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Capítulo 5: Lento

«¿Podrías pasarme el oxímetro?», me pregunta Olsson desde el otro lado de la mesa. Es la tarde del quinto día de la fase de recuperación, y durante los últimos treinta minutos hemos estado analizando nuestros niveles de pH, los gases sanguíneos, la frecuencia cardíaca y otras constantes vitales. Es la cuadragésima quinta vez que hacemos esta rutina en las últimas dos semanas.

Aunque Olsson y yo nos sentimos transformados por completo al respirar por la nariz, la monotonía de los días se está volviendo exasperante. Comemos la misma comida a la misma hora a la que lo hicimos hace diez días, en el gimnasio sudamos debido a los mismos ejercicios montados en la bici estática y tenemos muchas conversaciones iguales. Esta tarde estamos debatiendo sobre el tema favorito de Olsson, su obsesión por la década pasada. Estamos, una vez más, hablando sobre el dióxido de carbono.

Cuesta admitirlo ahora, pero cuando entrevisté por primera vez a Olsson, hace más de un año, no era una fuente en la que confiara enteramente. En nuestras charlas por Skype, a él le gustaba insistir en la importancia de respirar lento y me había mandado media docena de presentaciones en PowerPoint y montones de estudios científicos sobre cómo la respiración a un ritmo controlado relajaba el cuerpo y calmaba la mente. Esta parte tenía todo el sentido del mundo. Pero cuando empezó a hablar de los milagros reparadores de un gas tóxico, yo empecé a hacerme preguntas. «Creo firmemente que el dióxido de carbono es más importante que el oxígeno», me dijo.

Olsson afirmaba que tenemos cien veces más dióxido de carbono en nuestros cuerpos que oxígeno (lo cual es cierto) y que la mayoría de nosotros necesitamos aún más (cierto también).Decía que no fue solo el oxígeno, sino enormes cantidades de dióxido de carbono lo que favoreció la expansión de vida durante la explosión cámbrica, hace quinientos millones de años. Decía que hoy en día los humanos podemos incrementar la cantidad de este gas tóxico en nuestros cuerpos para aguzar la mente, quemar grasa y, en algunos casos, curar enfermedades.

Pasado un tiempo, comencé a preocuparme y a pensar que Olsson estaba chalado o por lo menos que era propenso a exagerar notablemente, y que nuestras horas conversando habían sido una pérdida de tiempo.

El dióxido de carbono, al fin y al cabo, es un producto residual del metabolismo. Es lo que sale de las centrales de carbón y de la fruta podrida. El monitor de una clase de boxeo a la que yo asistía solía suplicar a los alumnos que «hicieran respiraciones profundas para sacar todo el dióxido de carbono de nuestro sistema». Eso parecía un buen consejo. Cada pocos días, un nuevo titular detallaba cómo la Tierra se estaba calentando porque había demasiado dióxido de carbono en la atmósfera. Estaban muriendo animales. El dióxido de carbono mata.

Olsson seguía defendiendo lo contrario. Insistía en que el dióxido de carbono podía ser beneficioso y me advertía de que tener demasiado oxígeno en el cuerpo no me ayudaría, sino que me perjudicaría. «Respirar de forma pesada, rápida y lo más hondo posible…, me he dado cuenta de que es el peor consejo que podrían darte», me dijo Olsson. Las respiraciones abundantes y profundas eran malas porque dejaban nuestros cuerpos sin, efectivamente, dióxido de carbono.

Varios meses de este tira y afloja me intrigaron lo suficiente —o me confundieron lo bastante, o ambas cosas— para que decidiera viajar a Suecia para pasar unos días con Olsson y ver cómo trabajaba con tal de aprender más cosas sobre uno de los gases más incomprendidos del universo.

 

 

Llegué a Estocolmo a mediados de noviembre y fui en tren hasta un espacio de cotrabajo industrial en las afueras de la ciudad. Por las ventanas de un pasillo cavernoso, la luz del sol parecía entrar un poco inclinada. Se formaron unas nubes amenazadoras y el aire era denso, con la sensación de pesadez que precede a un invierno largo.

Olsson apareció con una puntualidad exacta, se sentó enfrente de mí y colocó un vaso de agua encima de la mesa. Llevaba unos vaqueros desgastados, unas deportivas blancas y una camisa blanca planchada. Tenía la calma que se ve en monjes, amish y otras personas que pasan mucho tiempo en sus mundos interiores. Cuando hablaba, siempre lo hacía con suavidad y con ese irritante hábito que parecen haber heredado todos los escandinavos: un inglés perfecto, sin las típicas onomatopeyas de duda ni pausas. Incluso usaba el pronombre whom debidamente e insertaba un not que los nativos solemos olvidar.

«Yo iba a terminar exactamente como mi padre», dijo Olsson pasando un dedo por la condensación del vaso de agua. Me contó que su padre había padecido estrés crónico, que respiraba demasiado, que había sufrido una grave hipertensión y una enfermedad pulmonar y que había muerto a los sesenta y ocho años con una sonda de respiración en la boca. «Yo sabía que muchas otras personas iban a enfermar y a morir de la misma forma», explicó Olsson. Él quería formarse para estar preparado por si les ocurría algo más a él o a su familia.

Después de las largas jornadas que dedicaba a dirigir una empresa de distribución de software, llegaba a casa y leía libros de medicina. Hablaba con médicos, cirujanos, docentes e investigadores científicos. Finalmente, vendió la empresa, se deshizo de sus hermosos coches y de su gran casa, se divorció y se mudó a un piso. Luego redujo la escala de su estructura vital a un apartamento más pequeño y pasó seis años sin un salario, trabajando prácticamente solo, intentando entender los misterios de la salud, la medicina y más concretamente de la respiración, y el papel del dióxido de carbono en el cuerpo. «Había libros de yoguis sobre el prana y también había libros de medicina centrados en patologías: gases sanguíneos, enfermedades y el CPAP», dijo Olsson.

En resumen, Olsson descubrió lo que yo también descubriría, pero años antes: que había un vacío en nuestro conocimiento sobre la ciencia de la respiración y su rol en nuestro cuerpo. Descubrió que habíamos hecho un buen trabajo analizando lo que causa los problemas respiratorios, pero que no habíamos hecho mucho para explorar cómo surgían dichos problemas y cómo podíamos impedir que ocurrieran.

Olsson estaba bien acompañado. Los médicos llevaban décadas quejándose de eso. «El campo de la fisiología respiratoria está creciendo en todas direcciones, pero la mayoría de los fisiólogos han estado tan preocupados por el volumen pulmonar, la ventilación, la circulación, el intercambio de gases, la mecánica de la respiración, el coste metabólico de respirar y el control de la respiración que pocos han prestado atención a los músculos que realmente hacen posible la respiración», escribía un médico en 1958. Otro señalaba: «Hasta el siglo XVII, la mayor parte de los grandes médicos y anatomistas estaban interesados en los músculos respiratorios y la mecánica de la respiración. Desde entonces, estos músculos han caído en el olvido y han quedado en una tierra de nadie entre la anatomía y la fisiología».

Lo que descubrieron muchos de aquellos doctores —y lo que Olsson descubriría mucho más adelante— era que la mejor manera de evitar muchos problemas de salud crónicos, mejorar el rendimiento deportivo y prolongar la longevidad era centrarse en cómo respiramos, concretamente para equilibrar los niveles de oxígeno y dióxido de carbono en el cuerpo. Para hacerlo, deberíamos aprender cómo inhalar y exhalar lentamente.

 

 

¿De qué manera inspirar cantidades menores de aire y tener más dióxido de carbono en el torrente sanguíneo puede aumentar el oxígeno que tenemos en los tejidos y órganos? ¿Cómo hacer menos puede darnos más?

Para entender este concepto contradictorio, hay que fijarse en las partes del cuerpo más allá de la nariz y la boca. Estas estructuras, a fin de cuentas, no son más que las puertas donde empieza el largo viaje de la respiración. El destino de las veinticinco mil inhalaciones y exhalaciones que hacemos diariamente está en un lugar más profundo de nuestro interior. Y cuanto más seguimos el aire hasta lugares profundos, más sorprendente y extraño se vuelve el viaje.

Vuestro cuerpo, como todos los cuerpos humanos, es en esencia una colección de tubos. Hay tubos anchos, como la garganta y los senos, y tubos muy estrechos, como los capilares. Los tubos que constituyen los tejidos de los pulmones son muy pequeños, y tenemos un montón. Si pusiéramos todos los tubos que tenemos en las vías respiratorias uno detrás de otro, llegarían de Nueva York a la isla de Key West, en Florida: más de dos mil cuatrocientos kilómetros.

Cada bocanada que tomamos primero debe bajar por la garganta cruzando una intersección llamada carina traqueal, que divide el flujo entre pulmón derecho e izquierdo. A medida que avanza, el aire es empujado hacia dentro de unos tubitos llamados bronquiolos hasta que termina un primer tramo del viaje en quinientos millones de pequeños bulbos llamados alveolos.

Lo que sucede a continuación es complicado y confuso. Una analogía puede ayudar a entenderlo.

Digamos que estamos a punto de emprender un crucero fluvial. Estamos en una sala de espera en el embarcadero cuando se acerca un barco. Pasamos el control de seguridad, subimos a bordo y zarpamos. Esto se parece al camino que emprenden las moléculas de oxígeno una vez que llegan a los alveolos. Cada uno de estos «embarcaderos» está rodeado de un río de plasma lleno de glóbulos rojos. A medida que pasan las células, las moléculas de oxígeno se deslizan por entre las membranas de los alveolos y se alojan en una célula.

El crucero celular está lleno de «camarotes». En nuestros glóbulos rojos, estas habitaciones son la proteína llamada hemoglobina. El oxígeno toma asiento dentro de una hemoglobina; luego los glóbulos rojos viajan río abajo, a mayores profundidades dentro del cuerpo.

A medida que la sangre pasa por tejidos y músculos, el oxígeno desembarca y suministra combustible a las hambrientas células. Cuando se baja el oxígeno, otros pasajeros, por ejemplo el dióxido de carbono —el «producto residual» del metabolismo—, suben a bordo, y el crucero inicia un viaje de vuelta a los pulmones.

La sangre se oscurece a medida que se va el oxígeno. La sangre de las venas tiene un aspecto azulado (en realidad, es de un rojo más oscuro) debido a la forma en que la luz penetra en la piel.La luz azul tiene una longitud de onda más corta y más fuerte que otros colores, motivo por el cual el océano y el cielo se ven azules desde la distancia.

Finalmente, el crucero da la vuelta al cuerpo y regresa al puerto, en los pulmones, desde donde el dióxido de carbono se dirigirá al exterior atravesando los alveolos, subiendo por la garganta y saliendo por la boca y la nariz al espirar. Luego vuelve a entrar oxígeno cuando tomamos aire de nuevo y el proceso vuelve a empezar.

Todas las células sanas del cuerpo son alimentadas con oxígeno, y así es como se les suministra. La travesía entera dura aproximadamente un minuto, y los números globales son impresionantes. En el interior de cada uno de nuestros veinticinco billones de glóbulos rojos hay doscientos setenta millones de hemoglobinas, cada una de las cuales tiene espacio para cuatro moléculas de oxígeno. Esto supone mil millones de moléculas de oxígeno embarcando y desembarcando de cada barco de glóbulos rojos.

No hay nada controvertido sobre este proceso de la respiración y sobre el papel del dióxido de carbono en el intercambio de gases. Es bioquímica básica. Lo que es menos reconocido es el papel que desempeña el dióxido de carbono en la pérdida de peso. El dióxido de carbono que sacamos en cada exhalación tiene peso, y exhalamos más peso del que inhalamos. Y la manera en que el cuerpo pierde peso no es sudando abundantemente o «quemando grasa».Perdemos peso mediante el aire expulsado.

Por cada cuatro kilos y medio de grasa que pierde nuestro cuerpo, casi cuatro kilos salen por los pulmones; la mayor parte es dióxido de carbono mezclado con un poco de vapor de agua. El resto se elimina sudando u orinando. Este es un hecho que históricamente la mayoría de los médicos, nutricionistas y otros profesionales de la salud no entendieron bien. Los pulmones son el sistema de que dispone el cuerpo para regular el peso.

«Todo el mundo habla siempre del oxígeno —me dijo Olsson durante nuestra entrevista en Estocolmo—. Da igual que respiremos treinta veces o cinco veces por minuto, ¡un cuerpo sano siempre tendrá suficiente oxígeno!»

Lo que nuestros cuerpos necesitan de verdad, lo que requieren para funcionar adecuadamente no es respirar más deprisa ni más hondo. No necesitan más aire. Lo que necesitamos es más dióxido de carbono.

 

 

Hace más de un siglo, un fisiólogo danés de ojos cansados llamado Christian Bohr descubrió esto en un laboratorio de Copenhague. A principios de la treintena, Bohr había obtenido las licenciaturas de Medicina y Fisiología y estaba trabajando en la Universidad de Copenhague.Le fascinaba la respiración; sabía que el oxígeno era el combustible celular y que la hemoglobina era su medio de transporte. Sabía que, cuando entraba oxígeno en una célula, salía dióxido de carbono.

Pero lo que Bohr no sabía era por qué tenía lugar aquel intercambio. ¿Por qué algunas células obtenían oxígeno más fácilmente que otras? ¿Qué llevaba a miles de millones de moléculas de hemoglobina a liberar oxígeno exactamente en el sitio justo en el momento oportuno? ¿Cómo funcionaba realmente la respiración?

Bohr empezó a experimentar. Juntó pollos, cobayas, culebras, perros y caballos y midió cuánto oxígeno consumían aquellos animales y cuánto dióxido de carbono producían.Luego les extrajo sangre y expuso la sustancia a varias mezclas de gases. La sangre que contenía más dióxido de carbono (más ácida) liberaba oxígeno de la hemoglobina. En cierto modo, el dióxido de carbono actuaba como una suerte de abogado matrimonialista, un mediador que separaba el oxígeno de sus enlaces para que pudiera quedar libre y juntarse con otra pareja.

Este hallazgo explicaba por qué ciertos músculos usados durante el ejercicio recibían más oxígeno que otros músculos menos usados.Producían más dióxido de carbono, lo cual atraía más oxígeno. Era un suministro según demanda a nivel molecular. El dióxido de carbono también tenía un fuerte efecto dilatador en los vasos sanguíneos, es decir, abría esas vías para que pudieran transportar más sangre rica en oxígeno a las células hambrientas. Respirar menos permitía a los humanos producir más energía más eficientemente.

A su vez, las respiraciones rápidas y con pánico expulsan dióxido de carbono. Solo unos pocos momentos respirando intensamente por encima de las necesidades metabólicas podría provocar una reducción de la irrigación sanguínea a músculos, tejidos y órganos. Nos sentiríamos aturdidos, tendríamos calambres, dolores de cabeza o incluso nos desmayaríamos. Si estos tejidos no recibieran irrigación sanguínea constante durante demasiado tiempo, quedarían dañados.

 

En 1904 Bohr publicó un artículo titulado «Acerca de una relación biológica compleja: la influencia del contenido de dióxido de carbono en sangre sobre los enlaces del oxígeno».El artículo causó sensación entre los científicos e inspiró una oleada de nuevas investigaciones sobre este gas largamente incomprendido. Poco después, Yandell Henderson, director del Laboratorio de Fisiología Aplicada de Yale, inició sus experimentos.Henderson había pasado los últimos años estudiando el metabolismo y, al igual que Bohr, también estaba convencido de que el dióxido de carbono era tan esencial para el cuerpo como cualquier vitamina.

«A pesar de que a los médicos aún les cuesta creerlo, el oxígeno no es en absoluto un estimulante para los seres vivos», escribiría Henderson en Cyclopedia of Medicine.«Si alimentamos un fuego con oxígeno puro en lugar de con aire, quema con una intensidad mucho mayor. Pero cuando un hombre o animal respira oxígeno, o [aire] enriquecido con oxígeno, no se consume una mayor cantidad de este gas, no se produce más calor ni se exhala más dióxido de carbono que cuando se inhala aire solo.»

Para un cuerpo sano, hiperventilar o aspirar oxígeno puro no conllevaría ningún beneficio, no tendría ningún efecto en el suministro de oxígeno a nuestros tejidos y órganos y de hecho podría crear un estado de deficiencia de oxígeno, lo cual provocaría asfixia. Dicho de otra forma, el oxígeno puro que un quarterback podría inspirar entre jugadas o que un viajero con jet lag podría conseguir por cincuenta dólares en un «bar de oxígeno» de un aeropuerto no aportaría beneficios.Inhalar el gas podría incrementar los niveles de oxígeno en sangre un 1 % o 2 %, pero aquel oxígeno nunca llegaría a nuestras células hambrientas. Simplemente lo expulsaríamos de nuevo.

Para demostrar su argumento, a lo largo de varios años Henderson llevó a cabo una serie de terribles experimentos con perros que son tan duros de leer como los terribles experimentos que hizo Harvold con monos.

Colocó algunos perros encima de una mesa de su laboratorio, les insertó un tubo por la garganta y les puso una mascarilla de goma que les cubría la cara. En el extremo del tubo había un fuelle manual. El artilugio permitía a Henderson controlar qué cantidad de aire ingería cada perro y con qué frecuencia. Había conectado el tubo de las gargantas de los perros a una bombona de éter, que los anestesiaba durante el transcurso del experimento. Un conjunto de instrumentos registraban la frecuencia cardíaca, los niveles de dióxido de carbono y de oxígeno, etc.

A medida que Henderson bombeaba cada vez más deprisa, veía que la frecuencia cardíaca de los animales se incrementaba rápidamente de cuarenta hasta doscientos latidos o más por minuto. Los perros acababan teniendo tanto oxígeno discurriendo por las arterias y tan poco dióxido de carbono para hacerlo desembarcar que músculos, tejidos y órganos les comenzaban a fallar. Algunos perros tenían espasmos incontrolables o entraban en coma. Si Henderson seguía bombeando más aire, los animales quedaban tan llenos de oxígeno y con tal déficit de dióxido de carbono que morían.

Henderson mató perros con su propia respiración.

Con los perros que sobrevivieron, bombeó más lentamente y vio como su frecuencia cardíaca disminuía inmediatamente a cuarenta latidos por minuto. No era el acto de respirar lo que aceleraba y ralentizaba la frecuencia cardíaca de los perros; era la cantidad de dióxido de carbono que fluía por su torrente sanguíneo.

Luego Henderson forzó los perros a respirar solo ligeramente con mayor intensidad de lo normal, justo por encima de sus necesidades metabólicas, de modo que su frecuencia cardíaca fuera moderadamente elevada y los niveles de dióxido de carbono fueran un poco insuficientes. Les provocó una afección de leve hiperventilación común en los humanos.

Los perros estaban cada vez más agitados, confusos, nerviosos y con los ojos vidriosos. La leve hiperventilación inducía el mismo estado de confusión que ocurría durante el mal de altura o los ataques de pánico. Henderson administró morfina y otros fármacos para ralentizar la frecuencia cardíaca de los animales a niveles normales. Los medicamentos funcionaron en parte porque, como observó Henderson, contribuyeron a elevar los niveles de dióxido de carbono.

Pero había otra forma de devolver la salud a los animales: dejar que respiraran lentamente. Cuando Henderson reducía el ritmo respiratorio a niveles conformes al metabolismo normal de los perros —de respirar doscientas veces por minuto a un ritmo normal—, desaparecían los espasmos, el estupor y la ansiedad. Los animales se estiraban y se relajaban, se les destensaban los músculos y los inundaba una sensación de paz.

«El dióxido de carbono es la hormona principal del cuerpo entero; es la única que producen todos los tejidos y la única que probablemente actúa sobre cualquier órgano —escribió posteriormente Henderson—. El dióxido de carbono es, de hecho, un componente de la materia viva más fundamental que el oxígeno.»

 

 

Pasé tres días con Olsson en Estocolmo. Interpretamos cuidadosamente tablas y gráficos y hablamos sobre Bohr y Henderson y otros pulmonautas históricos. Al terminar mi viaje, finalmente entendí cómo mi visión de la respiración había sido tan limitada y tan errónea durante tantos años. Y comprendí por fin por qué Olsson se había obsesionado tanto con esta línea de investigación, por qué había abandonado su vida como magnate del software y había bajado de categoría para vivir en un piso minúsculo, rodeado de estanterías con manuales de bioquímica, cinta para taparse la boca y bombonas de dióxido de carbono. Por qué había dedicado tantos meses a registrar cómo cambiaban los niveles de dióxido de carbono en su cuerpo con cada nueva técnica de respiración y cómo ello afectaba a su presión arterial y a sus niveles de energía y de estrés.

Entendí por qué solamente asistió una persona a la primera charla que dio sobre la respiración, en 2010, por qué, una vez afinado el mensaje y consolidada la base de su investigación, se había vuelto prácticamente una estrella mediática en Suecia que llenaba auditorios y por qué su rostro sonriente, con un bronceado perpetuo de actor de comedia romántica, aparecía en periódicos, revistas y en los telediarios de la noche. En esas entrevistas, Olsson defendía los efectos terapéuticos de la respiración nasal e imploraba al público con el mismo mensaje de la respiración lenta.

Regresé a mi casa, en San Francisco, y Olsson y yo seguimos en contacto. Cada varias semanas recibía un correo o una llamada de Skype sobre algún nuevo hallazgo científico olvidado durante mucho tiempo que Olsson acababa de desenterrar de alguna biblioteca de medicina. Él seguía también con su autoexperimentación, tratando de usar siempre su propio cuerpo para demostrar el poder de la respiración y las maravillas del «producto residual del metabolismo», el dióxido de carbono.

Así es como Olsson, un año después de nuestro primer encuentro, terminó en mi salón en San Francisco con una mascarilla atada con velcro a la cabeza y un sensor de electrocardiogramas enganchado en la oreja.

 

 

«¿Te importaría pasarme el oxímetro, por favor?», dice Olsson de nuevo desde el otro lado de la mesa.

Acabamos de terminar nuestros test de la tarde y Olsson está colocándose de nuevo el BreathIQ, el prototipo de un aparato que mide el dióxido de carbono, el amoniaco y otros elementos en el aire expulsado. Se engancha un oxímetro en el dedo y empieza la cuenta atrás.

Puede que sea por el chute de dióxido de carbono y de monóxido de nitrógeno provocado por la respiración nasal, pero hoy nos sentimos con garra. Además de los cinco mil dólares que nos dejamos para que nos hicieran radiografías antes y después y para someternos a pruebas de funcionamiento sanguíneo y pulmonar en Stanford, Olsson y yo también conseguimos juntar varios miles de dólares en equipamiento para nuestro laboratorio casero. Hemos estado dos semanas realizando pruebas y aún tenemos que aprovechar todo su potencial. Esto va a cambiar hoy.

Olsson se friega con una mano la sudadera Abercrombie y se aparta para que yo pueda leer los resultados de los aparatos. Todas sus constantes vitales son normales: la frecuencia cardíaca está alrededor de setenta y cinco, la presión arterial sistólica está a ciento veintiséis y los niveles de oxígeno a un 97 %. Tres, dos, uno: Olsson empieza a respirar.

Pero lento, muy lento. Inhala y exhala tres veces más lento que la media norteamericana, dejando las dieciocho respiraciones medias por minuto a seis. Mientras absorbe aire por la nariz y lo expulsa por la boca, observo cómo sus niveles de dióxido de carbono ascienden de un 5 % a un 6 %. Y siguen aumentando. Pasado un minuto, los niveles de Olsson son un 25 % más altos que hace tan solo unos minutos, lo cual significa que ha pasado de una zona nociva de hipocapnia a estar de lleno en el rango médicamente normal. Mientras tanto, su presión arterial desciende unos cinco puntos y su frecuencia cardíaca baja hasta sesenta y pico.

Lo que no ha cambiado es su nivel de oxígeno. De principio a fin, aunque ha estado respirando a un tercio de la frecuencia considerada normal, su oxígeno no ha fluctuado: ha permanecido en el 97 %.

Habíamos experimentado las mismas mediciones confusas durante nuestras sesiones con la bici estática a principios de semana. El inicio de aquellas sesiones, como cualquier entrenamiento, fue un asco. Sentíamos que nuestros pulmones y nuestro sistema respiratorio intentaban desesperadamente satisfacer las necesidades de nuestros hambrientos tejidos y músculos: el hambre urgente de antes de cenar. Normalmente, abriría la boca y estaría con la lengua fuera, intentando saciar aquella imperiosa necesidad de oxígeno. Pero durante los últimos días, mientras pedaleaba con mayor intensidad y más deprisa, me forzaba a respirar con mayor suavidad y más lentamente. Aquello era asfixiante y claustrofóbico, como si estuviera matando mi cuerpo dejándole sin combustible, hasta que eché un vistazo al oxímetro. Una vez más, sin importar lo lento que respirara o la intensidad con que pedaleara, mis niveles de oxígeno permanecían estables a un 97 %.

Resulta que, al respirar a un ritmo normal, nuestros pulmones absorben solamente una cuarta parte del oxígeno disponible en el aire. La mayor parte de ese oxígeno vuelve a expulsarse. Realizando respiraciones más largas, hacemos que nuestros pulmones absorban más en menos respiraciones.

«Si, con entrenamiento y práctica, puedes realizar el mismo ejercicio con solo catorce respiraciones por minuto en lugar de con cuarenta y siete usando técnicas convencionales, ¿qué motivo podría haber para no hacerlo?», escribió John Douillard, el entrenador que había llevado a cabo los experimentos con bicis estáticas en los noventa. «Cuando veas que cada día corres más deprisa y tu frecuencia respiratoria se mantiene estable […], empezarás a percibir el verdadero significado de la palabra fitness

Entonces me di cuenta de que respirar es como remar: hacer tropecientas mil paladas cortas y forzadas te llevará adonde vayas, pero son algo ridículo en comparación con la eficiencia y la velocidad que se logran haciendo menos paladas más largas.

En el segundo día empleando esta técnica de respirar por la nariz más lentamente, sobrepasé mi récord respirando por la boca en unos doscientos metros.En la siguiente sesión, pedaleé casi seiscientos metros más lejos: un incremento de un 5 % respecto a la respiración bucal. En mi quinta carrera en la bici estática, pedaleé más de doce kilómetros, un kilómetro y medio más, en el mismo período de tiempo, usando la misma cantidad de energía que la semana anterior. Aquello fue un avance significativo. No estaba todavía en los niveles de los ciclistas de Douillard, pero me iba acercando poco a poco.

Durante aquella sesión, empecé a jugar con mi respiración. Traté de inhalar y exhalar cada vez más lentamente, de mi ritmo habitual —veinte respiraciones por minuto— a solo seis. Me invadió de inmediato una sensación de claustrofobia y de falta de aire. Tras un minuto, más o menos, miré el oxímetro para ver cuánto oxígeno estaba perdiendo y lo hambriento que estaba mi cuerpo.

Pero mi oxígeno no había disminuido con aquellas respiraciones tan lentas, como yo y cualquiera habría esperado. Mis niveles habían aumentado.

 

 

Un último comentario sobre la respiración lenta. Se conoce también con otro nombre: oración.

Cuando los monjes budistas cantan su mantra más popular, «Om mani padme hum», cada expresión declamada dura seis segundos, con seis segundos para inhalar antes de que el cántico vuelva a empezar. El cántico tradicional del Om, el «sonido secreto del universo» usado en el jainismo y otras tradiciones, tarda seis segundos en ser cantado, con una pausa de unos seis segundos para tomar aire.

El cántico «Sa ta na ma», una de las técnicas mejor conocidas del yoga kundalini, también tarda seis segundos en ser entonado, seguido por seis segundos para inhalar. Luego están las antiguas posiciones hindúes de mano y lengua llamadas mudras. Una técnica llamada khechari, destinada a fomentar la salud física y espiritual y a superar las enfermedades, implica colocar la lengua por encima del velo del paladar de modo que esté apuntando hacia la cavidad nasal. Las respiraciones profundas y lentas tomadas durante el khechari duran seis segundos cada una. Japonesa, africana, hawaiana, nativa americana, budista, taoísta, cristiana:todas estas culturas y religiones desarrollaron de alguna forma las mismas técnicas de oración, que requieren los mismos patrones de respiración. Y probablemente todas se beneficiaron del mismo efecto tranquilizante.

En 2001 investigadores de la Universidad de Pavía, en Italia, reunieron a dos docenas de sujetos, los cubrieron con sensores para medirles el riego sanguíneo, la frecuencia cardíaca y la respuesta del sistema nervioso, y luego les hicieron recitar un mantra budista, así como la versión original en latín del rosario, el ciclo católico de rezo de la avemaría,que es repetido una mitad por el sacerdote y la otra mitad por los feligreses. Quedaron asombrados al hallar que el número medio de respiraciones para cada ciclo era «casi exactamente» idéntico, solo un poco más rápido que el ritmo de las plegarias hindúes, taoístas y nativas americanas: 5,5 respiraciones por minuto.

Pero lo que era aún más sorprendente era lo que provocaba en los individuos respirar de aquella forma. Cuando seguían este patrón de respiración lenta, el riego sanguíneo que llegaba al cerebro se incrementaba y los sistemas del cuerpo entraban en un estado de coherencia,cuando el funcionamiento del corazón, la circulación y el sistema nervioso están coordinados para alcanzar un pico de eficiencia.En cuanto los sujetos volvían a respirar o a hablar espontáneamente, sus corazones latían de una forma un poco más errática y la integración de los sistemas iba desencajándose poco a poco. Unas pocas respiraciones lentas y relajadas y volvía la armonía.

Diez años después de las pruebas de Pavía, dos prestigiosos profesores y médicos de Nueva York, Patricia Gerbarg y Richard Brown, emplearon el mismo patrón respiratorio con pacientes con ansiedad y depresión, pero sin las oraciones. Algunos de los pacientes tenían problemas para respirar lento, así que Gerbarg y Brown les recomendaron que empezaran con un ritmo más sencillo de inhalaciones de tres segundos con, por lo menos, la misma duración de exhalación. A medida que los pacientes se sentían más cómodos, alargaban la ingesta y la expulsión de aire.

Resultó que el ritmo de respiración más eficiente se daba cuando tanto la duración de las respiraciones como el número total de respiraciones por minuto alcanzaban una escalofriante simetría: inhalaciones de 5,5 segundos seguidas de exhalaciones de 5,5 segundos,lo que da como resultado casi exactamente 5,5 respiraciones por minuto. Era el mismo patrón que el rosario.

Los resultados eran notables, incluso al ser practicados solamente entre cinco y seis minutos al día.«He visto a pacientes transformados gracias a la adopción de unas prácticas respiratorias regulares», dijo Brown. Gerbarg y él incluso usaron esta técnica de respiración lenta para rehabilitar los pulmones de supervivientes del 11 de Septiembre que sufrían una tos crónica y dolorosa causada por los escombros del derrumbe, una enfermedad horrible llamada pulmones de vidrio esmerilado. No se conocía cura para esta afección y, sin embargo, pasados solo dos meses, los pacientes alcanzaron una mejora significativa simplemente aprendiendo a practicar varias series de respiración lenta al día.

Gerbarg y Brown escribirían y publicarían varios artículos académicos sobre el poder curativo de la respiración lenta, que pasaría a conocerse como respiración resonante o respiración coherente. La técnica no requería un gran esfuerzo, ni mucho tiempo ni mucha atención.Y puede hacerse en cualquier sitio y en cualquier momento. «Es algo totalmente privado —escribió Gerbarg—. Nadie sabe que lo estás haciendo.»

En muchos sentidos, esta respiración resonante reportaba los mismos beneficios que la meditación para quienes no querían meditar. Y que el yoga para aquellos que no querían levantarse del sofá. Ofrecía la parte curativa del rezo para los que no son religiosos.

¿Importaba si respirábamos a un ritmo de seis o cinco segundos, o si íbamos medio segundo atrasados? No, siempre que el número de respiraciones estuviera en torno a las 5,5.

«Creemos que el rosario pudo haberse desarrollado en parte porque se sincronizaba con los ritmos cardiovasculares (ondas Mayer) inherentes y, por tanto, infundía una sensación de bienestar; y tal vez una mayor receptividad al mensaje religioso», escribieron los investigadores de Pavía. Dicho de otra forma: las meditaciones, la avemaría y decenas de oraciones más que habían sido elaboradas durante los últimos miles de años no eran algo infundado.

Rezar cura, sobre todo si se practica a 5,5 respiraciones por minuto.