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Introducción

El sitio parecía salido de Amityville: todas las paredes desconchadas, las ventanas polvorientas y unas sombras amenazantes proyectadas por la luz de la luna. Crucé la verja, subí por una escalera que chirriaba y llamé a la puerta.

Al abrirse, una mujer treintañera con las cejas pobladas y unos dientes blancos enormes me invitó a pasar. Me pidió que me quitara los zapatos y me condujo hasta un salón cavernoso, con el techo pintado de azul cielo con nubes deshiladas. Me senté junto a una ventana que repiqueteaba por la brisa y observé, gracias a una farola amarillenta, a otras personas que entraban. Un chico con ojos de prisionero. Un hombre de cara adusta con flequillo a lo Jerry Lewis. Una mujer rubia con un bindi descentrado en la frente. Entre el murmullo de pies arrastrándose y holas susurrados, un camión pasó retumbando calle abajo con «Paper Planes» a todo volumen, el inexorable himno del momento. Me quité el cinturón, me desabroché el botón superior de mis vaqueros y me puse cómodo.

Estaba allí por recomendación de mi médico, quien me había dicho: «Te vendrían bien unas clases de respiración». Unas sesiones podrían contribuir a reforzar mis deteriorados pulmones, a calmar mi mente agotada y tal vez me permitirían tomarme las cosas con cierta perspectiva.

Durante los meses anteriores había pasado una mala racha. El trabajo me estaba estresando y mi casa, de ciento treinta años de antigüedad, se estaba cayendo a pedazos. Acababa de recuperarme de una neumonía, que me había aquejado también el año anterior y el otro. Me pasaba la mayor parte del tiempo en casa respirando con dificultad, trabajando y comiendo tres veces al día del mismo cuenco mientras leía periódicos de la semana anterior encorvado en el sofá. Estaba estancado en la rutina: físicamente, mentalmente y en todo el resto. Tras unos meses viviendo de esa forma, seguí la recomendación de mi médico y me inscribí en un curso introductorio de respiración para aprender una técnica llamada Sudarshan Kriya.

A las siete de la tarde, la mujer de cejas tupidas cerró la puerta principal con llave, se sentó en medio del grupo, insertó una cinta en un radiocasete portátil maltrecho y le dio al play. Nos dijo que cerráramos los ojos. A través de un siseo de interferencias emanaba de los altavoces la voz de un hombre con acento indio. Era aguda, rítmica y demasiado melodiosa para sonar natural, como sacada de unos dibujos animados. La voz nos ordenaba que inspiráramos lentamente por la nariz y que después espiráramos poco a poco. Que nos concentráramos en nuestra respiración.

Repetimos este proceso durante varios minutos. Yo me estiré para alcanzar un montón de mantas y me envolví una alrededor de las piernas para que no se me enfriaran los pies debido a la corriente que había junto a la ventana. Seguí respirando, pero no pasaba nada. No me invadía la calma; no se liberaba la tensión de mis músculos. Nada.

Pasaron diez minutos o quizá veinte. Empecé a estar un poco molesto y amargado por haber decidido pasar la tarde inhalando aire polvoriento sentado en el suelo de una vieja casa de estilo victoriano. Abrí los ojos y eché un vistazo a mi alrededor. Todo el mundo tenía el mismo aspecto sombrío y aburrido. El de los ojos de prisionero parecía estar durmiendo. Jerry Lewis parecía estar tranquilizándose. La del bindi estaba sentada inmóvil con una sonrisa del Gato de Cheshire en la cara. Se me pasó por la cabeza levantarme e irme, pero no quería ser maleducado. La sesión era gratuita: a la profesora no le pagaban por estar allí. Tenía que respetar su organización benéfica. Así que cerré los ojos de nuevo, me arrebujé con la manta y seguí respirando.

Entonces ocurrió algo. Yo no era consciente de que estuviera sucediendo ninguna transformación. En ningún momento sentí que me relajara o que el enjambre de pensamientos agobiantes se alejara de mi cabeza. Pero fue como si me agarraran de un sitio y me llevaran a otra parte. Ocurrió en un instante.

La cinta se terminó y abrí los ojos. Tenía algo húmedo en la cabeza. Levanté la mano para secármelo y me di cuenta de que tenía el pelo empapado. Me pasé la mano por la cara, sentí que los ojos me picaban por el sudor y noté un sabor salado. Me miré el torso y observé manchas de sangre en el jersey y en los vaqueros. La temperatura en la sala era de unos veinte grados, mucho más fresca junto a la ventana, donde corría el aire. Todo el mundo se había cubierto con chaquetas y sudaderas para no tener frío. Pero yo, de alguna forma, había empapado mi ropa en sudor como si acabara de correr un maratón.

La profesora se acercó y me preguntó si me encontraba bien, si había estado enfermo o si tenía fiebre. Le dije que me encontraba perfectamente bien. Luego dijo algo sobre el calor corporal y cómo cada inhalación nos da energía nueva y cómo cada exhalación libera energía vieja y viciada. Intenté asimilarlo, pero me costaba concentrarme. Estaba preocupado por cómo iba a llegar en bici pedaleando casi cinco kilómetros hasta mi casa desde el barrio de Haight-Ashbury con la ropa empapada en sudor.

Al día siguiente me sentía aún mejor. Como anunciaba la sesión, tenía una sensación de calma y tranquilidad que no había experimentado desde hacía mucho tiempo. Dormí bien. Las pequeñas cosas de la vida no me preocupaban tanto. Había desaparecido la tensión de los hombros y del cuello. Aquello duró unos días hasta que la sensación fue desvaneciéndose.

¿Qué había ocurrido exactamente? ¿Cómo podía haberme provocado una reacción tan profunda estar sentado con las piernas cruzadas en una casa apestosa y respirando durante una hora?

Volví a la clase de respiración la semana siguiente: la misma experiencia, pero con menos acuosidad. No conté nada de aquello ni a mi familia ni a mis amigos. Pero me propuse entender qué había ocurrido y dediqué los siguientes años a intentar desentrañarlo.

 

Durante aquel periodo de tiempo, arreglé mi casa, recuperé el ánimo y encontré una pista que podría dar respuesta a mis preguntas acerca de la respiración. Fui a Grecia para escribir un reportaje sobre el buceo a pulmón libre, la antigua práctica de zambullirse decenas de metros bajo la superficie tomando aire una sola vez. Entre zambullidas, entrevisté a docenas de expertos con la esperanza de hacerme una idea de qué hacían y por qué. Quería saber cómo aquellas personas de aspecto modesto —ingenieros informáticos, ejecutivos de publicidad, biólogos y médicos— habían entrenado sus cuerpos para estar doce minutos sin tomar aire, lo que les permitía bucear hasta profundidades mucho mayores de lo que los científicos creían posible.

Al sumergirse en una piscina, la mayoría de las personas salen a la superficie habiendo descendido unos tres metros y a los pocos segundos con un pitido en los oídos. Los buceadores a pulmón libre me contaron que antes eran como «la mayoría de las personas». Su transformación fue fruto del entrenamiento: obligaron a sus pulmones a trabajar más duro, se forzaron a aprovechar las capacidades pulmonares que el resto de nosotros ignoramos. Insistían en que no eran especiales. Cualquier persona con una salud razonable y que estuviera dispuesta a echarle las horas necesarias podría sumergirse hasta treinta, sesenta o incluso noventa metros de profundidad. No importaba la edad, el peso o la genética. Para bucear a pulmón libre, decían, lo único que había que hacer era dominar el arte de la respiración.

Para ellos, respirar no era un acto inconsciente; no era algo que hacían sin más. Era una fuerza, un remedio y un mecanismo mediante el cual podían alcanzar un poder casi sobrehumano.

«Hay tantas maneras de respirar como alimentos para comer —me dijo una monitora que había aguantado la respiración durante más de ocho minutos y que una vez se sumergió por debajo de los noventa metros—. Y cada manera en que respiremos afectará a nuestro cuerpo de formas distintas.» Otro buceador me contó que algunos métodos de respiración nutren nuestro cerebro, mientras que otros matan neuronas; algunos nos proporcionan salud, mientras que otros aceleran nuestra muerte.

Me contaron historias disparatadas sobre cómo habían aumentado el tamaño de sus pulmones en un 30 % mediante ciertas respiraciones. Me hablaron de un médico indio que había perdido varios kilos tan solo cambiando la manera de inhalar, y también me hablaron de otro hombre al que le inyectaron la endotoxina bacteriana E. coli, que luego respiró siguiendo un patrón rítmico para estimular su sistema inmunitario y que en pocos minutos destruyó las toxinas. Me hablaron de mujeres que lograron que sus cánceres remitieran y de monjes que podían derretir círculos de nieve alrededor de sus cuerpos desnudos a lo largo de varias horas. Todo aquello parecían chaladuras.

Durante las horas en que descansaba de la investigación subacuática —normalmente tarde por la noche—, leía montones de libros sobre el tema. ¿Seguro que alguien había estudiado los efectos de esta respiración consciente en los marineros de agua dulce? ¿Seguro que alguien había corroborado las fantásticas historias de los buceadores a pulmón libre, que empleaban la respiración para perder peso, mejorar la salud y alargar la longevidad?

Encontré material para llenar una biblioteca. El problema era que las fuentes tenían cientos —a veces miles— de años de antigüedad.

Siete libros del taoísmo chino que se remontaban a alrededor del año 400 antes de Cristo se centraban exclusivamente en la respiración,en cómo nos podía matar o curar dependiendo de cómo la usáramos. Aquellos textos contenían instrucciones detalladas sobre cómo regular la respiración, ralentizarla y cómo aguantar el aire y tragarlo. Incluso antes, los hindúes consideraban que aliento y espíritu eran lo mismo, y describieron prácticas sofisticadas que pretendían equilibrar la respiración y preservar tanto la salud física como la mental. Luego estaban los budistas, que usaban la respiración no solo para alargar la vida, sino también para alcanzar niveles superiores de conciencia. La respiración, para todas aquellas personas, para todas aquellas culturas, era una medicina poderosa.

«Así pues, el sabio que nutre su vida perfecciona la forma y alimenta su respiración», dice un antiguo texto taoísta.«¿Acaso no es evidente?»

No del todo. Busqué algún tipo de verificación de esas afirmaciones en estudios más recientes sobre neumología, la disciplina médica que se ocupa de los pulmones y el tracto respiratorio, pero no encontré prácticamente nada. Según lo que encontré, la técnica respiratoria no era algo importante. Muchos médicos, investigadores y científicos que entrevisté confirmaron esta posición.Veinte veces por minuto, diez veces, por la boca, por la nariz o por un tubo respiratorio: no tenía ninguna importancia. De lo que se trata es de tomar aire y dejar que el cuerpo haga el resto.

Para entender cómo la respiración es vista por los profesionales modernos de la medicina, pensad en vuestro último chequeo. Es probable que vuestro médico os tomara la presión arterial, el pulso y la temperatura, que os pusiera un estetoscopio sobre el pecho para evaluar la salud de vuestro corazón y vuestros pulmones. Puede que os preguntara por vuestra dieta, si tomáis vitaminas, si estáis estresados en el trabajo. ¿Problemas de digestión? ¿Qué tal el sueño? ¿Están empeorando las alergias estacionales? ¿Asma? ¿Qué hay de aquellos dolores de cabeza?

Pero el médico probablemente nunca os examinó el tracto respiratorio. Nunca comprobó el equilibrio entre oxígeno y dióxido de carbono en vuestro torrente sanguíneo. La manera de respirar y la calidad de cada bocanada no estaban en el menú de la revisión.

Sin embargo, si hacemos caso a los buceadores a pulmón libre y a los textos antiguos, la manera como respiramos repercute en todo. ¿Cómo puede la respiración ser tan importante y a la vez tan irrelevante?

 

Seguí indagando y poco a poco empezó a vislumbrarse una historia. Descubrí que yo no era el único que había empezado recientemente a plantearse esas preguntas. Mientras hojeaba textos y entrevistaba a buceadores y a superrespiradores, científicos de Harvard, Stanford y otras instituciones de prestigio confirmaban algunas de las historias más disparatadas que había oído. Pero su trabajo no tenía lugar en laboratorios de neumología. Me enteré de que los neumólogos se centran principalmente en enfermedades específicas de los pulmones: el neumotórax, el cáncer o el enfisema. «Nosotros tratamos emergencias —me contó un neumólogo veterano—. Así es como funciona el sistema.»

No, aquellas investigaciones sobre la respiración han tenido lugar en otras partes: en las excavaciones lodosas de antiguos sitios funerarios, en las cómodas sillas de clínicas dentales y en las salas acolchadas de hospitales psiquiátricos. No son el tipo de sitio donde esperaríais encontrar investigaciones avanzadas sobre el funcionamiento biológico.

Pocos de esos científicos empezaron estudiando la respiración. Pero de algún modo, de alguna forma, la respiración se interpuso en sus caminos. Descubrieron que nuestra capacidad de respirar ha cambiado durante los largos procesos de la evolución humana y que la manera en que respiramos ha empeorado notablemente desde los albores de la Revolución Industrial. Descubrieron que el 90 % de nosotros —muy probablemente yo, vosotros y casi todas las personas que conocéis— respiramos de forma incorrecta y que este defecto está o bien causando o bien agravando una lista interminable de enfermedades crónicas.

En un tono más alentador, algunos de esos investigadores también exponían que muchas enfermedades modernas —el asma, la ansiedad, el trastorno por déficit de atención con hiperactividad (TDAH) y la psoriasis, entre otras— podrían o reducirse o revertirse simplemente cambiando la manera en que inspiramos y espiramos.

Esos trabajos estaban transformando drásticamente creencias que se habían dado por sentadas durante mucho tiempo en la ciencia médica occidental. Sí, respirar siguiendo distintos patrones podía influenciar realmente nuestro peso corporal y nuestra salud en general. Sí, la manera como respiramos realmente afecta al tamaño y al funcionamiento de nuestros pulmones. Sí, respirar nos permite penetrar en nuestro propio sistema nervioso, controlar la respuesta inmunitaria y restablecer la salud. Sí, cambiar la manera de respirar nos ayudará a vivir más años.

Da igual lo que comamos, cuánto ejercicio hagamos, cuán resistentes sean nuestros genes, lo delgados o jóvenes o sabios que seamos: nada de esto importará a menos que respiremos correctamente. Esto es lo que descubrieron aquellos investigadores. El pilar que le falta a la salud es la respiración. Todo empieza por aquí.

 

 

Este libro es una aventura científica por el arte y la ciencia olvidados de la respiración. Explora la transformación que se produce dentro de nuestros cuerpos cada 3,3 segundos, el tiempo que se tarda de media en inhalar y exhalar. Explica cómo los miles de millones de moléculas que aspiramos con cada bocanada han construido nuestros huesos, recubrimientos de músculos, sangre, cerebros y órganos, y repasa la ciencia emergente de cómo estos pedacitos microscópicos influenciarán nuestra salud y felicidad mañana, la semana que viene, el próximo mes, el año que viene y las décadas por venir.

Lo llamo un arte olvidado porque gran parte de estos descubrimientos no son nuevos en absoluto. La mayoría de las técnicas que exploraré hace cientos —a veces miles— de años que están ahí. Fueron creadas, documentadas, olvidadas y descubiertas en otra cultura y en otra época, y luego fueron olvidadas de nuevo. Así sucedió durante siglos.

Muchos de los pioneros de esta disciplina no eran científicos. Eran remendadores, una suerte de grupo malvado al que yo llamo pulmonautas, que dieron con los poderes de la respiración porque nada más podía ayudarlos. Eran cirujanos de la guerra civil norteamericana, peluqueros franceses, cantantes de ópera anarquistas, místicos indios, irascibles entrenadores de natación, cardiólogos ucranianos de rostro adusto, atletas olímpicos checoslovacos y directores de coros de Carolina del Norte.

Pocos de esos pulmonautas alcanzaron gran fama o respeto en vida, y cuando murieron sus investigaciones quedaron soterradas y dispersadas. Fue incluso más fascinante descubrir que, durante los últimos años, sus técnicas han sido redescubiertas, analizadas y demostradas científicamente. Los frutos de estas investigaciones, antaño marginales y a menudo olvidadas, ahora están redefiniendo el potencial del cuerpo humano.

 

Pero ¿por qué necesito aprender a respirar? Si llevo respirando toda mi vida…

Esta pregunta, que quizá os estaréis haciendo, ha ido apareciendo desde que empecé mis investigaciones. Para perjuicio nuestro, suponemos que respirar es una acción pasiva, simplemente algo que hacemos: respirar, vivir; dejar de respirar, morir. Pero respirar no es una acción binaria. Y cuanto más me he sumergido en este asunto, mayor se ha vuelto mi compromiso personal por compartir esta verdad fundamental.

Como la mayor parte de los adultos, yo también he sufrido multitud de problemas respiratorios en mi vida. Esto es lo que me trajo a la clase de respiración hace años. Y al igual que la mayoría de la gente, me di cuenta de que ningún fármaco para la alergia, ningún inhalador, ninguna mezcla de suplementos ni ninguna dieta me sirvieron de mucho. En definitiva, fue una nueva generación de pulmonautas quien me proporcionó una cura, y luego me proporcionó muchísimo más.

El lector medio tardará unas diez mil respiraciones en leer desde aquí hasta el final del libro. Si he hecho mi trabajo correctamente, empezando ahora, con cada bocanada de aire que toméis, entenderéis mejor la respiración y cuál es la mejor manera de llevarla a cabo. Veinte veces por minuto, diez veces, por la boca, por la nariz, por traqueotomía o por un tubo respiratorio, no todo es lo mismo. Cómo respiramos importa de verdad.

A vuestra milésima respiración, entenderéis por qué los humanos modernos son la única especie con dientes torcidos de forma crónica y por qué esto es relevante para la respiración. Sabréis cómo nuestra capacidad de respirar se ha deteriorado a lo largo de los años y por qué nuestros ancestros cavernícolas no roncaban. Habréis seguido a dos hombres de mediana edad en su paso por un estudio pionero y masoquista de veinte días en la Universidad de Stanford para poner a prueba la tradicional creencia de que la vía por la que respiramos —nariz o boca— no tiene repercusiones. Parte de lo que aprenderéis os arruinará días y noches, especialmente si roncáis. Pero en vuestras siguientes respiraciones encontraréis remedios.

A vuestra respiración tres mil, sabréis los elementos básicos de la respiración reparadora. Estas técnicas largas y lentas están abiertas a todo el mundo: viejos y jóvenes, enfermos y sanos, ricos y pobres. Se han practicado en el hinduismo, el budismo, el cristianismo y otras religiones durante miles de años, pero hasta tiempos recientes no hemos aprendido cómo pueden reducir la presión arterial, potenciar el rendimiento deportivo y equilibrar el sistema nervioso.

En la respiración seis mil, os habréis adentrado en la tierra de la respiración seria y consciente. Viajaréis por la boca y la nariz, descenderéis hasta los pulmones y conoceréis a un pulmonauta de mediados de siglo que curó el enfisema a veteranos de la Segunda Guerra Mundial y entrenó a velocistas olímpicos para que ganasen medallas de oro, todo ello aprovechando el poder de la exhalación.

Cuando llevéis ocho mil respiraciones, habréis llegado a una profundidad aún mayor dentro del cuerpo con tal de aprovechar el sistema nervioso. Descubriréis el poder de la hiperventilación. Conoceréis a pulmonautas que usaron la respiración para fortalecer columnas vertebrales escolióticas, para mitigar enfermedades autoinmunes y para sobrecalentarse en temperaturas bajo cero. Nada de eso parece posible y, aun así —como veréis—, lo es. A lo largo del camino, también seguiréis mi recorrido de aprendizaje, en el que intenté entender lo que me pasó en aquella casa victoriana hace diez años.

Para la respiración diez mil —ya al final del libro—, vosotros y yo sabremos cómo el aire que entra en nuestros pulmones afecta cada momento de nuestra vida y cómo podemos aprovechar todo su potencial hasta nuestro último aliento.

Este libro explorará muchas cosas: la evolución, la historia de la medicina, la bioquímica, la fisiología, la física, la resistencia atlética y mucho más. Pero, sobre todo, os explorará a vosotros.

Según la ley de los promedios, tomaréis aire seiscientos setenta millones de veces a lo largo de vuestra vida. Puede que hayáis tomado ya la mitad. Puede que estéis en la respiración 669.000.000. O tal vez os gustaría tomar aire unos cuantos millones de veces más.