Capítulo 6: Menos
Poca gente discutiría que nos hemos vuelto una cultura que come en exceso. Desde alrededor de 1850 hasta 1960, el índice de masa corporal (IMC) norteamericano medio, un valor que calcula la grasa basándose en la altura, estaba entre veinte y veintidós. Esto corresponde a unos setenta y dos kilos para una persona de un metro y ochenta y dos centímetros. Actualmente, el IMC medio es de veintinueve, una subida de un 38 % en cincuenta años. Aquella persona de metro ochenta y dos ahora pesa noventa y siete kilos. Se considera que un 70 % de la población estadounidense tiene sobrepeso; y una de cada tres personas tiene obesidad. No cabe duda de que comemos más que antes.
La frecuencia respiratoria es algo mucho más difícil de medir, porque hay pocos estudios y los resultados son incoherentes. No obstante, repasando varios estudios disponibles vemos un panorama preocupante.
Lo que se considera médicamente normal hoy en día es cualquier valor entre una docena y veinte respiraciones por minuto, con una ingesta media de cerca de medio litro por respiración. Si nos fijamos en los individuos situados en el rango superior del ritmo respiratorio, esto es aproximadamente el doble que antes.
Algo en lo que han estado de acuerdo todos los pulmonautas médicos o autodidactas con quienes he hablado en los últimos años es en que, al igual que nos hemos vuelto una cultura que come en exceso, también nos hemos convertido en una cultura que respira demasiado. La mayoría de nosotros respiramos en exceso, y hasta una cuarta parte de la población contemporánea sufre un caso aún más grave de hiperventilación crónica.
La solución es sencilla: hay que respirar menos. Pero es más fácil decirlo que hacerlo. Nos hemos acostumbrado a respirar demasiado del mismo modo en que nos hemos acostumbrado a comer demasiado. Con un poco de esfuerzo y entrenamiento, sin embargo, respirar menos puede convertirse en un hábito inconsciente.
Los yoguis indios se entrenan para reducir la cantidad de aire que inspiran en reposo, no para aumentarla. Los budistas tibetanos dictaron unas instrucciones paso a paso para que los monjes en periodo formativo redujeran y calmaran la respiración. Unos médicos chinos de hace dos mil años recomendaban trece mil quinientas respiraciones al día,lo que sale a nueve respiraciones y media por minuto.Probablemente tomaban menos aire con aquellas respiraciones. En Japón, cuenta la leyenda que los samuráis comprobaban el estado de preparación de un soldado colocándole una pluma debajo de la nariz mientras inspiraba y espiraba. Si la pluma se movía, el soldado era descartado.
Aclarémoslo: respirar menos no es lo mismo que respirar lento. Unos pulmones adultos normales pueden acoger aproximadamente entre cuatro y seis litros de aire. Esto significa que, aunque practiquemos la respiración lenta a 5,5 respiraciones por minuto, aún podríamos estar tomando el doble del aire que necesitamos.
La clave para lograr una respiración óptima —y para conseguir todos los beneficios de salud, resistencia y longevidad que trae consigo— es practicar para hacer menos inhalaciones y exhalaciones y para inspirar un volumen menor. Respirar, pero respirar menos.
Cuando me quedaban solo cuatro días del experimento de Stanford, ya estaba cosechando los beneficios de ralentizar el ritmo respiratorio. Mi presión arterial seguía bajando, la variabilidad de mi frecuencia cardíaca seguía subiendo y tenía tanta energía que no sabía qué hacer con ella.
Mientras tanto, Olsson seguía empeñado en que redujera aún más la frecuencia respiratoria. No paraba de dar la vara insistiendo en las maravillas de respirar mucho menos de lo que haría alguien de manera normal: el equivalente respiratorio de ayunar. Dejarse a uno mismo sin aire puede ser perjudicial si se vuelve algo habitual, alertaba Olsson. Por lo general, deberíamos respirar lo más cerca que pudiésemos de lo exigido por nuestras necesidades. Pero forzar de vez en cuando el cuerpo a respirar mucho menos, argumentaba Olsson, reportaba varios beneficios poderosos igual que el ayuno. A veces podía provocar euforia.
«Fue una sensación mejor que la que sentí cuando me casé o cuando nació mi primer hijo», dice Olsson.
Es de mañana y estamos conduciendo por las irregulares olas grises que hay a lo largo de la Ruta Estatal 1, en California. Yo estoy al volante y Olsson está a mi lado, en el asiento del copiloto, sonriendo ampliamente, reviviendo el instante, hace cinco años, en que vio a Dios.
«Estuve corriendo algo así como una hora, unos nueve kilómetros y medio, creo; llegué a casa y me senté en la silla del salón. —Al decir esto, la voz le tiembla un poquito, está casi riendo—. Y tenía un dolor de cabeza sordo, un dolor de cabeza bueno, y sentí la paz y la unidad más intensas del mundo… Todo…»
Nuestro destino hoy es el parque del Golden Gate, que ofrece miles de pistas seguidas para correr debajo del follaje de eucaliptos azules, dicksonias, cipreses y secuoyas. Como las pistas son de tierra, no nos vamos a descalabrar y a morir si de repente perdemos el conocimiento, lo cual —advierte Olsson—, aun siendo infrecuente, sí es un efecto secundario real de la cosa esa de respirar mucho menos que vamos a intentar.
Olsson tiene fe en esta práctica. Él y sus clientes aseguran haber experimentado profundas mejoras en la capacidad de resistencia y en el bienestar tras varias semanas de entrenamiento. No obstante, muchas otras personas me habían dicho que podía ser horrible y provocar fuertes dolores de cabeza, no dolores «buenos». No era algo para aficionados.
Salgo de la autovía, me meto en una carretera de un solo carril y aparco el coche al lado del terreno del Club de Pesca Golden Gate. Una manada de búfalos detrás de una verja metálica nos miran fijamente con unos ojos aburridos mientras Olsson y yo nos quitamos la chaqueta, tomamos unos últimos traguitos de agua, cerramos el coche y nos ponemos a correr.
No soporto hacer footing. A diferencia de otras actividades físicas —sobre todo deportes de agua, como el surf o la natación—, cuando voy a correr, soy plenamente consciente del sufrimiento y del aburrimiento de cada segundo. Nunca he alcanzado esa sensación de éxtasis de los corredores, pese a que hace años corría seis kilómetros y pico en días alternos. Los beneficios de salir a correr son obvios: siempre me sentí de maravilla… posteriormente. Pero el correr en sí era un rollo.
Olsson quería hacerme cambiar de opinión. Él llevaba décadas haciendo footing y había entrenado a decenas de corredores. «La clave está en encontrar un ritmo que te vaya bien a ti —me dice mientras nos dirigimos directamente a una zarza—. Tienes que desafiarte a ti mismo, pero a la vez no tienes que pasarte.»
El camino se bifurca y seguimos la vereda menos trillada. Brilla el sol por entre unos árboles que parecen rascacielos, flota por el aire un olor rancio a hierbabuena y se oye el grato crujido de las pisadas sobre las hojas secas y quebradizas. Es hermoso.
«Lo que quiero es que, al calentar, empieces a alargar las exhalaciones», dice Olsson.Ya me lo había anticipado, así que sé lo que me espera.
Cada inspiración que tomamos debería durar unos tres segundos y cada espiración debería durar cuatro. Mantendremos las mismas inhalaciones cortas a la vez que alargaremos las exhalaciones hasta cinco, seis y siete segundos a medida que avance la carrera.
Obviamente, hacer unas exhalaciones más largas y más lentas significa que van a subir los niveles de dióxido de carbono. Con ese dióxido de carbono de más, obtenemos una mayor resistencia aeróbica. El valor del consumo máximo de oxígeno —llamado VO2 max— es el mejor indicador de la capacidad cardiorrespiratoria. Entrenar el cuerpo para respirar menos incrementa el VO2 max,lo cual puede no solo potenciar la resistencia atlética, sino también contribuir a que vivamos una vida más sana y larga.
El padrino del menos-es-más fue un pulmonauta nacido en 1923 en una granja de las afueras de Kíev, en lo que actualmente es Ucrania. Su nombre era Konstantín Pavlovich Buteyko, y pasó la juventud analizando el mundo de su alrededor. En serio, cualquier cosa de su alrededor. Plantas, insectos, juguetes, coches. Terminó por ver el mundo como un mecanismo y todo lo que contiene como un conjunto de partes que encajan para formar un todo más grande. Ya en la adolescencia, Buteyko se había convertido en un mecánico brillante, y luego pasaría cuatro años en las líneas del frente de la Segunda Guerra Mundial arreglando coches, tanques y artillería para el ejército soviético.
«Cuando terminó la guerra, decidí empezar a investigar la máquina más compleja, el hombre —dijo—. Pensaba que si aprendía cómo funcionaba sería capaz de diagnosticar sus enfermedades de una forma tan simple como había diagnosticado trastornos en máquinas.»
Buteyko asistió a la Primera Universidad de Medicina de Moscú, la escuela de medicina más prestigiosa de la Unión Soviética, en la que se graduó cum laude en 1952. Durante su periodo de residencia, se percató de que los pacientes que estaban peor de salud parecían respirar demasiado. Cuanto más respiraban, peor estaban, sobre todo los aquejados de hipertensión.
El propio Buteyko sufría una grave hipertensión, además de unos enervantes dolores de cabeza, de estómago y de corazón que a menudo iban aparejados a la afección. Le habían recetado medicamentos, pero no le habían hecho efecto. A los veintinueve años, su presión arterial sistólica se había disparado a doscientos doce, una cifra peligrosamente alta.Los médicos le daban un año de vida.
«Se puede evitar el cáncer extirpándolo —diría Buteyko más adelante—. Pero no puedes evitar la hipertensión.» Lo mejor que podía hacer para sus pacientes y para él era intentar mitigar los síntomas.
Según cuenta la historia, una noche de octubre, Buteyko estaba solo en una habitación del hospital mirando el oscuro cielo otoñal por la ventana. Se fijó en su reflejo en el cristal: un rostro flacucho y ojeroso que hacía respiraciones pesadas con la boca abierta. Sus ojos descendieron hasta la bata blanca que le cubría el pecho, hasta los hombros, que subían y bajaban con cada laboriosa inhalación y exhalación. Era el mismo ritmo respiratorio que había visto en pacientes terminales. Buteyko no estaba haciendo ejercicio y, aun así, respiraba como si acabara de realizar un entrenamiento.
Intentó hacer un experimento. Empezó a respirar menos, a relajar el pecho y el estómago y a sorber aire por la nariz. Al cabo de unos minutos, desaparecieron las punzadas de dolor que tenía en la cabeza, el estómago y el corazón. Pero luego Buteyko volvió a las respiraciones pesadas que estaba haciendo unos minutos antes. Con tan solo cinco inspiraciones, el dolor regresó.
«¿Y si la hiperventilación no era una consecuencia de la hipertensión y de los dolores de cabeza, sino su causa?», se preguntó Buteyko. Enfermedades cardíacas, úlceras e inflamación crónica eran todas ellas perturbaciones de la circulación, el pH sanguíneo y el metabolismo. Cómo respiramos afecta a todas estas funciones. Respirar solamente un 20 % —o incluso un 10 %— más de lo que requiere el cuerpo puede sobrecargar nuestros sistemas. Finalmente, estos se debilitan y flaquean. ¿Acaso respirar demasiado hacía que la gente enfermara y no se curara?
Buteyko dio un paseo. En la sección de asmáticos, encontró a un hombre encorvado, lidiando con la asfixia y jadeando para conseguir aire. Buteyko se le acercó y le enseñó la técnica que había usado consigo mismo. Tras algunos minutos, el paciente se tranquilizó. Inspiraba cuidadosamente por la nariz y luego expulsaba el aire con calma. De repente, su rostro ganó color. El ataque de asma se había terminado.
De vuelta al parque del Golden Gate, Olsson y yo nos estamos adentrando al trote en las profundidades de la pista. La bucólica escena salpicada de rayos de sol y árboles de Avatar se ha transformado en un caos más urbano de carritos de la compra sin ruedas y montoncitos sospechosos de papel higiénico. Nos damos cuenta de que el camino menos transitado puede serlo por algún motivo. Un giro rápido a la izquierda y regresamos a la ruta que sigue la costa.
Pasamos corriendo por delante de un viejo hippie sentado en el tocón de un árbol interpretando la canción del programa Jeopardy! con una trompeta en una mano y leyendo con la otra un libro de bolsillo doblado. Frente a él, un hombre vestido impecablemente hace subir un perro viejo a un Mercedes 300SD destartalado y una mujer con rastas hasta la cintura y tirantes a lo Mork de Ork pasa zumbando en una escúter eléctrica. Es una escena prototípica de San Francisco. Olsson y yo encajamos perfectamente.
Hemos estado practicando una versión extrema de las técnicas que Buteyko usó para sí mismo y en la sección de asmáticos: limitando las inhalaciones y al mismo tiempo extendiendo las exhalaciones mucho más allá del punto en el que uno se siente cómodo, o incluso seguro. Estamos sudados, con la cara enrojecida y me noto las venas del cuello. No estoy exactamente sin aliento, pero tampoco tengo una sensación agradable. Incluso cuando sorbo un poco de aire, siento como si me estrangularan suavemente.
El objetivo de este ejercicio no es infligir un dolor innecesario. Es que nuestro cuerpo se sienta cómodo con unos niveles más elevados de dióxido de carbono para que inconscientemente respiremos menos en las horas de reposo y la próxima vez que entrenemos. Para que liberemos más oxígeno, incrementemos nuestra resistencia y para que ello contribuya a un mejor desempeño de todas las funciones de nuestro cuerpo.
«Intenta alargar aún más las exhalaciones —dice Olsson mientras toma sorbitos de aire por la nariz—. Dedica el doble de tiempo a expulsar aire para cada inhalación, o el triple», me regaña. Por un instante, me da la sensación de que voy a vomitar.
«¡Sí! —dice—. ¡Todavía más lento, todavía menos!»
Hacia finales de los años cincuenta, Buteyko dejó los hospitales de Moscú y se trasladó a Akademgorodok («Ciudad Académica»), un conjunto de treinta y cinco edificios de investigación construidos con bloques de hormigón situado en el centro de Siberia.La ubicación distante era algo intencionado. Durante los años anteriores, el Gobierno soviético había mandado a decenas de miles de los mejores ingenieros espaciales, químicos, físicos y otros científicos a vivir secretamente entre aquellos laboratorios. Su trabajo consistía en desarrollar tecnologías punteras destinadas a asegurar el dominio de la Unión Soviética. En muchos sentidos, era un Silicon Valley soviético, pero sin chalecos, kombucha, sol, Teslas ni libertades civiles.
Buteyko se había mudado allí a petición de la Academia de Ciencias Médicas de la URSS, el equivalente soviético de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades en los Estados Unidos. Tras su epifanía en la sección de asmáticos, había analizado artículos de investigación y había examinado a cientos de pacientes. Se había convencido de que el exceso de respiración era el culpable de varias enfermedades crónicas. Al igual que Bohr y Henderson, Buteyko estaba fascinado por el dióxido de carbono y también creía que aumentar este gas respirando menos podía no solo mantenernos sanos y en forma, sino que también podía curarnos.
En Akademgorodok llevó a cabo los más exhaustivos experimentos de respiración que la ciencia haya intentado jamás. Reunió a una plantilla de más de doscientos investigadores y ayudantes en un amplio hospital de la ciudad llamado Laboratorio de Diagnóstico Funcional.Los sujetos entraban y se tumbaban en una camilla, apretujados entre montones de máquinas. Unos flebotomistas les insertaban catéteres en las venas mientras otros investigadores les metían tubos por la garganta y les colocaban electrodos alrededor del corazón y la cabeza. A medida que los sujetos inspiraban y espiraban, un ordenador primitivo registraba cien mil bits de datos por hora.
Enfermos y sanos, jóvenes y viejos: más de mil personas pasaron por el laboratorio de Buteyko. Los pacientes con asma, hipertensión y otras dolencias respiraban todos igual: demasiado. A menudo respiraban por la boca, con lo cual aspiraban quince litros o más de aire por minuto. Algunos respiraban tan ruidosamente que se les podía oír desde varios metros. Los resultados mostraron que tenían mucho oxígeno en la sangre, pero mucho menos dióxido de carbono, cerca de un 4 %. Su frecuencia cardíaca en reposo era de hasta noventa latidos por minuto.
Los pacientes más sanos también respiraban todos ellos del mismo modo: menos. Inhalaban y exhalaban unas diez veces por minuto, con lo cual tomaban un total de entre cinco y seis litros de aire. Su pulso en reposo estaba entre cuarenta y ocho y cincuenta y cinco latidos por minuto y tenían en torno a un 50 % más de dióxido de carbono en el aire que expulsaban.
Buteyko desarrolló un protocolo basado en los hábitos respiratorios de estos pacientes más sanos que más adelante denominaría Eliminación Voluntaria de la Respiración Profunda.Técnicas había muchas y variadas, pero su objetivo era adiestrar a los pacientes para que respiraran siempre lo más cerca posible de sus necesidades metabólicas, lo cual casi siempre conllevaba ingerir menos aire. Cuántas respiraciones tomaran por minuto no era tan importante para Buteyko, siempre que en reposo no se respirara más de unos seis litros de aire por minuto.
En unas cuantas sesiones practicando estas técnicas, los pacientes declaraban sentir hormigueo y ardor en las manos y en los dedos de los pies. Su frecuencia cardíaca se ralentizaba y se estabilizaba. La hipertensión y las migrañas que habían debilitado a tantos empezaban a desaparecer. Los que tenían buena salud se sentían mejor aún. Los atletas afirmaban tener grandes mejoras en el rendimiento.
Por aquellas fechas, a unos cuantos miles de kilómetros al oeste, en la ciudad fabril de Zlín, en Checoslovaquia, un corredor desgarbado de poco más de un metro setenta llamado Emil Zátopek estaba experimentando con sus propias técnicas de limitación de la respiración.
Zátopek nunca quiso ser corredor. Cuando la dirección de la fábrica de zapatos donde trabajaba lo eligió para una carrera local, trató de rechazar la oferta. Zátopek les dijo que no estaba en forma, que no le interesaba, que nunca había corrido en una competición. Pero, aun así, compitió y quedó segundo de cien participantes. Zátopek vio que le esperaba un futuro brillante en el mundo de las carreras, así que empezó a tomarse el deporte más en serio. Cuatro años más tarde, batió los récords nacionales checos de los dos mil, los tres mil y los cinco mil metros.
Zátopek desarrolló sus propios métodos de entrenamiento para conseguir ventaja.Corría lo más rápido que podía aguantando la respiración, luego jadeaba un poco y volvía a hacerlo. Era una versión extrema de los métodos de Buteyko, pero Zátopek no lo llamaba Eliminación Voluntaria de la Respiración Profunda. Nadie lo hacía. El método se popularizó con el nombre de entrenamiento por hipoventilación. Hipo, que proviene de la palabra griega que significa «debajo» (como en aguja hipodérmica), es el contrario de hiper, que significa «por encima». La idea del entrenamiento por hipoventilación era respirar menos.
A lo largo de los años, el método de Zátopek fue ampliamente menospreciado y ridiculizado, pero él ignoró a los críticos.En los Juegos Olímpicos de 1952, ganó el oro en los cinco mil y en los diez mil metros. A la vista de su éxito, decidió competir en el maratón, una prueba para la que nunca en su vida se había entrenado. Ganó el oro. Zátopek se haría con dieciocho récords mundiales, cuatro oros olímpicos y una plata a lo largo de su carrera. Más adelante sería calificado como el «Mejor Corredor de todos los Tiempos» por la revista Runner’s World.«Lo hace todo mal, pero gana», dijo Larry Snyder, por aquel entonces entrenador de atletismo en la Universidad Estatal de Ohio.
El entrenamiento con hipoventilación no despegó exactamente después de Zátopek. Su rostro atormentado, rechinando los dientes y con un gesto de dolor en la mirada como un Jesucristo de Matthias Grünewald se convirtió en su aspecto característico cuando cruzaba la línea de meta, a menudo en primer lugar. Todo aquello parecía horrible, porque lo era, y la mayoría de los atletas lo evitaban.
Décadas después, en los setenta, un severo entrenador de natación norteamericano llamado James Counsilman lo redescubrió. Counsilman era tristemente famoso por sus técnicas de entrenamiento basadas en «el dolor, el sufrimiento y la agonía»,y la hipoventilación cuadraba perfectamente en esta definición.
Los nadadores profesionales suelen hacer dos o tres brazadas antes de girar la cabeza hacia el otro lado y tomar aire. Counsilman entrenó a su equipo para que aguantaran la respiración hasta nueve brazadas. Creía que, con el tiempo, los nadadores usarían el oxígeno con más eficiencia y nadarían más deprisa.En cierto modo, era la Eliminación Voluntaria de la Respiración Profunda de Buteyko y la hipoventilación de Zátopek, pero bajo el agua. Counsilman lo utilizó para entrenar al equipo masculino de natación de los Estados Unidos para los Juegos Olímpicos de Montreal.Ganaron trece medallas de oro, catorce platas y siete bronces, y consiguieron récords mundiales en once pruebas. Fue la mejor actuación de un equipo norteamericano de natación de toda la historia.
El entrenamiento por hipoventilación cayó en el olvido después de que algunos estudios en los ochenta y los noventa sostuvieran que prácticamente no tenía efecto alguno en el rendimiento y la capacidad de resistencia. Ganaran lo que ganaran aquellos atletas, declararon los investigadores, tuvo que ser debido a un fuerte efecto placebo.
A principios de la década del 2000, el doctor Xavier Woorons, un fisiólogo francés de la Universidad París 13, detectó un fallo en aquellos estudios. Los científicos críticos con la técnica lo habían medido todo mal. Habían analizado a los atletas aguantando el aire con los pulmones llenos, y todo ese aire extra que tenían en los pulmones les complicaba entrar en un estado profundo de hipoventilación.
Woorons repitió los test, pero esta vez los sujetos practicaron la técnica con el pulmón medio lleno, la forma en que Buteyko entrenaba a sus pacientes y probablemente la manera como Counsilman entrenaba a sus nadadores. Respirar menos ofrecía unos enormes beneficios. Si los atletas lo llevaban a cabo durante varias semanas, sus músculos se acostumbraban a tolerar una mayor acumulación de lactato, lo cual permitía a su cuerpo sacar más energía durante los estados de intenso estrés anaeróbico y, en consecuencia, podían entrenar más tiempo y con mayor intensidad. Otros informes ponían de manifiesto que el entrenamiento por hipoventilación generaba un aumento de los glóbulos rojos,lo que permitía a los atletas tener más oxígeno y producir más energía con cada respiración. Respirar mucho menos proporcionaba los beneficios del entrenamiento a gran altitud, a casi dos mil metros, pero podía usarse al nivel del mar o en cualquier otra parte.
Con los años, este estilo de limitación de la respiración ha recibido muchos nombres: hipoventilación, entrenamiento hipóxico, técnica Buteyko y el término inútilmente rebuscado de entrenamiento por hipoxia normobárica. Los resultados han sido los mismos: una notable mejora del rendimiento.No solo para los atletas de élite, sino para todo el mundo.
Solo algunas semanas de entrenamiento incrementaban significativamente la resistencia, reducían más «grasa del torso», mejoraban el funcionamiento cardiovascular y aumentaban la masa muscular en comparación con el ejercicio hecho respirando de manera normal.Y la lista sigue.
La moraleja es que la hipoventilación funciona. Ayuda a entrenar el cuerpo a hacer más con menos. Pero esto no significa que sea algo placentero.
Olsson y yo salimos de la tranquilidad sombría del parque del Golden Gate y nos detenemos frente al océano Pacífico golpeado por el viento. Hemos estado corriendo solo unos cuantos kilómetros, inhalando deprisa y haciendo unas exhalaciones muy largas contando hasta siete o más, intentando mantener los pulmones aproximadamente a medio llenar.Quiero creer que este entrenamiento puede estar ayudándome al igual que ayudó a Zátopek, a los nadadores de Counsilman, a los corredores de Woorons y al resto de la gente, pero los últimos minutos han sido un desafío. Media hora haciendo esto y ya empiezo a arrepentirme de mis elecciones en la vida. No logro saber si es mala suerte o cierta bobería lo que me ha llevado a investigar reiteradamente temas como el buceo a pulmón libre, la Eliminación Voluntaria de la Respiración Profunda y la terapia con hipoventilación, actividades que requieren que aguante la respiración y torture mis pulmones durante varias horas al día.
«La clave está en encontrar un ritmo que te vaya bien», sigue diciéndome Olsson. El ritmo claramente no me está yendo bien. Vuelvo a una práctica más soportable, inspirando durante dos pasos y espirando durante cinco, un patrón que usan los ciclistas profesionales. No es que sea exactamente cómodo, pero es tolerable.
Atravesamos el asfalto resquebrajado de un aparcamiento situado al lado de la playa, pasando por delante de algunas caravanas Winnebago medio oxidadas y saltando por encima de plásticos de condones y latas de licor de malta aplastadas, y finalmente regresamos cruzando la autovía. Minutos más tarde, volvemos a estar en la quietud del parque, pisando un camino de tierra debajo de un sotobosque de árboles a lo largo de un estanque negro lleno de patos graznando.
Es en ese momento cuando empieza a afectarme: un calor intenso detrás del cuello y visión borrosa. Aún estoy corriendo, haciendo exhalaciones largas, pero siento como si al mismo tiempo estuviera tirándome de cabeza en un líquido caliente y espeso. Corro con un poco más de intensidad, respiro un poquito menos y siento un ardor, un calor pesado como un sirope caliente filtrándose hasta las puntas de los dedos de las manos, de los pies, por los brazos y por las piernas. Es una sensación fantástica. La calidez asciende hasta la cabeza y me envuelve hasta la coronilla.
Supongo que esto era a lo que Olsson se refería cuando decía «dolor de cabeza bueno», a la sensación provocada por el aumento del dióxido de carbono, por el oxígeno desembarcando de la hemoglobina a las células hambrientas, por la dilatación de los vasos de mi cerebro y de mi cuerpo, tan repletos de sangre fresca que mandan señales de dolor sordo al sistema nervioso.
Justo cuando parece que estoy a punto de alcanzar alguna suerte de crescendo existencial, el caminito se ensancha. Aparecen los búfalos aburridos moviéndose afanosamente detrás de una verja de metal. A unas decenas de metros está el aparcamiento del Club de Pesca Golden Gate. Mi coche está al lado, allí terminamos.
No hay grandes epifanías vitales de camino a casa. No puedo decir que no esté eufórico, pero nada del otro mundo. El ratito de footing ha demostrado que se puede sacar un gran provecho de este método que aboga por hacer menos. Al mismo tiempo, un entrenamiento tan extremo solo sería útil para aquellos que quisieran resistir horas de sufrimiento sudando y con la cara enrojecida.
Respirar de manera saludable no debería costar tanto. Buteyko lo sabía y casi nunca recetaba unos métodos tan brutales a sus pacientes. Al fin y al cabo, no estaba interesado en entrenar a atletas de élite para ganar medallas de oro. Él quería salvar vidas. Quería enseñar técnicas para respirar menos que todo el mundo pudiera practicar, independientemente de su estado de salud, su edad o su forma física.
A lo largo de su carrera, Buteyko fue censurado por médicos que lo criticaban; fue atacado físicamente y, una vez, le destrozaron el laboratorio. Pero él siguió adelante. En los años ochenta ya había publicado más de cincuenta artículos científicos y el Ministerio de Sanidad soviético había reconocido que sus técnicas eran efectivas.Cerca de doscientas mil personas solo en Rusia habían aprendido sus métodos. Según algunas fuentes, una vez Buteyko fue invitado a Inglaterra para reunirse con el príncipe Carlos, que sufría dificultades respiratorias causadas por alergias. Buteyko ayudó al príncipe, y ayudó a curar a más del 80 % de sus pacientes que padecían hipertensión, artritis y otras dolencias.
La Eliminación Voluntaria de la Respiración Profunda era especialmente efectiva para tratar las enfermedades respiratorias. Parecía funcionar como un milagro contra el asma.
En las décadas posteriores a que Buteyko comenzó a enseñar a pacientes a respirar menos, el asma se ha convertido en una epidemia mundial. Casi veinticinco millones de norteamericanos padecen la enfermedad hoy en día,lo que supone un 8 % de la población y un aumento por cuatro desde 1980.El asma es la principal causa de las consultas en urgencias, de las hospitalizaciones y de las ausencias por indisposición en los colegios. Se considera una enfermedad controlable pero incurable.
El asma es una sensibilidad del sistema inmunitario que provoca estrechamiento y espasmos en las vías respiratorias. Los ataques pueden ser provocados por elementos contaminantes, el polvo, infecciones víricas o el aire frío, entre otras cosas.Pero el asma lo puede causar también una respiración excesiva,lo cual es muy habitual al realizar un esfuerzo físico: esta afección se llama asma inducido por el ejercicio y afecta a cerca de un 15 % de la población y a hasta un 40 % de los atletas.En reposo o durante el ejercicio, los asmáticos tienden a respirar más —a veces mucho más— que los no asmáticos. Una vez que empieza un ataque, las cosas van de mal en peor. Queda aire atascado en los pulmones y las vías se estrechan, lo cual dificulta expulsar el aire y volver a tomar. A continuación, se respira más, pero aumenta la sensación de falta de aliento, y se incrementan el estrechamiento, el pánico y el estrés.
El mercado internacional anual de terapias para el asma es de veinte mil millones de dólares,y los fármacos a menudo funcionan tan bien que pueden parecer prácticamente una curación. Pero los medicamentos, en concreto los esteroides orales, pueden tener unos efectos secundarios terribles tras varios años, por ejemplo el deterioro del funcionamiento pulmonar, un empeoramiento de los síntomas del asma, ceguera y un riesgo más alto de muerte.Millones de asmáticos ya lo saben, y experimentan estos problemas en carne propia. Muchos se han entrenado para respirar menos y aseguran haber notado una gran mejoría.
Durante varios meses antes del experimento en Stanford, entrevisté a personas que practicaban el método Buteyko y recopilé sus historias.
Una de ellas era David Wiebe,un lutier de chelos y violines de cincuenta y ocho años procedente de Woodstock, en Nueva York, a quien conocí por un artículo en el New York Times. Wiebe había padecido asma grave desde los diez años. Usaba broncodilatadores hasta veinte veces al día, además de esteroides, con tal de mantener a raya los síntomas. Su cuerpo desarrolló tolerancia a los medicamentos, así que Wiebe tuvo que aumentar la dosis. Tras décadas de consumo constante, los esteroides le perjudicaron la vista: desarrolló degeneración macular. Si seguía tomándolos, se iba a quedar ciego; si los dejaba, no podría respirar y podía morir de un ataque de asma.
A los tres meses de aprender a respirar menos, Wiebe no usaba más de una calada de inhalador al día y había dejado por completo los esteroides. Afirmaba sentir pocos síntomas del asma. Por primera vez en cinco décadas podía respirar con facilidad. Incluso el neumólogo de Wiebe estaba impresionado, lo cual confirma que hubo una mejora notable en el asma y la salud general del paciente.
Había más casos. Como el jefe de información de la Universidad de Illinois en Urbana-Champaign, quien también había padecido un asma fatigante durante toda su vida adulta y quien, como Wiebe, reportó sentir pocos síntomas del asma al cabo de unas semanas reeducándose para respirar menos. «Soy un hombre nuevo», escribió. Estaba también la mujer de setenta años con la que yo había pasado una hora en una cafetería Whole Foods, que había sufrido un asma incapacitante durante las últimas seis décadas y que apenas podía andar unas pocas calles sin que le diera un ataque. Tras algunos meses respirando menos, hacía caminatas de varias horas al día y estaba a punto de irse de viaje a México. «Es prácticamente un milagro», me dijo la mujer. Estaba una madre de Kentucky que sufría unos problemas respiratorios tales que llegó a plantearse la idea del suicidio. Luego estaban atletas como los deportistas olímpicos Ramon Andersson, Matthew Dunn y Sanya Richards-Ross, que también habían usado los métodos de respirar menos.Todos ellos afirmaban haber obtenido una mejora en el rendimiento y haber aplacado los síntomas de problemas respiratorios simplemente reduciendo el volumen de aire que tenían en los pulmones e incrementando el dióxido de carbono en el cuerpo.
La confirmación científica más convincente de que respirar menos era efectivo contra el asma vino de la mano de la doctora Alicia Meuret, directora del Centro de Investigación sobre la Ansiedad y la Depresión de la Universidad Metodista del Sur en Dallas. En 2014, Meuret y un equipo de investigadores juntaron a ciento veinte asmáticos escogidos al azar, calcularon su funcionamiento pulmonar, el tamaño de sus pulmones y los gases sanguíneos, y luego les dieron un capnómetro portátil, que registraba la cantidad de dióxido de carbono contenido en el aire que exhalaban.
A lo largo de cuatro semanas, los pacientes llevaron encima el aparato y practicaban el respirar menos para mantener los niveles de dióxido de carbono a un nivel saludable de un 5,5 %. Si los niveles bajaban, los pacientes respiraban menos hasta que los niveles de dióxido de carbono volvían a subir. Un mes después, el 80 % de los asmáticos habían aumentado el nivel de dióxido de carbono en reposo y habían experimentado significativamente menos ataques de asma, tenían un mejor funcionamiento pulmonar y se les habían ensanchado las vías respiratorias. Todos respiraban mejor.Los síntomas del asma o bien habían desaparecido o bien habían disminuido ostensiblemente.
«Cuando la gente hiperventila, ocurre algo muy extraño —escribió Meuret—.En esencia, aspiran demasiado aire. Pero la sensación que tienen es de falta de aire, de ahogamiento, como si no tuvieran aire suficiente. Es casi como un error del sistema biológico.» Forzar el cuerpo a respirar menos parecía corregir aquel error del sistema.
Hacia el fin de su carrera, y al final de su vida, en 2003, a la edad de ochenta años, Buteyko se convertiría un poco en un místico. Apenas dormía y afirmaba que sus técnicas no solo podían curar enfermedades, sino que fomentaban la intuición y otras formas de percepción extrasensorial. Estaba convencido de que las cardiopatías, las hemorroides, la gota, el cáncer y más de cien enfermedades más estaban todas causadas por el déficit de dióxido de carbono debido a una respiración excesiva. Pensaba incluso que los ataques de asma no era tanto un problema, un «mal funcionamiento del sistema», sino una acción compensatoria. Que el estrechamiento de las vías respiratorias, el jadeo y la falta de aliento eran el reflejo natural del cuerpo para que respirásemos menos y más lentamente.
Por ese y otros motivos, Buteyko y sus métodos han sido ampliamente rechazados por la comunidad médica actual tachándolos de pseudocientíficos. No obstante, decenas de investigadores durante las últimas décadas han tratado de conseguir algún tipo de validación científica de los efectos curativos de respirar menos. Según un estudio del Mater Hospital de Brisbane, en Australia, cuando los adultos asmáticos seguían los métodos de Buteyko y reducían en un tercio la ingesta de aire, los síntomas de la falta de aliento disminuían un 70 % y la necesidad de medicación paliativa decrecía cerca de un 90 %. Media docena de ensayos clínicos más documentaron resultados parecidos.Mientras tanto, el Método Papworth, una técnica para respirar menos desarrollada en un hospital inglés en los sesenta, también se demostró que reducía los síntomas del asma en un tercio.
Sin embargo, nadie parece saber exactamente por qué respirar menos ha sido tan efectivo para tratar el asma y otros problemas respiratorios. Nadie sabe exactamente cómo funciona. Teorías hay varias.
«Es un déficit en el cuerpo lo que causa síntomas», dijo el doctor Ira Packman, internista y antiguo experto médico del Departamento de Seguros de Pensilvania que superó la fatigante asma que sufría respirando menos. «Si sustituyes el elemento deficiente —me contó—, el paciente mejora.»
Packman me explicó que respirar de más puede tener otros efectos más profundos en el cuerpo aparte de los que operan sobre el funcionamiento pulmonar y el estrechamiento de las vías respiratorias. Cuando respiramos demasiado, también expulsamos demasiado dióxido de carbono, y el pH de nuestra sangre aumenta y se vuelve más alcalino; cuando respiramos más despacio y retenemos más dióxido de carbono, el pH disminuye y la sangre se vuelve más ácida. Casi todas las funciones celulares del cuerpo tienen lugar a un pH sanguíneo de 7,4, el punto óptimo entre alcalino y ácido.
Cuando nos alejamos de este punto, el cuerpo hace cuanto puede para que volvamos a él. Los riñones, por ejemplo, responden a la hiperventilación funcionando como un «tampón»,un proceso en el que un compuesto alcalino llamado bicarbonato es liberado en la orina. Con menos bicarbonato en sangre, el pH desciende a niveles normales, a pesar de que sigamos jadeando. Es como si no hubiera pasado nada.
El problema de los tampones es que son un remiendo temporal, no una solución permanente. Semanas, meses o años respirando demasiado provocan que ese tampón renal constante agote los minerales esenciales del cuerpo.Esto ocurre porque a medida que el bicarbonato sale del cuerpo, se lleva consigo magnesio, fósforo, potasio y demás sustancias. Sin reservas saludables de estos minerales, nada funciona bien: los nervios fallan, los músculos lisos tienen espasmos y las células no pueden generar energía eficientemente. Respirar se vuelve más difícil.Esta es una razón por la que a los asmáticos y a otras personas con problemas respiratorios crónicos se les recetan suplementos, por ejemplo de magnesio, para evitar más ataques.
Los tampones constantes también debilitan los huesos, que intentan compensarlo disolviendo sus reservas de minerales en el torrente sanguíneo. (Sí, es posible provocarse osteoporosis hiperventilando y aumentar el riesgo de sufrir fracturas óseas.) Esta eterna rutina de desequilibrios y compensaciones, de carencias y tensión, finalmente hará que el cuerpo se averíe.
Packman señaló prontamente que no todos los afectados por enfermedades respiratorias ni los demás enfermos tienen problemas por un déficit de dióxido de carbono. Quienes padecen enfisema, por ejemplo, pueden tener unos niveles peligrosamente altos de dióxido de carbono porque tienen demasiado aire atascado dentro. Otros pacientes pueden presentar unos niveles de pH y gases sanguíneos completamente normales en los análisis. Pero esta actitud puntillosa, dijo, puede que pase por alto el panorama global.
Todas esas personas tienen un problema respiratorio. Sufren estrés, inflamación, congestión y les cuesta meter y sacar aire de los pulmones. Y son estos problemas respiratorios lo que las técnicas para respirar menos, más lento y más rítmicamente arreglan con tanta efectividad.
Durante varios meses antes del experimento en Stanford, charlé con varios profesores del método Buteyko y con otros aficionados a respirar poco. Me contaron la misma historia: cómo los atormentaba alguna enfermedad respiratoria crónica que ningún medicamento, ninguna cirugía ni ninguna terapia podía sanar. Cómo todos se «curaron» nada más que respirando menos. Las técnicas que usaron variaban, pero todas andaban en torno a la misma premisa: prolongar el tiempo entre inhalación y exhalación. Cuanto menos respira uno, más absorbe la cálida sensación de la eficiencia respiratoria; y más lejos puede ir un cuerpo.
Esto no debería ser una gran sorpresa. La naturaleza funciona en órdenes de magnitud. Los mamíferos con las frecuencias cardíacas más bajas en reposo son los que viven más. Y no es ninguna coincidencia que estos sean siempre los mismos mamíferos que respiran más lento. La única forma de mantener una frecuencia cardíaca baja en reposo es con respiraciones lentas. Esto vale tanto para los babuinos y los bisontes como para las ballenas azules y nosotros.
«La vida del yogui no se mide por el número de sus días, sino por el número de sus respiraciones», escribió B. K. S. Iyengar,un maestro indio de yoga que pasó años en cama porque estuvo enfermo de niño hasta que aprendió yoga y recuperó la salud respirando. Murió en 2014, a los noventa y cinco años.
Había oído aquello una y otra vez por boca de Olsson durante nuestras charlas por Skype y a lo largo del experimento en Stanford. Lo había leído en las investigaciones sobre Stough. Buteyko y los católicos, los budistas, los hindúes y los supervivientes del 11 de Septiembre, todos ellos lo sabían también. Con nombres distintos, de formas distintas, en distintas épocas de la historia humana, todos aquellos pulmonautas habían descubierto lo mismo. Descubrieron que la cantidad óptima de aire que deberíamos ingerir en reposo por minuto es de 5,5 litros. La frecuencia respiratoria óptima es de unas 5,5 respiraciones por minuto. Esto supone inhalaciones de 5,5 segundos y exhalaciones de 5,5 segundos. Esta es la respiración perfecta.
Asmáticos, pacientes con enfisema, deportistas olímpicos y casi todo el mundo, en cualquier parte, puede beneficiarse de respirar de esa forma incluso unos pocos minutos al día, mucho más tiempo a ser posible: inhalar y exhalar de una forma que suministre a nuestro cuerpo la cantidad justa de aire, exactamente en el momento adecuado, para funcionar a nuestra máxima capacidad.
Sencillamente, para seguir respirando, menos.