Capítulo 4: Exhalar
Todas las mañanas a las nueve, después de que Olsson y yo hayamos terminado los test y nos hayamos separado para disfrutar del tiempo que pasamos solos, extiendo una esterilla en el suelo de mi salón y trato de volverme un poco más inmortal.
El camino hacia la vida eterna conlleva muchos estiramientos: encorvar la espalda, curvar el cuello y girar hacia ambos lados. Cada movimiento es una antigua y sagrada práctica que fue transmitida secretamente de un monje budista a otro durante dos mil quinientos años. Olsson y yo necesitamos hacer estos estiramientos: aunque respiremos por la nariz las veinticuatro horas del día, no nos ayudará mucho si no tenemos la capacidad pulmonar necesaria para contener ese aire. Solo unos pocos minutos al día curvándose y respirando pueden ampliar la capacidad pulmonar. Y con esa capacidad de más podemos alargar la vida.
Los estiramientos, llamados los Cinco Ritos Tibetanos, llegaron al mundo occidental —y a mí— de la mano del escritor Peter Kelder, conocido por ser un amante de «los libros y las bibliotecas, las palabras y la poesía».
En los años treinta, Kelder estaba sentado en un banco de un parque en el sur de California cuando un viejo se puso a charlar con él. El hombre, al que llamó Coronel Bradford, había pasado décadas en India con el ejército británico. El coronel era viejo —hombros inclinados, pelo cano y piernas tambaleantes—, pero creía que había una cura para el envejecimiento y que estaba escondida en un monasterio del Himalaya. Allí ocurrían las típicas cosas místicas: los enfermos se curaban, los pobres se hacían ricos y los viejos se rejuvenecían. Kelder y el coronel mantuvieron el contacto y conversaron en múltiples ocasiones. Luego, un día el viejo se marchó renqueando, desesperado por encontrar aquel Shangri-La antes de exhalar el último aliento.
Al cabo de cuatro años, un día el portero del edificio avisó a Kelder. El coronel le esperaba en el piso de abajo. Parecía veinte años más joven. Tenía la espalda recta, la cara vibrante y vivaz y su cabeza, antes casi calva, estaba cubierta por un pelo oscuro y tupido. Había encontrado el monasterio, había estudiado los antiguos manuscritos y había aprendido las prácticas rejuvenecedoras de los monjes. Había revertido el envejecimiento con nada más que estiramientos y respiración.
Kelder describió aquellas técnicas en un librito llamado The Eye of Revelation, publicado en 1939. Poca gente se molestó en leerlo; y menos aún lo creyó. La historia de Kelder probablemente fuera una invención o por lo menos una enorme exageración. No obstante, los estiramientos para agrandar los pulmones que describió se basan en ejercicios reales que se remontan al año 500 antes de Cristo.Los tibetanos habían empleado estos métodos durante milenios para mejorar el estado físico, la salud mental, el funcionamiento cardiovascular y, obviamente, para prolongar la vida.
Más recientemente, la ciencia ha empezado a medir lo que los antiguos tibetanos entendieron intuitivamente. En la década de los ochenta, los investigadores que participaban en el Estudio Framingham, un programa de investigación longitudinal de setenta años centrado en las enfermedades del corazón, trataron de averiguar si el tamaño de los pulmones realmente se correlacionaba con la longevidad. Recabaron datos de dos mil quinientos sujetos a lo largo de dos décadas, hicieron cálculos y llegaron a la conclusión de que el mayor indicador de la esperanza de vida no era la genética, la dieta o la cantidad de ejercicio diario, como muchos sospechaban. Era la capacidad pulmonar.
Cuanto más pequeños y menos eficientes se volvían los pulmones, más deprisa enfermaban y morían los sujetos. La causa del deterioro no importaba. Pulmones más pequeños, vida más corta. Y pulmones más grandes, vida más larga.
Nuestra capacidad de tomar bocanadas plenas era, según los investigadores, «literalmente una medida del potencial de vida».En el año 2000, científicos de la Universidad de Búfalo realizaron un estudio parecido comparando la capacidad pulmonar de un grupo de más de mil individuos durante tres décadas.Los resultados fueron los mismos.
No obstante, lo que ninguno de esos estudios emblemáticos abordó fue cómo una persona con los pulmones deteriorados podía curarlos y fortalecerlos. Existían procedimientos quirúrgicos para extirpar tejido mórbido y medicamentos para frenar infecciones, pero no había ningún consejo sobre cómo mantener el tamaño de los pulmones y su estado de salud a lo largo de la vida. Hasta los años ochenta, la creencia habitual en la medicina occidental era que los pulmones, como cualquier otro órgano interno, eran inmutables. Es decir: los pulmones con los que nacieras eran con los que te quedabas. A medida que estos órganos se deterioraban con la edad, lo único que podíamos hacer era suspirar y aguantarnos.
Así funcionaba supuestamente el envejecer: a partir de los treinta, más o menos, debíamos tener en cuenta que perderíamos un poco más de memoria, movilidad y musculatura con cada año que pasara. También perderíamos la capacidad de respirar adecuadamente. Los huesos del pecho se volverían más finos y cambiarían de forma, lo cual provocaría que la caja torácica se hundiera hacia dentro. Las fibras musculares de alrededor de los pulmones se debilitarían e impedirían que el aire entrara y saliera. Todo esto reduciría la capacidad pulmonar.
Los propios pulmones perderían cerca de un 12 % de su capacidad entre los treinta y los cincuenta años, y seguirían disminuyendo incluso más deprisa a medida que envejeciéramos. Las mujeres tendrían peores resultados que los hombres. Si llegáramos a los ochenta, seríamos capaces de tomar un 30 % menos de aire del que aspirábamos a los veintitantos. Nos veríamos forzados a respirar más deprisa y con más fuerza. Este hábito respiratorio nos provocaría problemas crónicos, como hipertensión, trastornos inmunitarios y ansiedad.
Pero lo que los tibetanos saben desde hace mucho y lo que la ciencia occidental está descubriendo ahora es que envejecer no tiene por qué ser un camino de decadencia en un solo sentido. Los órganos internos son maleables y podemos modificarlos en prácticamente cualquier momento.
Quienes hacen buceo libre lo saben mejor que nadie. Yo lo aprendí gracias a ellos hace años, cuando conocí a varias personas que habían incrementado su capacidad pulmonar de manera asombrosa entre un 30 % y un 40 %. Herbert Nitsch, poseedor de múltiples récords mundiales, tiene —según dicen— una capacidad pulmonar de catorce litros: más del doble de la media masculina.Ni Nitsch ni ninguno de los demás buceadores libres tuvieron esa capacidad desde siempre: agrandaron sus pulmones con fuerza de voluntad. Aprendieron maneras de respirar que cambiaron radicalmente los órganos internos de su cuerpo.
Afortunadamente, no hace falta sumergirse a decenas de metros. Cualquier práctica regular que expanda los pulmones y mantenga su flexibilidad puede conservar o incrementar la capacidad pulmonar. Hacer ejercicio moderado, como caminar o ir en bicicleta, se ha demostrado que puede aumentar el tamaño pulmonar hasta un 15 %.
Estos hallazgos habrían sido buenas noticias para Katharina Schroth, una adolescente que vivió en Dresde, en Alemania, a principios del siglo XX.A Schroth le habían diagnosticado escoliosis, una curvatura lateral de la columna vertebral. La enfermedad no tenía cura, y la perspectiva de futuro de la mayoría de los críos que sufrían casos extremos, como el de Schroth, era que se pasarían toda su vida en la cama o yendo en silla de ruedas.
Schroth tenía otras ideas en cuanto al potencial del cuerpo humano. Ella había observado cómo los globos se caían o se expandían, empujando o arrastrando lo que tuviesen a su alrededor. Creía que ocurría lo mismo con los pulmones. Si lograba agrandar los pulmones, quizá también podría agrandar la estructura de su esqueleto. Tal vez podría fortalecer la columna vertebral y mejorar la calidad y la cantidad de vida.
A los dieciséis años, Schroth empezó a adiestrarse en algo llamado respiración ortopédica. Se ponía de pie frente a un espejo, torcía el cuerpo y tomaba aire por un pulmón al tiempo que limitaba la aspiración de aire por el otro. Luego se iba cojeando hasta una mesa, ataba su cuerpo al lado y arqueaba el pecho hacia delante y hacia atrás para relajar la caja torácica mientras respiraba hacia el vacío. Schroth se pasó cinco años haciendo esto. Al final de este periodo, se había curado a sí misma de una escoliosis «incurable»: había vuelto a enderezarse la columna vertebral respirando.
Schroth comenzó a enseñar el poder de la respiración a otros pacientes de escoliosis y para la década de 1940 dirigía una ajetreada institución en una zona rural del oeste de Alemania. No tenía ni habitaciones de hospital ni un equipamiento médico estándar; solo unos cuantos edificios destartalados, un patio, una cerca y mesas de jardín. Allí se juntaban ciento cincuenta pacientes de escoliosis al mismo tiempo. Padecían la versión más grave de la enfermedad, con una curvatura de la columna vertebral de más de ochenta grados. Algunos iban tan encorvados y tenían la espalda tan retorcida que no podían andar o ni siquiera mirar hacia arriba. Sus costillas y pechos desfigurados les dificultaban la respiración, y probablemente padecían problemas respiratorios, fatiga y enfermedades cardíacas a raíz de ello. Los hospitales habían renunciado a intentar curar a aquellos pacientes. Así que se iban a vivir con Schroth durante seis semanas.
La comunidad médica alemana ridiculizó a Schroth afirmando que ni era una entrenadora profesional ni era médico, y además no estaba cualificada para tratar a pacientes. Ella los ignoró a todos; siguió haciendo las cosas a su manera, diciendo a las mujeres que se descubrieran el pecho en un terreno situado debajo de un bosquecito de hayas, estirando y respirando para recuperar la salud. En pocas semanas, las espaldas encorvadas se enderezaban y muchos alumnos ganaban centímetros de altura. Mujeres que habían estado postradas en cama y desesperadas empezaban finalmente a andar de nuevo. Podían volver a hacer respiraciones completas.
Schroth se pasó los siguientes sesenta años llevando sus técnicas a hospitales de Alemania y más allá. Hacia el final de su vida, la comunidad médica había cambiado de tono y el Gobierno alemán le concedió la Cruz Federal al Mérito por sus contribuciones a la medicina.
«La forma corporal depende de la respiración (ch’i) y la respiración se ampara en la forma —afirma una sentencia china del 700 después de Cristo—. Cuando la respiración es perfecta, la forma (también) es perfecta.»
Schroth siguió expandiendo los pulmones y mejorando su propia respiración y su forma durante toda su vida. Aquella antigua paciente con escoliosis, que de adolescente había estado marchitándose en una cama, moriría en 1985, solo tres días antes de cumplir los noventa y un años.
Cuando andaba por la mitad de mis investigaciones para este libro, viajé a la ciudad de Nueva York para reunirme con una experta más contemporánea sobre la respiración que ofrecía un enfoque distinto a la ampliación de los pulmones y la longevidad. Su lugar de trabajo, en un piso, estaba situado a pocas manzanas de las Naciones Unidas en un edificio de obra vista con un toldo cubierto de palomas de ojos rosas. Dejé atrás a un portero medio dormido, subí por un ascensor y al cabo de un minuto estaba llamando a la puerta 418.
Lynn Martin me invitó a pasar. Era una mujer delgada y larguirucha que llevaba un mono negro ceñido y un cinturón enorme con una hebilla de metal. «¡Ya te dije que el sitio era pequeño!», dijo hablando del estudio. A nuestro alrededor había carpetas, libros de anatomía humana y algunos modelos de plástico de los pulmones humanos. En una pared junto a una estantería había fotos en blanco y negro de Martin a comienzos de los años setenta. En una de ellas, llevaba un maillot negro mientras se deslizaba por el parqué de una escuela de danza, con el pelo rubio recogido en una descuidada cola de caballo y con una cara que guardaba un extraño parecido con la de Mia Farrow en la época de La semilla del diablo.
Tras algunos cumplidos, Martin me hizo sentar y empezó a contarme lo que yo había ido a escuchar. «Hablaba mucho, pero cuando le preguntaba qué estaba haciendo exactamente, nunca sabía explicarlo —dijo ella—. Desde entonces, nadie ha sido capaz nunca de hacer lo que él hacía.»
El intrigante individuo era Carl Stough, director de coro y rara avis de la medicina que empezó su andadura en los años cuarenta. De todos los pulmonautas con los que me había cruzado durante los últimos años, Stough era el más escurridizo. Publicó un libro en 1970, que fracasó al poco tiempo y quedó descatalogado. Veinte años después, un productor de la CBS montó un programa de una hora sobre su obra revolucionaria, pero nunca se emitió. El propio Stough no publicitaba sus técnicas. Nunca hizo giras de conferencias. Aun así, cantantes de ópera profesionales, saxofonistas ganadores de premios Grammy, personas parapléjicas y gente que moría de enfisema —miles de ellos— lograron encontrarlo. Stough rompió todas las reglas; expandió pulmones y prolongó vidas. Y, no obstante, hoy en día la mayor parte de la gente no ha oído hablar de él.
Martin había trabajado con Stough durante más de dos décadas. Era un vínculo viviente con el misterioso hombre y su investigación sobre el arte olvidado de la respiración. Lo que había descubierto Stough —y lo que había aprendido Martin— era que el aspecto más importante de la respiración no era únicamente tomar el aire por la nariz. Inhalar era la parte fácil. La clave de la respiración, para agrandar los pulmones y para conseguir la prolongación de la vida que ello traía consigo, estaba en el otro extremo del proceso. Estaba en el poder transformador de hacer exhalaciones completas.
Las fotografías de Stough de los años cuarenta muestran a un hombre erguido que guardaba cierto parecido con Thurston Howell III, el millonario de la serie Gilligan’s Island. A Stough le gustaba cantar y dar clases de canto. Se dio cuenta de cómo sus compañeros cantantes cantaban a voz en grito unos cuantos compases, se detenían para tomar aire y luego cantaban unos compases más. Cada uno parecía morirse por conseguir aire, luego lo retenía en lo alto del pecho y lo expulsaba demasiado pronto. Cantar, hablar, bostezar, suspirar: cualquier vocalización que hacemos ocurre durante la exhalación. Los alumnos de Stough tenían voces finas y débiles porque, según él, hacían exhalaciones finas y débiles.
Mientras dirigía coros en el Westminster Choir College de Nueva Jersey, Stough empezó a enseñar a sus cantantes a espirar correctamente, a fortalecer los músculos respiratorios y a agrandar los pulmones. En unas pocas sesiones, los estudiantes cantaban con más claridad, con más solidez y con un matiz extra. Se trasladó a Carolina del Norte para dirigir coros de iglesia que llegaron a ganar concursos nacionales, y su coro apareció en un programa semanal emitido en todo el país por Liberty Radio Network. Stough adquirió tanto prestigio que se mudó a Nueva York para reciclar a cantantes de la Ópera Metropolitana.
En 1958 la administración del East Orange Veterans Affairs Hospital de Nueva Jersey lo llamó. «Usted debe de saber algo sobre la respiración que nosotros no sabemos», dijo el doctor Maurice J. Small, jefe de la sección de tuberculosis. Small se preguntaba si Stough estaría interesado en formar a un nuevo grupo de alumnos. Ninguno de ellos sabía cantar, y algunos no podían caminar ni hablar. Eran pacientes con enfisema, y necesitaban ayuda desesperadamente.
Cuando Stough llegó al East Orange Hospital semanas más tarde, quedó horrorizado. Decenas de pacientes estaban tumbados en camillas, todos con ictericia y pálidos, con las bocas abiertas como peces, con tubos de oxígeno bombeando en vano. El personal del hospital no sabía qué hacer, así que llevaban a los hombres en silla de ruedas por los suelos encerados de terrazo y los metían en una sala donde había colgados unos dispensadores de pañuelos de color amarillo descolorido y relojes con la bandera norteamericana, un paciente tras otro, a esperar a la muerte. Había funcionado así durante cincuenta años.
«Yo, ingenuamente, daba por hecho que todo el mundo tenía por lo menos unos conocimientos rudimentarios de fisiología —escribió Stough en su autobiografía, Dr. Breath—. Todavía más ingenuamente, suponía que había una conciencia universal sobre la importancia de la respiración. Nada podía haber estado más alejado de la verdad.»
El enfisema es un deterioro gradual del tejido pulmonar marcado por la tos y una bronquitis crónica. Los pulmones quedan tan dañados que las personas con dicha enfermedad ya no pueden absorber oxígeno de manera eficiente. Se ven forzados a tomar varias bocanadas cortas de aire muy rápidamente, a menudo inhalando mucho más aire del que necesitan y, aun así, notan que les falta el aliento. No se conoce ninguna cura para el enfisema.
Los enfermeros, con buena intención, habían colocado cojines debajo de la espalda de los pacientes de modo que tuvieran el pecho arqueado hacia arriba. La idea era crear elevación para facilitar la inspiración. Stough vio al instante que aquello estaba empeorando la dolencia.
Se percató de que el enfisema era un trastorno de la exhalación. Los pacientes no sufrían por que no pudieran hacer entrar aire nuevo en los pulmones, sino porque no podían expulsar suficiente aire.
Normalmente, la sangre que circula por nuestras arterias y venas recorre un circuito completo cada minuto,una media de 7.570 litros de sangre al día.Este torrente sanguíneo regular y constante es esencial para suministrar sangre recién oxigenada a las células y para eliminar residuos.
Lo que influencia en buena medida la velocidad y la fuerza de esa circulación es el bombeo torácico, como se denomina la presión que se forma en el interior del pecho cuando respiramos. Cuando inspiramos, una presión negativa hace entrar sangre en el corazón; cuando espiramos, la sangre sale disparada hacia todos los rincones del cuerpo y vuelve hasta los pulmones, donde reinicia el circuito. Se parece a la manera en que los océanos se adentran en la orilla y luego retroceden.
Y lo que proporciona energía al bombeo torácico es el diafragma, el músculo situado debajo de los pulmones con forma de paraguas. El diafragma se eleva cuando expulsamos aire, lo cual hace encoger los pulmones, y luego vuelve a bajar para que estos se expandan al inhalar. Este movimiento arriba y abajo tiene lugar en nuestro interior unas cincuenta mil veces al día.
Un adulto medio utiliza solamente un 10 % del alcance del diafragma al respirar, lo cual sobrecarga el corazón, eleva la presión arterial y provoca una serie de problemas de circulación. Ampliar estas respiraciones a entre un 50 % y un 70 % de la capacidad del diafragma alivia la tensión cardiovascular y permite al cuerpo trabajar más eficientemente. Por ese motivo, a veces al diafragma se le llama el segundo corazón, porque no solo late a su propio ritmo, sino que también condiciona el ritmo y la fuerza del latido del corazón.
Stough descubrió que los diafragmas de todos los pacientes del East Orange con enfisema estaban deteriorados. Al hacerles radiografías, se vio que los pacientes extendían el diafragma solamente una pequeña parte de lo que es saludable, por tanto únicamente tomaban un sorbo de aire con cada aspiración. Los pacientes llevaban enfermos tanto tiempo que muchos de los músculos y articulaciones alrededor del pecho se habían atrofiado y se habían enrigidecido; no tenían memoria muscular de una respiración profunda. A lo largo de los dos siguientes meses, Stough se lo recordó.
«Mis actividades parecían sandeces observadas desde la distancia, y al principio le parecían una estupidez a la persona con la que trabajaba», escribió Stough.
Iniciaba los tratamientos poniendo a los pacientes boca arriba, les pasaba las manos por el torso y les tocaba suavemente los músculos rígidos y el pecho hinchado. Les decía que aguantaran la respiración y que contaran de uno a cinco tantas veces seguidas como pudieran. A continuación, les masajeaba el cuello y la garganta e iba desperezando suavemente las costillas indicándoles que inhalaran y exhalaran muy lentamente, intentando despertar el diafragma de su largo sopor. Cada uno de estos ejercicios permitía a los pacientes expulsar un poquito más de aire para que pudiera entrarles un poco más.
Tras varias sesiones, algunos pacientes aprendieron a pronunciar una frase entera en una sola respiración por primera vez en años. Otros empezaron a andar.
«Un señor mayor que no podía cruzar la habitación andando no solo pudo caminar, sino que pudo subir las escaleras del hospital, un hito extraordinario para un paciente avanzado de enfisema», escribió Stough. Otro hombre, que antes era incapaz de respirar durante más de quince minutos sin oxígeno suplementario, pudo aguantar ocho horas. Un hombre de cincuenta y cinco años que había sufrido enfisema avanzado durante ocho años pudo dejar el hospital y capitanear un bote hasta Florida.
Las radiografías de antes y después mostraron que los pacientes de Stough aumentaban enormemente su capacidad pulmonar en solo unas pocas semanas. Más impresionante aún: entrenaban un músculo involuntario —el diafragma— para que se levantara hasta más arriba y descendiera hasta más abajo. Los administradores le dijeron a Stough que eso era médicamente imposible; los órganos y los músculos internos no pueden desarrollarse, le dijeron. En un momento determinado, varios doctores solicitaron que se prohibiera que Stough tratara a pacientes y que lo expulsaran del sistema hospitalario. Stough, a fin de cuentas, era profesor de canto coral, no médico. Pero las radiografías no engañaban. Para confirmar los resultados, Stough empezó a grabar las primeras imágenes de un diafragma en movimiento usando una nueva técnica de filmación con rayos X llamada cinerradiografía. Todo el mundo quedó asombrado.
«Le dije a Carl con mucha franqueza que estaba medio demente si decía que podía provocar un ascenso del diafragma y un descenso de las costillas, pero luego con un paciente obtuvimos unos resultados bastante espectaculares que demostraban que sí podía hacerlo —dijo el doctor Robert Nims, jefe de medicina pulmonar del West Haven VA Hospital de Connecticut—.Hemos demostrado que es capaz de disminuir el volumen de los pulmones [mediante exhalaciones profundas] más de lo que cualquier experto en neumología diría que era posible.»
Stough no había encontrado una manera de revertir el enfisema. Las lesiones pulmonares derivadas de esta enfermedad son permanentes. Lo que sí había logrado era encontrar la manera de acceder al resto de los pulmones, a las áreas que aún funcionaban y hacer que trabajaran a un nivel superior. La «cura» que Stough profesaba era de facto, pero funcionaba.
A lo largo de la siguiente década, Stough llevó su tratamiento a media docena de los mayores hospitales del Departamento de Asuntos de los Veteranos de la Costa Este, a veces trabajando con pacientes siete días a la semana. Acabó tratando no solo el enfisema, sino el asma, la bronquitis o la neumonía, entre otras dolencias.
Los beneficios de respirar, de potenciar el arte de la exhalación, descubrió Stough, no solo eran aplicables a los enfermos crónicos y a los cantantes, sino a todo el mundo.
De vuelta al piso de Lynn Martin, yo estaba reanimando mi propio diafragma amodorrado sobre el futón del salón. «Esto no es un masaje», aclaró Martin mientras me presionaba las costillas con la mano. Yo tomaba inspiraciones suaves y largas hasta las profundidades de mi abdomen mientras Martin me ayudaba a relajar la caja torácica, intentando que usara por lo menos el 50 % del total del movimiento diafragmático con cada inhalación y exhalación.
No hace falta respirar de esa forma, me dijo Martin. Nuestro cuerpo puede sobrevivir con respiraciones breves y entrecortadas durante décadas, y es lo que hacemos muchos de nosotros. Pero esto no significa que sea bueno. Con el tiempo, la respiración somera limitará el alcance de nuestro diafragma y nuestra capacidad pulmonar, y puede llevarnos a adoptar la postura con hombros elevados, el pecho hacia fuera y el cuello estirado habitual en quienes padecen enfisema, asma y demás problemas respiratorios.Arreglar esa respiración y esa postura, me contó, era relativamente fácil.
Tras varias series de respiraciones profundas para abrir la caja torácica, Martin me pidió que empezara a contar de uno a diez repetidamente con cada exhalación. «1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10; 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10; y luego ve repitiéndolo», me dijo. Al final de cada exhalación, cuando me faltaba tanto el aliento que no podía vocalizar, tenía que seguir contando, pero haciéndolo muy silenciosamente, dejando que mi voz fuera descendiendo hasta convertirse en una especie de «subsusurro».
Hice unas cuantas series, primero contando deprisa y en voz alta y luego articulando los números silenciosamente con los labios. Al final de cada respiración, sentía como si mi pecho estuviera envuelto en plástico y mis abdominales acabaran de realizar una rutina de entrenamiento brutal. «¡No pares!», dijo Martin.
El esfuerzo del ejercicio de contar equivale al esfuerzo de los pulmones durante una sesión dura de ejercicio físico. Esto es lo que hacía que el ejercicio fuera tan efectivo para los pacientes de Stough. El objetivo era lograr que el diafragma se acostumbrara a este alcance mayor, de tal forma que respirar con mayor facilidad y profundidad se volviera algo inconsciente. «¡Sigue moviendo los labios! —me alentaba Martin—. ¡Saca hasta la última moleculita de aire!»
Tras algunos minutos más contando en silencio y de la otra forma, me detuve, hice una pausa y noté que mi diafragma se movía lentamente como un pistón a cámara lenta, irradiando sangre fresca desde el centro de mi cuerpo. Esta es la sensación de lo que Stough llamó coordinación respiratoria, cuando los sistemas respiratorio y circulatorio entran en un estado de equilibrio, cuando la cantidad de aire que entra en nuestro interior equivale a la cantidad que sale y nuestros cuerpos son capaces de llevar a cabo todas sus funciones esenciales con el mínimo esfuerzo.
En 1968 Stough dejó el sistema de salud del Departamento de Asuntos de los Veteranos y su próspera consulta privada en Nueva York para adiestrar a otro grupo de alumnos. Aquellas personas podían hablar, andar y podían correr a gran velocidad. Eran los corredores del equipo de atletismo de la Universidad de Yale, de entre los mejores del país en ese momento. Cuando Stough llegó a la pista, los atletas estaban tan emocionados que colgaron un cartel en el tablón de anuncios que había fuera: ¡Hoy está aquí el doctor Breath!
Stough tenía la expectativa de que aquellos atletas de élite tendrían unos hábitos respiratorios ejemplares. Por el contrario, vio que padecían la misma «debilidad respiratoria» que el resto de la gente: cogían los mismos resfriados, gripes e infecciones pulmonares. La mayor parte respiraban con demasiada frecuencia e inflando la parte superior del pecho. Los peores eran los velocistas. Las respiraciones cortas y violentas que tomaban durante las carreras ponían demasiada presión en sus delicados tejidos y bronquios. En consecuencia, sufrían asma y otras dolencias respiratorias. En la línea de meta, tosían y a veces vomitaban y se desmayaban jadeando de dolor.
«Yo había observado que al recuperarse del esfuerzo los atletas tendían a adoptar las mismas características respiratorias que presentaban los pacientes con enfisema», escribió Stough. Aquellos corredores habían sido entrenados para tolerar el dolor, y lo hacían. Ganaban competiciones, pero se estaban dañando el cuerpo.
Stough colocó una mesa en la pista interior de Yale, sentó a los corredores encima y empezó a pasarles las manos por el pecho delante de una multitud que observaba. Los advirtió de que nunca contuvieran la respiración cuando estuvieran tomando posición en la línea de salida al comenzar una carrera, sino que respiraran profunda y calmadamente y que siempre expulsaran el aire al oír el pistoletazo de salida. De esa forma, la primera respiración que harían sería abundante y completa y les proporcionaría energía para correr más deprisa y más lejos.
Tras solo algunas sesiones, todos los corredores declararon sentirse mejor y respirar con mayor facilidad. «Nunca me había sentido tan relajado en mi vida», dijo un velocista. Tardaban la mitad de tiempo en recuperarse entre carreras y pronto batieron récords personales y se acercaron lentamente a los récords mundiales.
Justo después del éxito en Yale, Stough se trasladó a South Lake Tahoe para entrenar a corredores durante el periodo preparatorio para los Juegos Olímpicos de 1968 en Ciudad de México. La misma terapia, el mismo éxito. Un decatleta salió a la pista y batió su récord anterior. Otro batió su récord personal. Un corredor llamado Rick Sloan batió su mejor marca personal en tres pruebas.
«Trabajando con el doctor Stough, aprendí que tenía que sacar el aire —dijo Lee Evans, velocista olímpico—.Pues mira, saqué el aire, y así se mantuvo un nivel alto de energía. No me cansé […]. Pero, después de la carrera, vi que aquello era útil para mi vida.»
Seguramente sabéis quién es Evans. Es el hombre que aparece en aquella famosa fotografía en el centro del podio durante la ceremonia de entrega de las medallas, con una boina de las Panteras Negras y con un puño en alto. Ganó el oro en los cuatrocientos metros lisos y otro en los cuatrocientos metros con relevos. El resto del equipo masculino de los Estados Unidos en 1968, bajo el entrenamiento de Stough, terminó ganando un total de doce medallas olímpicas —la mayoría, oros— y estableció cinco récords mundiales. Fue una de las grandes actuaciones en unas Olimpiadas.Los norteamericanos fueron los únicos corredores que no usaron oxígeno antes ni después de las carreras, lo cual era algo inaudito en esa época.
No les hacía falta. Stough les había enseñado el arte de la Coordinación Respiratoria y el poder de aprovechar una exhalación completa.
«Estaba haciendo muchas cosas al mismo tiempo —dijo Lynn Martin al volver del futón a la mesa de comedor que hay en el centro de su estudio—. La sensibilidad de sus manos, una afinación perfecta de los oídos, el don natural por la instrucción: lo tenía todo.» Durante los últimos minutos, Martin me ha estado hablando de su tiempo con Stough, de cómo fue a verlo en 1975 por recomendación de otro bailarín y cómo salió sintiéndose transformada. Regresó semanas después y empezó a trabajar en la clínica. A pesar de que Martin pasaría más de dos décadas trabajando como uno de sus colaboradores más cercanos, Stough nunca le desveló sus secretos. «Él pensaba que era demasiado difícil expresarlo en palabras», dijo Martin.
Yo entendía a lo que se refería. Había visto una grabación en vídeo de Stough en el Festival de Música de Aspen, en 1992: las únicas imágenes que demuestran lo que hacía y cómo lo hacía. El vídeo empezaba con un fotograma que decía: Introducción a la ciencia respiratoria: la medicina preventiva del siglo XXI. Stough estaba en el centro de una sala de conferencias, con una mesa de masaje frente a él. Una ventana abierta daba a un matorral de pinos con un resplandor blanco bajo el sol del verano. Stough estaba muy bronceado e iba vestido con una chaqueta negra con botones metálicos y un pañuelo en el bolsillo, como si acabara de llegar en un Concorde desde Monte Carlo.
Empezó invitando a un tenor llamado Timothy Jones a tumbarse sobre la mesa y procedió a sacudir la mandíbula del cantante, a hundir sus manos en su cintura y a balancearlo de aquí para allá. «¿Lo ven?, tengo que ir dándole golpecitos en el pecho», dijo Stough, con su corbata amarilla de topos descansando sobre el pelo de Jones. Aquello duró varios minutos, hasta que Stough se inclinó a unos siete centímetros de la cara de Jones y empezó a contar con él de uno a diez en un balbuceo armónico. «¡Todo está relajándose muy deprisa!», anunció Stough. Meneó las caderas y el cuello de Jones con tal vehemencia que el cantante casi se cayó de la mesa.
Era un espectáculo estrafalario, y los agarres y empujones y las intensas caricias a veces parecían casi un abuso. Tras mi propia experiencia en el estudio de Martin durante una hora, murmurando números y recibiendo golpecitos en el pecho y estrujones en las costillas, me quedó más claro por qué el trabajo de Stough nunca cuajó. No importaba que el saxofonista David Sanborn y cantantes de ópera asmáticos, corredores olímpicos y cientos de supervivientes de enfisema elogiaran sus tratamientos por haberles salvado la vida. Stough no era médico; era un pulmonauta autodidacta, un director de coro. En aquel escenario había llegado demasiado lejos. Su terapia era, sencillamente, demasiado rara.
«Pese a que el proceso de respirar implica tanto la anatomía como la fisiología, ninguna de estas dos ramas de la ciencia se ha dedicado a explorarla exhaustivamente —escribió Stough—. Era un territorio muy poco conocido que esperaba ser cartografiado.»
Stough dibujó su mapa a lo largo de medio siglo de trabajo constante. Pero, a su muerte, ese mapa se perdió. En cuanto se fue de los hospitales de los veteranos, también desapareció su terapia.
Al final de mi sesión de dos horas de coordinación respiratoria, salí del piso de Martin y me subí al tren de vuelta al Aeropuerto Internacional Newark Liberty. Mientras traqueteábamos al cruzar las marismas y el río Passaic, busqué los tratamientos disponibles actualmente para los casi cuatro millones de norteamericanos que sufren enfisema pulmonar.Había broncodilatadores, esteroides y antibióticos. Había oxígeno suplementario y procedimientos quirúrgicos, y algo llamado rehabilitación pulmonar, que incluía ayudas para dejar de fumar, planear sesiones de ejercicio, asesoramiento en nutrición y algunas técnicas para respirar con los labios fruncidos.
Pero no había ninguna mención a Stough ni al diafragma —el «segundo corazón»— ni a la importancia de hacer exhalaciones completas. Ninguna mención a que aprender a expandir los pulmones y respirar correctamente había revertido efectivamente la enfermedad y había alargado vidas. El enfisema seguía en la lista de las enfermedades incurables.