Capítulo 12
Cosas que chocan durante la noche
Trastornos del sueño y muertes causadas por no dormir
Pocas áreas de la medicina ofrecen una variedad de trastornos tan inquietantes o sorprendentes como los relacionados con el sueño. Y decir esto no es poca cosa, si tenemos en cuenta lo trágicos que pueden ser los desórdenes en esos otros campos. Sin embargo, cuando consideramos que las rarezas del sueño incluyen ataques diurnos de sueño repentino y parálisis corporal, sonambulismo homicida, representación de sueños y percepción de abducciones extraterrestres, la afirmación comienza a sonar más válida. El más sorprendente de todos los trastornos tal vez sea una rara forma de insomnio que podría matar a una persona en unos meses, lo cual se ha constatado con la muerte de aquellos animales a los que se les ha impuesto una privación total del sueño.
Este capítulo no es en absoluto una revisión exhaustiva de todos los trastornos del sueño, de los cuales ahora se conocen más de cien. Tampoco pretende servir como guía médica para ninguna afección en particular, ya que no soy un facultativo especialista en medicina del sueño, sino un científico del sueño. Para aquellos que buscan consejos sobre los trastornos del sueño, les recomiendo informarse sobre las clínicas del sueño más cercanas.
En lugar de intentar confeccionar una lista rápida de las muchas decenas de trastornos del sueño que existen, he optado por centrarme en unos pocos: el sonambulismo, el insomnio, la narcolepsia y el insomnio familiar fatal. Trataré de ofrecer una visión científica de los mismos que nos sirva para acercarnos a los misterios del dormir y del soñar.
Sonambulismo
El término «sonambulismo» se refiere a los trastornos del sueño (somnus) que implican alguna forma de movimiento (ambulare). Abarca condiciones tales como caminar dormido, hablar dormido, comer dormido, escribir mensajes de texto dormido, tener sexo dormido y, muy raramente, matar dormido.
Es comprensible que la mayoría de las personas crea que todos estos episodios suceden durante el sueño REM, cuando el individuo está soñando y representa específicamente lo soñado. Sin embargo, surgen durante la etapa más profunda del sueño no onírica (no-REM) y no cuando soñamos (REM). Si se despierta a un individuo de un episodio de sonambulismo y se le pregunta qué es lo que pasa por su mente, rara vez comunicará una experiencia onírica o mental.
Si bien aún no comprendemos del todo la causa de los episodios de sonambulismo, la evidencia existente sugiere que lo que los desencadena es un aumento inesperado en la actividad del sistema nervioso durante el sueño profundo. Esta sacudida eléctrica obliga al cerebro a desplazarse desde el sótano del sueño no-REM profundo hasta el ático de la vigilia, pero se queda atascado en algún punto intermedio. Atrapado entre los mundos del sueño profundo y la vigilia, el individuo queda confinado a un estado de conciencia intermedio, ni despierto ni dormido. En esta situación confusa, el cerebro realiza acciones básicas muy bien integradas en nuestro comportamiento habitual, como caminar hacia un armario y abrirlo, colocar un vaso de agua en los labios o pronunciar algunas palabras o frases.
Para un diagnóstico completo de sonambulismo puede ser necesario que el paciente pase una noche o dos en un laboratorio clínico de sueño. Se le colocan electrodos en la cabeza y en el cuerpo para medir las etapas de sueño, y una cámara de video infrarroja en el techo graba los episodios nocturnos. En el momento en que ocurre un episodio de sonambulismo, las imágenes de la cámara de video y el registro de las ondas cerebrales dejan de estar de acuerdo. Uno sugiere que el otro está mintiendo. Viendo el video, el paciente claramente está «despierto» y actuando. Unos pueden sentarse en el borde de la cama y empezar a hablar. Otros pueden intentar ponerse la ropa y salir de la habitación. Pero si se observa la actividad de las ondas cerebrales, se ve que el paciente, o al menos su cerebro, está profundamente dormido. Ahí están, claras e inconfundibles, las ondas eléctricas lentas de sueño no-REM profundo, sin signos de la actividad rápida y frenética propia de las ondas cerebrales de la vigilia.
No hay nada patológico en la mayor parte de los casos de sonambulismo o en hablar dormido. Es algo habitual en la población adulta, y todavía más común entre los niños. No está claro por qué los niños experimentan sonambulismo en mayor proporción que los adultos, ni por qué algunos niños dejan de tener estos episodios nocturnos mientras que otros los siguen presentando durante toda su vida. Lo primero se puede explicar simplemente por el hecho de que los niños tienen mayores cantidades de sueño no-REM profundo, y por tanto la probabilidad estadística de caminar y hablar dormidos es mayor.
La mayoría de estos episodios son inofensivos. No obstante, ocasionalmente el sonambulismo adulto puede devenir en un conjunto de conductas mucho más extremas, como las realizadas por Kenneth Parks en 1987. Parks, que por entonces tenía 23 años, vivía con su esposa y con su hija de cinco meses de edad en Toronto. Había estado sufriendo insomnio a causa del estrés del desempleo y las deudas de juego. Según todos los informes, Parks era un hombre no violento. Su suegra, con quien tenía una buena relación, lo llamaba «gigante amable» por su carácter dócil y por su considerable estatura y sus anchos hombros (medía 1.84 metros y pesaba cien kilos). Entonces llegó el 23 de mayo.
Después de quedarse dormido en el sofá alrededor de la una y media de la madrugada mientras veía la televisión, Parks se levantó y subió descalzo a su automóvil. Conforme a su ruta, se estima que Parks debió de conducir unos 22 kilómetros hasta el domicilio de sus suegros. Tras entrar en la casa, Parks subió las escaleras, apuñaló a su suegra con un cuchillo que había sacado de la cocina y estranguló a su suegro después de atacarlo de manera similar con el cuchillo (aunque sobrevivió). Luego Parks volvió a su automóvil y, tras despertarse y recuperar una conciencia plena, condujo hasta una comisaría y dijo: «Creo que he asesinado a varias personas… Mis manos…». Solo entonces se dio cuenta de que le chorreaba sangre por los brazos como resultado de haberse cortado sus propios tendones con el cuchillo.
Como no podía recordar más que vagos fragmentos del asesinato (por ejemplo, destellos de la cara de su suegra implorando ayuda), y como no tenía ningún motivo para haber hecho aquello y sí una larga historia de sonambulismo (al igual que otros miembros de su familia), el equipo de la defensa concluyó que Ken Parks había sufrido un grave episodio de sonambulismo cuando cometió el crimen. Arguyeron que no era consciente de lo que hacía y que, por lo tanto, no era culpable. El 25 de mayo de 1988, un jurado lo declaró inocente. Este tipo de defensa se ha intentado en varios casos posteriores, la mayoría de las veces sin éxito.
Es una historia trágica, e incluso hoy en día a Parks lo acompaña la sospecha de culpabilidad. No explico esto para asustar al lector ni para tratar de convertir los terribles acontecimientos de esa noche de finales de mayo de 1987 en material sensacionalista. Más bien, lo presento para ilustrar cómo los actos no voluntarios que surgen durante el sueño y sus trastornos pueden tener consecuencias legales, personales y sociales muy reales, y requieren la contribución de científicos y médicos para llegar a la justicia legal apropiada.
También quiero aclarar, para aquellos sonámbulos que lean con preocupación este capítulo, que la mayoría de los episodios de sonambulismo (por ejemplo, caminar dormido o hablar) se consideran benignos y no requieren intervención. La medicina solo intervendrá para proponer un tratamiento si el paciente afectado o quienes conviven con él sienten que el trastorno compromete su salud o representa algún riesgo. Hay tratamientos efectivos, y es una pena que Ken Parks no tuviese acceso a ellos antes de esa trágica noche de mayo.
Insomnio
Hoy en día, tal como se lamenta Will Self, muchas personas sienten escalofríos al escuchar la frase: «Que tengas una buena noche de sueño». El culpable de ello es el insomnio, el trastorno del sueño más común. Muchas personas sufren de insomnio; otros, sin embargo, creen padecerlo cuando en realidad no es así. Antes de describir las características y las causas de este trastorno —en el siguiente capítulo ofreceré posibles opciones de tratamiento—, voy a explicar en primer lugar qué es y qué no es el insomnio.
Verse privado del sueño no es insomnio. En el campo de la medicina, la privación del sueño se considera como a) tener ganas de dormir y, pese a ello, b) no tener la oportunidad propicia para hacerlo; es decir, las personas privadas de sueño pueden dormir solo si disponen del tiempo necesario para hacerlo. El insomnio es lo opuesto: c) ser incapaz de generar sueño para dormir, a pesar de d) disponer de la ocasión propicia para hacerlo. Por lo tanto, las personas que padecen insomnio no pueden producir suficiente cantidad o calidad de sueño, a pesar de que disponen de tiempo suficiente para dormir (de siete a nueve horas).
Antes de continuar, vale la pena que nos refiramos a la llamada «percepción errónea del sueño», también conocida como insomnio paradójico. En ella, los pacientes afirman haber dormido mal durante toda la noche o incluso no haber dormido nada. Sin embargo, cuando se monitorea objetivamente a estos individuos usando electrodos u otros dispositivos, observamos que existe un desajuste. Los registros de sueño indican que el paciente ha dormido mucho mejor de lo que él mismo cree, y en ocasiones constatan una noche de sueño completa y saludable. Por tanto, las personas que padecen insomnio paradójico tienen la ilusión o la percepción errónea de que su sueño es deficiente, pero en realidad no es así. Como resultado, esos pacientes son tratados como hipocondríacos. Aunque el término puede parecer desdeñoso o condescendiente, los médicos de la especialidad del sueño lo toman muy en serio y hay intervenciones psicológicas que ayudan tras el diagnóstico.
Si analizamos de nuevo el concepto del insomnio real, observamos varios subtipos diferentes, de la misma manera que existen numerosas formas diferentes de cáncer. Una distinción divide el insomnio en dos tipos. El primero es el insomnio de conciliación, que es la dificultad para conciliar el sueño; el segundo es el insomnio de mantenimiento del sueño o dificultad para permanecer dormido. Como dijo el actor y humorista Billy Crystal al describir sus propias batallas con el insomnio, «duermo como un bebé, me despierto cada hora». El insomnio de conciliación y el de mantenimiento no son mutuamente excluyentes: puede sufrirse uno, otro o ambos. Independientemente de cuál de estos tipos de problemas para dormir se produzca, la medicina del sueño tiene cuadros clínicos muy específicos que deben revisarse para que un paciente reciba un diagnóstico de insomnio. Por ahora, estos son:
- Insatisfacción con la cantidad o calidad del sueño (por ejemplo, dificultad para conciliar el sueño o permanecer dormido y despertarse temprano por la mañana).
- Padecimiento significativo de angustia o deterioro diurno.
- Tener insomnio al menos tres noches a la semana durante más de tres meses.
- No sufrir trastornos mentales coexistentes o afecciones médicas que puedan ser causa del insomnio.
En realidad, lo que esto implica en términos descriptivos es la siguiente situación crónica: dificultad para conciliar el sueño; despertarse en mitad de la noche; despertarse demasiado temprano por la mañana; dificultad para volver a dormirse después de despertar; y, por último, sentirse agotado durante el día. Si alguna de estas características del insomnio te resulta familiar y la has experimentado durante varios meses, te sugiero que consideres buscar un facultativo especialista en medicina del sueño. Hago hincapié en un especialista del sueño y no necesariamente en tu médico de cabecera porque los médicos de cabecera, aunque son excelentes, sorprendentemente reciben muy poca formación específica sobre este asunto durante la carrera. Algunos de ellos son perfectamente aptos para recetar una pastilla para dormir, pero rara vez esa es la respuesta correcta, tal como veremos en el próximo capítulo.
El énfasis en la duración del problema del sueño —más de tres noches a la semana durante más de tres meses— es importante. Todos nosotros experimentamos dificultades para dormir de vez en cuando, lo que puede durar solo unas pocas noches. Esto es normal. Generalmente hay una causa obvia, como estrés laboral o el inicio de una relación social o sentimental. Sin embargo, una vez que estas cosas se estabilizan, la dificultad para dormir generalmente desaparece. Estos problemas agudos del sueño no suelen reconocerse como insomnio crónico, ya que para ello se requiere una duración constante de la dificultad para dormir, semana tras semana.
Incluso con esta definición estricta, el insomnio crónico es sumamente común. Aproximadamente una de cada nueve personas que encontramos por la calle cumple con los estrictos criterios clínicos para el insomnio, lo que se traduce en que más de cuarenta millones de estadounidenses luchan cada mañana para enfrentarse al nuevo día debido a las noches en blanco. Si bien las razones siguen sin estar claras, el insomnio es casi dos veces más común en mujeres que en hombres, y es poco probable que la simple falta de voluntad de los hombres para admitir que tienen problemas de sueño explique esta diferencia tan grande entre los dos sexos. La raza y la etnia también marcan una gran diferencia, ya que los afroamericanos y los hispanoamericanos sufren tasas más altas de insomnio que los caucásicos americanos. Algunos hallazgos demuestran importantes implicaciones en disfunciones de salud bien reconocidas en estas comunidades, como la diabetes, la obesidad y las enfermedades cardiovasculares, que sabemos que tienen vínculos con la falta de sueño.
Es probable que el insomnio sea un problema más generalizado y más serio incluso de lo que sugieren estas cifras. Si suavizamos los estrictos criterios clínicos y empleamos como guía solo los datos epidemiológicos, es probable que dos de cada tres personas que lean este libro tengan dificultades para conciliar el sueño o para permanecer dormidos toda la noche al menos una vez a la semana.
El insomnio es uno de los problemas médicos más apremiantes y frecuentes que enfrenta la sociedad moderna, sin embargo, pocos lo abordan de esta manera, reconociendo su peso y la importancia de actuar al respecto. Quizá la única estadística que uno necesita para darse cuenta de la gravedad del problema es que la industria de la «ayuda para dormir», que abarca los medicamentos de venta libre y con receta, mueve cada año en los Estados Unidos unos asombrosos 30 000 millones de dólares. Millones de personas desesperadas están dispuestas a pagar mucho dinero por una noche de sueño reparador.
Pero el aspecto económico no aborda la cuestión más importante: la causa del insomnio. La genética tiene un papel importante, pero no ofrece una respuesta completa. El insomnio muestra cierto grado de heredabilidad genética, con una estimación de las tasas de transmisión de padres a hijos del 28 % al 45 %. Sin embargo, en su mayoría el insomnio se asocia a causas no genéticas o a interacciones entre los genes y el ambiente (naturaleza y crianza).
Hasta la fecha, hemos descubierto numerosos desencadenantes de las dificultades para dormir, incluidos factores psicológicos, físicos, médicos y ambientales (y el envejecimiento es otro, como ya hemos comentado). El sueño deficiente causado por factores externos, como demasiada luz brillante por la noche, una temperatura ambiental equivocada, la cafeína, el tabaco y el consumo de alcohol —todos los cuales serán abordados con detalle en el próximo capítulo—, puede disfrazarse de insomnio. Sin embargo, su origen no proviene de ti y, por lo tanto, no es un desorden tuyo. Son influencias del exterior, y al solventarlas las personas duermen mejor, sin necesidad de cambiar nada de ellas mismas.
No obstante, otros factores se encuentran en el propio sujeto y actúan como causas biológicas innatas. Según los criterios clínicos descritos anteriormente, estos factores no pueden ser el síntoma de una enfermedad (por ejemplo, la enfermedad de Parkinson) o el efecto secundario de una medicación (por ejemplo, medicación para el asma). Para considerar que una persona sufre insomnio verdadero, la causa del problema del sueño debe ser exclusiva.
Los dos desencadenantes más comunes del insomnio crónico son de tipo psicológico: 1) preocupaciones emocionales o inquietud y 2) angustia emocional o ansiedad. En este mundo moderno de ritmo vertiginoso y sobrecargado de información, una de las pocas ocasiones en que dejamos de consumir información y reposamos interiormente es cuando nos vamos a dormir. No hay peor momento para hacer esto conscientemente. No es de extrañar que sea casi imposible conciliar o mantener el sueño cuando nuestros engranajes mentales y emocionales comienzan a darles vueltas, en ocasiones de forma ansiosa, a las preocupaciones diarias: cosas que hemos hecho durante el día, cosas que olvidamos hacer, cosas que deberemos afrontar en los próximos días o, peor aún, en un futuro lejano. Ese proceso dificulta sobremanera que las ondas cerebrales del sueño nos permitan sumergirnos apaciblemente en una noche de sueño reparador.
Dado que la angustia es una de las principales instigadoras del insomnio, los investigadores se han centrado en examinar las causas biológicas que subyacen al caos emocional. El responsable es el sistema nervioso simpático hiperactivo, que, como hemos analizado en capítulos anteriores, es el mecanismo de lucha o huida del cuerpo. El sistema nervioso simpático se activa ante las amenazas y el estrés agudo, lo que en nuestro pasado evolutivo posibilitaba desencadenar una respuesta legítima de lucha o huida. Las consecuencias fisiológicas son, entre otras, un aumento de la frecuencia cardíaca y del flujo sanguíneo; un aumento de la tasa metabólica; la liberación de químicos que gestionan el estrés, como el cortisol; y un aumento de la actividad cerebral, todo lo cual resulta beneficioso en momentos de verdadera amenaza o peligro. Sin embargo, la respuesta de lucha o huida no debería quedarse en posición de «encendido» durante prolongados períodos. Como ya hemos mencionado en capítulos anteriores, la activación crónica del sistema nervioso de lucha-huida causa innumerables problemas de salud, uno de los cuales es el insomnio.
Podemos explicar por qué un sistema nervioso de lucha-huida hiperactivo impide dormir bien apelando a varios de los temas que hemos explicado hasta ahora y a algunos otros. En primer lugar, el aumento en la tasa metabólica a causa de la actividad del sistema nervioso de lucha-huida, cosa habitual en pacientes con insomnio, provoca una temperatura corporal central más alta. Como explicamos en el capítulo 2, la temperatura corporal debe bajar unos cuantos grados para iniciar el sueño, lo cual resulta más difícil en pacientes que sufren un aumento de la tasa metabólica y de la temperatura interna, incluso en el cerebro.
En segundo lugar, encontramos altos niveles de la hormona cortisol, que promueve el estado de alerta, y de sus hermanas neuroquímicas: la adrenalina y la noradrenalina. Estos tres elementos químicos elevan el ritmo cardíaco. Normalmente, nuestro sistema cardiovascular se calma cuando hacemos la transición hacia el sueño, primero ligero y luego profundo. La actividad cardíaca elevada hace que esta transición sea más difícil. Estas tres sustancias químicas incrementan la tasa metabólica, aumentando también la temperatura corporal, que agrava el primer problema señalado anteriormente.
En tercer lugar, y relacionado con estas sustancias, se alteran los patrones de la actividad cerebral vinculados al sistema nervioso simpático del cuerpo. Los investigadores han colocado a personas sanas que duermen bien y a personas con insomnio en un escáner cerebral y han medido los cambios en los patrones de actividad mientras ambos grupos intentan conciliar el sueño. En las personas que duermen bien, las partes del cerebro relacionadas con las emociones (la amígdala) y con la retrospección de la memoria (el hipocampo) disminuyeron rápidamente sus niveles de actividad a medida que avanzaban hacia el sueño, al igual que las regiones de alerta básica situadas en el tallo cerebral. En cambio, esto no ocurrió en los pacientes insomnes. Sus regiones generadoras de emociones y sus centros de recolección de memoria se mantuvieron activos. Sucedió lo mismo en los centros básicos de vigilancia del tallo cerebral, que continuaron obstinadamente en estado de vigilia. Mientras tanto, el tálamo, la puerta sensorial del cerebro que necesita cerrarse para permitir el sueño, se mantuvo activo y abierto.
En pocas palabras, los pacientes con insomnio no eran capaces de desvincularse de un patrón de alteración, inquietud y actividad cerebral reflexiva. Imaginemos que cerramos la tapa de una computadora portátil y que, al volver más tarde, encontramos que la pantalla sigue encendida, que los ventiladores de refrigeración siguen funcionando y que la computadora permanece activa a pesar de haber cerrado la tapa. Normalmente esto se debe a que los programas todavía se están ejecutando, por lo que la laptop no puede hacer la transición al modo de suspensión.
Los resultados de los estudios de imágenes cerebrales permiten afirmar que algo análogo ocurre en los pacientes con insomnio. Los ciclos reiterativos de los programas emocionales, así como los bucles de memoria retrospectivos y prospectivos, siguen funcionando en la mente, lo que impide que el cerebro entre en suspensión y cambie a «modo sueño». Es revelador que exista una conexión directa y causal entre la faceta de lucha-huida del sistema nervioso y todas estas regiones del cerebro relacionadas con la emoción, la memoria y la vigilancia. La línea de comunicación bidireccional entre el cuerpo y el cerebro equivale a un círculo vicioso y recurrente que fomenta la frustración del sueño.
El cuarto y último conjunto de cambios identificados se ha observado en la calidad del sueño de los pacientes con insomnio cuando finalmente logran dormirse. Una vez más, estos parecen tener su origen en el hiperactivo sistema nervioso de lucha-huida. Los pacientes con insomnio presentan una calidad de sueño inferior, reflejada en ondas cerebrales eléctricas menos potentes y menos intensas durante el sueño no-REM profundo. También tienen un sueño REM más fragmentado, salpicado por breves despertares de los que no siempre son conscientes, pero que causan una ínfima calidad del sueño. Todo lo cual significa que los pacientes con insomnio se despiertan con sensación de cansancio. En consecuencia, no son capaces de funcionar bien durante el día, ni cognitiva ni emocionalmente. De este modo, el insomnio es en realidad un trastorno a tiempo completo: un trastorno tanto nocturno como diurno.
Visto lo anterior, puedes comprender ahora el grado de complejidad fisiológica que subyace a esta enfermedad. No es de extrañar que las pastillas para dormir, que sedan tu cerebro superior o corteza, no sean ya recomendadas por la Asociación Médica Americana como un tratamiento de primera elección para casos de insomnio. Afortunadamente, se han desarrollado terapias no farmacológicas —de las que hablaremos con detalle en el próximo capítulo— que resultan más eficaces a la hora de restaurar el sueño natural de los pacientes, pues se dirigen a cada uno de los componentes fisiológicos del insomnio descritos anteriormente. Estas terapias suponen una verdadera esperanza para quien sufre de insomnio, y son altamente atractivas y recomendables.
Narcolepsia
Sospecho que ninguno de nosotros puede recordar acciones verdaderamente significativas en nuestra vida que no hayan sido gobernadas por dos reglas muy simples: tratar de realizar algo que nos agrade y mantenerse alejado de algo desagradable. Esta ley de aproximación y evasión dicta la mayor parte del comportamiento humano y animal desde muy temprana edad.
Las fuerzas que implementan esta ley son las emociones positivas y negativas. Las emociones nos llevan a hacer cosas, como su propio nombre sugiere (etimológicamente, el término emoción viene del latín emotĭo, que significa «movimiento o impulso», «aquello que te mueve hacia»). Las emociones respaldan nuestros logros, nos incitan a intentarlo de nuevo cuando fracasamos, nos mantienen a salvo de posibles daños, nos instan a lograr resultados beneficiosos y gratificantes, y nos impulsan a cultivar relaciones sociales y afectivas. En resumen, las emociones, en cantidades adecuadas, hacen que la vida valga la pena. Ofrecen una existencia saludable y vital en términos psicológicos y biológicos. Si desaparecen, la existencia se torna estéril, sin altibajos. Sin emociones nos limitaríamos a existir, no viviríamos. Por desgracia, esta última es la opción a la que, por razones que ahora exploraremos, muchos pacientes con narcolepsia se ven abocados.
Desde el punto de vista médico, la narcolepsia se considera un trastorno neurológico, lo que significa que sus orígenes se encuentran en el sistema nervioso central, específicamente en el cerebro. La enfermedad se presenta habitualmente entre los diez y los veinte años de edad. Hay una base genética para la narcolepsia, pero no se hereda: la causa genética parece responder a una mutación, por lo que el trastorno no se transmite de padres a hijos. Sin embargo, las mutaciones genéticas, al menos tal como las entendemos actualmente en el contexto de este trastorno, no explican todas las incidencias de la narcolepsia. Aún no se han identificado otros factores desencadenantes. La narcolepsia tampoco es privativa de los seres humanos, ya que muchos otros mamíferos la padecen.
Existen al menos tres síntomas fundamentales para este trastorno: 1) somnolencia diurna excesiva, 2) parálisis del sueño y 3) cataplexia.
El primer síntoma, el de la somnolencia diurna excesiva, suele ser el más disruptivo y problemático para la calidad de vida cotidiana de los pacientes narcolépticos. Implica ataques de sueño diurnos: abrumadores e irresistibles impulsos de dormir, aunque se quiera permanecer despierto, ya sea en el trabajo, al volante o en una comida con la familia o con los amigos.
Sospecho que muchos de ustedes, tras leer esta última frase, estarán pensando: «¡Oh, Dios mío! ¡Tengo narcolepsia!». Es muy poco probable. Lo más probable es que estés sufriendo una privación crónica del sueño. Aproximadamente una de cada dos mil personas sufre narcolepsia, la misma proporción que la esclerosis múltiple. Los ataques de sueño que tipifican la somnolencia diurna excesiva suelen ser el primer síntoma en aparecer. Solo para que tengamos una idea de cómo es, sería una somnolencia equivalente a haber pasado despierto tres o cuatro días seguidos.
El segundo síntoma de la narcolepsia es la parálisis del sueño: la pérdida abrupta de la capacidad de hablar o moverse cuando nos despertamos. Es decir, una parálisis temporal de tu cuerpo.
La mayoría de estas situaciones ocurren durante el sueño REM. Recordarás que durante esta fase el cerebro paraliza el cuerpo para evitar que represente físicamente los sueños. Normalmente, cuando nos despertamos, el cerebro libera al cuerpo de la parálisis en perfecta sincronía con el momento en que se recupera la conciencia despierta. Sin embargo, puede haber raras ocasiones en que la parálisis del estado REM permanezca a pesar de que el cerebro haya terminado de dormir, más o menos como el último invitado que parece no querer reconocer que la fiesta ha terminado y que es hora de irse. El resultado es que empezamos a despertar, pero no somos capaces de abrir los párpados, girarnos, gritar o mover ninguno de los músculos que controlan nuestras extremidades. Poco a poco, la parálisis del sueño REM desaparece y recuperamos el control de nuestro cuerpo, incluidos párpados, brazos, piernas y boca.
No debe preocuparnos haber tenido un episodio de parálisis del sueño en algún momento de nuestra vida. No es exclusivo de la narcolepsia. Casi una de cada cuatro personas sanas sufrirá parálisis del sueño, lo que equivale a decir que es tan común como tener hipo. Yo mismo he experimentado parálisis del sueño varias veces y no sufro de narcolepsia. Sin embargo, los pacientes narcolépticos experimentan parálisis del sueño con mucha más frecuencia y severidad que los individuos sanos. Esto significa que si bien la parálisis del sueño es un síntoma asociado con la narcolepsia, no es exclusivo de la misma.
Es necesario detenernos aquí un instante. Cuando las personas experimentan un episodio de parálisis del sueño, a menudo este viene asociado con sentimientos de temor y con la sensación de que hay un intruso en la habitación. El miedo proviene de la incapacidad para actuar en respuesta a la amenaza percibida, como no poder gritar, levantarse y salir de la habitación, o prepararse para defenderse. Este conjunto de características de la parálisis del sueño creemos que explica muchas de las supuestas abducciones alienígenas. Rara vez oímos hablar de extraterrestres acosando a individuos a plena luz del día y con testigos presenciales. La mayoría de las supuestas abducciones extraterrestres suceden durante la noche; en las películas de Hollywood sobre extraterrestres, como Encuentros en la tercera fase o E. T., las visitas de los alienígenas se suelen producir también por la noche. Es más, las víctimas que afirman haber sido abducidas refieren con frecuencia haber sentido que había alguien en la habitación (el alien). Finalmente, y esta es la clave, añaden que les inyectaron un «agente paralizador». En consecuencia, la víctima dice haber querido defenderse, huir o pedir ayuda, pero no haber sido capaz de ello. El atacante desde luego no es un alienígena, sino la parálisis del sueño REM al despertar.
El tercero y más asombroso de los síntomas fundamentales de la narcolepsia se llama cataplexia. La palabra proviene del griego kata, que significa «abajo», y plexis, que significa «ataque o convulsión»; es decir, un síncope. Sin embargo, un ataque catapléjico no es un síncope, sino una pérdida repentina del control muscular. Esto puede abarcar desde una ligera debilidad, en la que la cabeza se inclina, el rostro pierde tono, la mandíbula cae y se arrastran las palabras, hasta una repentina pérdida total del tono muscular, provocando que la persona se derrumbe.
Quizá recuerdes ese juguete que consistía en un animal —normalmente un burro— montado sobre un pequeño pedestal. Era similar a una marioneta, pero los hilos no estaban amarrados a las extremidades, sino que iban por dentro de la figura y estaban conectados a un botón inferior. Al presionar el botón, se relajaba la tensión interna del hilo y el burrito se desplomaba. Al soltarlo, por el contrario, los hilos internos se tensaban y el animal volvía a ponerse firme. El derrumbe que ocurre en el tono muscular durante un ataque de cataplexia, que hace que el cuerpo se desplome por entero, es muy similar al de este juguete, pero las consecuencias no son ninguna broma.
Por si esto no fuera lo suficientemente terrible, existe un factor añadido especialmente malévolo que destruye todavía más la calidad de vida del paciente. Los ataques catapléjicos no son aleatorios, sino que son detonados por emociones fuertes, ya sean positivas o negativas. Si le haces una broma a un paciente narcoléptico, este puede derrumbarse, literalmente. Si entras en una habitación y sorprendes a una persona con narcolepsia, tal vez mientras está cortando alimentos con un cuchillo afilado, probablemente también se derrumbe. Incluso darse un buen baño tibio puede ser una experiencia tan placentera que cause que las piernas de un paciente narcoléptico se doblen, provocando una caída potencialmente peligrosa.
Ahora extrapolemos esto y consideremos los peligros de ser sorprendidos por un bocinazo mientras estamos manejando un automóvil. O incluso el riesgo que puede comportar estar divirtiéndonos con nuestros hijos o disfrutando en un festival infantil de la escuela. En un paciente narcoléptico con cataplexia, cualquiera de estas situaciones puede hacer que el sujeto se derrumbe en la prisión de su propio cuerpo. Consideremos, asimismo, lo difícil que puede resultar tener una relación sexual amorosa y placentera con una pareja narcoléptica. La lista se vuelve interminable, con resultados predecibles y desgarradores.
A menos que estén dispuestas a aceptar estos ataques, lo cual en realidad no es una opción, estas personas deben abandonar toda esperanza de vivir una vida emocionalmente satisfactoria. Un paciente narcoléptico está confinado en una existencia monótona de asepsia emocional. Deben renunciar a cualquiera de las apetitosas emociones de las que todos nos alimentamos constantemente. Es el equivalente dietético de comer el mismo plato de potaje insípido día tras día. Es fácil imaginarse la pérdida de apetito ante una vida así.
Si ves a un paciente derrumbarse a causa de la cataplexia, pensarás sin duda que está inconsciente o profundamente dormido. Y no es cierto. Los pacientes están despiertos y continúan percibiendo el mundo exterior que los rodea. Lo que la emoción fuerte desencadena es la parálisis total (o en ocasiones parcial) del sueño REM, pero sin el sueño REM en sí mismo. Por lo tanto, la cataplexia es un funcionamiento anormal del circuito de sueño REM en el cerebro en el que una de sus características, la atonía muscular, se apodera inadecuadamente del individuo cuando está despierto y moviéndose, en lugar de dormido y soñando.
Desde luego, podemos explicarle esto a un paciente adulto, y disminuir así su ansiedad durante el episodio a través de la comprensión de lo que está sucediendo, y también podemos ayudarlo a controlar o evitar los altibajos emocionales para reducir los incidentes catapléjicos. Sin embargo, esto es mucho más difícil de lograr en un niño de diez años. ¿Cómo se pueden explicar un trastorno y unos síntomas tan viles a un niño con narcolepsia? ¿Y cómo se evita que un niño disfrute de la montaña rusa normal de la existencia emocional, que es parte natural e integral del crecimiento y del desarrollo del cerebro? Es decir, ¿cómo evitar que un niño sea un niño? No hay respuestas fáciles a estas preguntas.
Sin embargo, estamos empezando a descubrir la base neurológica de la narcolepsia y, con ello, del sueño saludable. En el capítulo 3 describí las partes del cerebro involucradas en el mantenimiento de la vigilia normal: las regiones de activación y alerta del tallo cerebral y la puerta sensorial del tálamo, que se encuentran en la parte superior y adoptan una forma parecida a una bola de helado (tálamo) sobre un barquillo (tallo cerebral). A medida que el tallo cerebral se apaga durante la noche, elimina su influencia estimulante sobre la puerta sensorial del tálamo. Al cerrarse la puerta sensorial, dejamos de percibir el mundo exterior y nos dormimos.
Sin embargo, lo que no hemos mencionado es cómo sabe el tallo encefálico que es hora de apagar las luces, por así decirlo, y dar por finalizada la vigilia para empezar a dormir. Se necesita un interruptor que desconecte la influencia activadora del tallo cerebral y que, al hacerlo, permita que el sueño empiece. Ese interruptor, el interruptor de «dormir-despertar», está ubicado justo debajo del tálamo, en el centro del cerebro, en una región llamada hipotálamo. Es la misma zona que alberga el reloj biológico de 24 horas, lo cual no es una gran sorpresa.
El interruptor de «dormir-despertar» situado en el hipotálamo tiene una línea de comunicación directa con las regiones de la central eléctrica del tronco encefálico. Al igual que un interruptor de luz eléctrica, puede encender (despertar) o apagar (dormir). Para hacer esto, el interruptor de sueño-vigilia libera un neurotransmisor llamado orexina. La orexina es algo así como el dedo químico que le da al interruptor para ponerlo en posición de «despierto». Cuando la orexina se libera en el tronco encefálico, el interruptor se mueve inequívocamente activando los centros generadores de vigilia del tallo encefálico. Activado por el interruptor, el tallo cerebral empuja la puerta sensorial del tálamo, permitiendo que el mundo perceptivo inunde el cerebro, y conduciendo al individuo a una vigilia completa y estable.
De noche sucede lo contrario. El interruptor de «dormir-despertar» deja de liberar orexina en el tallo cerebral. El «dedo químico» ha «apagado» el interruptor, eliminando la influencia de la planta de energía del tronco encefálico. La actividad sensitiva que se lleva a cabo en el interior del tálamo se cierra mediante un sellado de la puerta sensorial. Perdemos el contacto perceptivo con el mundo exterior y dormimos. Luces apagadas, luces encendidas: este es el trabajo neurobiológico que, controlado por la orexina, realiza el interruptor de sueño-vigilia en el hipotálamo.
Si le preguntamos a un ingeniero cuáles son las propiedades esenciales de un interruptor eléctrico básico nos responderá con contundencia: debe ser definitivo. Es decir, o está completamente encendido o está completamente apagado. No puede fluctuar entre las posiciones de «encendido» y «apagado». De lo contrario, el sistema eléctrico no será estable o predecible. Desgraciadamente, a causa de los niveles anormales de orexina, esto es justo lo que le sucede al interruptor de «dormir-despertar» en las personas con narcolepsia.
Los científicos han examinado minuciosamente los cerebros de los pacientes narcolépticos tras su fallecimiento. Durante estas investigaciones post mortem, descubrieron una pérdida de casi el 90 % de todas las células que producen orexina. Peor aún, el número de sitios de acogida o receptores de orexina que cubren la superficie de la planta de energía del tallo cerebral presentaba una reducción significativa en los pacientes narcolépticos.
Esta falta de orexina, junto al reducido número de receptores encargados de recibirla, hace que el estado de sueño-vigilia del cerebro narcoléptico sea inestable, como un interruptor defectuoso. El cerebro de un paciente narcoléptico se tambalea precariamente en un punto medio, oscilando entre el sueño y la vigilia.
La deficiencia de orexina es la causa cardinal del primer y principal síntoma de la narcolepsia, que es la somnolencia diurna excesiva y los ataques de sueño sorpresivos que pueden ocurrir en cualquier momento. Sin el fuerte dedo de la orexina empujando el interruptor hasta la posición de «encendido» definitivo, los pacientes narcolépticos no son capaces de mantenerse plenamente despiertos durante el día. Por la misma razón, tienen un pésimo sueño por la noche, entrando y saliendo constantemente de un letargo entrecortado. Al igual que un interruptor estropeado que encendiera y apagara la luz continuamente, tanto de día como de noche, la experiencia de sueño y vigilia de un paciente narcoléptico se mantiene errática a lo largo de las 24 horas.
Pese al excelente trabajo de muchos de mis colegas, la investigación de posibles tratamientos efectivos para la narcolepsia no está dando frutos. Si bien hemos encontrado formas efectivas de combatir otros trastornos del sueño, como el insomnio y la apnea del sueño, en el caso de la narcolepsia nos hemos quedado atrás. Esto se debe en parte a la rareza de la afección, lo que hace que no sea rentable para las compañías farmacéuticas invertir en su investigación.
Para el primer síntoma de la narcolepsia —los ataques de sueño durante el día—, el único tratamiento solía consistir en altas dosis de anfetamina, la droga que estimula la vigilia. Pero la anfetamina es poderosamente adictiva. Además es una droga «sucia», lo que significa que afecta a muchos sistemas químicos diferentes en el cerebro y el cuerpo, produciendo efectos secundarios terribles. Un medicamento más nuevo y más «limpio», llamado Provigil, se usa para ayudar a los pacientes narcolépticos a permanecer despiertos durante el día y tiene menos inconvenientes. Sin embargo, es marginalmente efectivo.
Los antidepresivos se recetan a menudo para ayudar con el segundo y el tercer síntoma de la narcolepsia —la parálisis del sueño y la cataplexia—, ya que disminuyen el sueño REM y, con ello, su parálisis característica, causa principal de estos dos síntomas. Sin embargo, los antidepresivos simplemente disminuyen su incidencia, no los erradican.
En general, las perspectivas de tratamiento para los pacientes narcolépticos en la actualidad son desoladoras y no hay cura a la vista. El desánimo de los enfermos y sus familias radica principalmente en la lentitud con que progresa la investigación académica del tratamiento, mientras que la de las compañías farmacéuticas podría avanzar de forma mucho más rápida. Por ahora, los pacientes solo pueden intentar mejorar su calidad de vida sobrellevando lo mejor posible su dolencia.
Tal vez hayas llegado a la misma conclusión a la que llegaron muchas compañías farmacéuticas al conocer cuál era el papel de la orexina y del interruptor de sueño-vigilia en la narcolepsia: ¿sería posible aplicar una ingeniería inversa del conocimiento y, en lugar de aumentar la orexina para ofrecer a los pacientes narcolépticos una vigilia más estable durante el día, tratar de apagar el interruptor por las noches, ofreciendo así una nueva forma de inducir el sueño a los pacientes con insomnio? Las compañías farmacéuticas están tratando de desarrollar compuestos que puedan bloquear la orexina por la noche, forzándola a colocar el interruptor en la posición de «apagado» e induciendo así potencialmente el sueño de forma más natural que los problemáticos sedantes que utilizamos actualmente.
Desgraciadamente, la primera de estas drogas, Suvorexant (de la marca Belsomra), no ha demostrado ser la receta mágica que muchos esperaban. En los ensayos clínicos obligatorios realizados por la FDA, los pacientes se durmieron solo seis minutos antes que los que tomaron placebo. Si bien las formulaciones futuras pueden ser más eficaces, los métodos no farmacológicos para el tratamiento del insomnio descritos en el próximo capítulo siguen siendo una opción muy superior para quienes no consiguen dormir.
Insomnio familiar fatal
Michael Corke dejó de poder conciliar el sueño y lo pagó con su vida. Antes de que el insomnio se apoderara de él, Corke, profesor de música en una escuela secundaria en New Lexon, al sur de Chicago, era un individuo activo y un devoto esposo. A los cuarenta años empezó a tener problemas para dormir. Al principio, pensó que era culpa de los ronquidos de su esposa. En respuesta a esto, Penny Corke decidió dormir en el sofá durante las siguientes diez noches. El insomnio de Corke no solo no disminuyó, sino que empeoró. Después de meses de dormir mal, decidió buscar ayuda médica. Ninguno de los doctores que examinaron inicialmente a Corke pudo identificar el origen de su insomnio, y algunos le diagnosticaron trastornos no relacionados con el sueño, como esclerosis múltiple.
El insomnio de Corke empeoró paulatinamente, hasta que llegó un momento en que se vio completamente incapaz de dormir. Ni un pestañeo. Ninguna medicación, ni siquiera los sedantes más potentes, podía lograr que su cerebro abandonara aquella vigilia permanente. Si hubieras visto a Corke en aquel entonces, habrías comprendido lo desesperado que estaba por dormir. Su sola mirada provocaba cansancio. Sus precarios parpadeos eran dolorosamente lentos, como si quisiera cerrar los ojos y no volver a abrirlos en varios días. Todo él transmitía una desesperada ansia de sueño.
Después de ocho semanas consecutivas sin dormir, las facultades mentales de Corke se desvanecieron rápidamente. Este declive cognitivo vino acompañado de un igualmente rápido deterioro del cuerpo. Sus habilidades motoras se vieron tan severamente comprometidas que apenas podía caminar. Una tarde, Corke debía dirigir un concierto de la orquesta escolar. Tardó largos, dolorosos y heroicos minutos en recorrer el pasillo de la orquesta y subir al atril del director ayudado por un bastón.
Poco antes de que se cumplieran los seis meses sin dormir, Corke estaba postrado en la cama y se acercaba a la muerte. A pesar de ser todavía joven, sus condiciones neurológicas se asemejaban a las de un individuo anciano en las etapas finales de la demencia. No podía bañarse ni vestirse solo. Presentaba abundantes alucinaciones y delirios. Su capacidad de generar lenguaje había desaparecido casi por completo y se resignó a comunicarse a través de movimientos de cabeza rudimentarios y extrañas expresiones inarticuladas cada vez que podía reunir suficiente energía. Tras varios meses más sin dormir, su cuerpo y sus facultades mentales se desmoronaron por completo. Poco después de cumplir 42 años, Michael Corke murió de un raro trastorno genético heredado llamado insomnio familiar fatal (IFF). No hay tratamientos ni cura alguna para esta dolencia. Ningún paciente diagnosticado con el trastorno ha sobrevivido más de diez meses. Es una de las enfermedades más misteriosas de los anales de la medicina, y nos ha enseñado una impactante lección: la falta de sueño mata al ser humano.
Cada vez sabemos más sobre la causa del IFF. En gran parte tiene que ver con los mecanismos habituales de generación de sueño. El culpable es una anomalía en un gen llamado PRNP, que significa proteína priónica. Todos nosotros tenemos proteínas priónicas en nuestro cerebro que realizan funciones útiles. Sin embargo, este defecto genético da lugar a una versión maligna de la proteína, produciendo una mutación que se propaga como un virus. En esta versión genéticamente corrupta, la proteína comienza a atacar y a destruir ciertas partes del cerebro, lo que provoca una acelerada degeneración cerebral a medida que la proteína se propaga.
Una de las regiones que ataca esta proteína dañina, y además de forma integral, es la del tálamo, la puerta sensorial del cerebro que debe cerrarse para que la vigilia termine y comience el sueño. Cuando los científicos realizaron exámenes post mortem de los cerebros de los primeros pacientes que sufrieron IFF, descubrieron un tálamo salpicado de agujeros, casi como un bloque de queso suizo. Las proteínas priónicas se habían infiltrado en todo el tálamo, degradando por completo su integridad estructural. Esto se veía con especial claridad en las capas exteriores del tálamo, que forman las puertas sensoriales que deben cerrarse cada noche.
Debido a este ataque de las proteínas priónicas, la puerta sensorial del tálamo se atasca, quedándose permanentemente «abierta». Los pacientes no pueden desconectar la percepción consciente del mundo exterior y, por tanto, no consiguen sumergirse en el misericordioso mundo del sueño que tan desesperadamente necesitan. Por muchas pastillas o drogas para dormir que se utilicen, la puerta sensorial no se cierra. Además, las señales enviadas desde el cerebro hacia el cuerpo que nos preparan para dormir —la reducción de la frecuencia cardíaca, de la presión sanguínea y de la tasa metabólica, y la disminución de la temperatura corporal central— deben pasar por el tálamo en su camino hacia la médula espinal, para luego enviarse hacia los diferentes tejidos y órganos del cuerpo. Pero esas señales se ven frustradas por el daño que sufre el tálamo, lo que aumenta la imposibilidad de conciliar el sueño.
Actualmente, las perspectivas de tratamiento son pocas. Ha despertado cierto interés un antibiótico llamado doxiciclina, que parece desacelerar la tasa de acumulación de proteínas dañinas en otros trastornos priónicos, como la enfermedad de Creutzfeldt-Jakob. Los ensayos clínicos para esta terapia potencial están ahora en proceso.
Más allá de la búsqueda de un tratamiento y una cura, esta enfermedad plantea también un problema ético. Como el IFF se hereda genéticamente, hemos podido rastrear retrospectivamente parte de su legado a través de generaciones anteriores. Ese linaje genético se remonta a Europa, y específicamente a Italia, donde una gran cantidad de familias la padecen. El cuidadoso trabajo detectivesco de cronología genética nos ha llevado hasta un médico veneciano de fines del siglo XVIII que al parecer sufrió este trastorno. Sin lugar a dudas, el gen se remonta incluso más allá de este individuo. Sin embargo, más importante que rastrear el pasado de la enfermedad es predecir su futuro. La certeza genética plantea una pregunta que resulta difícil de contestar: si tu genética determina que un día podrías verte afectado por esta incapacidad absoluta de dormir, ¿te gustaría saberlo? Además, si conocieras cuál iba a ser tu destino y aún no hubieras tenido hijos, ¿cambiaría eso tu decisión respecto a tener descendencia, sabiendo que eres portador de esos genes y que tienes la posibilidad de evitar la trasmisión de esta enfermedad? No resulta fácil responder a ninguna de estas preguntas, y ciertamente la ciencia no está en condiciones de ofrecer una respuesta, lo que supone añadir un plus de crueldad a esta terrible enfermedad.
Privación de sueño frente a privación de alimentos
El IFF sigue siendo la evidencia más sólida que tenemos de que la falta de sueño es mortal para el ser humano. No obstante, podemos decir que no es científicamente concluyente, ya que puede haber otros procesos relacionados que contribuyan a la muerte y que sean difíciles de distinguir de la falta de sueño. Se han dado casos de personas que murieron tras una prolongada privación total del sueño, como Jiang Xiaoshan. Se cree que permaneció despierto durante 11 días seguidos para poder ver todos los partidos de la Eurocopa de 2012, sin dejar de ir a trabajar diariamente. A los 12 días su madre lo encontró muerto en su departamento, aparentemente por falta de sueño. Asimismo, Moritz Erhardt, un empleado del Bank of America, sufrió un ataque epiléptico que le arrebató la vida tras una aguda privación del sueño por el exceso de trabajo. Sin embargo, se trata de casos concretos que resultan difíciles de validar y verificar científicamente.
No obstante, los estudios de investigación en animales han proporcionado una evidencia definitiva de la naturaleza letal de la privación total del sueño. El estudio más contundente, perturbador y éticamente cuestionable fue el publicado en 1983 por un equipo de investigación de la Universidad de Chicago. Su pregunta experimental era simple: ¿es necesario el sueño para vivir? Al evitar que las ratas durmieran durante varias semanas, llegaron a una respuesta inequívoca: en promedio, tras 15 días sin dormir, las ratas mueren.
Se obtuvieron dos resultados adicionales. En primer lugar, la muerte se producía igual de rápido con la privación total del sueño que con la privación total de alimentos. En segundo lugar, las ratas perdían la vida casi tan rápido por la privación selectiva del sueño REM que por la privación total del sueño. La ausencia absoluta de sueño no-REM desencadenó el mismo fatal desenlace, pero se requirió más tiempo antes de que se produjera la muerte: 45 días en promedio.
No obstante, se presentó un problema. A diferencia de lo que ocurre con la inanición, donde la causa de muerte se identifica fácilmente, los investigadores no pudieron determinar por qué las ratas habían muerto después de la ausencia de sueño, a pesar de lo rápido que había llegado la muerte. Algunas pistas surgieron de las evaluaciones realizadas durante el experimento y otras post mortem.
En primer lugar, a pesar de comer mucho más que los congéneres que dormían, las ratas privadas de sueño empezaron rápidamente a perder masa corporal durante el estudio. En segundo lugar, ya no podían regular su temperatura corporal central. Cuanto mayor era la privación del sueño, más frías se volvían, alcanzando la temperatura ambiente. Era un estado peligroso. Todos los mamíferos, incluidos los humanos, viven al borde de un acantilado térmico. Los procesos fisiológicos del cuerpo de los mamíferos solo pueden operar dentro de un rango de temperatura notablemente estrecho. Exceder por arriba o por debajo esos umbrales térmicos que definen la vida conduce rápidamente hacia la muerte.
No era una coincidencia que estas consecuencias metabólicas y térmicas se produjeran conjuntamente. Cuando la temperatura corporal central disminuye, los mamíferos responden aumentando su tasa metabólica. La energía consumida libera calor para calentar el cerebro y el cuerpo, de forma que se alcance un nivel térmico compatible con la vida. Pero en el caso de las ratas privadas de sueño ese esfuerzo era inútil. Como una vieja estufa de leña cuyo respiradero se ha dejado abierto sin tener en cuenta la cantidad de combustible que se va a añadir al fuego, el calor simplemente se esfumaba por la parte superior: las ratas metabolizaban desde adentro hacia afuera en respuesta a la hipotermia.
La tercera y quizá más reveladora consecuencia de la pérdida de sueño fue el cambio en el grosor de la piel. La privación del sueño dejó a estas ratas literalmente raídas. Aparecieron úlceras sobre su piel y heridas en sus patas y sus colas. No solo el sistema metabólico de las ratas empezó a implosionar, también lo hizo su sistema inmunitario. No podían siquiera defenderse de la más básica infección producida en su epidermis o debajo de ella, como veremos.
Por si estos signos externos de degradación de la salud no fueran lo suficientemente impactantes, el daño interno revelado por la autopsia resultó ser igualmente espantoso. El patólogo descubrió un paisaje de absoluta angustia fisiológica. Las complicaciones iban desde líquido en los pulmones y hemorragia interna hasta úlceras que perforaban el revestimiento del estómago. Algunos órganos, como el hígado, el bazo y los riñones, habían disminuido físicamente en tamaño y peso. Otras partes, como las glándulas suprarrenales que responden a las infecciones y al estrés, se mostraban notablemente agrandadas. Los niveles circulantes de la hormona corticosterona, relacionada con la ansiedad y liberada por las glándulas suprarrenales, se habían disparado en las ratas sin sueño.
¿Cuál había sido entonces la causa de la muerte? Ahí estaba el problema: los científicos no tenían ni idea, puesto que no todas las ratas sufrieron la misma señal patológica de fallecimiento. La única característica común era la muerte misma (o la alta probabilidad de que ocurriera, lo que llevaba a los investigadores a sacrificar a los animales).
En años posteriores, otros experimentos —los últimos de ese tipo que se realizaron, ya que los científicos albergaban dudas acerca de la ética de los mismos (a mi juicio con razón)— resolvieron finalmente el misterio. El elemento determinante fue la septicemia, una infección bacteriana tóxica y sistémica (de todo el organismo) que atravesó el torrente sanguíneo de las ratas y devastó todo su cuerpo hasta causarles la muerte. Sin embargo, lejos de tratarse de una infección proveniente del exterior, las responsables del golpe mortal eran simples bacterias del propio intestino de las ratas. Si estas hubieran podido fortalecer su sistema inmunitario a través del sueño, habrían podido reprimir fácilmente el ataque.
La científica rusa Marie de Manacéïne había informado de las mismas consecuencias mortales de la privación continuada del sueño en la literatura médica un siglo antes. Ella notó que los perros jóvenes morían a los pocos días cuando se les impedía dormir (debo confesar que para mí estos estudios son difíciles de leer). Varios años después de los experimentos de Manacéïne, unos investigadores italianos llegaron a los mismos resultados, pero además observaron en la autopsia realizada a los perros una degeneración neuronal en el cerebro y en la médula espinal.
Tuvieron que pasar otros cien años antes de que los científicos de la Universidad de Chicago descubrieran finalmente por qué la falta de descanso es causa de una muerte rápida. Tal vez hayas visto esas pequeñas cajas rojas de plástico que hay en las paredes de algunos lugares de trabajo especialmente peligrosos y en las que está escrito: «Rompa el cristal en caso de emergencia». Si impones una ausencia total de sueño a un ser vivo, ya sea una rata o un ser humano, estarás provocando una emergencia, y encontrarás el equivalente biológico de este cristal hecho añicos esparcido por todo el cerebro y el cuerpo, hasta que se produzca un efecto fatal. Esto es lo que finalmente entendimos.
No, espera, ¡solo necesitas 6.75 horas de sueño!
Reflexionar sobre las consecuencias mortales que conlleva la privación del sueño —a largo plazo en el caso de que sea crónica; a corto plazo en el caso de que sea aguda— nos permite abordar la controversia que ha suscitado un reciente estudio sobre el sueño que muchos diarios, sin molestarse en consultar con los científicos, han interpretado de forma incorrecta. El estudio en cuestión fue realizado por investigadores de la Universidad de California en Los Ángeles y versaba sobre los hábitos de sueño de determinadas tribus preindustriales. Utilizando dispositivos de pulsera que monitoreaban la actividad, los investigadores rastrearon el sueño de tres tribus cazadoras-recolectoras que no se han visto afectadas por la cultura moderna industrial: el pueblo tsimané de Sudamérica y las tribus san y hadza de África, de las que ya hemos hablado previamente. Al evaluar los hábitos de sueño día tras día a lo largo de muchos meses, los hallazgos fueron los siguientes: las personas de estas tribus dormían un promedio de seis horas en verano y aproximadamente 7.2 horas durante el invierno.
Respetables medios de comunicación presentaron los hallazgos como una prueba de que en realidad los seres humanos no necesitan ocho horas completas de sueño, sugiriendo así que podemos sobrevivir bien con seis horas o menos. Por ejemplo, el titular de un importante periódico estadounidense decía: «Un reciente estudio sobre los cazadores-recolectores acaba con la idea de que estamos diseñados para necesitar ocho horas al día de sueño».
Otros medios se permitían cuestionar a la baja la suposición equivocada de que las sociedades modernas solo necesitan siete horas de sueño: «¿Realmente necesitamos dormir siete horas por noche?».
Tras haber leído la información científica que he presentado en este capítulo, te preguntarás cómo es posible que medios prestigiosos y respetados puedan realizar estas afirmaciones. Repasemos cuidadosamente los hallazgos y veamos si llegamos a la misma conclusión.
Si leyeras el estudio comprobarías que los integrantes de las tribus se daban entre 7 y 8.5 horas por noche para dormir. Más aún, los dispositivos de pulsera, que no son un medidor infalible ni preciso del sueño, estimaron que pasaban entre 6 y 7.5 horas de ese tiempo durmiendo. Por lo tanto, el tiempo que dedican al sueño los miembros de estas tribus es casi idéntico a lo que la Fundación Nacional del Sueño (National Sleep Foundation) y los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades recomiendan para todos los humanos adultos: de siete a nueve horas en la cama.
El problema es que algunas personas confunden el tiempo dormido con el tiempo dedicado a dormir. Sabemos que muchas personas en el mundo moderno solo se dan entre 5 y 6.5 horas de sueño, lo que normalmente significa que solo obtendrán entre 4.5 y 6 horas de sueño real. De modo que el hallazgo no prueba que el sueño de las tribus cazadoras-recolectoras sea similar al de los que vivimos en sociedades postindustriales. Al contrario, lo que prueba es que ellos se dan más oportunidades para dormir que nosotros.
En segundo lugar, supongamos que las mediciones del reloj de pulsera son perfectamente exactas y que estas tribus obtienen un promedio anual de solo 6.75 horas de sueño por día. El siguiente error es utilizar esos datos para llegar a la conclusión de que los humanos, de forma natural, necesitan solo 6.75 horas de sueño. Ahí radica el problema.
Si te fijas en los dos titulares de prensa que he citado, advertirás que ambos usan la palabra «necesitar». Pero ¿de qué necesidad estamos hablando? El presupuesto (incorrecto) que se hizo fue el siguiente: el sueño que la tribu obtiene es el que todo ser humano necesita. Este razonamiento falla en dos aspectos. La necesidad no viene definida por lo que se obtiene (como nos enseña el trastorno del insomnio), sino más bien por si esa cantidad de sueño es o no suficiente para lograr todo lo que el sueño hace. La necesidad más obvia sería la de conseguir llevar una vida sana. Si nos fijamos en el promedio de vida de estos cazadores-recolectores, vemos que es de solo 58 años, a pesar de que son mucho más activos físicamente que nosotros, apenas padecen de obesidad y no consumen alimentos procesados que erosionan la salud. Por supuesto, no tienen acceso a la medicina y a la sanidad modernas, lo que hace que la esperanza de vida de los que vivimos en naciones industrializadas del primer mundo supere a la suya en más de una década. Pero es revelador que, según los datos epidemiológicos, podamos predecir que cualquier adulto que duerma un promedio de 6.75 horas por noche vivirá solo hasta los sesenta años: muy cerca del promedio de vida de estas tribus.
Sin embargo, lo que es más profético es lo que normalmente mata a las personas en estas tribus. Si sobreviven a las altas tasas de mortalidad infantil y adolescente, una causa común de muerte en la etapa adulta es la infección. Los sistemas inmunes débiles son una consecuencia conocida de la falta de sueño, como hemos visto con gran detalle. También debo señalar que uno de los fallos mortales más comunes del sistema inmune de los individuos de las tribus de cazadores-recolectores son las infecciones intestinales, algo que comparte una intrigante vinculación con las infecciones del tracto intestinal que mataron a las ratas privadas de sueño en los estudios anteriores.
Además de no reconocer esa relación entre la menor esperanza de vida y el poco tiempo de sueño que los investigadores midieron, el otro error en el que muchos incurrieron se produjo a la hora de responder a la pregunta de por qué estas tribus duermen lo que parece ser muy poco según lo que sabemos gracias a miles de estudios.
Todavía no conocemos todos los motivos, pero un factor que probablemente contribuye a ello lo encontramos en el nombre que les damos a estas tribus: cazadoras-recolectoras. Una de las pocas formas universales de forzar a los animales de todo tipo a dormir menos de lo normal es limitar los alimentos. Cuando la comida escasea, el sueño se reduce, ya que los animales intentan mantenerse despiertos para alimentarse durante más tiempo. Parte de la razón por la que en estas tribus cazadoras-recolectoras no hay obesos es porque están constantemente buscando alimentos, que por otra parte son escasos, de forma que pasan gran parte de su vida despiertos intentando alimentarse. Por ejemplo, hay días en que los hadzas obtienen 1400 calorías o menos, y habitualmente comen entre trescientas y seiscientas calorías diarias menos que las que consumimos en las culturas occidentales modernas. Por tanto, una gran parte del tiempo a lo largo del año lo pasan en un estado próximo a la inanición, lo que puede tener consecuencias biológicas que reduzcan el tiempo de sueño, aun cuando la necesidad de dormir es mayor que cuando los alimentos son abundantes. Por lo tanto, concluir que los humanos, ya sea en sociedades modernas o preindustriales, necesitan menos de siete horas de sueño parece ser una presunción equivocada, si no un mito sensacionalista.
¿Dormir nueve horas por noche es demasiado?
La evidencia epidemiológica sugiere que la relación entre el sueño y el riesgo de mortalidad no es proporcional. Es decir, no es cierto que cuanto más tiempo durmamos, menor será el riesgo de muerte (y viceversa). Al contrario, el riesgo de muerte crece una vez que la cantidad media de sueño rebasa las nueve horas diarias, dando como resultado una forma de J invertida e inclinada:

Dos puntos son dignos de mención a este respecto. En primer lugar, si analizamos con detalle esos estudios, comprobaremos que las causas de muerte en individuos que duermen nueve horas o más incluyen infección (por ejemplo, neumonía) y cánceres de inmunidad activa. Sabemos por lo dicho anteriormente en este libro que la enfermedad, especialmente la enfermedad que activa una vigorosa respuesta inmune, genera más sueño. Por tanto, las personas enfermas deberían dormir más tiempo para poder aprovecharse de los beneficios saludables que aporta el sueño en su lucha contra la enfermedad. Lo que pasa es que algunas enfermedades, como el cáncer, son demasiado resistentes y, por mucho que se duerma, no pueden ser vencidas a través del sueño. Eso ha llevado a creer que dormir demasiado conduce a una muerte prematura, en lugar de a la conclusión más plausible de que la enfermedad era inmune a cualquier esfuerzo, también al de la benéfica extensión del tiempo de sueño para derrotarla. Digo «más plausible», en lugar de «igualmente plausible», porque no se han descubierto mecanismos biológicos que demuestren que el sueño es perjudicial en modo alguno.
Es importante que se entienda bien lo que digo. No estoy sugiriendo que dormir 18 o 22 horas todos los días, si eso es fisiológicamente posible, sea mejor que dormir nueve horas al día. Es improbable que el sueño funcione de una manera tan lineal. Hay que tener en cuenta que la comida, el oxígeno y el agua muestran también una relación en forma de J invertida con respecto al riesgo de mortalidad. Comer en exceso acorta la vida. La hidratación extrema puede provocar aumentos fatales en la presión sanguínea asociados con un accidente cerebrovascular o un ataque cardíaco. Demasiado oxígeno en la sangre, lo que se conoce como hiperoxia, es tóxico para las células, especialmente las del cerebro.
El sueño, como la comida, el agua y el oxígeno, puede compartir esta relación con el riesgo de mortalidad cuando se lleva al extremo. Después de todo, la vigilia en la cantidad correcta es evolutivamente adaptativa, al igual que el sueño. Tanto el sueño como la vigilia proporcionan ventajas de supervivencia sinérgicas y fundamentales, aunque a menudo diferentes. Existe un equilibrio adaptativo entre ambos. En los humanos, para un adulto medio, ese equilibrio se cifra en unas 16 horas de vigilia y alrededor de ocho horas de sueño.