Capítulo 7: Masticar
Es el décimo noveno día del experimento de Stanford y Olsson y yo estamos, una vez más, sentados a la mesa del comedor en el centro de nuestro laboratorio casero. El sitio es oficialmente una pocilga. Ya ha dejado de importarnos. Porque ahora quedan solo unas pocas horas para que todo termine.
Estoy sentado con el mismo termómetro y el mismo sensor de monóxido de nitrógeno metidos en la boca y el mismo manguito para medir la presión alrededor del bíceps. Olsson lleva la misma mascarilla en torno a la cabeza y el mismo sensor de electrocardiograma enganchado en la oreja. Lleva también las mismas zapatillas de siempre.
Hemos repetido esta rutina sesenta veces en las últimas tres semanas. Todo ello habría sido insoportable de no ser por el incremento de la energía, la claridad mental y el bienestar general que hemos sentido, por las enormes y repentinas mejoras que experimentamos en cuanto dejamos de respirar por la boca.
En la noche de ayer, Olsson roncó durante tres minutos, y yo durante seis, un descenso de un 4.000 % respecto a diez días antes. Las apneas del sueño, que desaparecieron en la primera noche de respiración nasal, han seguido siendo inexistentes. Mi presión arterial esta mañana era veinte puntos inferior a su punto máximo al comienzo del experimento; de media, he bajado diez puntos. Mis niveles de dióxido de carbono han subido de manera sistemática y finalmente están acercándose a la marca de «superresistencia» alcanzada por los pacientes más sanos de Buteyko. Olsson también ha presentado mejoras similares. Todo ello lo hicimos respirando por la nariz, lentamente y menos, con exhalaciones completas.
«Yo ya he terminado», declara Olsson con la misma sonrisa burlona en la cara. Cruza el recibidor una vez más y regresa a la calle de enfrente. Y una vez más, me quedo solo en medio de la caótica mesa, donde como la misma cena que comí hace diez días.
La última cena: un cuenco con pasta, sobras de espinacas y unos cuantos picatostes empapados. Me siento a la mesa de la cocina delante de la misma pila de New York Times del domingo sin leer, echo un chorrito de aceite de oliva y una pizca de sal en el cuenco y le hinco el diente. Un par de bocados y ya no queda nada.
Por muy aleatorio que pueda parecer, este acto mundano —estos pocos segundos de masticar suavemente— fue el catalizador que me llevó a escribir este libro. Es lo que me inspiró a convertir el pasatiempo informal de investigar lo que me había ocurrido en aquel salón de época victoriana hace diez años en una expedición a jornada completa para descubrir el arte y la ciencia olvidados de la respiración.
Al inicio de este libro, empecé contando por qué a los humanos les cuesta tanto respirar, cómo el cocinar y el ablandar la comida condujo finalmente a la obstrucción de las vías respiratorias. Pero los cambios que ocurrieron en nuestra cabeza y vías respiratorias hace tantos años son solamente una pequeña parte de cómo llegamos ahí. Hay una historia mucho más profunda hasta nuestros orígenes, que es más estrambótica y demencial que cualquier otra cosa que anticipara al empezar.
Así pues, llegados a este punto, al término del experimento de Stanford, me parece que lo adecuado es volver a empezar, retomando la historia donde la dejamos, en los albores de la civilización humana.
Hace doce mil años, los humanos del sudeste asiático y la Media Luna Fértil, en el este del Mediterráneo, dejaron de recoger raíces y vegetales silvestres y de cazar, como habían hecho durante cientos de miles de años.Empezaron a cultivar su comida. Aquellas fueron las primeras culturas agrícolas, y en aquellas comunidades primitivas los humanos sufrieron los primeros casos generalizados de dientes torcidos y bocas deformes.
Al principio no era algo terrible. Mientras que una cultura agrícola estaba plagada por deformidades faciales y bucales, otra a cientos de kilómetros de allí parecía no tener problema alguno. Los dientes torcidos y todos los problemas respiratorios que conllevan parecían algo totalmente fortuito.
Más adelante, hace unos trescientos años, estas dolencias se hicieron virales. De repente, simultáneamente, gran parte de la población mundial empezó a padecerlas. A la gente se le estrechó la boca, se le aplanó la cara y se le taponaron los senos.
Los cambios morfológicos que habían ocurrido en la cabeza humana hasta ese punto —el descenso de la laringe que nos atascó la garganta, el agrandamiento del cerebro que nos alargó la cara—, todos aquellos cambios son irrisorios comparados con este cambio repentino. Nuestros ancestros se habían adaptado a aquellos cambios graduales bastante bien.
Pero los cambios provocados por la rápida industrialización de los alimentos agrícolas fueron gravemente perjudiciales. En unas pocas generaciones comiendo esas cosas, los humanos modernos se convirtieron en los peores respiradores de la historia del género Homo, en los peores respiradores del reino animal.
Me costó mucho comprender esto cuando me topé con ello hace muchos años. ¿Por qué no me lo habían contado en el colegio? ¿Por qué tantos de los médicos expertos en el sueño o dentistas o neumólogos que entrevisté no conocían esa historia?
Porque esas investigaciones, según descubrí, no tenían lugar en las aulas de las facultades de Medicina. Se llevaban a cabo en sitios funerarios antiguos. Los antropólogos que trabajaban en esos lugares me contaron que, si quería entender de verdad cómo pudo ocurrirnos un cambio tan repentino y drástico y por qué, tenía que salir de los laboratorios y tenía que ir sobre el terreno. Tenía que ver algunos de los pacientes cero de la obstrucción humana moderna, el punto de inflexión en el que nuestras caras alimentadas por la agricultura se descuajeringaron a gran escala. Tenía que ver de primera mano algunos cráneos: antiguos, y muchos.
No me habían presentado todavía a Marianna Evans, por lo tanto no sabía que existía la Colección Morton. Así que llamé a algunos amigos. Uno me contó que la mejor opción que tenía de encontrar una gran colección de especímenes de siglos pasados era irme a París y esperar junto a unas papeleras que hay a lo largo de la calle Bonaparte. Mis guías estarían esperándome allí el martes a las siete de la tarde.
«Por aquí», dijo la guía. La oxidada puerta de acero que estaba detrás de nosotros gimió y chirrió y el rayito de sol de la calle fue estrechándose hasta que no quedó nada de luz, solo unos ecos apagándose. Una de las guías a las que seguía encendió su linterna frontal de gran potencia; las otras dos se abrocharon bien las mochilas y bajaron los primeros peldaños de una escalera de caracol que conducía a una negrura absoluta.
Los muertos estaban en el piso de abajo.Seis millones, dispersos por un laberinto de salas, establos, catedrales, osarios, ríos negros y cuartos de juguetes de multimillonarios. Estaba el cráneo de Charles Perrault, el autor de La bella durmiente y Cenicienta. Un poco más abajo estaban los fémures de Antoine Lavoisier —padre de la química moderna— y las costillas de Jean-Paul Marat, líder de la Revolución francesa asesinado y protagonista del cuadro más lúgubre de Jacques-Louis David. Todos estos cráneos, todos estos huesos y millones más, algunos de hace mil años, habían estado allí, cogiendo polvo en silencio debajo del Jardín de Luxemburgo en el corazón de la Rive Gauche del Sena.
Al frente de la expedición estaba una mujer de treinta y pocos con una melena rojo morado que le cubría una chaqueta de camuflaje descolorida. La seguía otra mujer con un traje pantalón rojo y otra con un abrigo azul fluorescente. Llevaban botas hasta la rodilla y mochilas a reventar y parecían actrices del remake de Los cazafantasmas con mujeres. No sabía sus nombres reales y me dijeron que no preguntara. Me enteré de que aquellas guías preferían guardar el anonimato.
A los pies de la escalera había un túnel formado por unos muros de áspera piedra caliza. A medida que avanzábamos, los muros se estrechaban y finalmente adoptaban una forma hexagonal: estrecha a los pies, ancha por los hombros y estrecha arriba. El túnel había sido construido de esta manera por razones de eficiencia, para que los antiguos mineros que extraían piedra caliza pudieran caminar en fila de a uno en el menor espacio posible. Pero el curioso resultado era que los pasillos tenían forma de ataúd. Muy pertinente, tal vez, porque acabábamos de entrar en uno de los cementerios más grandes del mundo.
Durante mil años, los parisinos enterraron a sus muertos en el centro de la ciudad, mayoritariamente en una parcela de tierra que se conocía como el Cementerio de los Santos Inocentes. Tras cientos de años de uso, el cementerio quedó saturado y los muertos estaban amontonados en depósitos unos encima de otros. Aquellos depósitos también quedaron saturados hasta que los muros se derrumbaron y vertieron cuerpos en descomposición a las calles de la ciudad. Sin sitio para poner a los muertos, las autoridades parisinas indicaron a los mineros que los volcaran en carros y los echaran a las canteras de París. A medida que se excavaron nuevas canteras para construir el Arco de Triunfo, el Louvre y otros grandes edificios, más cuerpos quedaron bajo tierra. A comienzos del siglo XX, había más de doscientos setenta kilómetros de túneles en las canteras llenos de millones de esqueletos.
El Ayuntamiento de París ofrecía un tour autorizado por las canteras, llamado las Catacumbas de París, pero solo cubría una pequeña parte. Yo había ido allí para ver el 99 % restante, donde no había turistas ni placas descriptivas ni cuerdas ni luces ni normas. Donde no había zonas restringidas.
Un grupo de los llamados catáfilos había estado explorando las regiones más profundas de este sitio, pues entrar en las catacumbas es ilegal desde 1955. Habían encontrado la manera de adentrarse por alcantarillas, pozos y pasillos secretos de la calle Bonaparte. Algunos catáfilos habían construido clubes privados en el interior de los muros de caliza; otros regentaban discotecas subterráneas de danza. Corría el rumor de que un multimillonario francés se cavó un piso lujoso allí abajo y celebraba fiestas privadas donde los invitados hacían no sé qué cosas. Los catáfilos hacían nuevos descubrimientos todo el tiempo.
Mi guía, la mujer con el pelo rojo morado a la que llamaré la Roja, había estado quince años cartografiando estos sucios túneles. Le fascinaban las historias y la historia del sitio. Me contó que había descubierto un nuevo osario a una hora andando de allí en el entresuelo de una cueva. Estaba lleno de varios miles de víctimas de una epidemia de cólera que asoló París en 1832. Fue en esa época de la historia de Occidente cuando las bocas pequeñas, los dientes torcidos y las vías obstruidas se convirtieron en la norma en gran parte de la Europa industrializada. Esos eran los cráneos que yo andaba buscando.
Recorrimos pasillos, por encima de charcos de agua estancada, y nos arrastramos con la cara pegada al culo de la persona de delante como un ciempiés humano a lo largo de una suerte de madriguera gigante hasta que llegamos a un montón de botellas de vino, envoltorios de paquetes de cigarrillos y latas de cerveza abolladas. Los muros tenían capas con décadas de grafitis: las iniciales de dos amantes, dibujitos de penes, un imprescindible 666. A unos cuantos pasos frente a nosotros, había un amasijo de algo que parecía leña.
No era leña, no era madera en absoluto. Era un montón de fémures, húmeros, esternones, costillas y peronés. Huesos, todos humanos. Esta era la vía de entrada al osario secreto.
Cerca del año 1500, la agricultura que había comenzado en el sudeste asiático y la Media Luna Fértil diez mil años antes se había extendido ya por todo el planeta. La población humana había aumentado hasta los quinientos millones de habitantes, cien veces más de la que había en los inicios de la agricultura. La vida, al menos para quienes vivían en ciudades, era terrible: por las calles bajaban ríos de excrementos. El aire estaba contaminado por el humo del carbón y los ríos y lagos cercanos estaban llenos de sangre, grasa, pelos y ácidos de los vertidos de las manufacturas. Las infecciones, las enfermedades y las epidemias eran una amenaza constante.
En esas sociedades, por primera vez en la historia de la humanidad, los humanos podían pasar la vida entera comiendo nada más que alimentos procesados: nada fresco, nada crudo, nada natural. Lo hacían millones de personas. Durante los siguientes siglos, los alimentos se volvieron más y más refinados. Los avances en la moltura permitieron eliminar el germen y el salvado del arroz, dejando solo la semilla blanca rica en almidón. El molino de cilindros (y, posteriormente, el molino de vapor) separaron el germen y el salvado del trigo, dejando solamente una harina blanca y suave. Carnes, frutas y hortalizas fueron enlatadas y embotelladas. Todos estos métodos prolongaron el periodo de conservación de los alimentos y los hicieron accesibles a los ciudadanos. Pero también provocaron que los alimentos fueran blandos y pastosos. El azúcar, que anteriormente era una materia prima de lujo asociada a los ricos, se volvió cada vez más común y barata.
La nueva dieta, altamente procesada, carecía de fibra y del espectro completo de minerales, vitaminas, aminoácidos y otros nutrientes. En consecuencia, las poblaciones urbanas perdieron tamaño y enfermaban más. En la década de 1730, antes del inicio de la industrialización, un británico medio medía aproximadamente un metro setenta.Un siglo después, la población se había encogido cinco centímetros, hasta un metro sesenta y cinco centímetros.
El rostro humano también empezó a deteriorarse rápidamente. Las bocas se empequeñecieron y los huesos de la cara se atrofiaron. Las enfermedades dentales se descontrolaron y los casos de dientes y mandíbulas torcidos se multiplicaron por diez en la época de la Revolución Industrial. Nuestra boca empeoró tanto, quedó tan abarrotada, que se volvió habitual que a la gente le quitaran todos los dientes.
La sonrisa desdentada de un niño pobre dickensiano no era algo que afligiera solo a unos pocos huérfanos tristes y depauperados, las clases altas también lo sufrían. «Cuanto mejor es la escuela, peores son los dientes», observó un dentista de la época victoriana.Los problemas respiratorios se dispararon.
De vuelta en las catacumbas, la Roja me guio por la angosta entrada del osario, pasando junto a rocas y huesos y botellas rotas. Me contó que la epidemia de cólera de principios del siglo XIX mató a cerca de veinte mil personas. Las autoridades no tenían espacio para meter a los muertos, así que excavaron un gran hoyo en el Cementerio de Montparnasse y los enterraron con cal viva para descomponer la carne. El osario estaba situado en el fondo de ese hoyo.
Tras unos diez minutos arrastrándonos, llegamos a nuestro destino, una sala rodeada de montones de huesos y calaveras. Yo pensaba que el sitio sería tan espeluznante como una película de terror, pero la idea nunca se materializó. En cambio, entrando allí, rodeados por los vestigios de aquellas vidas antiguas, solamente había una quietud larga y pesada, como el sonido de una piedra tirada en un pozo después de que se haya desvanecido el eco.
La Roja y los catáfilos pusieron velas encima de las calaveras y sacaron de las mochilas latas de cerveza y comida. Yo me di la vuelta y me arrastré como un gusano por la grieta, llevando mi cuerpo por el suelo hasta que noté que mi pecho parecía haberse atascado entre dos rocas grandes. En un momento determinado, pensé que, si de repente alguno de nosotros se quedaba atrapado allí, si nos rompíamos una pierna, nos entraba el pánico o nos perdíamos, había muchas probabilidades de que nunca encontráramos la salida. Nuestras calaveras harían compañía a los millones de calaveras que recubrían los muros y se convertirían en candelabros para los catáfilos de un mundo futuro.
Hacia delante y hacia atrás, un meneo y un tirón, y llegué al meollo: cientos de calaveras más por todos lados. Aquellas personas habían sido habitantes de la ciudad y muy probablemente se habían alimentado con la misma comida industrial altamente procesada. A mí aquellas calaveras me parecían todas asimétricas, demasiado cortas, con los arcos en forma de V y en cierto modo atrofiadas. Estuve un rato empapándome de ellas, inspeccionándolas, sintiéndolas, comparándolas.
Ciertamente, yo era en gran medida un novato inspeccionando esqueletos, y quizá algunas de las mandíbulas no se correspondieran con las demás piezas. No obstante, había una diferencia muy clara en la forma y la simetría de aquellos especímenes en comparación con las decenas de cazadores-recolectores y otras poblaciones indígenas antiguas que había visto en libros y sitios web antes de ir allí. Estos eran los pacientes cero de la boca humana en la modernidad industrial.
«Voulez-vous manger quelque chose?», preguntó la Roja, y sus palabras resonaron en los muros desnudos. Yo me contoneé para volver debajo del entrepiso y me uní al grupo. Estaban fumando, compartiendo tragos de arak de una petaca y pasándose cosas de comer a la luz titilante de unas velas. La Roja sacó un pedazo de pan blanco y una loncha de queso envuelta en plástico y me lo acercó. Bajo la mirada de todas aquellas cuencas antiguas, pegué un mordisco y lo machaqué con mi boca torcida un par de veces.
Los investigadores sospechan que la comida industrializada está empequeñeciéndonos la boca y destrozándonos la respiración desde que empezamos a comer así. A principios del siglo XIX, varios científicos establecieron la hipótesis de que estos problemas estaban relacionados con carencias de vitamina D; sin ella, los huesos de la cara, las vías respiratorias y el cuerpo no podían desarrollarse.Otros pensaban que la culpa la tenía un déficit de vitamina C. En los años treinta del siglo XX, Weston Price, fundador del instituto de investigación de la National Dental Association, decidió que no era una vitamina concreta u otra, sino todas ellas. Price se propuso demostrar su teoría. Pero, a diferencia de sus predecesores, a él no le interesaban las causas de nuestras bocas empequeñecidas y nuestras caras deformadas. Él estaba interesado en encontrar una curación.
«Puesto que sabemos desde hace mucho que los salvajes tienen unos dientes excelentes y los hombres civilizados unos dientes horribles, me parece que hemos sido extraordinariamente estúpidos centrando toda nuestra atención en el cometido de averiguar por qué todos nuestros dientes están tan mal, sin preocuparnos nunca por aprender por qué están bien los dientes de los salvajes», escribió Earnest Hooton, un antropólogo de Harvard que apoyaba el trabajo del doctor Price.
A lo largo de una década a partir de los años treinta, Price comparó dientes, vías respiratorias y la salud general de poblaciones de todo el mundo. Examinó comunidades indígenas cuyos miembros aún comían alimentos tradicionales, comparándolos con otros miembros de la misma comunidad, a veces de la misma familia, que habían adoptado una dieta moderna industrializada. Viajó a decenas de países, a menudo en compañía de su sobrino —investigador y explorador del National Geographic— y recopiló más de quince mil fotografías impresas, cuatro mil diapositivas, miles de registros dentales, muestras de saliva y comida, películas y una biblioteca de notas detalladas.
Fuera donde fuese siempre ocurría lo mismo. Las sociedades que habían sustituido su dieta tradicional por alimentos modernos procesados sufrían diez veces más de caries, unos dientes gravemente torcidos, vías respiratorias obstruidas y una salud general peor. Las dietas modernas eran todas iguales: harina blanca, arroz blanco, mermelada, zumos con edulcorante, hortalizas enlatadas y alimentos procesados. Las dietas tradicionales eran todas distintas.
En Alaska, Price encontró comunidades que comían carne de foca, pescado, liquen y no mucho más.En el interior de las islas de Melanesia encontró tribus cuyas comidas consistían en calabazas, papayas, cangrejos de los cocoteros y a veces «cerdos largos» (humanos). Voló a África para estudiar a los nómadas masái, que subsistían principalmente a base de sangre de vaca, un poco de leche, algunas plantas y un bocado de filete. Luego viajó al centro de Canadá y estudió tribus indígenas que soportaban unos inviernos en que la temperatura, según las anotaciones de Price, podía alcanzar los setenta grados bajo cero y cuyo único alimento era la carne de animales salvajes.
Algunas culturas no comían nada más que carne, mientras que otras eran mayoritariamente vegetarianas. Algunas se sustentaban principalmente con queso casero; otras no consumían ningún producto lácteo. Sus dientes eran casi siempre perfectos; sus bocas eran excepcionalmente anchas y los orificios nasales amplios. No tenían caries nunca o casi nunca y apenas sufrían enfermedades dentales. Las enfermedades respiratorias como el asma o incluso la tuberculosis, señaló Price, prácticamente no existían.
Si bien los alimentos de esas dietas variaban, todas contenían las mismas cantidades de vitaminas y minerales: entre una y media y cincuenta veces la cantidad que contienen las dietas modernas. Todas ellas. Price se convenció de que la causa de nuestras bocas empequeñecidas y nuestras vías respiratorias obstruidas no era un déficit de vitamina D o C, sino de todas las vitaminas esenciales. Las vitaminas y los minerales, descubrió Price, trabajan en simbiosis; una necesita a las demás para ser efectiva. Eso explicaba por qué los suplementos podían ser inútiles salvo que se recetaran junto con otros suplementos. Necesitábamos todos aquellos nutrientes para desarrollar unos huesos fuertes en todo el cuerpo, especialmente en la boca y la cara.
En 1939 Price publicó Nutrition and Physical Degeneration, un tomo de quinientas páginas de datos recopilados durante sus viajes. Según la revista Canadian Medical Association Journal, era «una obra maestra de la investigación». Earnest Hooton la calificó como uno de los «estudios de investigación históricos». Pero otros lo detestaban y estaban totalmente en desacuerdo con las conclusiones de Price.
No eran los hechos y las cifras de Price, ni siquiera sus consejos dietéticos, lo que los enfurecía. La mayor parte de lo que descubrió sobre la dieta moderna ya había sido comprobado por nutricionistas años antes. Pero algunos se quejaban de que Price se extralimitó, de que sus observaciones eran demasiado anecdóticas y que sus muestras eran demasiado limitadas.
Nada de ello importó. En los años cuarenta, la idea de dedicar horas todos los días a preparar comidas de ojos de pez y glándulas de alce, raíces crudas y sangre de vaca, cangrejos de los cocoteros y riñones de cerdo, parecía algo anticuado y pintoresco. Además, también era demasiado laborioso. Mucha gente se mudó a las ciudades para alejarse de aquellos alimentos y del sucio estilo de vida con que se asociaba.
Resultó que Price solo tenía razón a medias. Sí, los déficits de vitaminas podían dar cuenta de por qué tanta gente que comía alimentos industrializados enfermaba; podía explicar por qué tanta gente tenía caries y por qué sus huesos eran cada vez más finos y débiles. Pero no podía explicar del todo el repentino y extremo empequeñecimiento de la boca y el taponamiento de las vías respiratorias que se había extendido por las sociedades modernas. Aunque nuestros antepasados consumieran un amplio espectro de vitaminas y minerales todos los días, sus bocas seguirían siendo demasiado pequeñas, sus dientes estarían torcidos y sus vías respiratorias quedarían obstruidas. Lo que era cierto para nuestros antepasados lo era también para nosotros. El problema no tenía tanto que ver con lo que comíamos, sino con cómo nos los comíamos.
El masticar.
Era de la presión constante de masticar de lo que carecían nuestras dietas: no les faltaba vitamina A ni B ni C ni D. El 95 % de la dieta moderna procesada era comida blanda. Incluso lo que hoy en día se considera comida saludable —batidos, mantequilla de nueces, avena, aguacates, pan integral, sopas vegetales— es todo tierno.
Nuestros antepasados preindustriales masticaban durante horas al día, todos los días. Y como masticaban tanto, sus bocas, sus dientes, sus gargantas y sus caras se volvían anchas, fuertes y pronunciadas. Los alimentos de las sociedades industrializadas estaban tan procesados que apenas hacía falta masticarlos.
Este es el motivo por el cual tantas de aquellas calaveras que examiné en el osario de París tenían la cara estrecha y los dientes torcidos. Es una de las razones por las que hoy en día tantos de nosotros roncamos, por la que tenemos la nariz taponada y las vías respiratorias obstruidas. La causa de que necesitemos espráis, pastillas e intervenciones quirúrgicas simplemente para tomar una bocanada de aire fresco.
Los catáfilos recogieron sus mochilas, botellas y colillas del osario y yo los seguí de vuelta a través de entrepisos, cruzando arroyos fétidos, subiendo escaleras de piedra, hasta salir por una puerta secreta a la calle Bonaparte. Me instaron a pasar discretamente por delante de una comisaría de policía y a escabullirme hasta el metro, donde un rastro de polvo de huesos humanos me siguió como migajas de pan desde la estación Victor Hugo hasta el piso de una amiga.
Me fui de París ligeramente turbado. No por los montones de huesos que había en aquellos laberintos subterráneos, sino por la magnitud de nuestra estupidez. Lo que parecía progreso humano —todo el proceso de moler, la distribución en masa y la conservación de los alimentos— acarreaba unas consecuencias terribles.
Me di cuenta de que respirar lento, menos y exhalar profundamente no tendría ninguna importancia salvo que fuéramos capaces de lograr que las bocanadas de aire pasaran por nuestra nariz, bajaran por la garganta y entraran en los pulmones. Pero nuestros rostros hundidos y nuestras bocas demasiado pequeñas se habían convertido en obstáculos para aquella clara ruta.
Pasé unos cuantos días sintiendo pena por la humanidad y luego rápidamente me puse a buscar soluciones. Tenía que haber procedimientos, manipulaciones o ejercicios que pudieran revertir los últimos siglos de daños derivados de la comida industrializada tierna y blanda. Tenía que haber algo que pudiera ayudarme a reparar mis vías respiratorias obstruidas y la falta de aliento, los problemas respiratorios y la congestión que había experimentado a menudo.
Empecé a visitar consultas médicas modernas, a reunirme con especialistas que se fijaban en la punta de la nariz y trabajaban descendiendo a partir de ahí.
El doctor Nayak, el cirujano de Stanford experto en la nariz, me contó durante nuestra primera reunión que la mayor parte de los trabajos de desobstrucción nasal que hace conllevan convertir «una autopista de un carril en una autopista de dos carriles». Si un fregadero está atascado, encontramos la forma de desatascarlo de manera segura y rápida. A veces usamos el limpiador marca Drano para un atasco pequeño; si no funciona, llamamos al fontanero. Pues la nariz tiende a funcionar de la misma forma. Espráis, soluciones y medicamentos para la alergia pueden ayudar a resolver una congestión pequeña, pero para las obstrucciones crónicas más graves necesitamos a un cirujano que sondee el camino. Oí muchas veces esta analogía.
En caso de que yo —o cualquier otra persona— desarrollara una leve obstrucción nasal crónica en algún momento, Nayak me recomendó empezar con un método de desatasco básico en forma de solución salina, a veces mediante un espray con una dosis baja de esteroides, un tratamiento que no cuesta casi nada y que puede administrarse uno mismo. El doctor también recetó una solución de uso tópico con una dosis alta de esteroides a pacientes que iban en camino de someterse a una cirugía nasal reconstructiva y descubrió que entre un 5 % y un 10 % de los pacientes ya no tenían la necesidad de hacer más tratamientos.
Si la obstrucción evolucionara hacia una sinusitis más persistente, Nayak podría ofrecerle al paciente un globo. En este procedimiento, el médico inserta un pequeño globo en los senos y lo hincha con cuidado. La sinuplastia con balón,como se llama habitualmente, crea más espacio para que salgan el moco y las infecciones y para que entren el aire y el moco. En un estudio inédito de casos y controles, Nayak descubrió que, de los veintiocho pacientes con sinusitis seleccionados que se sometieron al procedimiento, veintitrés no requirieron ningún otro tratamiento.
A veces el problema son los orificios nasales, no los senos. Los agujeros que son demasiado pequeños o que se saturan con demasiada facilidad durante la inhalación pueden limitar la libre circulación del aire y provocar problemas respiratorios. Esta afección es tan común que los investigadores tienen un nombre oficial para denominarla, congestión de la válvula nasal, y una medición oficial, llamada maniobra de Cottle. Dicha maniobra consiste en colocar un dedo índice al lado de uno o de los dos agujeros nasales y tirar suavemente la mejilla hacia fuera, lo cual abre ligeramente los orificios. Si de esa forma mejora la facilidad con que uno inhala por la nariz, es probable que los orificios sean demasiado pequeños o estrechos. Mucha gente con esta dolencia se somete a una cirugía mínimamente invasiva o usa unas tiritas adhesivas Breathe Right o unos conos de dilatación nasal.
Si estos procedimientos más simples fracasan, luego se plantean las extracciones. Alrededor de tres cuartas partes de los humanos modernos tienen un septo desviado observable claramente a simple vista, lo cual significa que el hueso y el cartílago que separan las vías respiratorias izquierda y derecha están descentrados.Junto con eso, el 50 % de nosotros tenemos los cornetes inflamados crónicamente;el tejido eréctil que recubre nuestros senos está demasiado hinchado para que podamos respirar cómodamente por la nariz.
Ambos problemas pueden causar dificultades respiratorias crónicas y un mayor riesgo de infecciones. La cirugía es altamente efectiva para enderezar y reducir estas estructuras, pero Nayak me alertó de que hay que hacerlo con cuidado y con actitud conservadora. La nariz, a fin de cuentas, es un órgano asombroso y ornamentado cuyas estructuras funcionan como un sistema estrictamente controlado.
La amplia mayoría de las cirugías nasales salen bien, me dijo Nayak. Los pacientes se despiertan, se quitan las férulas y los vendajes. Fin de la congestión. Se acabaron las cefaleas sinusales. Se acabó respirar por la boca. Se abre ante ellos una nueva vida respirando mejor que nunca.
Pero esto no ocurre siempre. Si los cirujanos extraen demasiado tejido, especialmente los cornetes, la nariz no puede filtrar, humidificar, purificar o ni siquiera percibir el aire inhalado. A este grupo pequeño y desafortunado de pacientes el aire les entra demasiado deprisa, una afección horrible llamada síndrome de la nariz vacía.
Entrevisté a varias personas que padecían este síndrome con tal de entender la enfermedad. Hablé durante meses con Peter, un técnico de láser que trabajaba en la industria aeronáutica en Seattle. Él había programado una intervención quirúrgica con la esperanza de resolver una obstrucción menor y, sin su permiso, le extrajeron el 75 % de los cornetes en dos intervenciones.A los pocos días de la primera intervención, empezó a tener una sensación de asfixia. No podía dormir. Los cirujanos lo convencieron de que no habían sacado suficiente, así que volvieron a operarlo. La segunda cirugía lo empeoró mucho más. Años después, con cada bocanada de aire Peter sentía una punzada de dolor en el cerebro, como si se la hubieran suministrado con una bomba de aire. Los médicos le dijeron a Peter que estaba todo correcto; le recetaron antidepresivos y le recomendaron hacer ejercicio regularmente. Él llegó a plantearse el suicidio.
Viajé a Letonia para pasar dos días con la entonces presidenta de la Asociación del Síndrome de la Nariz Vacía. Se llamaba Alla y tenía poco más de treinta años. Ocho años antes, tras estudiar dos másteres, Alla estaba empezando su carrera en una empresa y dedicaba sus ratos libres a cantar y bailar. Tenía una buena forma física y nunca había padecido enfermedades graves. Durante una revisión, un médico le encontró un pequeño quiste en los senos nasales y le sugirió que se lo extrajeran en una intervención rutinaria. El cirujano escarbó dentro de su nariz y le sacó extensas partes de los senos y los cornetes, además de olvidarse de quitarle el quiste. Los efectos fueron dramáticos. «Parece como si estuviera ahogándome constantemente en aire», me dijo Alla. Se vio forzada a abandonar su carrera profesional y a renunciar a la mayor parte de la actividad física. «Cada día es una batalla, cada respiración», me dijo.
Cientos de personas que sufren este síndrome me contaron historias similares: se quejaban de insomnio, ataques de pánico, ansiedad, pérdida del apetito y depresión crónica. Cuanto más respiraban, más les faltaba el aliento. Sus médicos, familias y amigos no lograban entenderlo. Tener acceso a más aire y más rápidamente no podía ser sino una ventaja, decían. Pero ahora sabemos que con mayor frecuencia es todo lo contrario.
Un 5 % de los pacientes que ha tenido Nayak en los últimos seis años —casi doscientas personas de veinticinco estados norteamericanos y siete países— han venido a Stanford para entender si —y de qué manera— los estaba afectando el síndrome de la nariz vacía y qué procedimientos podrían ayudarlos a respirar nuevamente de forma normal. Si pasan una rigurosa prueba de cribado, Nayak entra en su nariz y les añade los tejidos blandos y el cartílago que les extrajeron.
Según una estimación, hasta un 20 % de los pacientes a quienes les quitaron los cornetes inferiores corren el riesgo de acabar sufriendo el síndrome de la nariz vacía en algún grado, aunque Nayak cree que las cifras están infladas sobremanera.El número de pacientes que se queja de dificultades respiratorias después de intervenciones menores es ciertamente mucho más bajo, pero aunque supusiera un 1 % del 1 %, el síndrome de la nariz vacía fue para mí un acicate suficiente para explorar otras opciones antes de pasar por el quirófano con el propósito de solucionar la obstrucción respiratoria.
Así que me sumergí un poco más en el interior de la boca.
La apnea del sueño y el roncar, el asma y el TDAH: todo ello está relacionado con una obstrucción en la boca.No hay profesionales que pasen más tiempo mirando bocas por dentro que los dentistas. Hablé con media docena que están especializados en procedimientos para quitar obstáculos. He aquí lo que me dijeron que tuviera en cuenta.
Si te pones frente a un espejo, abres la boca y miras al final de la garganta, verás una borla carnosa que cuelga como un murciélago de los tejidos blandos. Eso es la úvula. En las bocas menos susceptibles de padecer obstrucción de las vías respiratorias, la úvula se ve arriba y es claramente visible de arriba abajo. Cuanto más abajo está colgando la úvula en la garganta, mayor es el riesgo de padecer obstrucción.En las bocas más propensas a la obstrucción, la úvula puede que no se vea en absoluto. Este sistema de medición se llama escala de Friedman y se emplea para evaluar rápidamente la capacidad respiratoria.
Luego está la lengua. Si la lengua se superpone a los molares o tiene marcas como festones en los lados hechas con los dientes, significa que es demasiado grande y que tendrá mayor propensión a atascar la garganta cuando uno se tumbe para dormir.
Más abajo está el cuello. Un cuello más grueso limita las vías respiratorias. Los hombres con circunferencias de más de cuarenta y tres centímetros y las mujeres con cuellos mayores de cuarenta centímetros tienen un riesgo significativamente mayor de padecer obstrucción.Cuanto más peso uno gana, mayor es el riesgo de roncar o hacer apneas del sueño, aunque el índice de masa corporal solo es un factor entre muchos. Los atletas de halterofilia sufren habitualmente apnea del sueño y problemas respiratorios crónicos; en lugar de capas de grasa, ellos tienen músculos apiñados alrededor de las vías respiratorias. Muchos fondistas delgaduchos e incluso bebés también sufren este problema.
Esto se debe a que la obstrucción no empieza por el cuello, la úvula o la lengua. Empieza en la boca, y el tamaño de la boca es aleatorio. El 90 % de la obstrucción de las vías respiratorias tiene lugar alrededor de la lengua, el velo del paladar y los tejidos de la boca.Cuanto más pequeña es la boca, más fácilmente pueden obstruir el flujo de aire la lengua, la úvula y los demás tejidos.
Hay distintas formas de mejorar la obstrucción. El doctor Michael Gelb es un prestigioso dentista de Nueva York que está especializado en el tratamiento de los ronquidos, la apnea del sueño, la ansiedad y otros problemas relacionados con la respiración. «Veo a esta misma paciente todos los días», me contó cuando visité su clínica en Madison Avenue, en Nueva York. Muchos de los pacientes de Gelb, me dijo, no encajan en el molde tradicional. Están a mediados de la treintena, están en forma y tienen éxito. No tuvieron problemas de salud durante el periodo de crecimiento, pero en los últimos años han experimentado fatiga, problemas intestinales y dolores de cabeza. Les duelen los oídos al morder. Los médicos de atención primaria los diagnostican mal y les recetan antidepresivos, pero los medicamentos no funcionan. Así que lo intentan con una mascarilla de presión positiva continua en las vías respiratorias, conocido por las siglas inglesas CPAP, que hace entrar a la fuerza en los pulmones chorros de aire haciéndolos pasar por las vías respiratorias obstruidas.
Los CPAP son una salvación para quienes sufren apnea del sueño moderada o grave, y tales dispositivos han ayudado a millones de personas a descansar bien por la noche finalmente. Pero Gelb me contó que a sus pacientes les cuesta llevar la máquina. Además, muchos no tienen apnea del sueño diagnosticada; los datos de los estudios del sueño muestran que respiran bastante bien mientras duermen. Y aun así, estas personas siguen estando más cansadas, más olvidadizas y más enfermas. Tal vez estas personas no registren un problema de apnea del sueño, me dijo Gelb, pero todas ellas tienen un grave problema respiratorio. «En cuanto llegan a mi consulta, tengo delante a muertos vivientes», dijo.
Gelb y sus compañeros de profesión a veces quitan amígdalas y adenoides. Esto puede ser especialmente efectivo para los niños:se ha demostrado que un 50 % de los niños con TDAH dejan de presentar síntomas tras haberles extirpado las adenoides y las amígdalas.Pero dichos efectos también pueden ser efímeros. Años después de la extirpación, los críos pueden desarrollar obstrucciones en las vías respiratorias y todos los problemas que ello entraña.Esto se debe a que ni la extracción de adenoides o amígdalas ni el CPAP ni ningún otro procedimiento ofrecen una solución satisfactoria a largo plazo porque nada de eso aborda el problema central: una boca demasiado pequeña para la cara.
Gelb también ofrece tratamientos para corregir la postura de la cabeza y el cuello, en los que se usan varios artilugios para forzar que la mandíbula se separe de las vías respiratorias. La mayoría de ellos funcionan. Gelb me enseñó una galería de pacientes que parecían prácticamente haber renacido tras el tratamiento. Pero yo no era un muerto viviente; no todavía, por lo menos. La obstrucción de mis vías respiratorias era mucho más leve.
Para mí y para la mayor parte de la población, la mejor medicina, me dijo Gelb, es la prevención. Consiste en revertir la entropía de nuestras vías respiratorias para que podamos evitar la apnea del sueño, la ansiedad y todos los problemas respiratorios crónicos a medida que envejecemos. Consiste en agrandar esa boca demasiado pequeña.
Los primeros aparatos de ortodoncia no tenían como objetivo enderezar dientes, sino ensanchar la boca y abrir las vías respiratorias. A mediados del siglo XIX, muchos niños nacían con el paladar hendido y con el arco dental estrecho en forma de V. Sus bocas eran tan pequeñas que tenían problemas para comer, hablar y respirar. Norman Kingsley,dentista y escultor, quería ayudarlos, así que en 1859 construyó un aparato que adelantaba la mandíbula, con lo cual se creaba espacio en la parte posterior de la boca que abría la garganta. Funcionaba bastante bien. A principios del siglo XX, un cirujano francés llamado Pierre Robin diseñó su propio artilugio.
Robin lo llamó monobloc, y consistía en una contención de plástico con un tornillo que forzaba el paladar a crecer hacia el exterior. En unas pocas semanas, las bocas de sus pacientes eran más grandes y su respiración había mejorado notablemente.
El monobloc dio comienzo a una oleada de otros aparatos para agrandar la boca que se usarían para otro beneficio: poner rectos los dientes torcidos. Los dientes crecen rectos de forma natural si tienen suficiente espacio. Los aparatos de agrandamiento devolvían a la boca la anchura que debería tener, lo cual proporciona un «terreno de juego» mayor para los dientes. El agrandamiento bucal siguió siendo una práctica habitual durante los siguientes veinte años y continuó usándose en toda Europa durante décadas.
Pero el proceso de expandir una boca requería pericia y mantenimiento; los resultados variaban dependiendo de la habilidad del dentista. No ayudaba que aquellos aparatos fueran horribles y estrafalarios de llevar. Para los pacientes con sobremordida, el problema bucal más común, pocos dentistas lograban averiguar cómo mover la mandíbula inferior hacia delante, así que empezaron a encontrar maneras de desplazar hacia atrás la parte superior de la boca.
En los años cuarenta del siglo XX, se había convertido en práctica corriente que los dentistas extrajeran dientes para luego hacer retroceder los dientes superiores restantes con un arco extraoral, aparatos de ortodoncia y otros artilugios. Tener menos dientes facilitaba el trabajo y daba unos resultados más coherentes. En la década de 1950, las extracciones de dientes —dos, cuatro o incluso seis a la vez— y la ortodoncia de retracción se habían vuelto un procedimiento común en los Estados Unidos.
Había un problema clamoroso en este método: quitar dientes y hacer retroceder los dientes restantes no hacía más que empequeñecer una boca ya de por sí demasiado pequeña. Aunque una boca más menuda les costaba menos de manejar a los dentistas, dejaba menos espacio para respirar.
Transcurridos meses o años después de que les comprimieran la boca con aparatos varios, algunos pacientes se quejaban de dificultades respiratorias —como ronquidos, apnea del sueño, fiebre del heno o asma— que no habían tenido nunca. Al morder, sentían un chasquido en la parte posterior de los maxilares, junto a la articulación temporomandibular. Algunos empezaban a tener un aspecto distinto, con la cara más alargada, más plana y menos definida.
Esos pacientes puede que fueran solo un pequeño porcentaje. Pero eran tantos los que presentaban las mismas dificultades respiratorias, problemas de masticación y un crecimiento facial hacia abajo que, a finales de los cincuenta, reparó en ellos el doctor británico John Mew, un dentista y cirujano facial que anteriormente había sido piloto de biplano y que había competido de forma semiprofesional en la Fórmula 1.
Mew empezó a medir la cara y la boca de pacientes jóvenes a quienes les habían extraído dientes y los comparó con pacientes que se habían sometido a tratamientos de agrandamiento bucal.Comparó a hermanos entre ellos, incluso a parejas de gemelos idénticos.Reiteradamente, los niños a quienes les habían quitado dientes y que habían hecho tratamientos de ortodoncia de retracción tenían los mismos problemas de boca y de crecimiento facial. A medida que los niños crecían y el resto de sus cuerpos y cabezas se agrandaban, se forzaba sus bocas a mantener el mismo tamaño. Este desequilibrio creaba un problema en el centro de la cara: les quedaban los ojos caídos, se les hinchaban las mejillas y el mentón les retrocedía. Cuantos más dientes les extraían, más tiempo llevaban ortodoncia y mayor era la obstrucción que parecía desarrollarse en sus vías respiratorias.
Mew calificó este patrón como «una secuela tristemente común del tratamiento de ortodoncia».
En un giro extraño del destino, Mew descubrió que los aparatos inventados para corregir los dientes torcidos —resultado de una boca demasiado pequeña— empequeñecían aún más la boca y dificultaban la respiración.
Mew no estaba solo. Varios dentistas habían llegado a la misma conclusión y habían publicado artículos científicos sobre el asunto.Mew realizó sus propios estudios, en los que tomaba cientos de medidas y fotos de sus pacientes antes y después. Llevaba a cabo incluso análisis bioquímicos de la estructura celular de los labios. Todo ello, afirmaba, demostraba claramente cómo la combinación de las extracciones y la ortodoncia de retracción impedía un crecimiento facial hacia delante y dificultaba la respiración. Fue presidente de la sección de los condados del sur de la Asociación Británica de Dentistas y aprovechó su influencia para solicitar a los administradores que realizaran una investigación exhaustiva.
Nadie hizo nada; a nadie le importaba de verdad. En cambio, Mew se volvió uno de los hombres que causó más división entre los dentistas británicos y fue ridiculizado siendo llamado «matasanos», «estafador» y «vendedor de humo».Fue demandado varias veces para que dejara de practicar el agrandamiento bucal y finalmente le retiraron la licencia. Cuando Mew se acercaba a la décima década de su vida, parecía que iba a seguir la misma trayectoria que Stough, Price y muchos otros pulmonautas: morir en el ostracismo, enterrado con sus investigaciones.
Pero en los últimos años ha ocurrido algo curioso. Cientos de destacados ortodoncistas y dentistas han salido a apoyar la posición de Mew diciendo que, en efecto, la ortodoncia tradicional empeoró la respiración en la mitad de sus pacientes. El apoyo más contundente llegó en abril de 2018, cuando Stanford University Press publicó una monografía de doscientas dieciséis páginas elaborada por el prestigioso biólogo evolutivo Paul R. Ehrlich y la doctora y ortodoncista Sandra Kahn, en la que se detallaban cientos de referencias científicas que respaldaban las investigaciones de Mew.En poco tiempo, las alternativas teorías de Mew empezaron a entrar en la corriente mayoritaria.
«Dentro de diez años nadie usará ortodoncia tradicional —me dijo Gelb—. Al recordar lo que hemos hecho quedaremos horrorizados.» Esto es lo que Mew había estado diciendo durante el último medio siglo. La rebelión dentro de la ortodoncia finalmente condujo a la creación de la organización profesional llamada Academia de Terapia Orofacial Miofuncional.
Este grupo, según descubrí, está más interesado en arreglar el problema de las bocas demasiado pequeñas que en culpar a quienes contribuyeron a provocarlo. Sostienen que hay demasiadas variables y demasiados culpables. Como ocurre con muchas reparaciones de salud con las que me había encontrado, Mew y los demás descubrieron que las herramientas que necesitaban para eliminar la obstrucción respiratoria y restablecer el funcionamiento en aquella boca demasiado pequeña las habían creado mucho tiempo atrás observadores científicos cuyas investigaciones eran aceptadas como la norma y que, por un motivo u otro, cayeron en el olvido.
Visité a John Mew dos semanas después de mi expedición por las catacumbas de París. Llegué a una estación de tren desértica en East Sussex y una hora más tarde estaba en el asiento del copiloto de un monovolumen Renault. Al volante estaba Mew, conduciendo al doble de la velocidad permitida por una carretera secundaria cubierta de árboles en el barrio pijo de Broad Oak, a unos noventa minutos al este de Londres.
«Me he encontrado con unas resistencias increíbles desde siempre —me contó mientras pasaba rascando la puerta del asiento del acompañante contra un matorral demasiado grande circulando a gran velocidad por una calle de un solo sentido—. Pero la ciencia es clara, los hechos son claros, hay pruebas en todas partes. No hay forma de que puedan seguir parándolo.»
Era un domingo por la tarde y los únicos planes de Mew eran reunirse conmigo y que lo visitaran sus hijos para tomar el té, pero se había vestido con un terno de pata de gallo, una camisa blanca y una corbata de reps de su escuela secundaria, a la que asistió hace setenta y cinco años. Entramos pegando un giro brusco en un camino de gravilla, pasamos por debajo de un puentecito y aparcamos a la sombra de una torrecilla de piedra.
Yo había oído que Mew vivía en un «castillo» y me esperaba algo castillesco, con hormigón pintado y recubrimientos de vinilo. Pero cada detalle de aquel sitio parecía asombrosamente real, desde el techo cubierto de musgo hasta el foso con agua negra. Mew paró el motor, agarró el bastón y me condujo por pasillos oscuros hasta una cocina de armarios de madera negra y ollas de cobre.
Durante varias horas estuvimos sentados junto a un hogar crepitante, donde oí cómo Mew construyó aquel castillo, haciendo buena parte del trabajo él mismo a lo largo de una década cuando ya tenía casi ochenta años.También me habló de sus distintos aparatos para agrandar la boca.
Su invento más conocido era el Biobloc, una versión modificada del monobloc de Pierre Robin. Mew lo usó en cientos de pacientes; y cientos de ortodoncistas siguen utilizándolo hoy en día. Un estudio de 2006 revisado por pares en que se analizó a cincuenta niños demostraba que el Biobloc ampliaba las vías respiratorias hasta un 30 % a lo largo de seis meses de llevarlo.
Fui a verlo porque me interesaba agrandar mi boca demasiado pequeña y abrir mis vías respiratorias demasiado estrechas. Pero Mew me contó que su aparato funciona mejor en niños de entre cinco y nueve años, cuyos huesos y caras aún están en desarrollo y son fácilmente moldeables. Para mí, eso quedaba a una eternidad.
El hijo de Mew, Michael, que también es dentista, se unió a la conversación. Mike tenía la piel bronceada, era alto y espigado, con unos ojos castaños penetrantes, e iba vestido con unos vaqueros de moda y un jersey ajustado. Me explicó que el primer paso para mejorar la obstrucción respiratoria no era la ortodoncia, sino que consistía en mantener una «posición oral» correcta. Esto podía hacerlo cualquiera, y es gratuito.
Consistía sencillamente en juntar los labios, con los dientes tocándose ligeramente y la lengua rozando el paladar. Había que colocar la cabeza perpendicular al cuerpo y no torcer el cuello. Al estar sentados o de pie, la columna vertebral debería adoptar una forma de J: perfectamente recta hasta la cintura, donde se curva de manera natural hacia fuera. Manteniendo esta postura, deberíamos respirar siempre poco a poco por la nariz y llenando el abdomen.
Nuestro cuerpo y nuestras vías respiratorias están diseñados para funcionar al mejor rendimiento en esta postura, coincidieron los dos Mew. Fijaos en cualquier estatua griega o un dibujo de Leonardo da Vinci o un retrato antiguo. Todo el mundo tiene esa forma de J. Pero si nos fijamos en los espacios públicos de hoy en día, es obvio que la mayoría de la gente tiene los hombros encorvados hacia delante, el cuello estirado hacia fuera y una columna vertebral en forma de S.«En una pandilla de tontos, en eso nos hemos convertido», dijo Mike exaltado.Luego imitó esa postura de «tonto», tomó unas cuantas respiraciones cortas, pectorales y con la boca abierta, y puso cara de memo. «¡Esto nos está matando, maldita sea!»
Muchos de nosotros adoptamos esta postura en forma de S no por pereza, sino porque la lengua no nos cabe en la boca, que es demasiado pequeña. Puesto que no tiene otro sitio donde ir, la lengua se repliega hacia la garganta, lo cual provoca asfixia. Por la noche, nos atragantamos y tosemos, intentando hacer entrar y salir aire de esas vías respiratorias taponadas. Esto es, evidentemente, la apnea del sueño, y una cuarta parte de los norteamericanos la padecen.
Durante el día, intentamos inconscientemente abrir las vías respiratorias obstruidas bajando los hombros, estirando el cuello y levantando la barbilla. «Piensa en alguien que está inconsciente y a punto de recibir reanimación cardiopulmonar (RCP)», dijo Mike. Lo primero que hace un médico es inclinar la cabeza hacia atrás para abrir la garganta. Hemos adoptado esa postura todo el tiempo.
Nuestro cuerpo detesta esta postura. El peso de la cabeza echada para atrás tensa los músculos de la espalda, lo que provoca dolor; el retorcimiento del cuello añade presión al tronco encefálico, lo cual causa dolores de cabeza y otros problemas neurológicos; el ángulo inclinado de la cara estira la piel desde los ojos, afina el labio superior y estira carne de encima del hueso nasal hacia abajo. Puesto que «mirada del tonto del pueblo» no suena científico, Mike lo llama distrofia craneal. Afirma que afecta a alrededor de un 50 % de la población actual, incluyendo a Mark Zuckerberg, fundador de Facebook.
En enero de 2018, Mike colgó un vídeo en YouTube advirtiendo a Zuckerberg de que moriría diez años antes de lo previsible si no corregía su postura de distrofia craneal. El mensaje tuvo más de nueve mil visualizaciones antes de ser eliminado.
Además de mantener una postura oral correcta, Mike recomienda llevar a cabo una serie de ejercicios de empuje de la lengua, que según él pueden ayudarnos a abandonar la «postura de la muerte» y a respirar con mayor facilidad. La lengua es un músculo potente. Si se dirige su fuerza a los dientes, puede desalinearlos; si se dirige hacia el paladar, Mike creía que podía ayudarnos a ampliarlo y a abrir las vías respiratorias.
El ejercicio, que la multitud de seguidores de Mike en las redes sociales llama mewing (algo como «mewear»), ha sido adoptado popularmente y se ha convertido en «una nueva obsesión healthy».Tras varios meses, los meweadores afirman que se les ha agrandado la boca, que tienen la mandíbula más definida, que se les ha reducido la apnea del sueño y que respiran con mayor facilidad. El vídeo didáctico de Mike sobre el mewear ha tenido un millón de visualizaciones.
Cuesta transmitir la idea del meweo sin verlo, pero la idea básica es empujar la parte posterior de la lengua contra la parte posterior del paladar y mover el resto de la lengua hacia delante, como una ola, hasta que la punta dé justo detrás de los dientes delanteros. Yo lo intenté unas cuantas veces. Tuve una sensación rara, como si me estuviera aguantando el vómito. Mike me hizo una demostración. Y sí, parecía que se estuviera aguantando el vómito.
Fue entonces —meweando al unísono con otro hombre adulto en un castillo de factura casera y con grumos de huesos humanos aún pegados en los ojales de las botas— cuando me di cuenta de que la expedición para descubrir el arte olvidado de la respiración iba a ser un poco una aventura disparatada y asquerosa.
Pero yo seguí ahí, meweando hasta que salí a una noche sin luna atravesando pasillos arqueados, pensando cuánto más iba a disfrutar de aquella práctica si entendía por qué funcionaba.
Este es el motivo por el cual terminé en una silla de exploración de una consulta dental a unas cuantas calles de la estación Grand Central Terminal, en Nueva York. El doctor Theodore Belfor estaba inclinado sobre mí, ataviado con una camisa de manga corta, pantalones de vestir y zapatos grises, y con su cabeza rapada brillando bajo las lámparas de exploración. Estaba limpiando un molde de impresión dental en el fregadero y me contaba cómo la evolución humana ya no se basa en la supervivencia de los más aptos, un eco de lo que me diría Marianna Evans.También estaba describiendo por qué a raíz de eso mi boca era un caos absoluto.
Belfor era otro dentista con grandes ideas sobre cómo los humanos perdieron la capacidad de respirar. Y al igual que los Mew y Gelb, tenía también grandes ideas sobre cómo solucionarlo.
«No te muevas —me dijo en un cerrado acento del Bronx mientras me metía sus grandes manos en la boca—. Arco estrecho, mandíbula hacia atrás y amontonamiento de piezas: lo tienes todo. Muy típico.»
En los años sesenta, después de graduarse en el Colegio Universitario de Odontología de Nueva York, Belfor fue enviado a Vietnam, donde sería el único dentista y cirujano bucal para los cuatro mil soldados de la 196ª brigada de infantería ligera. No tenía supervisores y podía improvisar, inventar y diseñar soluciones novedosas a lo que a menudo eran problemas catastróficos. «Realmente aprendí cómo volver a poner caras en su sitio», dijo riendo entre dientes.
Regresó a Nueva York y le ofrecieron trabajar con gente de las artes escénicas. Aquellos cantantes, actores y modelos necesitaban tener los dientes rectos, pero no se les podía ver con ortodoncia. Un compañero de profesión le presentó un viejo aparato parecido a un monobloc. Tras varios meses usándolo, los cantantes de ópera comenzaban a llegar a notas más agudas y los roncadores crónicos dormían tranquilamente por primera vez en años. Todo el mundo tenía los dientes más rectos y afirmaba respirar mejor. Algunos que tenían más de cincuenta o sesenta años se percataban de que los huesos de la boca y de la cara se volvían más anchos y pronunciados cuanto más tiempo llevaban los aparatos.
Los resultados sorprendieron a Belfor. Le habían dicho, como a todo el mundo, que la masa ósea (al igual que el tamaño de los pulmones) no deja de disminuir a partir de los treinta años de edad. Las mujeres sufren una mayor pérdida ósea que los hombres, sobre todo después de la menopausia.Cuando una mujer llega a los sesenta, ha perdido más de un tercio de su masa ósea. Si alcanza los ochenta, habrá perdido tanto hueso como el que tenía a los quince. Comer bien y hacer ejercicio puede contribuir a retrasar el deterioro, pero nada puede frenarlo.
Donde más se ve es en la cara.Piel caída, ojos hundidos y con bolsas y unas mejillas pálidas, todo ello como resultado de que el hueso va desapareciendo y la carne no puede sino ir hacia abajo. A medida que el hueso se degrada en el interior del cráneo, los tejidos blandos de la parte posterior de la boca tienen menos donde colgarse, así que también se caen, lo cual puede obstruir las vías respiratorias.Esta pérdida ósea explica en parte por qué el roncar y la apnea del sueño a menudo empeoran a medida que envejecemos.
Tras décadas realizando experimentos y recopilando casos de estudio, viendo las bocas y caras de sus pacientes rejuvenecer a medida que envejecían, Belfor se convenció de que la idea tradicional sobre la pérdida ósea era, en palabras suyas, «un absoluto disparate».
«Aprieta los dientes», me dijo. Lo hice y sentí en la mandíbula una tensión que se extendió hasta la parte posterior del cráneo. Lo que sentía era la potencia del masetero, músculo de la masticación ubicado debajo de las orejas.Es el músculo más fuerte del cuerpo en relación con su peso y ejerce hasta noventa kilos de presión sobre los dientes posteriores.
Luego Belfor me indicó que me pasara las manos por el cráneo hasta que sentí la red de grietas y pliegues, llamados suturas. Las suturas se van separando a lo largo de la vida. Esta separación permite que el hueso craneal se expanda hasta doblar su tamaño desde la niñez hasta la edad adulta. Dentro de estas suturas, el cuerpo crea células madre, elementos amorfos vacíos que cambian de forma y devienen tejidos y huesos dependiendo de lo que nuestro cuerpo necesite. Las células madre, que se usan por todo el cuerpo, también son la argamasa que une las suturas entre sí y que crea hueso nuevo en la boca y en la cara.
A diferencia de otros huesos del cuerpo, el hueso que constituye el centro de la cara, llamado maxilar, está hecho de un hueso membranoso muy plástico. El maxilar puede remodelarse y ganar densidad hasta que llegamos a los setenta años y probablemente hasta edades posteriores.«Tú, yo, quien sea: todos podemos ganar hueso a cualquier edad», me contó Belfor. Lo único que necesitamos son células madre. Y la manera en que producimos células madre y les señalamos que fabriquen más hueso maxilar en la cara es poniendo a trabajar el masetero: apretando las muelas posteriores una y otra vez.
Masticar. Cuanto más mastiquemos, más células madre liberaremos, mayor densidad y crecimiento óseos provocaremos, más jóvenes pareceremos y mejor respiraremos.
Esto empieza de muy chicos. La tensión de masticar y chupar necesaria para la lactancia ejercita el masetero y otros músculos faciales y estimula un mayor crecimiento de células madre, por tanto se desarrollan unos huesos más fuertes y unas vías respiratorias más pronunciadas. Hasta hace algunos cientos de años, las madres daban el pecho a los niños hasta entre los dos y los cuatro años de edad,y a veces hasta la adolescencia. Cuanto más tiempo los críos pasaban masticando y chupando, más se les desarrollaban la cara y las vías respiratorias y mejor respirarían a lo largo de su vida. Decenas de estudios realizados en los últimos veinte años han respaldado esta afirmación. Han revelado una incidencia menor de dientes torcidos, ronquidos y apnea del sueño en bebés que fueron amamantados durante más tiempo frente a los que les dieron biberón.
«Ahora échate para atrás y recuesta la cabeza», dijo Belfor apuntando la cubeta de impresión dental hacia mi boca abierta. El molde que estaba a punto de sacar se utilizaría para hacerme a medida un Homeoblock, un aparato de agrandamiento que Belfor inventó en los noventa. Es una cosa rosa acrílica envuelta en lucientes cables de metal que no parece muy distinto a cualquier otro retenedor. Salvo que el Homeoblock no fue diseñado para enderezar dientes. De la misma forma que los primeros aparatos de ortodoncia funcionales creados por Norman Kingsley y Pierre Robin, su objetivo es agrandar la boca y facilitar la respiración. Además, estimula la presión de la masticación cuando el usuario cierra los dientes,por lo que este no tendrá que pasar entre tres y cuatro horas royendo huesos y corteza como nuestros antepasados.
Los pacientes de Belfor —entre los cuales están el doble de Richard Gere, una ama de casa de mediana edad de Phoenix, un miembro de la alta sociedad neoyorquina de setenta y nueve años, y cientos más— tuvieron todos unos resultados notables. Belfor me enseñó escáneres TAC de pacientes antes y después cuando fui por primera vez a su consulta. En las imágenes se veía que antes tenían la garganta obstruida; seis meses después tenían las vías respiratorias más abiertas y una gran cantidad de hueso de nueva formación. Era como si los pacientes fueran el equivalente dental de Dorian Gray.
«Ahora abre bien la boca y di “aaaah”», dijo Belfor.
La conexión masticación-vías respiratorias, al igual que muchos otros asuntos relacionados con la respiración, es algo conocido desde hace tiempo. Durante los meses que pasé escarbando por entre un siglo de artículos científicos sobre este tema, tuve la sensación de estar atrapado en un ciclo de centrifugado de investigaciones sobre la respiración. Distintos científicos, distintas décadas; las mismas conclusiones, la misma amnesia colectiva.
James Sim Wallace, un prestigioso médico y dentista escocés, publicó varios libros sobre los efectos perniciosos de los alimentos blandos sobre la boca y la respiración. «Una dieta blanda a una edad temprana impide el desarrollo de las fibras musculares de la lengua —escribió hace más de un siglo—, lo cual da como resultado una lengua más débil, que [no puede] eliminar la dentadura primaria y crear el espacio suficiente en los arcos completamente desarrollados, hecho que provoca un mayor amontonamiento de los dientes permanentes.»
Los contemporáneos de Wallace empezaron a tomar medidas de la boca de pacientes y a compararlos con cráneos de antes de la Revolución Industrial. Los paladares de los cráneos antiguos tenían un tamaño medio de seis centímetros.En el siglo XIX, las bocas habían encogido a los 5,5 centímetros. Nadie discutía aquellas observaciones. «Que la mandíbula humana está empequeñeciéndose gradualmente es un hecho reconocido universalmente», señaló Wallace.Aquello no impidió que sus investigaciones fueran ignoradas durante los siguientes cien años.
En 1974, no obstante, un antropólogo greñudo de veintiséis años que trabajaba en el Museo Nacional de Historia Natural de los Estados Unidos recogió el testigo. Se llamaba Robert Corruccini, y escribiría o participaría en la elaboración de doscientos cincuenta artículos y una docena de libros sobre la materia. Corruccini viajó por el mundo y analizó miles de bocas y dietas, desde los pima nativos americanos hasta poblaciones urbanas de inmigrantes chinos, desde gente del Kentucky rural hasta aborígenes australianos. Llevó a cabo incluso estudios con animales, en los que dio a un grupo de cerdos una dieta de bolitas duras y a otro la misma comida reblandecida con agua.La misma comida, las mismas vitaminas; solo cambiaba la textura.
Personas o cerdos, daba igual: cuando pasaban de comer alimentos más duros a alimentos blandos, las caras se les estrechaban, los dientes se les amontonaban y las mandíbulas les quedaban desalineadas. A menudo surgían problemas respiratorios.
El 50 % de la población humana moderna presenta este tipo de «maloclusión» en la primera generación que cambia de alimentos blandos a comida procesada; en la segunda generación, es de un 70 %; y en la tercera, un 85 %.
Al llegar a la cuarta…, solo tenéis que echar un vistazo a vuestro alrededor. Somos nosotros ahora. Cerca de un 90 % de nosotros presentamos algún grado de maloclusión.
Corruccini presentó sus datos revolucionarios en congresos de odontología en los Estados Unidos y declaró que los dientes torcidos eran una «enfermedad de la civilización». Al principio había mucho interés. «Una acogida muy educada —dijo él—. Pero nada cambió.»
Actualmente, el sitio web oficial de los Institutos Nacionales de Salud de los Estados Unidos atribuye las causas de los dientes torcidos y de otras deformaciones de las vías respiratorias «a razones hereditarias en la mayor parte de los casos». Otras causas incluyen chuparse el pulgar, lesiones o «tumores en la boca y la mandíbula».
No hay ninguna mención a la masticación; ni una sola mención a la comida.
Belfor recopiló su propia biblioteca de datos a lo largo de dos décadas. Tenía estudios de casos, tablas y gráficos que mostraban que sus pacientes recuperaban hueso y abrían las vías respiratorias. Pero él también fue universalmente ignorado y a menudo ridiculizado. Después de una conferencia en su alma mater, varios compañeros de profesión afirmaron que había falsificado los datos y había retocado las radiografías. «No se puede crear hueso pasados los treinta», lo reprendían una y otra vez.
Belfor y Corruccini aún están esperando su momento Mew, cuando el establishment empieza a acercársete. Mientras, yo me he acercado a ellos.
Exactamente un año después de la semana en que empecé a llevar el retenedor de Belfor, visité una clínica privada de radiología en el centro de San Francisco donde volvieron a escanearme las vías respiratorias, los senos y la boca. Belfor mandó los resultados para que los examinara el programa Analyze-Direct, de la Clínica Mayo, para ver qué les había ocurrido a mi cara y a mis vías respiratorias.
Los resultados fueron asombrosos. Había ganado 1.658 milímetros cúbicos de hueso nuevo en las mejillas y en la cuenca del ojo derecho, el volumen equivalente a cinco centavos. También había ganado ciento dieciocho milímetros cúbicos de hueso en la nariz y ciento setenta y ocho en el maxilar superior. La posición de mi mandíbula tenía mejor alineación y equilibrio. Mis vías respiratorias se habían ensanchado y habían ganado firmeza. El depósito de pus y granulación que se había acumulado en mis senos maxilares, probablemente debido a una leve obstrucción crónica, había desaparecido por completo.
Ciertamente, tardé semanas en acostumbrarme a tener un pedazo de plástico metido en la boca por la noche. Secretaba saliva, me apretaba la garganta y me dolían los dientes. Pero, como la mayoría de las incomodidades de la vida, a medida que lo llevaba cada vez era más fácil y menos molesto.
En el momento de escribir esto, gracias a la masticación y a cierto ensanchamiento del paladar, respiro con mayor facilidad y libertad que nunca. Aparte de la semana y media en que me taponé adrede la nariz por el experimento de Stanford, solo he tenido congestión nasal una vez este año, cuando pillé un resfriado. Aun con mi boca y cara estropeadas de hombre de mediana edad, había conseguido hacer verdaderos progresos.
«La naturaleza busca la homeostasis y el equilibrio —me contó Belfor por teléfono en una de nuestras decenas de conversaciones desde que nos conocimos—. Tú tenías un desequilibrio. Fíjate en las radiografías. La naturaleza te ha corregido añadiendo una cantidad enorme de hueso en la cara: ahí está la prueba.»
Esto es lo que aprendí al final de mi largo y estrafalario viaje a través de las causas y curas de la obstrucción de las vías respiratorias. Que nuestra nariz y nuestra boca no están predeterminadas al nacer, en la infancia o en la edad adulta. Podemos invertir el reloj en gran parte del daño que nos hemos provocado en los últimos cientos de años a base de fuerza de voluntad, con nada más que una postura adecuada, masticando fuerte y tal vez meweando un poco.
Y una vez resuelta la obstrucción, finalmente podemos volver a la respiración.