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Capítulo 1: Los peores respiradores del reino animal

El paciente llegó, pálido y aletargado, a las 9.32 de la mañana. Hombre, de mediana edad, ochenta kilos. Parlanchín y simpático, pero visiblemente angustiado. Dolor: ninguno. Fatiga: un poco. Nivel de ansiedad: moderado. Temor ante la progresión y el desarrollo de futuros síntomas: alto.

El paciente informó de que había crecido en un entorno moderno en un barrio residencial, le habían dado biberones a partir de los seis meses y lo habían alimentado con potitos. La falta de masticación asociada a esa dieta blanda dificultó el desarrollo óseo de sus arcos dentales y de las cavidades sinusales,lo cual condujo a una congestión nasal crónica.

A los quince años el paciente subsistía mediante comida altamente procesada aún más blanda, consistente mayoritariamente en pan blanco, zumos de frutas edulcorados, verduras en conserva, bistecs congelados de la marca Steak-umm, bocatas con queso Velveeta, tacos de microondas, pastelitos Sno Ball de la marca Hostess y barritas Reggie! Su boca estaba tan poco desarrollada que no podía alojar sus treinta y dos dientes permanentes; incisivos y caninos crecieron torcidos, lo cual requirió extracciones, ortodoncia, contenciones y un aparato extraoral de refuerzo. Tres años de ortodoncia empequeñecieron aún más su boca ya de por sí pequeña, de modo que la lengua ya no encajaba bien entre los dientes. Cuando la sacaba, lo cual hacía a menudo, en los lados se veían unas marcas, signo que anticipaba el roncar.

A los diecisiete le arrancaron cuatro muelas del juicio impactadas, lo cual redujo aún más el tamaño de su boca al tiempo que aumentaba su probabilidad de desarrollar el atragantamiento nocturno crónico conocido como apnea del sueño. Al llegar a la veintena y a la treintena, su respiración se volvió más laboriosa y disfuncional y las vías respiratorias se le obstruyeron más. Su cara siguió un patrón de crecimiento vertical que le hizo desarrollar ojos caídos, mejillas blandas, una frente inclinada y una nariz prominente.

Esa boca, garganta y cráneo poco desarrollados y atrofiados, desafortunadamente, son los míos.

Estoy tumbado en la silla de exploración del Centro de Cirugía de Cabeza y Cuello del Departamento de Otorrinolaringología de la Universidad de Stanford mirándome a mí mismo, mirando dentro de mí. Durante los últimos minutos el doctor Jayakar Nayak, experto en cirugía nasal y sinusal, me ha estado metiendo con cuidado una cámara endoscópica por la nariz. Se ha adentrado tanto en mi cabeza que la cámara ha salido por el otro lado, en mi garganta.

«Di iiiii», dice el doctor. Nayak tiene una corona de pelo negro y lleva unas gafas cuadradas, unas deportivas con amortiguación y una bata blanca. Pero no estoy mirando su ropa o su cara. Yo llevo unas gafas de vídeo en las que veo en tiempo real el viaje a través de las dunas onduladas, las ciénagas pantanosas y las estalactitas que hay dentro de mis senos nasales gravemente dañados. Trato de no toser, atragantarme ni tener arcadas mientras el endoscopio desciende retorciéndose.

«Di iiiii», repite Nayak. Yo lo hago y miro cómo el tejido blando que hay alrededor de mi laringe, rosa y carnoso y cubierto de baba, se abre y se cierra como una flor de Georgia O’Keeffe a cámara lenta.

No es un crucero placentero. Veinticinco mil trillones de moléculas (un doscientos cincuenta seguido de veinte ceros)hacen esta misma travesía dieciocho veces por minuto, veinticinco mil veces al día. He venido aquí para ver, sentir y aprender por dónde se supone que ese aire va a entrar en nuestros cuerpos. Y he venido para decir adiós a mi nariz para los próximos diez días.

 

Durante el siglo pasado, la creencia predominante en la medicina occidental era que la nariz era, más o menos, un órgano secundario. Se creía que debíamos respirar por la nariz dentro de lo posible, pero que, si no se podía, no pasaba nada. Para eso estaba la boca.

Muchos médicos, investigadores y científicos todavía defienden esta posición. Hay veintisiete departamentos en los Institutos Nacionales de Salud de los Estados Unidos (NIH, en inglés) dedicados a los pulmones, los ojos, las enfermedades de la piel, los oídos, etc. La nariz y los senos no están representados en ninguno de ellos.

Nayak cree que esto es absurdo. Él es el jefe de investigación rinológica de Stanford. Dirige un laboratorio de renombre internacional centrado exclusivamente en comprender el poder oculto de la nariz. Nayak ha descubierto que esas dunas, estalactitas y ciénagas que hay dentro de la cabeza humana orquestan múltiples funciones para el cuerpo. Funciones vitales. «¡Esas estructuras están ahí por alguna razón!», me dijo antes. Nayak tiene una especial reverencia para con la nariz, que cree que en buena medida es una parte del cuerpo mal entendida y minusvalorada. Por eso le interesa tanto ver qué le ocurre a un cuerpo que funciona sin una nariz. Y esto es justo lo que me trajo aquí.

A partir de hoy, pasaré las próximas doscientas cincuenta mil respiraciones con tapones de silicona bloqueándome los orificios nasales y con cinta quirúrgica encima de los tapones para impedir que entre o salga de mi nariz siquiera una mínima cantidad de aire. Respiraré solamente por la boca, un experimento cruel que será agotador y horrible, pero que tiene un objetivo claro.

Un 40 % de la población actual padece obstrucción nasal crónica y cerca de la mitad de nosotros respiramos habitualmente por la boca;mujeres y niños son quienes lo sufren más. Hay muchas causas: del aire seco al estrés, de la inflamación a las alergias, de la contaminación a los fármacos.Pero gran parte de la culpa, como pronto descubriré, puede atribuirse al edificio, en decrecimiento constante, que hay en la parte delantera del cráneo humano.

Cuando la boca no crece hasta ser lo suficientemente ancha,el paladar tiende a aumentar hacia arriba y no hacia fuera, y de este modo forma lo que se llama paladar en forma de V o arqueado. El crecimiento hacia arriba impide el desarrollo de la cavidad nasal, lo que la hace encoger y que afecta a las delicadas estructuras que hay dentro de la nariz. Un espacio nasal reducido provoca obstrucción y dificulta el paso del aire. En conjunto, los humanos tienen la triste distinción de ser la especie más taponada de la Tierra.

Yo debería saberlo. Antes de examinar mis cavidades nasales, Nayak sacó una radiografía de mi cabeza que nos permitió obtener una vista en sección de todas las grietas y recovecos de mi boca, senos y vías respiratorias superiores.

«Tienes… algo», dijo. No tenía únicamente un paladar en forma de V, sino también una obstrucción «grave» del orificio nasal izquierdo causada por un tabique «gravemente» desviado. Mis senos también estaban plagados de una gran cantidad de deformidades llamadas concha bullosa. «Es muy poco común», dijo Nayak. Era una de esas expresiones que nadie quiere oír en boca de un médico.

Mis vías respiratorias eran un desastre tal que a Nayak le asombró que no hubiera sufrido aún más infecciones y problemas respiratorios de los que sufrí de niño. Pero estaba bastante seguro de que en el futuro podría tener cierto grado de problemas respiratorios graves.

A lo largo de los siguientes diez días de respiración forzada por la boca, me meteré dentro de una suerte de bola de cristal mucosa que amplificará y acelerará los efectos perniciosos en mi respiración y en mi salud, que no dejarán de empeorar a medida que envejezca. Pondré mi cuerpo en un estado que ya conoce, que la mitad de la población conoce, pero multiplicándolo muchas veces.

«Vale, ahora quédate quieto», dice Nayak. Agarra una aguja de acero con un cepillo metálico en el extremo, del tamaño aproximado de un cepillo para el rímel. Pienso yo: «No irá a meterme esa cosa en la nariz…». Pero unos segundos más tarde hace justamente eso.

Por las gafas de vídeo observo cómo Nayak maniobra para hacer entrar el cepillo a mayor profundidad. Sigue deslizándolo hasta que ya no está en mi nariz, ya no juguetea con mis pelos de la nariz, sino que está serpenteando por el interior de mi cabeza a unos cuantos centímetros de profundidad. «Quieto, quieto», dice el doctor.

Cuando se congestiona la cavidad nasal, disminuye la circulación del aire y aparecen bacterias. Estas bacterias se reproducen y pueden causar infecciones, catarros y más congestión. La congestión engendra congestión, lo cual no nos da otra opción que respirar habitualmente por la boca. Nadie sabe cuán tempranamente ocurre esta lesión. Nadie sabe con qué rapidez las bacterias se acumulan en una cavidad nasal obstruida. Nayak tiene que recoger un cultivo de mi tejido nasal profundo para averiguarlo.

Hago una mueca de dolor al ver cómo retuerce el cepillo a mayor profundidad, lo gira y se lleva una capa de mugre. A esta altura de la nariz, los nervios están diseñados para sentir el sutil flujo aéreo y leves modulaciones en la temperatura del aire, no cepillos de acero. Aunque ha untado una sustancia anestésica en el cepillo, lo noto igualmente. A mi cerebro le cuesta mucho saber exactamente qué hacer, cómo reaccionar. Es difícil de explicar, pero la sensación es como si alguien estuviera pinchando a un gemelo siamés que existe en algún lugar fuera de mi propia cabeza.

«Es una de las cosas que nunca pensaste que ibas a hacer con tu vida», dice Nayak riendo, y luego mete la punta sangrante del cepillo en un tubo de ensayo. Comparará las doscientas mil células de mis senos con otra muestra tomada dentro de diez días para ver cómo la obstrucción nasal afecta al crecimiento bacteriano. Sacude el tubo de ensayo, se lo da a su ayudante y me indica educadamente que me quite las gafas y que haga sitio para el próximo paciente.

El paciente número dos está apoyado en la ventana y hace fotos con el móvil. Tiene cuarenta y nueve años, la piel muy bronceada, el pelo cano y unos ojos azul Pitufo, y lleva unos vaqueros beis inmaculados y unos mocasines de piel sin calcetines. Se llama Anders Olsson y ha viajado ocho mil kilómetros desde Estocolmo, en Suecia. Como yo, ha apoquinado más de cinco mil dólares para participar en el experimento.

Había entrevistado a Olsson varios meses antes tras encontrar su sitio web. Tenía todas las señales de alerta de las estafas: fotos de un banco de imágenes de mujeres rubias haciendo poses heroicas en cimas de montañas, colores de neón, un uso desenfrenado de los signos de exclamación y tipografías de fantasía. Pero Olsson no era un personaje excéntrico. Había pasado diez años recopilando y llevando a cabo investigaciones científicas serias. Había escrito decenas de publicaciones y se había autopublicado un libro en el que explicaba la respiración partiendo del nivel subatómico, todo ello con referencias a cientos de estudios. También se había convertido en uno de los terapeutas de la respiración más respetados y populares de Escandinavia y había ayudado a miles de pacientes a curarse mediante el sutil poder de una respiración saludable.

Cuando mencioné, durante una de nuestras conversaciones por Skype, que iba a estar respirando por la boca a lo largo de diez días para un experimento, a Olsson le dio un escalofrío. Cuando le pregunté si quería participar, rechazó la oferta. «No quiero —declaró—. Pero tengo curiosidad.»

Ahora, meses después, Olsson deja caer su cuerpo afectado por el jet lag encima de la silla de la consulta, se pone las gafas de vídeo y toma una de sus últimas bocanadas nasales para las próximas doscientas cuarenta horas. A su lado, Nayak hace girar el endoscopio de acero de la misma forma que un batería de heavy metal trata su baqueta. «Vale, echa la cabeza hacia atrás», dice Nayak. Un giro de muñeca, un estiramiento de cuello y Nayak se adentra en las profundidades.

El experimento está programado en dos fases. La fase uno consiste en taponarnos la nariz e intentar que vivamos nuestra vida cotidiana. Comeremos, haremos ejercicio y dormiremos como siempre, pero lo haremos respirando solo por la boca. En la fase dos, comeremos, beberemos, haremos ejercicio y dormiremos como durante la fase uno, pero respiraremos por la nariz y practicaremos varias técnicas de respiración durante el día.

Entre ambas fases volveremos a Stanford y repetiremos los test que nos acaban de hacer: gasometría arterial, indicadores inflamatorios, niveles hormonales, olfato, rinometría y funcionamiento pulmonar, entre otras. Nayak comparará los datos y verá qué cambios hubo —si los hubo— en nuestros cerebros y cuerpos al modificar la forma de respirar.

Mis amigos me dedicaron una buena cantidad de soplidos de desaprobación cuando les hablé del experimento. «¡No lo hagas!», me alertaron algunos aficionados al yoga. Pero la mayoría simplemente se encogieron de hombros. «Yo llevo diez años sin respirar por la nariz», me dijo un amigo que había padecido alergias durante la mayor parte de su vida. Todos los demás dijeron el equivalente de «¿Qué problema hay? Respirar es respirar».

¿Lo es? Olsson y yo pasaremos los próximos veinte días averiguándolo.

 

 

Hace un tiempo, unos cuatro mil millones de años,nuestros antepasados más remotos aparecieron sobre unas rocas. Entonces éramos pequeños, una bola microscópica de lodo. Y teníamos hambre. Necesitábamos energía para vivir y multiplicarnos. Así que encontramos la manera de comer aire.

En ese momento, la atmósfera contenía mayoritariamente dióxido de carbono, que no es el mejor combustible, pero funcionaba bastante bien. Aquellas primeras versiones de nosotros aprendieron a tomar este gas, a descomponerlo y a escupir lo que sobraba: oxígeno. Durante los siguientes miles de millones de años, aquellas babas primigenias siguieron haciendo esto, comiendo más gas, creando más lodo y excretando más oxígeno.

Luego, hace unos dos mil millones y medio de años, había tanto oxígeno sobrante en la atmósfera que un antepasado carroñero se puso a usarlo.Aprendió a engullir aquel oxígeno sobrante y a excretar dióxido de carbono: el primer ciclo de la vida aeróbica.

Resultó que el oxígeno producía dieciséis veces más energía que el dióxido de carbono.Las formas de vida aeróbica aprovecharon este impulso para evolucionar, para dejar atrás las rocas cubiertas de lodo y hacerse más grandes y más complejas. Se arrastraron hasta la tierra, se sumergieron en las profundidades del mar y echaron a volar por el aire. Se convirtieron en plantas, árboles, pájaros, abejas y los primeros mamíferos.

Los mamíferos desarrollaron hocicos para calentar y purificar el aire, gargantas para guiar el aire hasta los pulmones y una red de bolsitas que extraen el oxígeno de la atmósfera y lo transfieren a la sangre. Las células aeróbicas que se agarraban a rocas pantanosas muchos eones atrás ahora conformaban los tejidos de los cuerpos de los mamíferos. Esas células tomaban oxígeno de nuestra sangre y devolvían dióxido de carbono, que viajaba de vuelta a las venas, atravesaba los pulmones y terminaba en la atmósfera: el proceso de respirar.

La capacidad de respirar tan eficientemente de maneras muy diversas —consciente e inconscientemente; rápido, lento y todo lo contrario— permitió a nuestros antepasados mamíferos capturar presas, escapar de depredadores y adaptarse a distintos entornos.

Todo iba de perlas hasta hace alrededor de un millón y medio de años, cuando las vías por las que tomábamos y expulsábamos aire empezaron a cambiar y a agrietarse. Aquello supuso un cambio que, más adelante en la historia, afectaría a la respiración de todos los seres humanos del planeta.

Yo había notado estas grietas durante gran parte de mi vida, y es probable que vosotros también las hayáis notado: narices congestionadas, ronquidos, cierto grado de resoplidos, asma, alergias y muchas cosas más. Siempre había pensado que eran una parte normal del hecho de ser humano. Prácticamente todas las personas que conocía sufrían algún problema u otro.

Pero al final me di cuenta de que estos problemas no se desarrollaban arbitrariamente. Había algo que los causaba. Y las respuestas podían encontrarse en una característica humana común y familiar.

 

Unos meses antes del experimento en Stanford, fui a Filadelfia para visitar a la doctora Marianna Evans, una ortodoncista e investigadora en odontología que había dedicado los años anteriores a analizar la boca de cráneos humanos, tanto antiguos como modernos. Estábamos en el sótano del Museo de Arqueología y Antropología de la Universidad de Pensilvania, rodeados por varios cientos de especímenes. Cada uno tenía grabada una inscripción con letras y números y se le había estampado su «raza»: beduino, copto, árabe de Egipto, negro nacido en África. Había prostitutas brasileñas, esclavos árabes y prisioneros persas. El espécimen más famoso, según me contaron, era un prisionero irlandés que había sido ahorcado en 1824 por matar y comerse a compañeros presos.

Los cráneos tenían un rango de entre doscientos y miles de años de antigüedad. Formaban parte de la Colección Morton, que lleva el nombre de un científico racista llamado Samuel Morton, quien a partir de la década de 1830 recogió esqueletos en un intento fracasado de demostrar la superioridad de la raza blanca. El único resultado positivo del trabajo de Morton son los cráneos que acumuló a lo largo de tantos años, que ahora ofrecen una instantánea de qué aspecto tenía la gente y cómo respiraba.

Donde Morton afirmaba ver razas inferiores y «degradación» genética, Evans descubrió algo cercano a la perfección. Para mostrar a lo que se refería, la dentista se dirigió a una vitrina y sacó un cráneo etiquetado como parsee —persa— de detrás del cristal protector. Se limpió un poco de polvo óseo de encima de la manga del jersey de cachemira y pasó una uña perfectamente recortada a lo largo de la mandíbula y la cara del cráneo.

«Estas partes son el doble de grandes que hoy en día», dijo con un acento ucraniano entrecortado. Señalaba las aberturas nasales, los dos agujeros que conectan los senos con la parte posterior de la garganta. Dio la vuelta al cráneo, de forma que nos estaba mirando fijamente. «Son muy anchas y pronunciadas», dijo en tono de aprobación.

Evans y su compañero de investigación, el doctor Kevin Boyd, un dentista pediátrico que trabaja en Chicago, han dedicado los últimos cuatro años a radiografiar más de cien cráneos de la Colección Morton y a calcular los ángulos desde la punta de la oreja hasta la nariz y desde la frente hasta el mentón. Estas medidas —llamadas plano de Fráncfort y perpendicular N— muestran la simetría de cada espécimen, lo bien proporcionada que era su boca en relación con la cara, la nariz respecto al paladar y, en gran parte, lo bien que los individuos a quienes pertenecían dichos cráneos debieron de respirar.

Todos los cráneos antiguos eran idénticos al ejemplar persa. Todos tenían unas enormes mandíbulas orientadas hacia delante. Tenían cavidades sinusales amplias y bocas anchas. Y, extrañamente, aunque ninguno de aquellos individuos antiguos usara nunca hilo dental, ni se cepillara los dientes, ni acudiera al dentista, todos tenían los dientes rectos.

El crecimiento facial hacia delante y las grandes bocas también creaban unas vías aéreas más anchas. Muy probablemente, aquellas personas nunca roncaban ni padecían apnea del sueño, sinusitis ni muchos otros problemas respiratorios crónicos que afectan a las poblaciones modernas. No los padecían porque no podían. Tenían la boca demasiado grande y las vías respiratorias demasiado anchas para que algo las bloqueara. Respiraban con facilidad. Casi todos los humanos antiguos compartían esta estructura hacia adelante: no solo en la Colección Morton, sino en todos los rincones del mundo. Esto se mantuvo vigente desde la aparición del Homo sapiens, hace unos trescientos mil años, hasta hace algunos cientos de años.

Posteriormente, Evans y Boyd compararon los cráneos antiguos con los cráneos modernos de sus propios pacientes y de otros individuos. Todos los cráneos modernos tenían el patrón de crecimiento opuesto, es decir, los ángulos del plano de Fráncfort y la perpendicular N estaban invertidos: las barbillas habían retrocedido por detrás de la frente, las mandíbulas se habían echado para atrás y los senos se habían encogido. Todos los cráneos modernos presentaban dientes torcidos en algún grado.

De las cinco mil cuatrocientas especies de mamíferos que hay en el planeta, ahora los humanos son los únicos que tienen sistemáticamente la mandíbula desalineada y sufren sobremordida, submordida e irregularidad dental, una dolencia llamada formalmente maloclusión.

Para Evans, aquello planteaba una cuestión fundamental: «¿Por qué evolucionamos para ponernos enfermos?», se preguntó en voz alta. Volvió a meter el cráneo persa dentro de la vitrina y sacó otro con la etiqueta Saccard. Su perfecta forma facial era una imagen invertida de los demás. «Esto es lo que estamos intentando averiguar», dijo Evans.

Evolución no siempre significa progreso, me dijo Evans. Significa cambio. Y la vida puede cambiar a mejor o a peor. Actualmente, el cuerpo humano está cambiando de maneras que no tienen nada que ver con la «supervivencia de los más aptos». En lugar de eso, estamos adoptando y transmitiendo características que van en detrimento de nuestra salud. Este concepto, llamado desevolución, popularizado por el biólogo de la Universidad de Harvard Daniel Lieberman,explica por qué nos duelen la espalda o los pies y por qué nuestros huesos son cada vez más frágiles. La desevolución también ayuda a explicar por qué respiramos tan mal.

Para entender cómo sucedió todo eso y por qué, Evans me dijo que teníamos que remontarnos a hace tiempo. Mucho tiempo. A antes de que el Homo sapiens ni siquiera fuera sapiens.

 

 

Qué criaturas tan extrañas. En medio de la alta hierba de la sabana, con los brazos larguiruchos y los codos puntiagudos, mirando al mundo ancho y salvaje con unas frentes que parecían viseras peludas. Mientras la brisa mecía la hierba, nuestros orificios nasales —del tamaño de una gominola— se abrían, por encima de nuestras bocas con el mentón poco definido, y recogían los aromas que traía el viento.

Eso ocurría hace 1,7 millones de años, cuando el primer antepasado humano, el Homo habilis, deambulaba por las costas orientales de África. Ya hacía tiempo que habíamos dejado los árboles, habíamos aprendido a andar sobre nuestras piernas y nos habíamos entrenado para usar el pequeño «dedo» del interior de la mano, a voltearlo para lograr un pulgar oponible. Usábamos ese pulgar y los dedos para agarrar cosas, para arrancar plantas, raíces y hierbas de la tierra y para construir herramientas de caza hechas de piedra que eran lo suficientemente afiladas como para cortar lenguas de antílopes y separar la carne de los huesos.

Comer esa dieta cruda requería mucho tiempo y esfuerzo. Así que juntábamos piedras y despeñábamos presas contra las rocas. Ablandar la comida —especialmente la carne— nos ahorraba parte del esfuerzo de digerir y masticar, lo cual nos permitía ahorrar energía.Y esa energía extra la empleamos para desarrollar un cerebro más grande.

Cocinar los alimentos fue algo aún mejor.Hace unos ochocientos mil años,empezamos a procesar la comida con el fuego, lo cual aportaba una cantidad enorme de calorías adicionales. Nuestros grandes intestinos, que ayudaban a descomponer frutas y hortalizas duras y fibrosas, se encogieron considerablemente con esa nueva dieta, y solo este cambio nos permitió ahorrar aún más energía.Un ancestro más moderno, el Homo erectus, lo usó para desarrollar un cerebro todavía más grande: un asombroso crecimiento de un 50 % con respecto al cerebro de los antepasados habilis.

Empezamos a parecernos menos a los simios y más a los humanos. Si pudierais agarrar a un Homo erectus, ponerle un traje de Brooks Brothers y colocarlo en el metro, probablemente nadie se daría cuenta.Estos ancestros antiguos eran lo suficientemente parecidos a nosotros en términos genéticos que podrían dar a luz a nuestros hijos.

La innovación de machacar y cocinar la comida, sin embargo, tuvo consecuencias. El cerebro, en rápido crecimiento, necesitaba espacio para extenderse y lo tomó de la parte delantera de nuestra cara, que albergaba los senos, la boca y las vías respiratorias. Con el tiempo, los músculos del centro de la cara se aflojaron y los huesos de la mandíbula se debilitaron y se volvieron más finos. La cara se acortó y la boca se empequeñeció, lo cual dejó una protuberancia ósea que sustituía el hocico aplastado de nuestros ancestros. Esta nueva característica era únicamente nuestra y nos distinguía de los demás primates: la nariz prominente.

El problema era que esta nariz más pequeña, en posición vertical,era menos eficiente al filtrar el aire y nos exponía a más patógenos y bacterias transportados por el aire. Unos senos y boca más pequeños también redujeron el espacio que hay en nuestra garganta. Cuanto más cocinábamos y más comida blanda y rica en calorías consumíamos, más grandes eran nuestros cerebros y más estrechas se volvían nuestras vías respiratorias.

El Homo sapiens surgió en la sabana africana hace cerca de unos trescientos mil años. Estábamos junto a una camarilla de otras especies humanas: el Homo heidelbergensis, una criatura robusta que construía refugios y perseguía caza mayor en lo que es actualmente Europa; el Homo neandertalensis (los neandertales), con su nariz enorme y unas extremidades achaparradas, que aprendió a confeccionar ropa y a prosperar en ambientes gélidos;y el Homo naledi, un retroceso a antecesores anteriores, con un cerebro diminuto, caderas acampanadas y unos brazos flacuchos que colgaban de un cuerpo rechoncho.

Qué espectáculo podría haber sido ver a todas esas especies variopintas reunidas alrededor de un resplandeciente fuego de campo por la noche, una cantina de La guerra de las galaxias con humanos primitivos, sorbiendo agua de río de un coco partido, quitándose larvas del pelo unos a otros, comparándose el arco superciliar y escondiéndose detrás de unas rocas para mantener relaciones sexuales entre especies bajo la luz de las estrellas.

Y luego, se acabó. Los neandertales, con su gran napia, los escuálidos naledi o los heidelbergensis, de cuello grueso, todos murieron por enfermedades, por el clima, porque se mataron entre ellos o fueron eliminados por animales, por la holgazanería o por otra cosa. Solo quedaron unos únicos humanos del largo árbol genealógico: nosotros.

En los climas más fríos, nuestra nariz se estrechó y se alargó para calentar de forma más eficiente el aire antes de que nos entrara en los pulmones; nuestra piel se volvió más clara para absorber más luz solar y producir vitamina D. En ambientes soleados y cálidos, desarrollamos una nariz más ancha y chata,que era más eficiente inhalando aire caliente y húmedo;nuestra piel se oscureció para protegernos del sol. Por el camino, la laringe descendió dentro de la garganta para acomodar otra adaptación: la comunicación oral.

La laringe funciona como una válvula que transporta comida al estómago e impide que inhalemos alimentos u otros objetos. Todo animal —y cualquier otra especie Homo— había desarrollado una laringe más larga, situada hacia el extremo superior de la garganta. Eso tenía sentido, pues una laringe elevada funciona con más eficiencia, lo cual, en caso de que algo se nos atasque en las vías respiratorias, permite al cuerpo librarse de ello rápidamente.

A medida que los humanos desarrollaron el habla, la laringe descendió, lo cual abrió un espacio en la parte posterior de la boca y permitió realizar una mayor variedad de vocalizaciones y volúmenes.Los labios, ahora más pequeños, eran más fáciles de manipular, y siguieron evolucionando para ser más delgados y menos prominentes. Una lengua más ágil y flexible facilita controlar el matiz y la estructura de los sonidos, de modo que la lengua se deslizó hasta más abajo de la garganta y empujó la mandíbula hacia delante.

Pero esa laringe más baja se volvió menos eficiente para su propósito original. Dejaba demasiado espacio en la parte posterior de la boca y hacía que los humanos primitivos tuvieran más posibilidades de atragantarse.Podíamos asfixiarnos si tragábamos algo demasiado grande y nos atragantábamos con objetos más pequeños que engullíamos rápida y descuidadamente. Los sapiens se convertirían en los únicos animales —y en la única especie humana— que podría morir fácilmente atragantándose con comida.

Extrañamente —y tristemente—, las mismas adaptaciones que permitirían a nuestros ancestros superar en inteligencia, capacidad de maniobra y longevidad a otros animales —el dominio del fuego y el procesado de los alimentos, un cerebro enorme y la habilidad de comunicarse con un amplio rango de sonidos— nos obstruirían la boca y garganta y nos dificultarían la respiración. Este crecimiento hacia atrás, muchos años después, nos llevaría a ser propensos a atragantarnos con nuestro propio cuerpo al dormir: nos provocaría el roncar.

Nada de eso importaba para los primeros humanos, obviamente. Durante decenas de miles de años, nuestros ancestros usaron sus cabezas extremadamente desarrolladas para respirar perfectamente bien. Armados con una nariz, una voz y un cerebro desmesurado, los humanos conquistaron el mundo.

 

 

Llevaba pensando en nuestros pilosos antepasados desde que había visitado a la doctora Evans meses antes. Allí estaban ellos, agazapados a lo largo de la rocosa costa africana, articulando las primeras vocales con sus labios flexibles, haciendo fáciles inhalaciones a través de sus enormes orificios nasales y saboreando conejo cocido con sus dientes perfectos.

Y aquí estoy yo, con la boca entreabierta bajo una luz led, mirando la página del Homo floresiensis en la Wikipedia en el móvil, masticando pedacitos de una barrita nutritiva baja en carbohidratos, con los dientes torcidos, tosiendo y resoplando y sin aspirar ni siquiera un sorbito de aire por mi nariz taponada.

Es la noche del segundo día del experimento de Stanford y estoy en la cama con los tapones de silicona metidos en las cavidades nasales, cubiertas con cinta. Durante las últimas noches, he estado despatarrado en una parte de mi casa normalmente reservada a parientes y amigos. Tenía la sensación de que mi estilo de vida respirando por la boca sería un desafío para mi mujer. Tumbado aquí, revolviéndome en la cama, pensando en los cavernícolas y sin poder dormir, estoy contento de haberme trasladado.

Tengo un pulsioxímetro del tamaño de una cajetilla de cerillas atado a la muñeca. De él sale un cable rojo brillante que me envuelve el dedo medio. Cada pocos segundos, el aparato registra mi frecuencia cardíaca y mis niveles de oxígeno en sangre, y usa esa información para evaluar la frecuencia y la gravedad con que mi lengua demasiado profunda podría quedar atascada en mi boca, demasiado pequeña, y obligarme a aguantar la respiración, una afección conocida popularmente como apnea del sueño.

Para medir la gravedad de mis ronquidos y de la apnea, me he descargado una aplicación móvil que graba una pista constante de audio durante toda la noche y luego presenta un gráfico minuto a minuto de la salud respiratoria cada mañana. Una cámara de seguridad con visión nocturna situada justo encima de mi cama monitoriza todos mis movimientos.

Tanto la inflamación de la garganta como los pólipos contribuyen a que se ronque y a que se hagan apneas. La obstrucción nasal también provoca ese atragantamiento nocturno,pero nadie sabe con qué velocidad ocurre el daño o lo grave que podría llegar a ser. Hasta ahora, nadie lo había analizado.

La noche anterior, en mi primera vuelta de sueño con obstrucción nasal autoinfligida, mis ronquidos aumentaron un 1.300 %, hasta los setenta y cinco minutos a lo largo de toda la noche. Las cifras de Olsson fueron aún peores. Él pasó de cero a cuatro horas y diez minutos. Yo también sufrí un aumento por cuatro de las apneas. Todo esto en tan solo veinticuatro horas.

Ahora, tumbado aquí de nuevo, da igual lo mucho que intente relajarme y someterme al experimento, me supone un desafío. Cada 3,3 segundos me entra por la boca aire sin filtrar, sin humedecer y sin calentar: me seca la lengua, me irrita la garganta y me fastidia los pulmones. Y todavía me quedan 175.000 respiraciones.