta de sueño? Más estudios de IRM en los que se hicieron análisis más refinados nos permitieron identificar la raíz del asunto. Después de toda una noche de sueño, la corteza prefrontal —la región del cerebro que se encuentra justo encima de los globos oculares y que en los humanos se asocia al pensamiento lógico racional— está fuertemente acoplada a la amígdala, regulando este centro profundo del cerebro emocional con un control inhibitorio. Con una noche de sueño abundante, establecemos una combinación equilibrada entre nuestro pedal de aceleración emocional (amígdala) y el freno (córtex prefrontal). Si no dormimos, en cambio, se pierde ese intenso acoplamiento entre las dos regiones cerebrales. No podemos controlar nuestros impulsos atávicos, pues la aceleración emocional (amígdala) es excesiva y el freno regulador (córtex prefrontal), insuficiente. Sin el control racional que nos da el sueño de cada noche, perdemos el equilibrio neurológico y, por tanto, el emocional.
Estudios recientes realizados por un equipo de investigación en Japón han replicado nuestros hallazgos, pero lo han hecho limitando el sueño de los participantes a cinco horas durante cinco noches. Al cerebro le es indiferente el modo en que le robas el sueño —ya sea con toda una noche sin dormir o durmiendo poco durante varias noches—, las consecuencias emocionales son las mismas.
Cuando realizamos nuestros primeros experimentos, me impresionaron los cambios pendulares en el estado de ánimo y en las emociones de nuestros participantes. En un abrir y cerrar de ojos, los sujetos privados de sueño pasaban de estar irritables y ansiosos a mareados y desorientados, para luego regresar a un estado de violenta negatividad. Atravesaban enormes distancias emocionales en un período notablemente corto. Estaba claro que algo se me escapaba. Necesitaba realizar un estudio paralelo al descrito anteriormente, pero ahora explorando cómo respondía el cerebro privado de sueño a experiencias cada vez más positivas y gratificantes, por ejemplo, mostrando imágenes emocionantes de deportes extremos u ofreciendo la posibilidad de ganar cada vez más dinero con la realización de determinadas tareas.
Descubrimos que diferentes centros emocionales profundos del cerebro situados justamente por encima y detrás de la amígdala (el llamado núcleo estriado), que están asociados con la impulsividad y la recompensa y bañados de dopamina, se tornaban hiperactivos en personas privadas de sueño en respuesta a las experiencias gratificantes y placenteras. Al igual que ocurría con la amígdala, la alta sensibilidad de estas regiones hedónicas se relacionó con una pérdida del control racional por parte de la corteza prefrontal.
La falta de sueño, por tanto, no impulsa al cerebro hacia un estado de ánimo negativo para mantenerlo ahí, sino que hace que el cerebro oscile entre ambos extremos de la valencia emocional, positivo y negativo.
Podría pensarse que uno hace contrapeso con el otro, neutralizando así el problema. Lamentablemente, las emociones, y su guía de decisión y acción óptima, no funcionan de esta manera. A menudo los extremos se tornan peligrosos. Por ejemplo, la depresión y un estado de ánimo extremadamente negativo pueden infundir en un individuo sensación de inutilidad e ideas que cuestionan el valor de la propia vida. Actualmente, existen evidencias claras de esta problemática. Los estudios en adolescentes han identificado un vínculo entre el trastorno del sueño y los pensamientos suicidas, los intentos de suicidio y, trágicamente, la comisión de suicidios en días posteriores. Una razón más para que la sociedad y los padres de familia valoren la necesidad de un sueño abundante en los adolescentes, en lugar de castigarlo, especialmente si se tiene en cuenta que el suicidio es la segunda causa de muerte entre los jóvenes de los países desarrollados, después de los accidentes automovilísticos.
La falta de sueño también se ha relacionado con las agresiones, el bullying y los problemas de conducta en niños de diferentes edades. Se ha observado una relación similar entre la falta de sueño y la violencia en la población reclusa. A este respecto, es preciso recalcar que, lamentablemente, las cárceles no permiten un buen sueño, lo cual propicia la agresividad, la violencia, la alteración psiquiátrica y el suicidio, algo que, más allá de la preocupación humanitaria, también aumenta los costos para el contribuyente.
Existe una problemática igualmente compleja derivada de los cambios extremos en el estado de ánimo positivo, aunque las consecuencias son diferentes. La hipersensibilidad a las experiencias placenteras puede llevar a la búsqueda de nuevas sensaciones, a la asunción de riesgos excesivos y a la adicción. La alteración del sueño y el uso de sustancias adictivas van a menudo asociados. La falta de sueño incide en la tasa de recaída en numerosos trastornos de adicción asociados con el deseo de recompensa como consecuencia de la ausencia de control racional por parte de la corteza prefrontal del cerebro. Desde el punto de vista de la prevención es importante recalcar que el sueño insuficiente durante la niñez predice el consumo precoz de drogas y alcohol en la adolescencia, incluso si se controlan los otros factores de alto riesgo, como la ansiedad, el déficit de atención y el historial de consumo de drogas por parte de los padres. Ahora ya estamos en disposición de entender por qué la emoción bidireccional similar a un péndulo causada por la privación del sueño es tan preocupante, y por qué no opera un sistema de contrapeso entre los extremos.
Nuestros experimentos de exploración cerebral en individuos sanos ofrecieron nuevos datos sobre la relación entre el sueño y la enfermedad psiquiátrica. No existe una alteración psiquiátrica importante en la cual el sueño sea normal. Esto es cierto tanto para la depresión como para la ansiedad, el trastorno de estrés postraumático (TEPT), la esquizofrenia y el trastorno bipolar (conocido anteriormente como depresión maníaca).
La psiquiatría conoce desde hace mucho tiempo la vinculación entre la alteración del sueño y la enfermedad mental. Sin embargo, la visión que ha prevalecido en psiquiatría es la de que los trastornos mentales causan trastornos del sueño, determinando una influencia de sentido único. Nosotros, por el contrario, hemos demostrado que las personas sanas pueden experimentar un patrón neurológico de actividad cerebral similar al observado en muchas de estas afecciones psiquiátricas simplemente mediante la interrupción o suspensión de su sueño. De hecho, muchas de las regiones del cerebro habitualmente afectadas por trastornos psiquiátricos del estado de ánimo son las mismas que están involucradas en la regulación del sueño y que se ven impactadas por la pérdida del mismo. Además, muchos de los genes que muestran anormalidades en las enfermedades psiquiátricas son los mismos genes que ayudan a controlar el sueño y nuestros ritmos circadianos.
¿Acaso podemos afirmar entonces que la psiquiatría se equivocó en cuanto a la dirección causal y que es la interrupción del sueño la que detona la enfermedad mental y no al revés? No, creo que eso sería igualmente inexacto y reduccionista. Lo que creo firmemente es que la pérdida de sueño y la enfermedad mental se describen mejor como una calle de doble sentido, donde el flujo de tráfico es más fuerte en un sentido o en el otro según el trastorno.
No estoy sugiriendo que todas las alteraciones psiquiátricas sean causadas por la falta de sueño. Pero sí sugiero que el trastorno del sueño sigue siendo un factor desatendido que contribuye a la instigación y el mantenimiento de numerosas enfermedades psiquiátricas, y que tiene un poderoso potencial diagnóstico y terapéutico que aún debemos comprender para poder hacer uso de él.
Las evidencias preliminares (pero convincentes) están empezando a respaldar esta afirmación. Un ejemplo de ello es el trastorno bipolar, que la mayoría de la gente conoce por su nombre anterior, la depresión maníaca. El trastorno bipolar no se debe confundir con la depresión aguda, en la que los individuos se instalan exclusivamente en el extremo negativo del espectro del estado de ánimo. Por el contrario, los pacientes con depresión bipolar oscilan entre ambos extremos del espectro de la emoción, experimentando peligrosas fases de manía (comportamiento emocional excesivo movido por la recompensa) y también fases de depresión profunda (emociones y estados de ánimo negativos). Estos extremos están a menudo separados por un período en que los pacientes se encuentran en un estado emocional estable, ni maníaco ni depresivo.
Un equipo de investigación italiano examinó a pacientes bipolares durante este período estable entre los distintos episodios. Luego, bajo una cuidadosa supervisión clínica, privaron de sueño a estas personas durante una noche. Casi de inmediato, una gran proporción de los individuos se inclinó hacia un episodio o maníaco o seriamente depresivo. Considero que es un experimento moralmente cuestionable, pero los científicos demostraron que la falta de sueño es un desencadenante causal de los episodios psiquiátricos de manía y depresión. El resultado respalda la hipótesis de que la alteración del sueño en pacientes bipolares, que casi siempre precede al cambio de un estado estable a un estado maníaco o depresivo, bien puede ser un desencadenante del trastorno, y no simplemente un epifenómeno.
Afortunadamente, lo opuesto también es cierto. Si mejoramos la calidad del sueño en pacientes que padecen afecciones psiquiátricas utilizando una técnica llamada terapia cognitivoconductual para el insomnio (TCC-I), de la que hablaremos más adelante, podemos mejorar sus síntomas, así como también las tasas de remisión. Mi colega de la Universidad de California en Berkeley, la doctora Allison Harvey, ha sido pionera en este sentido.
Al mejorar la cantidad, la calidad y la regularidad del sueño, Harvey y su equipo han demostrado sistemáticamente las propiedades curativas del sueño en la mente de numerosas poblaciones psiquiátricas. Ha utilizado la herramienta terapéutica del sueño en enfermedades tan diversas como la depresión, el trastorno bipolar, la ansiedad y el suicidio, siempre con grandes resultados. Al regularizar y mejorar el sueño, Harvey ha alejado a estos pacientes de la perspectiva de una enfermedad mental paralizante. Eso, en mi opinión, supone un servicio verdaderamente notable para la humanidad.
Las oscilaciones en la actividad emocional del cerebro que observamos en personas sanas que han sido privadas de sueño también pueden explicar un dato que ha dejado perpleja a la psiquiatría durante décadas. Los pacientes con depresión mayor, que quedan atrapados exclusivamente en el extremo negativo del espectro anímico, muestran al principio lo que parece ser una respuesta ilógica ante una noche de privación del sueño: aproximadamente entre el 30 % y el 40 % de estos pacientes se siente mejor después de una noche sin dormir. Su falta de sueño parece funcionar como un antidepresivo.
La razón por la cual la privación del sueño no es un tratamiento comúnmente utilizado tiene dos vertientes. En primer lugar, tan pronto como estas personas duermen, el beneficio antidepresivo desaparece. En segundo lugar, los pacientes que no responden positivamente a la falta de sueño (entre un 60 % y un 70 %) en realidad se sentirán peor, lo que agravará su depresión. El resultado es que la privación del sueño no es una opción de terapia completa o realista. Aun así, se ha planteado una pregunta interesante: ¿cómo puede ser útil la privación del sueño para algunos de estos individuos y perjudicial para los demás?
Creo que la explicación reside en los cambios bidireccionales observados en la actividad cerebral emocional. Contrariamente a lo que podrías pensar, la depresión no es solo la presencia excesiva de sentimientos negativos. La depresión mayor tiene que ver con la ausencia de emociones positivas, una característica descrita como anhedonia: la incapacidad de obtener placer de experiencias normalmente placenteras, como la comida, la socialización o el sexo.
Las personas deprimidas que responden de forma positiva a la privación del sueño experimentan una amplificación de los circuitos cerebrales de recompensa antes descritos, lo que resulta en una mayor sensibilidad a las recompensas gratificantes positivas tras la privación del sueño y una mayor capacidad para experimentarlas. Por tanto, se disminuye su anhedonia y pueden empezar a experimentar un mayor grado de placer a partir de experiencias gozosas. En contraste, los otros dos tercios de los pacientes con depresión tienden a sufrir las consecuencias emocionales negativas de la privación del sueño de manera más dominante: un empeoramiento de su depresión, en lugar de un alivio. Si logramos identificar qué determina que unos sujetos respondan de modo positivo y otros de modo negativo, confío en que podamos crear mejores y más adaptados métodos de intervención del sueño para combatir la depresión.
Revisaremos los efectos de la pérdida de sueño sobre la estabilidad emocional y otras funciones cerebrales en capítulos posteriores, cuando analicemos las consecuencias de la pérdida de sueño para la sociedad, la educación y el lugar de trabajo. Los hallazgos justifican que nos cuestionemos si los médicos con falta de sueño pueden tomar decisiones y juicios racionales sobre el tratamiento de sus pacientes; si el personal militar debe manejar armas cuando no ha dormido lo suficiente; si los banqueros y los operadores bursátiles con exceso de trabajo pueden tomar decisiones financieras racionales cuando invierten los fondos de jubilación duramente ganados por otros; y si los adolescentes deberían afrontar horarios escolares tan perjudiciales para ellos durante una etapa de su vida en la que son más vulnerables a desarrollar trastornos psiquiátricos. Por ahora, sin embargo, resumiré este tema del sueño y la emoción con una aguda cita del empresario estadounidense E. Joseph Cossman: «El mejor puente entre la desesperación y la esperanza es una buena noche de sueño».
Cansancio y olvido
¿Alguna vez has pasado deliberadamente una noche en blanco? Una de mis mayores pasiones es impartir clases de Ciencia del Sueño en la Universidad de California en Berkeley. Impartí un curso similar mientras estaba en la Universidad de Harvard. Al inicio del curso, realizo una encuesta sobre el sueño para indagar acerca de los hábitos de mis alumnos, tales como la hora de acostarse y de levantarse durante la semana y en el fin de semana, cuánto duermen y si consideran que el rendimiento académico se relaciona con el sueño.
Asumiendo que son sinceros (responden a la encuesta de forma anónima y online, no en clase), la respuesta que recibo habitualmente es desalentadora. Más del 85 % pasa noches enteras sin dormir. Especialmente preocupante es el hecho de que, entre aquellos que afirman pasar noches en blanco, casi un tercio lo hace mensualmente, semanalmente o incluso varias veces a la semana. A medida que el curso avanza, vuelvo a los resultados de su encuesta sobre el sueño y relaciono sus hábitos con la materia que estamos estudiando. De esta manera, intento hacerles notar cómo su falta de sueño puede acarrear graves peligros para su salud psicológica y física, y, al mismo tiempo, el peligro que ellos mismos representan para la sociedad.
La razón más común por la que mis estudiantes permanecen despiertos durante toda la noche es estudiar para un examen. En 2006 decidí realizar un estudio de IRM para investigar si había motivos o no para hacerlo. ¿Era una buena idea estudiar durante toda la noche? Tomamos un conjunto grande de personas y formamos dos grupos, uno de sueño y otro de privación de sueño. Ambos grupos permanecieron despiertos durante el primer día. A lo largo de la noche siguiente, los que estaban en el grupo de sueño durmieron toda la noche, mientras que los que estaban en el grupo de privación de sueño se mantuvieron despiertos bajo la atenta mirada de los asistentes de mi laboratorio. A la mañana siguiente, se despertó a los que habían dormido. Alrededor del mediodía, colocamos a todos los participantes dentro de un escáner de IRM e intentamos que aprendieran, uno a uno, los hechos contenidos en una lista mientras tomábamos instantáneas de su actividad cerebral. Luego les hicimos una prueba para ver cuán efectivo había sido ese aprendizaje. Sin embargo, en lugar de evaluarlos inmediatamente después del aprendizaje, esperamos a que hubieran dormido durante dos noches. Lo hicimos así para asegurarnos de que las deficiencias observadas en el grupo privado de sueño no respondían al hecho de que estaban demasiado somnolientos o poco atentos para recordar lo que habían aprendido. Por lo tanto, la manipulación de la privación del sueño solo tuvo efecto durante el acto de aprendizaje, y no durante el acto posterior de recordar lo aprendido.
Cuando comparamos la efectividad del aprendizaje entre los dos grupos, el resultado fue claro: en el grupo privado de sueño se observó un déficit del 40 % en la capacidad para introducir nuevos datos en el cerebro (es decir, crear nuevos recuerdos), en relación con el grupo que había dormido toda la noche. Para ponerlo en contexto, ¡era la diferencia entre aprobar un examen y reprobarlo estrepitosamente!
¿Qué ocurría en el cerebro para que se produjera este déficit? Comparamos los patrones de actividad cerebral durante el intento de aprendizaje entre los dos grupos, centrando nuestro análisis en la región del cerebro de la que hablamos en el capítulo 6, el hipocampo, la bandeja de entrada del cerebro, donde se recibe la información nueva. En los participantes que habían dormido la noche anterior se presentaba mucha actividad saludable en el hipocampo relacionada con el aprendizaje. Sin embargo, cuando observamos esta misma estructura cerebral en los participantes privados de sueño, no pudimos encontrar ninguna actividad significativa de aprendizaje en absoluto. Era como si la privación del sueño hubiera cerrado su memoria interna y cualquier nueva información entrante simplemente rebotara. Ni siquiera es necesario pasar toda una noche en blanco para que se dé este resultado. El simple hecho de interrumpir el sueño no-REM profundo en un individuo mediante sonidos no constantes, manteniendo así el cerebro en un sueño superficial, pero sin llegar a despertarlo, producirá déficits cerebrales similares y problemas de aprendizaje.
Es posible que hayas visto una película llamada Memento, en la que el protagonista sufre daño cerebral y, a partir de ese momento, ya no puede generar nuevos recuerdos. Sería lo que llamamos en neurología un paciente «densamente amnésico». La parte de su cerebro que había sufrido daños era el hipocampo, la misma que recibirá los ataques de la privación del sueño, bloqueando la capacidad de su cerebro para realizar nuevos aprendizajes.
No sabría decir cuántos de mis alumnos se me acercaron al final de la conferencia en la que describo estos estudios y me dijeron: «Conozco esa sensación. Es como si estuviera mirando la página del libro de texto y no me entrara nada. Tal vez pueda retener algunos datos para el examen del día siguiente, pero si tuviera que hacer el mismo examen un mes después, creo que no podría recordar nada».
La última afirmación está científicamente respaldada. Esas pocas cosas que podemos aprender estando privados de sueño se olvidan mucho más rápido en las horas y los días posteriores. Los recuerdos formados sin dormir son recuerdos más débiles, que se evaporan rápidamente. Los estudios en ratas han encontrado que en los animales que han sido privados de sueño es casi imposible fortalecer las conexiones sinápticas entre las neuronas individuales que normalmente forjan un nuevo circuito de memoria. La impresión de recuerdos duraderos en la arquitectura del cerebro se vuelve casi imposible. Esto es cierto tanto si los investigadores privan del sueño a las ratas durante 24 horas completas como si lo hacen solo durante dos o tres horas. Incluso las unidades más elementales del proceso de aprendizaje —la producción de proteínas que forman los bloques de construcción de recuerdos dentro de estas sinapsis— se atrofian debido a la pérdida de sueño.
El último trabajo en esta área ha revelado que la privación del sueño afecta incluso al ADN y los genes relacionados con el aprendizaje de las células cerebrales del hipocampo. Por lo tanto, la falta de sueño es una fuerza profundamente penetrante y corrosiva que debilita el aparato de creación de recuerdos dentro del cerebro, impidiendo la construcción de trazas de memoria duraderas. Es como construir un castillo de arena demasiado cerca de la orilla del mar: las consecuencias son inevitables.
Mientras estaba en la Universidad de Harvard, fui invitado a escribir mi primer artículo de opinión para su periódico, el Crimson. El tema era la pérdida de sueño, el aprendizaje y la memoria. Fue también el último texto que me invitaron a escribir.
En el artículo, describía los estudios anteriores y su relevancia, y alertaba de la pandemia de privación del sueño que se extendía por el cuerpo estudiantil. Sin embargo, en lugar de dirigir las críticas hacia los estudiantes por sus hábitos, señalé la responsabilidad de la facultad, de la que yo formaba parte. Sugería que si nosotros, como maestros, teníamos verdaderamente el propósito de enseñar, la decisión de cargar a los alumnos con tantos exámenes finales los últimos días del semestre no tenía sentido. Nuestros estudiantes se veían forzados a dormir muy poco para poder preparar esos exámenes, lo que se oponía directamente al objetivo de nutrir de erudición las mentes jóvenes. Argumenté que la lógica, respaldada por evidencias científicas, debía prevalecer, y que había llegado el momento de reconsiderar nuestros métodos de evaluación, su impacto negativo para la educación y los comportamientos poco saludables que alentaban en nuestros estudiantes.
Decir que la facultad reaccionó con frialdad sería un cumplido. «Esa elección depende de los estudiantes», me dijeron como respuesta en inflexibles correos electrónicos. «La falta de planificación en el estudio es propia de alumnos irresponsables», fue otra de las refutaciones con que los miembros de la facultad y sus administradores trataron de eludir su responsabilidad. En verdad, nunca creí que una simple columna de opinión pudiera desencadenar algún cambio en los pobres métodos educativos basados en exámenes de esa o de cualquier otra institución superior de enseñanza. Pero la discusión y la batalla deben empezar en algún lado.
Tal vez te preguntes si yo he cambiado mi propia práctica educativa y de evaluación. Sí, lo he hecho. En mis clases no hay exámenes «finales» al término del semestre. En lugar de ello, divido mis cursos en tres partes para que los alumnos solo tengan que estudiar una serie de temas concretos cada vez. Además, ninguno de los exámenes es acumulativo. La efectividad de este sistema ha sido corroborada por la psicología de la memoria, que diferencia entre el aprendizaje masivo y el aprendizaje espaciado. Al igual que ocurre con la experiencia culinaria, es preferible separar la comida educativa en platos pequeños, con pausas intermedias que permitan la digestión, en lugar de intentar agrupar toda la información calórica en una sola sesión.
En el capítulo 6 describimos el papel crucial del sueño tras el aprendizaje para la posterior consolidación de los recuerdos recién aprendidos. Mi amigo y antiguo colaborador de la Facultad de Medicina de Harvard, el doctor Robert Stickgold, realizó un inteligente estudio con implicaciones de gran alcance. Puso a un total de 133 estudiantes de pregrado a aprender una tarea de memoria visual a través de la repetición. Luego, los participantes volvieron a su laboratorio y fueron evaluados para ver cuánto habían retenido. Algunos sujetos regresaron al día siguiente, después de toda una noche de sueño; otros regresaron dos días más tarde, tras dos noches completas de sueño, y otros después de tres días con tres noches de sueño.
Tal como suponíamos, una noche de sueño fortaleció los recuerdos recién aprendidos, aumentando su retención. Además, a mayor número de noches dormidas antes de la prueba, mejor era su memoria. Excepto en el caso de un subgrupo específico de participantes. Al igual que los integrantes del tercer grupo, estos participantes aprendieron la tarea el primer día, y la aprendieron igual de bien. Fueron evaluados tres noches más tarde, al igual que los otros tres grupos. La diferencia fue que se les privó de sueño la primera noche después de aprender y no se les realizó la prueba al día siguiente. En lugar de ello, Stickgold les dio dos noches de recuperación completa de sueño antes de examinarlos. No mostraron absolutamente ninguna evidencia de mejora en la consolidación de la memoria. En otras palabras, si no duermes la primera noche después de aprender, pierdes la oportunidad de consolidar esos recuerdos, incluso si después obtienes un montón de sueño de recuperación. Así pues, en términos de memoria el sueño no es como un banco. No puedes acumular una deuda y esperar a pagarla en un momento posterior. Dormir para la consolidación de la memoria es un evento de todo o nada.
Sueño y enfermedad de Alzheimer
Las dos enfermedades más temidas en los países desarrollados son la demencia y el cáncer. Y ambas enfermedades están relacionadas con un sueño inadecuado. Nos ocuparemos del cáncer en el próximo capítulo, que habla de la relación entre la privación del sueño y el cuerpo. Con respecto a la demencia, que es una enfermedad que se centra en el cerebro, cada vez tenemos más evidencias de que la falta de sueño es un factor clave para determinar si se desarrollará o no la enfermedad de Alzheimer.
Esta enfermedad, originalmente identificada en 1901 por el médico alemán Aloysius Alzheimer, se ha convertido en uno de los desafíos económicos y de salud pública más grandes del siglo XXI. Más de cuarenta millones de personas sufren esta enfermedad degenerativa. El número de afectados se ha acelerado a medida que aumenta la duración de la vida humana, pero también, lo que es más importante, a medida que el tiempo total de sueño disminuye. Uno de cada diez individuos de 65 años padece la enfermedad de Alzheimer. Sin avances en el diagnóstico, la prevención y el tratamiento, el porcentaje continuará aumentando.
El sueño representa un nuevo candidato para la esperanza en los tres frentes: diagnóstico, prevención y tratamiento. Antes de discutir el porqué, permíteme primero describir cómo están relacionados causalmente el trastorno del sueño y la enfermedad de Alzheimer.
Como vimos en el capítulo 5, la calidad del sueño, especialmente la del sueño no-REM profundo, se deteriora a medida que envejecemos. Esto está vinculado a una disminución de la memoria. Sin embargo, en un paciente con la enfermedad de Alzheimer, su trastorno del sueño profundo es mucho más exagerado. Más revelador, quizás, es el hecho de que la alteración del sueño precede en varios años al inicio de la enfermedad de Alzheimer, lo que sugiere que puede ser un signo de advertencia temprano de la enfermedad, o incluso un detonante de la misma. Tras el diagnóstico, la magnitud del trastorno del sueño progresará al unísono con la gravedad de los síntomas del alzhéimer, sugiriendo un vínculo entre ambos. Para empeorar las cosas, más del 60 % de los pacientes con esta enfermedad tienen al menos un trastorno clínico del sueño. En ellos el insomnio es muy frecuente, como bien saben los familiares y cuidadores de estas personas.
Sin embargo, no fue hasta hace relativamente poco cuando se descubrió que la relación entre el sueño alterado y la enfermedad de Alzheimer era más que una simple asociación. Aunque aún queda mucho por entender, ahora reconocemos que el trastorno del sueño y la enfermedad de Alzheimer interactúan en una espiral negativa que puede iniciar o acelerar la afección.
La enfermedad de Alzheimer está asociada con la acumulación de una forma tóxica de proteína llamada beta-amiloide, que se agrega en grumos pegajosos o placas dentro del cerebro. Las placas amiloides son venenosas para las neuronas, matando las células cerebrales circundantes. Lo que es extraño, sin embargo, es que las placas amiloides solo afectan a algunas partes del cerebro y no a otras, y las razones siguen sin estar claras.
Lo que más me llamó la atención de este inexplicable patrón fue la zona del cerebro en la que se acumula el amiloide al inicio del curso de la enfermedad y, más severamente, en sus últimas etapas. Esa zona es la parte media del lóbulo frontal, que, como recordarás, es la misma región del cerebro que resulta esencial para la generación eléctrica de sueño no-REM profundo en individuos jóvenes sanos. En un primer momento no sabíamos si la enfermedad de Alzheimer provocaba la interrupción del sueño; lo único que sabíamos era que las dos alteraciones se presentaban siempre de forma conjunta. Me preguntaba si la razón por la cual los pacientes con alzhéimer tienen un sueño no-REM tan deteriorado era, en parte, porque la enfermedad erosiona la misma región del cerebro que normalmente genera esta etapa clave del sueño.
Uní fuerzas con el doctor William Jagust, una autoridad líder en la enfermedad de Alzheimer de la Universidad de California en Berkeley. Nuestros equipos de investigación pusieron a prueba esta hipótesis. Varios años después, tras analizar el sueño de muchos ancianos con diversos grados de acumulación de amiloide en el cerebro, que cuantificamos con un tipo especial de tomografía por emisión de positrones (PET), llegamos a la respuesta. Cuantos más depósitos de amiloide había en las regiones medias del lóbulo frontal, peor era la calidad del sueño profundo del individuo. Y no se trataba solo de una pérdida general del sueño profundo, cosa habitual a medida que envejecemos, sino que la enfermedad estaba erosionando implacablemente las ondas cerebrales lentas más profundas del sueño no-REM. Esta distinción era importante, ya que significaba que la alteración del sueño causada por la acumulación de amiloide en el cerebro respondía a algo más que a un «envejecimiento normal». Era una alteración diferente; suponía una desviación respecto al declive del sueño que se observa a medida que envejecemos.
Ahora estamos examinando si esta «mella» tan particular en la actividad de las ondas cerebrales del sueño puede ser un identificador temprano de aquellas personas que tienen un mayor riesgo de desarrollar la enfermedad de Alzheimer. Si el sueño resulta ser una medida diagnóstica temprana (una medida que sería además poco costosa, no invasiva y fácil de llevar a cabo en un gran número de individuos, a diferencia de las costosas IRM o PET), permitiría una intervención también temprana.
Sobre la base de estos hallazgos, nuestro trabajo reciente ha agregado una pieza clave al rompecabezas del alzhéimer. Hemos descubierto una nueva vía a través de la cual las placas de amiloide pueden contribuir a la disminución de la memoria más adelante en la vida, lo cual es algo que necesitábamos saber para poder comprender cómo funciona esta enfermedad. He dicho que los depósitos tóxicos de amiloide solo se acumulan en algunas partes del cerebro y no en otras. A pesar de que la enfermedad de Alzheimer se caracteriza por la pérdida de la memoria, el hipocampo, el depósito de memoria clave en el cerebro, no se ve afectado por la proteína amiloide. Una pregunta desconcertaba hasta ahora a los científicos: ¿cómo causa el amiloide la pérdida de memoria en los pacientes con alzhéimer cuando por sí mismo no afecta a las áreas de memoria del cerebro? Me parecía verosímil que la respuesta estuviera en un factor que ejerciese de intermediario; un factor que, pese a permitir que el amiloide afecte a la zona cerebral que gestiona la memoria, dependa de una región diferente del cerebro. ¿Podría ser el trastorno del sueño ese factor?
Para probar esta teoría, hicimos que pacientes de edad avanzada con diferentes niveles de amiloide —mayor o menor concentración— en sus cerebros, aprendieran una lista de hechos nuevos por la noche. A la mañana siguiente, después de registrar su sueño en el laboratorio durante la noche, los examinamos para ver cuán efectivo había sido su sueño a la hora de fijar y consolidar esos nuevos recuerdos. Descubrimos un efecto de reacción en cadena. Aquellos individuos con los niveles más altos de depósitos de amiloide en las regiones frontales del cerebro tuvieron la pérdida más severa de sueño profundo, y, como consecuencia de ello, no lograron consolidar adecuadamente los nuevos recuerdos. En lugar de la consolidación, se había producido un olvido nocturno. La falta de sueño no-REM profundo era, por lo tanto, un intermediario oculto entre el amiloide y el deterioro de la memoria en la enfermedad de Alzheimer. Un eslabón perdido.
Estos hallazgos, sin embargo, representaron solo la mitad de la historia, y sin duda la mitad menos importante. Nuestro trabajo ha demostrado que las placas amiloides de la enfermedad de Alzheimer pueden estar asociadas con la pérdida del sueño profundo, pero ¿funciona en ambos sentidos? ¿La falta de sueño puede hacer que el amiloide se acumule en el cerebro? Si es así, la falta de sueño en la vida de un individuo aumentaría significativamente el riesgo de desarrollar alzhéimer.
Casi al mismo tiempo que realizábamos nuestros estudios, el doctor Maiken Nedergaard, de la Universidad de Rochester, realizó uno de los descubrimientos más espectaculares de las últimas décadas en el campo de la investigación del sueño. Trabajando con ratones, Nedergaard descubrió que existe una especie de red de aguas residuales llamada sistema glifático dentro del cerebro. Su nombre se deriva del sistema linfático, pero está compuesto de unas células llamadas glías (de la raíz griega que significa «pegamento»).
Las células gliales se distribuyen por todo el cerebro junto a las neuronas que generan los impulsos eléctricos. Así como el sistema linfático drena los elementos contaminantes del cuerpo, el sistema glifático recolecta y elimina contaminantes metabólicos peligrosos generados a partir del arduo trabajo realizado por las neuronas en el cerebro. Sería algo así como el equipo de apoyo que acompaña a un atleta de élite.
Aunque el sistema glifático —el equipo de apoyo— se mantiene moderadamente activo durante el día, Nedergaard y su equipo descubrieron que es durante el sueño cuando este trabajo de saneamiento neuronal se pone en marcha. Cuando va asociada al ritmo pulsante del sueño no-REM profundo, la expulsión de efluentes del cerebro es de diez a veinte veces mayor. En lo que se puede describir como una poderosa limpieza nocturna, el trabajo purificador del sistema glifático se logra mediante el líquido cefalorraquídeo que baña el cerebro.
Nedergaard hizo un segundo descubrimiento sorprendente que explica por qué el líquido cefalorraquídeo es tan efectivo en la eliminación de los desechos metabólicos durante la noche. Las células gliales del cerebro reducen su tamaño hasta un 60 % durante el sueño no-REM, ampliando el espacio alrededor de las neuronas y permitiendo que el líquido cefalorraquídeo limpie profusamente los residuos metabólicos que deja la actividad neuronal del día. Imaginémonos los edificios de una gran ciudad metropolitana contrayéndose físicamente por la noche para facilitar que los equipos municipales de limpieza recojan la basura esparcida en las calles y, seguidamente, apliquen un buen tratamiento de presión a chorro en cada rincón y grieta. Cuando despertamos cada mañana, nuestros cerebros pueden volver a funcionar eficazmente gracias a esta limpieza profunda.
Pero ¿qué tiene esto que ver con la enfermedad de Alzheimer? Entre los desechos tóxicos que el sistema glifático evacúa durante el sueño está la proteína amiloide, el elemento venenoso asociado con la enfermedad. Otros elementos peligrosos de desecho metabólico relacionados con la enfermedad de Alzheimer también se eliminan mediante el proceso de limpieza durante el sueño, incluida una proteína llamada tau, así como las moléculas del estrés producidas por las neuronas cuando combinan energía y oxígeno durante el día. Si en un experimento se impide a un ratón entrar en el sueño no-REM manteniéndolo despierto, inmediatamente aumentan los depósitos de amiloide en su cerebro. Sin dormir, una escalada de proteína relacionada con el alzhéimer se acumula en el cerebro de los ratones, junto con varios otros metabolitos tóxicos. Dicho de una manera más sencilla, la vigilia conlleva un tipo de daño cerebral de bajo nivel, mientras que el sueño permite un saneamiento neurológico.
Los hallazgos de Nedergaard completaron el círculo de conocimiento que nuestros descubrimientos habían dejado sin respuesta. El sueño inadecuado y la patología de la enfermedad de Alzheimer interactúan en un círculo vicioso. Sin dormir lo suficiente, las placas de amiloide se acumulan en el cerebro, especialmente en las regiones generadoras de sueño profundo, atacándolas y degradándolas. La pérdida de sueño no-REM profundo causada por este ataque, por lo tanto, disminuye la capacidad de eliminar el amiloide del cerebro por la noche, lo que provoca una mayor deposición de amiloide. A mayor cantidad de amiloide, menor sueño profundo; a menor sueño profundo, más amiloide. Y así sucesivamente.
De este efecto en cascada surge una predicción: dormir muy poco en la vida adulta aumentará significativamente el riesgo de desarrollar la enfermedad de Alzheimer. Esta relación se ha constatado en numerosos estudios epidemiológicos, incluidos los que analizaban a individuos que sufren trastornos del sueño como el insomnio y la apnea del sueño. Dicho entre paréntesis, y sin otorgarle ningún valor científico, siempre me ha llamado la atención que Margaret Thatcher y Ronald Reagan, dos jefes de Estado que pregonaban con orgullo dormir solo cuatro o cinco horas por noche, desarrollaran ambos esta despiadada enfermedad. Tal vez el actual presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, que también presume de dormir solo unas pocas horas cada noche, quiera tomar nota de ello.
Otra predicción, recíproca de la anterior e igualmente radical, se desprende de estos hallazgos: al mejorar el sueño de una persona, deberíamos poder reducir el riesgo de que desarrolle la enfermedad de Alzheimer, o, al menos, retrasar su aparición. Estudios clínicos de adultos de mediana y avanzada edad que han sido tratados con éxito de trastornos del sueño apoyan esta afirmación: su tasa de deterioro cognitivo disminuyó significativamente, logrando retrasar la aparición de la enfermedad de Alzheimer entre cinco y diez años.
Mi propio grupo de investigación está tratando de desarrollar una serie de métodos para aumentar artificialmente el sueño no-REM profundo, lo que podría restaurar en algún grado la función de consolidación de la memoria, ausente en las personas mayores con grandes cantidades de amiloide en el cerebro. Si podemos encontrar un método que sea rentable y que pueda llegar a la población para su uso repetido, lograremos avanzar mucho en la prevención de esta enfermedad. ¿Podemos empezar a combatir la disminución del sueño profundo de los individuos vulnerables de la sociedad en la mediana edad, muchas décadas antes de que se alcance el punto de inflexión de la enfermedad de Alzheimer, con el objetivo de evitar el riesgo de demencia más adelante en la vida? Se trata, sin duda, de un objetivo ambicioso, y a algunos les parecerá poco realista. Pero vale la pena recordar que ya usamos este enfoque conceptual en medicina al prescribir estatinas a las personas de alto riesgo en sus cuarenta y cincuenta años para ayudar a prevenir enfermedades cardiovasculares, en lugar de tener que tratarlas décadas después.
La falta de sueño es solo uno entre varios factores de riesgo asociados con la enfermedad de Alzheimer. Dormir no es la fórmula mágica que erradica la demencia. Sin embargo, priorizar el sueño a lo largo de la vida se está convirtiendo claramente en un factor importante para reducir el riesgo de sufrir alzhéimer.