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Capítulo 2: Respirar por la boca

Son las ocho y cuarto de la mañana y Olsson entra de golpe, a lo Kramer de Seinfield, por la puerta lateral del piso de la planta baja en el que estoy. «¡Buenos días!», dice gritando. Lleva unas bolitas de silicona metidas en la nariz, un pantalón corto de pijama y una sudadera Abercrombie & Fitch.

Olsson alquiló un estudio enfrente del mío para este mes, suficientemente cerca para venir a hurtadillas en pijama, pero no tanto como para no parecer un bicho raro al hacerlo. Su cara, antes bronceada y brillante, ahora está sombría y amarillenta, y parece Gary Busey en aquel retrato policial. Tiene la misma expresión de estar colocado que tenía ayer; la misma sonrisa atormentada que tenía anteayer y el otro.

Hoy estamos en la mitad de la fase del experimento de respiración bucal. Y hoy, como cada dos días, como ha estado haciendo tres veces al día —mañana, mediodía y noche—, Olsson se sienta conmigo a la mesa. Uno-dos-tres: encendemos un montón de máquinas que hacen sus pitidos y ruiditos encima de la mesa, nos atamos unos brazaletes, nos colocamos sensores de electrocardiograma en las orejas, nos metemos un termómetro en la boca y empezamos a introducir nuestros datos fisiológicos en hojas de cálculo. Los datos revelan lo que han revelado los días anteriores: respirar por la boca nos está destrozando la salud.

Mi presión arterial se ha disparado una media de trece puntos desde donde estaba antes del experimento, lo cual me deja en fase uno de hipertensión. De no controlarlo, este estado de presión arterial crónicamente elevada —compartido por un tercio de la población estadounidense— puede provocar ataques al corazón, derrames cerebrales y otros problemas graves. Mientras tanto, la variabilidad de mi frecuencia cardíaca, un indicador del equilibrio del sistema nervioso, se ha desplomado, lo cual hace pensar que mi cuerpo está en un estado de estrés.Luego está mi pulso, que se ha incrementado, la temperatura corporal, que ha disminuido, y la claridad mental, que ha tocado fondo. Los datos de Olsson son un espejo de los míos.

Pero la peor parte de todo eso es cómo nos sentimos: fatal. Día tras día, todo parece que va a peor. Y cada día, a esa misma hora, Olsson termina su último test, se quita la máscara respiratoria de entre su pelo de algodón blanco, se pone de pie y se mete los tapones de silicona un poco más adentro de los orificios nasales. Vuelve a ponerse la sudadera y dice: «Nos vemos luego», y se va. Yo asiento y observo cómo sus pantuflas trotan por el vestíbulo y regresan al otro lado de la calle.

El protocolo final de análisis —comer— lo hacemos solos. A lo largo de las dos fases del experimento, comeremos la misma comida a la misma hora y registraremos continuamente nuestros niveles de azúcar en sangre a la vez que daremos la misma cantidad de pasos durante el día para ver de qué manera respirar por la boca o por la nariz puede afectar al peso y al metabolismo. Hoy la comida son tres huevos, medio aguacate, una rebanada de pan integral alemán y una jarra de té Lapsang. Lo cual significa que, dentro de diez días, volveré a estar sentado en esta cocina comiendo este mismo menú.

Después de comer, lavo los platos, limpio los filtros usados, las tiritas de pH y los pósits que hay en el salón-laboratorio y respondo algunos correos. A veces Olsson y yo pasamos el rato experimentando con maneras más cómodas y efectivas de mantener bloqueada la nariz: con tapones resistentes al agua (demasiado duros), con tapones de espuma (demasiado blandos), con una pinza de nadador (demasiado dolor), con una mascarilla nasal CPAP (cómodo, pero parece un objeto de bondage), con papel higiénico (demasiado vaporoso), con chicle (demasiado viscoso) y, finalmente, con cinta quirúrgica encima de tapones de espuma o silicona, lo cual es irritante y asfixiante, pero es la opción menos atroz.

No obstante, la mayor parte del tiempo, todos los días, cada día de los últimos cinco, Olsson y yo hemos pasado el tiempo en nuestros pisos odiando la vida. Yo a menudo siento como si estuviera atrapado en una sitcom triste en la que nadie se ríe, un día de la marmota de sufrimiento perpetuo e incesante.

 

Afortunadamente, hoy es un poco distinto. Hoy Olsson y yo damos una vuelta en bici. No por un paseo marítimo ni a la sombra del Golden Gate, sino dentro de las paredes de hormigón de un gimnasio del barrio iluminado con luces fluorescentes.

Lo de la bici fue idea de Olsson. Se había pasado unos diez años investigando las diferencias de rendimiento entre respirar por la nariz y por la boca al hacer ejercicio intenso. Había realizado sus propios estudios con atletas de Crossfit y había trabajado con entrenadores. Había llegado a la conclusión de que respirar por la boca puede poner el cuerpo en un estado de estrés que nos puede cansar más deprisa y puede minar el rendimiento deportivo. Insistió en que, durante algunos días a lo largo de cada fase del experimento, nos montáramos en unas bicicletas estáticas y pedaleáramos hasta el extremo de nuestra capacidad aeróbica. El plan era reunirnos en el gimnasio a las diez y cuarto de la mañana.

Me puse un pantalón corto, agarré la pulsera de actividad fitness, un par extra de tapones de silicona, una botella de agua y salí por el patio trasero. Esperando junto a la verja está Antonio, albañil y amigo desde hace años que ha estado haciendo reformas en el piso de arriba de mi casa. Me echa una mirada y, antes de que yo pueda llegar a la salida, se da cuenta de que llevo los tapones rosas para los oídos metidos en la nariz. Entonces deja los tablones de madera que lleva en brazos y se acerca para verme mejor.

Conocía a Antonio desde hacía quince años, y el hombre sabía las excéntricas historias que yo había investigado anteriormente por lugares remotos. Él siempre se había interesado y me había apoyado. Pero aquello terminó cuando le conté lo que estaba haciendo esa semana.

«Es una mala idea —dice—. En el colegio, cuando era pequeño, los profesores se paseaban por la clase, tío, y pap-pap-pap.» Se da unos golpecitos en la nuca para darle más énfasis. «Si estás respirando por la boca, te llevas un pap», dice. Respirar por la boca provoca enfermedades y es una falta de respeto, me cuenta, motivo por el cual él y el resto de la gente que creció en Puebla, en México, aprendieron a respirar por la nariz.

Antonio me contó que su pareja, Janet, padece obstrucción crónica y secreción nasal. El hijo de Janet, Anthony, también respira por la boca de forma crónica. Está empezando a sufrir los mismos problemas. «Yo no dejo de decirle que esto es malo, que intenten arreglarlo —dijo Antonio—. Pero es difícil, tío.»

Me había contado una historia parecida un hombre indobritánico llamado David unos días antes, cuando Olsson y yo intentamos salir a correr por primera vez con la nariz taponada junto al puente Golden Gate. David se percató de nuestras vendas en la nariz, nos paró y nos preguntó qué estábamos haciendo. Luego nos contó que había tenido problemas de obstrucción toda su vida. «Siempre taponado o goteando, nunca tuve la sensación de tener las vías abiertas», dijo. Se había pasado los últimos veinte años rociándose varios medicamentos por los agujeros de la nariz, pero con el tiempo se volvieron menos efectivos. Ahora había desarrollado problemas respiratorios crónicos.

Para evitar escuchar más historias como estas y sortear cualquier atención no deseada, había aprendido a salir solamente cuando era imprescindible. No me malinterpretéis: a la gente de San Francisco le encantan los bichos raros. Hace tiempo había un tipo que solía andar por Haight Street con un agujero en la parte de atrás de los vaqueros de modo que su cola —una cola humana real de unos trece centímetros— pudiera balancearse libremente detrás de él. La gente raramente lo miraba dos veces.

Pero vernos a Olsson y a mí con tapones y cinta, o lo que fuera, dentro y alrededor de la nariz ha resultado ser demasiado para la gente de la ciudad. Adondequiera que vayamos, o nos hacen preguntas o nos cuentan la larga historia de alguien con dolencias respiratorias, la congestión que tiene, cómo no dejan de empeorarle las alergias, cómo le duele la cabeza y cómo le está afectando al sueño a medida que va empeorándole la respiración.

Me despido de Antonio, me bajo un poco la visera de la gorra para esconder mi cara taponada y corro un par de manzanas hasta el gimnasio. Paso por el lado de mujeres andando deprisa en una cinta y señores mayores en máquinas de levantar peso. No puedo evitar fijarme en que todos respiran por la boca.

Luego enciendo el oxímetro de pulsera, pongo el cronómetro, me monto en una bici estática, ato mis pies a los pedales y me pongo en marcha.

El experimento de la bici es una repetición de varios estudios realizados hace veinte años por el doctor John Douillard, entrenador de deportistas de élite, desde la estrella del tenis Billie Jean King hasta triatletas, pasando por los Nets de Nueva Jersey. En los años noventa, Douillard se convenció de que respirar por la boca estaba perjudicando a sus clientes. Para demostrarlo, reunió a un grupo de ciclistas profesionales, los equipó con sensores para registrar su frecuencia cardíaca y respiratoria y los hizo montar en bicis estáticas. A lo largo de varios minutos, Douillard aumentó la resistencia de los pedales, lo cual exigía a los atletas que destinaran progresivamente más energía a medida que avanzaba el experimento.

Durante el primer ensayo, Douillard dijo a los deportistas que respiraran en todo momento por la boca. A medida que se incrementaba la intensidad, también aumentaba la frecuencia respiratoria, como ya se preveía. Cuando los atletas alcanzaron la fase más dura del test, pedaleando a doscientos vatios de potencia, jadeaban y les costaba recobrar el aliento.

Luego Douillard repitió la prueba con los atletas respirando por la nariz. A medida que se incrementaba la intensidad del ejercicio durante esta fase, la frecuencia respiratoria disminuyó. En la fase final, a doscientos vatios, un sujeto que había estado respirando a un ritmo de cuarenta y siete respiraciones por minuto ahora respiraba catorce veces por minuto al hacerlo por la nariz. El deportista mantuvo la misma frecuencia cardíaca a la que había comenzado la prueba, a pesar de que la intensidad del ejercicio se incrementó por diez.

Simplemente entrenarse a respirar por la nariz, según dijo Douillard, podía reducir a la mitad el esfuerzo total y proporcionar enormes avances en la resistencia. Al respirar por la nariz, los atletas se sentían fortalecidos y no exhaustos. Todos prometieron no volver a respirar por la boca nunca más.

Durante los próximos treinta minutos montado en la bici estática, seguiré el protocolo de la prueba de Douillard, pero en lugar de medir el esfuerzo con peso, usaré la distancia. Mantendré mi frecuencia cardíaca a ciento treinta y seis pulsaciones por minuto y al mismo tiempo mediré lo lejos que puedo ir con la nariz taponada y respirando solo por la boca. Olsson y yo vendremos de nuevo durante los próximos días y regresaremos la semana que viene para repetir el test respirando solo por la nariz. Estos datos nos darán una visión general de cómo afectan a la resistencia y a la eficiencia energética estos dos canales respiratorios.

 

Para entender cómo y por qué el experimento de Douillard funcionó, primero debemos entender cómo el cuerpo produce energía a partir del aire y la comida. Hay dos opciones: con oxígeno, un proceso conocido como respiración aeróbica, y sin oxígeno, lo que se denomina respiración anaeróbica.

La energía anaeróbica es generada únicamente con glucosa (un monosacárido) y nuestro cuerpo puede acceder a ella de forma más fácil y más rápida. Es como un sistema de reserva y de propulsión turbo para cuando el cuerpo no tiene suficiente oxígeno.Pero la energía anaeróbica es ineficiente y puede ser tóxica, pues crea un exceso de ácido láctico.Las náuseas, la debilidad muscular y el sudor que experimentamos después de un esfuerzo excesivo en el gimnasio es la sensación de una sobrecarga anaeróbica.Este proceso explica por qué los primeros minutos de un entrenamiento intenso a menudo son terribles. Nuestros pulmones y nuestro sistema respiratorio no han logrado suministrar el oxígeno que necesita el cuerpo, por lo cual este tiene que recurrir a la respiración anaeróbica. Esto explica también por qué, tras un calentamiento, parece más fácil hacer ejercicio. El cuerpo ha pasado de la respiración anaeróbica a la aeróbica.

Estos dos tipos de energía se fabrican en fibras musculares distintas del cuerpo. Puesto que la respiración anaeróbica está pensada como un sistema de reserva, nuestros cuerpos están construidos con menos fibras musculares anaeróbicas.Si usamos esos músculos menos desarrollados con demasiada frecuencia, al final se averían.Se producen más lesiones en el frenesí para ir al gimnasio después de Año Nuevo que en cualquier otro momento del año, porque demasiada gente intenta hacer ejercicio por encima de sus límites. En esencia, la energía anaeróbica es como un coche de músculos: es rápido y responde bien a los trayectos rápidos, pero contamina y no es práctico para viajes largos.

Por ese motivo es tan importante la respiración aeróbica. ¿Recordáis aquellas células que evolucionaron para comer oxígeno hace dos mil quinientos millones de años y que dieron comienzo a una explosión de vida? Tenemos treinta y siete billones de ellas en nuestro cuerpo.Cuando hacemos funcionar nuestras células aeróbicamente con oxígeno, obtenemos dieciséis veces más de eficiencia energética que anaeróbicamente.La clave para hacer ejercicio —y para el resto de la vida— es permanecer en esa zona aeróbica, eficiente energéticamente, de combustión limpia y de consumo de oxígeno la mayor parte del tiempo durante el ejercicio y en todo momento mientras estamos en reposo.

De vuelta al gimnasio, pedaleo un poco más fuerte, hago respiraciones un poco más profundas y observo cómo mi frecuencia cardíaca aumenta constantemente, de ciento doce a ciento catorce y para arriba. Durante los próximos tres minutos de calentamiento, tengo que alcanzar los ciento treinta y seis y luego mantenerme ahí durante media hora. Esta frecuencia debería ser adecuada para el límite aeróbico/anaeróbico de un hombre de mi edad.

En los años setenta, Phil Maffetone, un entrenador de primer nivel que trabajaba con deportistas olímpicos, ultramaratonianos y triatletas, descubrió que la mayor parte de las rutinas de entrenamiento estándar podían ser más perjudiciales que beneficiosas para los deportistas.El motivo es que todo el mundo es distinto y cada persona reacciona al entrenamiento a su manera. Ponerse a hacer cien flexiones puede ser fantástico para una persona, pero dañino para otra. Maffetone personalizó su entrenamiento para centrarse en un indicador más subjetivo como la frecuencia cardíaca, lo cual garantizaba que sus atletas permanecieran dentro de una zona aeróbica definida y que quemaran más grasa, se recuperaran antes y volvieran al día siguiente —y al año siguiente— para hacerlo de nuevo.

Encontrar la mejor frecuencia cardíaca para hacer ejercicio es fácil: hay que restar la edad que uno tiene de ciento ochenta.El resultado nos indica el máximo que nuestro cuerpo puede aguantar en estado aeróbico. Se pueden hacer largas sesiones de entrenamiento y ejercicio por debajo de esta frecuencia, pero nunca por encima;si no, el cuerpo corre el riesgo de descender demasiado en la zona anaeróbica durante demasiado tiempo. En lugar de sentirse con energía y fuerza tras una rutina de ejercicio, nos sentimos cansados, temblorosos y con náuseas.

Esto es, básicamente, lo que me está ocurriendo a mí. Después de media hora de pedaleo vigoroso y jadeando con la boca abierta, el reloj de la bici estática llega a cero y el engranaje de las marchas se ralentiza hasta pararse. Estoy sudando abundantemente y me siento soñoliento, pero he pedaleado solamente un total de 10,36 kilómetros. Me bajo de la bici y dejo que Olsson dé su vueltecita. Luego regreso al laboratorio casero para darme una ducha, beber un vaso de agua y hacerme más pruebas.

 

 

Décadas antes de que Olsson y yo nos taponáramos la nariz, y antes de que Douillard pusiera a sus ciclistas a prueba, los científicos llevaban a cabo sus propios test sobre las ventajas y los inconvenientes de respirar por la boca.

Uno de ellos era Austen Young, un médico emprendedor de Inglaterra que en los años sesenta trató a una serie de personas con sangrado nasal crónico cosiéndoles los orificios nasales. Una de las seguidoras de Young, Valerie J. Lund, recuperó el procedimiento en los noventa y suturó los agujeros de decenas de pacientes. Intenté repetidamente ponerme en contacto con Lund para preguntarle cómo se encontraban sus pacientes tras semanas, meses y años respirando por la boca, pero no obtuve respuesta. Afortunadamente, aquellas consecuencias fueron expresadas por un ortodoncista e investigador noruego-americano que perseguía unos objetivos muy distintos.

Los abominables experimentos de Egil P. Harvold en los setenta y los ochenta no caerían muy bien a la organización por los animales PETA o a nadie a quien le hayan importado alguna vez los animales. Trabajando desde un laboratorio de San Francisco, Harvold reunió una tropa de monos Rhesus y rellenó las cavidades nasales de la mitad de ellos con silicona.Los animales con la nariz obstruida no podían quitarse los tapones y no podían respirar en absoluto por la nariz. Estaban forzados a adaptarse a respirar constantemente por la boca.

A lo largo de los siguientes seis meses, Harvold midió los arcos dentales de los animales, los ángulos de sus mentones, la longitud de su cara y otras partes. Los monos taponados desarrollaron todos el mismo patrón de crecimiento hacia abajo, el mismo estrechamiento del arco dental y una boca grande. Harvold repitió aquellos experimentos, esta vez manteniendo a los animales con la nariz taponada durante dos años. Les fue aún peor. Durante el proceso sacó muchas fotografías.

Estas fotos rompen el corazón no solo por los pobres monos, sino porque también ofrecen un reflejo muy claro de lo que le ocurre a nuestra propia especie: pasados solo algunos meses, la cara se nos alarga, la boca nos queda entreabierta y los ojos se vuelven inexpresivos.

Resulta que respirar por la boca cambia el cuerpo físico y transforma nuestras vías respiratorias, todo para mal.Inhalar aire por la boca hace descender la presión, lo cual provoca que los tejidos blandos de la parte posterior de la boca queden flojos y se flexionen hacia dentro, un proceso que reduce el espacio y hace que respirar sea más complicado. La respiración bucal genera más respiración bucal.

Inhalar por la nariz tiene el efecto opuesto. Fuerza que el aire pegue contra todos los tejidos blandos que hay en la parte posterior de la garganta, lo cual ensancha las vías respiratorias y facilita la respiración. Pasado un tiempo, estos tejidos y músculos se «tonifican» para permanecer en esta posición abierta y ancha. La respiración nasal genera más respiración nasal.

«Le pase lo que le pase a la nariz, afecta a lo que está ocurriendo en la boca, las vías respiratorias y los pulmones», me dijo Patrick McKeown durante una entrevista por teléfono.McKeown es un autor irlandés de gran éxito y uno de los principales expertos mundiales en la respiración nasal. «Esos elementos no son cosas separadas que operen de manera autónoma; forman una vía respiratoria unida», me dijo.

Nada de eso debería sorprendernos. Cuando llegan las alergias estacionales, se disparan los casos de apnea del sueño y de dificultades respiratorias.La nariz queda taponada, empezamos a respirar por la boca y las vías respiratorias se colapsan. «Es simple física», me dijo McKeown.

Dormir con la boca abierta agrava estos problemas. Cuando recostamos la cabeza sobre una almohada, la gravedad tira hacia abajo los tejidos blandos de la garganta y la lengua, con lo cual bloquea aún más el canal de respiración. Al cabo de un rato, nuestras vías respiratorias quedan condicionadas a esta posición; roncar y hacer apneas se vuelve la nueva normalidad.

 

 

Es la última noche de la fase de obstrucción nasal del experimento y estoy, una vez más, sentado en la cama mirando por la ventana.

Al entrar una brisa del Pacífico, lo cual ocurre muchas noches, las sombras de los árboles y las plantas que se ven en el muro del patio trasero empiezan a moverse y forman un caleidoscopio cromático. En un momento dado, se reorganizan como un cuadro de señores de Edward Gorey en chaleco y luego en unas escaleras torcidas de Escher. Otra ráfaga de viento y las escenas se desintegran y vuelven a juntarse formando algo reconocible: helechos, hojas de bambú, buganvillas.

Esta es una manera elaborada de decir: no puedo dormir. He tenido la cabeza recostada en almohadas y he estado tomando notas sobre estas espeluznantes figuras durante quince, veinte o quizá cuarenta minutos. Inconscientemente trato de aspirar y limpiarme la nariz, pero me viene una punzada de dolor a la cabeza. Es un dolor de cabeza sinusal y, en mi caso, autoinfligido.

Todas las noches a lo largo de la última semana y media he notado como si me estuviera atragantando lentamente hasta morir mientras dormía y como si mi garganta estuviera cerrándose. Porque justamente esto es lo que nos pasaba a mi garganta y a mí. Muy probablemente, respirar a la fuerza por la boca estaba cambiando la forma de mis vías respiratorias, al igual que lo hizo con los monos de Harvold.

Los cambios no tuvieron lugar en cuestión de meses, sino de días. La situación empeoraba con cada bocanada que inspiraba.

Mis episodios de ronquidos se han incrementado un 4.820 % en los últimos diez días. Por primera vez, que yo sea consciente, empiezo a sufrir apnea obstructiva del sueño.En mi peor día, he hecho una media de veinticinco «episodios de apnea», lo que significa que me estaba ahogando de tal forma que mis niveles de oxígeno descendieron a menos de un 85 %.

Cuando el nivel está por debajo del 90 %, la sangre no puede transportar suficiente oxígeno a los tejidos corporales. Si esto dura demasiado, puede provocar insuficiencia cardíaca, depresión, problemas de memoria y muerte prematura. Mis ronquidos y mi apnea del sueño aún están muy por debajo de ser una enfermedad diagnosticada, pero los resultados iban empeorando a medida que seguía con la nariz taponada.

Cada mañana Olsson y yo escuchábamos grabaciones de nosotros durmiendo la noche anterior. Al principio nos reíamos, luego nos asustamos un poco: lo que oíamos no eran los sonidos de unos felices borrachos dickensianos, sino de unos hombres estrangulados hasta la muerte por sus propios cuerpos.

«Más saludable dormir… con la boca cerrada», escribió Levinus Lemnius, un médico holandés del siglo XVI al que se le atribuye ser uno de los primeros que estudió el roncar.Incluso en esa época, Levinus sabía lo nociva que podía ser la obstrucción respiratoria al dormir. «Pues quienes duermen con la mandíbula extendida, a causa de su respiración, y del aire arrojado de un lado a otro, tienen la lengua y el paladar secos, y desean hidratarse bebiendo durante la noche.»

Esa es otra cosa que fue sucediéndome. La respiración bucal provoca que el cuerpo pierda un 40 % más de agua.Yo sentía esto toda la noche, cada noche, y me despertaba constantemente seco y reseco. Quizá pensaríais que esta pérdida de humedad haría disminuir la necesidad de orinar, pero extrañamente ocurre todo lo contrario.

Durante las fases más profundas y tranquilas del sueño,la glándula pituitaria, una bola del tamaño de un guisante que está en la base del cerebro, secreta hormonas que controlan la secreción de adrenalina, endorfinas, la hormona del crecimiento y otras sustancias, como la vasopresina, que se comunica con las células para almacenar más agua.Así es como los animales pueden dormir toda la noche sin sentir sed o tener que hacer sus necesidades.

Pero si el cuerpo no pasa el tiempo suficiente en un sueño profundo, como ocurre cuando alguien sufre apnea del sueño crónica, la vasopresina no se secreta de manera normal. Los riñones liberan agua, lo cual provoca la necesidad de orinar y señala a nuestro cerebro que deberíamos consumir más líquido. Nos viene sed y necesitamos mear más. La falta de vasopresina da cuenta no solo de mi vejiga sensible, sino de la sed constante y aparentemente insaciable que tengo todas las noches.

Hay varios libros que describen los efectos horribles sobre la salud de roncar y de la apnea del sueño. Explican cómo dichas afecciones conducen a hacerse pis en la cama, al trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH), diabetes, hipertensión, cáncer, etc. Yo había leído un informe de la Clínica Mayo en el que se llegaba a la conclusión de que el insomnio crónico, que durante mucho tiempo se pensó que era un problema psicológico, a menudo es un problema respiratorio.Los millones de norteamericanos que tienen un trastorno de insomnio crónico y que están ahora mismo como yo, mirando por la ventana de su dormitorio —o mirando la tele, el móvil o el techo—, no pueden dormir porque no pueden respirar.

Y a diferencia de lo que podríamos pensar la mayoría de nosotros, no es normal roncar ni siquiera un poco, e igualmente ningún nivel de apnea del sueño está libre de riesgos de provocar efectos graves en la salud. El doctor Christian Guilleminault, investigador del sueño en Stanford, descubrió que los niños que no experimentaban ningún caso de apnea del sueño —solo respiraban fuerte y roncaban ligeramente, o tenían que hacer un «esfuerzo respiratorio ampliado»— podían sufrir trastornos emocionales, alteraciones de la presión arterial, déficits de aprendizaje, etc.

Respirar por la boca también me hacía más tonto.En un estudio reciente hecho en Japón se demostraba que las ratas que tenían los orificios respiratorios obstruidos y se veían forzadas a respirar por la boca desarrollaban menos células cerebrales y tardaban el doble en salir de un laberinto que los especímenes que respiraban por la nariz. Otro estudio japonés hecho con humanos en 2013 llegó a la conclusión de que respirar por la boca provocaba una alteración del oxígeno en la corteza prefrontal, el área del cerebro asociada con el TDAH. La respiración nasal no tenía tales efectos.

Los chinos de la antigüedad también lo sabían. «El aire inhalado por la boca se llama ni chi’i, “aire adverso”, el cual es extremamente dañino —sostiene un fragmento de las enseñanzas taoístas—.Tened la precaución de no absorber aire por la boca.»

Mientras estoy tumbado en la cama revolviéndome y haciendo frente a la urgencia de correr de nuevo al baño, trato de centrarme en lo positivo y recuerdo un cráneo de la colección de Marianna Evans que daba una muy necesaria dosis de esperanza.

 

 

Era un día por la mañana y Evans estaba sentada frente a una pantalla de ordenador exageradamente grande en las oficinas administrativas de su consulta de ortodoncia, a una media hora al oeste del centro de Filadelfia. Con paredes blancas y suelos con baldosas también blancas, el sitio parecía futurista. Era lo contrario de los bloques de estucado marrón que hay en pequeños centros comerciales con helechos, acuarios con peces dorados y reproducciones de Robert Doisneau que constituyen todas las consultas dentales a las que yo había acudido. Me enteré de que Evans dirigía otro tipo de consulta.

Me enseñó dos imágenes en el ordenador, una de un cráneo antiguo de la Colección Morton y otra de una niña pequeña, una nueva paciente. La llamaré Gigi. Gigi tenía unos siete años en la foto. Los dientes le salían de las encías hacia delante, hacia atrás, en todas direcciones. Tenía ojeras. Sus labios estaban agrietados y abiertos como si estuvieran chupando un helado imaginario. Roncaba de manera crónica, sufría sinusitis y asma. Acababa de empezar a desarrollar alergias a alimentos, al polvo y a algunos animales de compañía.

Gigi creció en un hogar acomodado. Siguió la pirámide nutricional, hizo mucho ejercicio en el exterior, le pusieron las vacunas correspondientes, tomó vitamina D y C y no tuvo enfermedades al crecer. Y sin embargo, ahí estaba. «Veo a pacientes como este todo el día —dijo Evans—. A todos les pasa lo mismo.»

Y aquí estamos.Un 90 % de los niños han desarrollado cierto grado de deformidad en la boca y la nariz. Un 45 % de los adultos roncan ocasionalmente y una cuarta parte de la población ronca siempre.Un 25 % de los adultos norteamericanos mayores de treinta años se asfixian con las apneas del sueño;y se calcula que un 80 % de los casos moderados y graves no son diagnosticados.Mientras tanto, la mayor parte de la población sufre algún tipo de dificultad o resistencia respiratoria.

Hemos encontrado formas de limpiar nuestras ciudades y de dominar o erradicar muchas de las enfermedades que mataban a nuestros ancestros. Somos más cultos, más altos y más fuertes. De media, vivimos tres veces más de lo que se vivía en tiempos de la Revolución Industrial. Ahora hay siete mil millones y medio de humanos en el planeta: mil veces más de los que había hace diez mil años.

Y aun así, hemos perdido el contacto con nuestra función biológica más básica e importante.

Evans presentó una imagen deprimente. Y no se me escapó la ironía de estar sentado en una resplandeciente clínica mirando una cara actual tras otra y comparándola con la forma ideal y los dientes perfectos de los especímenes de Samuel Morton, que él despreciaba tachándolos de «australianos y hotentotes degradados». En un momento determinado, me acerqué más y vi mi reflejo en la pantalla: aquel amasijo de huesos desarticulados, la mandíbula caída, la nariz congestionada y una boca demasiado pequeña para que cupieran todos los dientes. «Panda de memos», imaginé que decía aquel cráneo antiguo. Y por un momento, lo juro, pareció que estuviera riéndose.

Pero Evans no me había invitado a ver su investigación solo para lamentar el presente; su obsesión con trazar el declive de la respiración humana no era más que un punto de partida. Lo había estudiado durante años, asumiendo ella todos los costes, porque quería ayudar. Ella y su compañero, Kevin Boyd, están utilizando los cientos de mediciones que han tomado de los cráneos antiguos para construir un nuevo modelo de salud respiratoria para los humanos modernos. Forman parte de un grupo emergente de pulmonautas que explora nuevas terapias en el campo de la respiración, la expansión pulmonar, la ortodoncia y el desarrollo de las vías respiratorias. Su objetivo es ayudar a que Gigi, yo y todo el mundo regresemos a nuestras formas anteriores, más perfectas: a cómo estábamos cuando todo se fue al garete.

En la pantalla, Evans sacó otra foto. Volvía a ser Gigi, pero en este caso no había ojeras, ni piel amarillenta ni labios caídos. Sus dientes estaban rectos y tenía la cara ancha y brillante. Respiraba por la nariz de nuevo y ya no roncaba. Sus alergias y demás problemas respiratorios habían desaparecido casi por completo. La foto había sido tomada dos años después de la primera, y Gigi parecía transformada.

Lo mismo ocurrió con otros pacientes —tanto niños como adultos—, que recuperaron la capacidad de respirar correctamente: sus mandíbulas caídas y sus caras estrechas volvieron a adoptar una forma más natural.Vieron disminuir su presión arterial alta, remitir la depresión y desaparecer los dolores de cabeza.

Los monos de Harvold también se recuperaron. Tras dos años de respiración bucal forzada, les quitó los tapones de silicona. Poco a poco, claro está, los animales aprendieron de nuevo a respirar por la nariz. Y poco a poco, claro está, sus caras y vías respiratorias se remodelaron: la mandíbula se movió hacia delante y la estructura facial y las vías respiratorias regresaron a su anchura natural.

Seis meses después de terminar el experimento, los monos volvían a parecer monos, porque nuevamente respiraban de manera normal.

 

De vuelta a mi habitación, mirando el juego de sombras que proyectan las ramas en la ventana, espero que yo también pueda revertir el daño que haya causado en los últimos diez días, y en las últimas cuatro décadas. Espero que pueda volver a aprender a respirar de la forma en que respiraban mis antepasados. Supongo que lo veré pronto.

Mañana por la mañana, tapones fuera.