Capítulo 8: Más, de vez en cuando
A la mañana siguiente a nuestra «última» cena de celebración, Olsson y yo volvemos a subirnos a mi coche y bajamos hasta Stanford para nuestra última visita con el doctor Nayak. Vuelven a escanearnos, pincharnos, tocarnos y abrumarnos con preguntas. Las mismas pruebas a las que nos sometimos hace diez días y hace veinte. Los datos de ambas fases del experimento, nos dicen, estarán disponibles este mismo mes. Ahora somos libres para respirar y para irnos.
Para Olsson esto significa regresar a Suecia. Para mí significa seguir explorando los límites más remotos de la respiración.
Las técnicas que llevaré a cabo de ahora en adelante no se ceñirán al estilo lento y constante. No son accesibles para todo el mundo ni para efectuarlas en cualquier parte. No las podéis practicar mientras paséis las páginas de este libro. Algunas de ellas requieren mucho tiempo de aprendizaje, un esfuerzo de coordinación y pueden ser incómodas.
La neumología tiene muchos nombres escalofriantes para lo que estas técnicas extremas pueden provocar en el cuerpo y en la mente: acidosis respiratoria, alcalosis, hipocapnia, sobrecarga del sistema nervioso simpático o apnea extrema. En circunstancias normales, estas afecciones se consideran perjudiciales y requerirían tratamiento médico.
Pero ocurre algo distinto cuando las practicamos a propósito, cuando conscientemente forzamos nuestros cuerpos a entrar en esos estados durante unos minutos o unas horas al día. En algunos casos, pueden transformar radicalmente nuestra vida.
Colectivamente, llamo a estas potentes técnicas Respiración+, porque se basan en los cimientos de las prácticas que he descrito anteriormente en este libro, y porque muchas requieren una concentración extra y ofrecen unas recompensas extras. Algunas de ellas implican respirar muy deprisa durante mucho rato; otras requieren respirar muy lentamente durante incluso más tiempo. Unas cuantas consisten en no respirar en absoluto durante unos minutos. Estos métodos también se remontan a miles de años atrás, luego desaparecieron y más tarde fueron redescubiertos en otra época y en una cultura distinta, donde les dieron otro nombre y volvieron a utilizarlos.
En el mejor de los casos, la Respiración+ puede permitirnos entender mejor los secretos de nuestra función biológica más básica. En el peor de los casos, respirar de esa forma puede provocar sudores intensos, náuseas y extenuación. Todo esto, como yo acabé aprendiendo, forma parte del proceso. Es el trance necesario para llegar a la otra orilla.
Por improbable que parezca, es en los campos de batalla de la guerra civil norteamericana donde empieza la primera técnica de Respiración+.
Corría el año 1862 y Jacob Mendez Da Costa acababa de llegar al Turner’s Lane Hospital, en Filadelfia. El Ejército de la Unión había sufrido una humillante derrota en Fredericksburg, en Virginia, donde habían muerto mil doscientos hombres y más de nueve mil habían resultado heridos.Los soldados estaban tumbados por los pasillos, magullados y sangrando en hileras de camas de campaña, habiendo perdido orejas, dedos, brazos y piernas.
Incluso estaban destrozados aquellos que no habían visto acciones militares. Llegaban al hospital en tropel, quejándose de ansiedad y paranoia, dolores de cabeza, diarrea, mareos y un dolor punzante en el pecho. Suspiraban mucho. Cuando los hombres intentaban respirar, jadeaban, pero nunca sentían que pudieran recobrar el aliento. Aquellos hombres no presentaban señales de lesiones físicas; habían pasado semanas o meses preparándose para la batalla, pero no presenciaron ninguna acción. No les había ocurrido nada. Y aun así, estaban todos incapacitados, renqueando detrás de las paredes encaladas del hospital, junto a hileras de amputados gritando y sufriendo, intentando abrirse paso hasta la consulta de Da Costa.
Da Costa era un hombre calvo y de aspecto sombrío, con patillas y unos ojos portugueses y cansados. Había nacido en la isla de Saint Thomas y pasó años estudiando medicina en Europa con destacados cirujanos. Se había vuelto un prestigioso experto en las enfermedades del corazón y había tratado a muchos hombres con multitud de dolencias. Pero nunca había visto nada como los soldados del Turner’s Lane.
Empezaba los exámenes médicos levantando la camisa de los hombres y colocándoles un estetoscopio sobre el pecho. Los latidos de los soldados eran frenéticos, sus corazones iban a hasta doscientos latidos por minuto, aunque estuvieran sentados tranquilamente. Algunos respiraban treinta veces o más por minuto, el doble del ritmo normal.
Un paciente típico era William C., un granjero de veintiún años que, tras ser movilizado, desarrolló una diarrea atroz y una tonalidad azulada en las manos. Se quejaba de falta de aliento. Henry H. tenía unos síntomas idénticos y compartía con William C. la constitución enjuta, con el pecho estrecho y la columna vertebral encorvada. Él también se había alistado con buena salud y luego fue desmovilizado sin justificación. «El hombre no parecía enfermo», escribió Da Costa. Pero su frecuencia cardíaca tenía «un ritmo irregular, es decir, algunos latidos se sucedían rápidamente».
Cientos de hombres acudirían a la consulta de Da Costa durante los siguientes años con el mismo cuadro de síntomas, el mismo trasfondo. Da Costa llamaría a la enfermedad síndrome del corazón irritable.
El síndrome era desconcertante en otro aspecto: los síntomas aparecían y desaparecían. Tras días, semanas o meses de reposo y relajación, los latidos se suavizaban y los problemas digestivos remitían. Los hombres volvían a la normalidad y nuevamente respiraban de la forma habitual. A la mayoría los mandaban de vuelta a la guerra. A los pocos que aún sufrían la enfermedad se los reubicaba en el «cuerpo de inválidos» o se los enviaba a su casa para que lidiaran con el síndrome durante el resto de sus vidas.
Da Costa recopiló montones de datos sobre aquellos hombres y publicó un estudio clínico formal en 1871, el cual se convertiría en un hito en la historia de las enfermedades cardiovasculares.
Pero el síndrome del corazón irritable no se limitó solamente a la guerra civil norteamericana. Los mismos síntomasaparecerían de nuevo medio siglo más tarde en un 20 % de los soldados que lucharon en la Primera Guerra Mundial, en un millón de soldados de la Segunda Guerra Mundial y en cientos de miles más en Vietnam y en las guerras de Irak y Afganistán.Los médicos inventaron nombres nuevos para esos problemas creyendo que habían descubierto una enfermedad nueva. Les dijeron a los soldados que sufrían neurosis de guerra, corazón del soldado, síndrome pos-Vietnam o trastorno de estrés postraumático. Consideraban que las dolencias eran psicológicas, alguna alteración en el cerebro causada por los combates. A menudo los soldados echaban la culpa a sustancias químicas o a vacunas, aunque nadie lo sabía realmente a ciencia cierta.
Da Costa tenía sus propias teorías. En el Turner’s Hospital sospechó que estaba lidiando, en palabras suyas, con «un trastorno del sistema nervioso simpático».
Es el mismo trastorno que sufro yo ahora mismo.
Son las últimas horas de la mañana y estoy despatarrado en una alfombra de yoga en una zona de césped reseco de un parque público al lado de una carretera a los pies de las montañas de Sierra Nevada, en California. Hay una mesa de pícnic llena de técnicos de emergencias médicas comiendo a mi derecha y un señor mayor bebiendo una lata de medio litro de cerveza envuelta en una bolsa de papel en un banco a mi izquierda. Arriba, el sol de otoño es tan claro y reluciente que te deja ciego aunque lo mires con ojos entrecerrados. Hago una respiración enorme y pesada que me entra hasta el abdomen y expulso el aire. Llevo haciendo esto durante los últimos minutos y noto que me salen gotitas de sudor en la frente y en la cara. Tengo por delante media hora más respirando así.
«¡Veinte más!», grita el hombre que me supervisa. Apenas puedo oírlo entre el estruendo de grandes camiones acelerando en la autovía que tenemos detrás. El hombre se llama Chuck McGee III, y es un tipo corpulento y rubio con corte de tazón, gafas de sol con cristales del arcoíris y unos pantalones cortos que cuelgan solo a unos pocos centímetros por encima de unos calcetines blancos y unas deportivas con pedacitos de barro. Lo he contratado para que durante el día de hoy me ayude a poner al límite mi sistema nervioso simpático hiperventilando.
De momento está funcionando. El corazón me late con violencia. Es como si tuviera un roedor suelto en mi pecho. Siento angustia y paranoia, sudor y claustrofobia.
Esto debe de ser la sobrecarga simpática. Supongo que es la llegada del síndrome del corazón irritable.
En realidad, respirar es más que un acto meramente bioquímico o físico; es algo más que solamente mover el diafragma hacia abajo y aspirar aire para alimentar células hambrientas y expulsar desechos. Las decenas de miles de millones de moléculas que nos metemos en el cuerpo con cada bocanada también desempeñan un papel más sutil pero igualmente importante. Influyen en casi todos nuestros órganos internos diciéndoles cuándo encenderse y apagarse. Afectan a la frecuencia cardíaca, la digestión, el estado de ánimo y las actitudes; determinan cuándo estamos excitados y cuándo estamos mareados. Respirar es un interruptor de una amplia red llamada sistema nervioso autónomo.
Este sistema tiene dos secciones, las cuales desarrollan funciones opuestas. Ambas son esenciales para nuestro bienestar.
La primera, llamada sistema nervioso parasimpático, estimula la relajación y la recuperación. El tenue murmullo que sentimos durante un largo masaje o la somnolencia que sentimos después de una comida copiosa ocurren porque el sistema nervioso parasimpático manda señales a nuestro estómago para que digiera y al cerebro para que bombee hormonas agradables como la serotonina y la oxitocina en nuestro torrente sanguíneo. La estimulación parasimpática abre las compuertas de nuestros ojos y hace que se viertan lágrimas en las bodas. Induce la salivación antes de las comidas, relaja los intestinos para eliminar residuos y estimula los genitales antes del sexo. Por todo ello, a veces se le llama sistema de alimentación y procreación.
Los pulmones están cubiertos por unos nervios que se extienden a ambos lados del sistema nervioso autónomo, y muchos de los nervios que se conectan con el sistema nervioso parasimpático están situados en los lóbulos inferiores, por eso las respiraciones largas y lentas son tan relajantes.A medida que las moléculas de aire descienden a mayor profundidad, estimulan nervios parasimpáticos, los cuales mandan más mensajes a los órganos para que descansen y digieran. A medida que el aire asciende por los pulmones durante la exhalación, las moléculas estimulan una respuesta parasimpática aún más poderosa. Cuanto más hondo y suavemente inspiramos, y cuanto más larga es la espiración, más lento late el corazón y más nos tranquilizamos. Las personas han evolucionado para pasar la mayor parte de las horas en que estamos despiertos —y todas las horas en que dormimos— en ese estado de recuperación y relajación. El relax contribuyó a hacernos humanos.
La otra mitad del sistema nervioso autónomo —el simpático— desempeña el rol opuesto.Manda señales de estimulación a nuestros órganos para que se preparen para la acción. Un gran número de los nervios vinculados a este sistema están repartidos por la parte superior de los pulmones. Cuando hacemos respiraciones cortas y apresuradas, las moléculas de aire ponen en marcha los nervios simpáticos. Actúan como una llamada a un número de emergencia. Cuantos más mensajes recibe el sistema, mayor es la emergencia.
La energía negativa que sentimos cuando alguien nos corta el paso yendo en coche o cuando alguien nos molesta en el trabajo es producto del sistema simpático. En esos estados, el cuerpo redirige flujo sanguíneo de órganos menos vitales, como el estómago o la vejiga, y lo manda a los músculos y al cerebro. Aumenta la frecuencia cardíaca,se empieza a notar el efecto de la adrenalina, se estrechan los vasos sanguíneos, se dilatan las pupilas,sudan las palmas de las manos y la mente se aguza. Los estados simpáticos ayudan a aliviar el dolor y a impedir que nos desangremos si nos hacemos una herida. Nos hacen más maliciosos y delgados para que podamos luchar con más dureza o correr más deprisa si nos encontramos ante un peligro.
Pero nuestro cuerpo está diseñado para permanecer en un estado de elevada alerta simpática únicamente durante brotes cortos, y solo de vez en cuando.Aunque la tensión simpática solo tarda un segundo en activarse, desactivarla y volver a un estado de relajación y recuperación puede durar una hora o más.Esto es lo que hace que sea difícil digerir tras un accidente, que a los hombres les cueste tener erecciones y que las mujeres a menudo no puedan tener orgasmos cuando están enfadadas.
Por todos esos motivos, parece raro y contradictorio ponerse voluntariamente en un estado prolongado de extrema tensión simpática, y hacerlo todos los días. ¿Por qué provocarse aturdimiento, ansiedad y flacidez? Y aun así, durante siglos los antiguos desarrollaron y practicaron técnicas de respiración que hacían exactamente eso.
La técnica de respiración para provocar estrés que me trajo a este parque público se llama Meditación del Fuego Interior y ha sido practicada por los budistas tibetanos y sus discípulos durante los últimos mil años. Su historia empieza en torno al siglo X después de Cristo, cuando un hombre indio de veintiocho años llamado Naropa se aburrió de la vida doméstica.Se divorció de su esposa, hizo las maletas y caminó hacia el noreste hasta estar rodeado de torres de piedra, pabellones, templos y lotos azules. Aquel sitio deslumbrante era la Escuela Budista de Nalanda, y miles de eruditos de todo Oriente se congregaban allí para estudiar astronomía, astrología y medicina holística. Unos cuantos perseguían la iluminación.
Naropa sobresalió en los cursos y llegó a dominar las enseñanzas de los sutras y las técnicas secretas del tantra, que se han transmitido de un maestro a otro a lo largo de milenios. Partió hacia el Himalaya para poner en práctica todo lo que había aprendido viviendo en una cueva a orillas del río Bagmati en lo que actualmente es Katmandú, en Nepal. La cueva era fría. Naropa aprovechó el poder de la respiración para no morir congelado. Aquella práctica se popularizó como tummo, una palabra tibetana que significa «fuego interior».
El tummo era peligroso. Usado incorrectamente, podía provocar intensos picos de energía, hecho que podía entrañar lesiones mentales graves. Por ese motivo, se reservaba solo a los monjes avanzados y permaneció en el Himalaya, encerrado en los monasterios tibetanos durante los siguientes mil años.
Hasta que, dando un salto hasta principios del siglo XX, una anarquista francobelga y excantante de ópera se puso en camino del Tíbet con hollín en la cara, pelaje de yak entrelazado en el pelo y una faja roja atada a la cabeza. Su nombre era Alexandra David-Néel, y con unos cuarenta y cinco años estaba viajando sola por India: algo inaudito en aquel entonces para una mujer occidental.
David-Néel había pasado la mayor parte de su vida explorando distintas filosofías y religiones. De adolescente, se había relacionado con místicos, había ayunado, se había flagelado y había seguido dietas de santos ascéticos. Le gustaban la masonería, el feminismo y el amor libre. Pero era el budismo lo que realmente la fascinaba. Aprendió sánscrito por su cuenta y emprendió un peregrinaje espiritual por India y el Tíbet que duró catorce años. Por el camino, terminó en una cueva en lo alto del Himalaya, al igual que Naropa. Fue allí donde un religioso tibetano le transmitió las instrucciones del superpoder calentador del tummo.
«[El tummo no era] más que una manera diseñada por los eremitas tibetanos para poder vivir sin poner en peligro su salud estando en las altas montañas —escribió David-Néel—.No tiene nada que ver con la religión, así que puede usarse para propósitos ordinarios sin que sea una falta de respeto.» David-Néel recurrió a dicha práctica repetidamente para mantener la felicidad, la salud y el calor corporal mientras caminaba por senderos diecinueve horas al día bajo temperaturas gélidas sin comida ni agua, a alturas de más de cinco mil metros.
«Dos más, hazlas bien», me dice McGee. No puedo verlo —tengo los ojos aún entrecerrados—, pero lo oigo respirando intensamente conmigo y alentándome. Tomo otra inhalación enorme, luego hago subir el aire hasta el pecho y exhalo, como una ola. Llevo haciendo esto durante unos cinco minutos. Tengo un hormigueo en las manos y siento que los intestinos están desenroscándose poco a poco. Suelto un gemido incontrolado.
«¡Sí! —vitorea McGee—. ¡La expresión es lo contrario de la depresión! ¡Dale!»
Gimo un poco más fuerte, me contoneo y respiro con un poco más de intensidad. Por un momento, me siento cohibido pensando en los técnicos de emergencias médicas y el borracho de rostro rubicundo de ahí cerca, quienes sin duda están contemplando el espectáculo: dos urbanitas de mediana edad hiperventilando encima de una alfombra de yoga violeta sin BPA, ambos emitiendo sonidos como dos entregados pervertidos.
Esta autoexpresión es una parte importante del tummo, dijo McGee antes de empezar. Me recuerda que la tensión que estoy creando es distinta del estrés de, por ejemplo, llegar tarde a una reunión importante. Es un estrés consciente. «¡Esto es algo que te estás haciendo a ti mismo, no algo que te está pasando!», sigue gritando McGee.
La tensión que experimentaban los soldados de Da Costa era inconsciente. Los hombres habían crecido en entornos rurales, lejos del ruido y la muchedumbre de la ciudad. Cuantas más matanzas veían, más respuestas simpáticas inconscientes les sobrevenían sin posibilidad de liberarlas. Finalmente, su sistema nervioso quedaba tan sobrecargado que sufría un cortocircuito y se desmoronaba.
Yo no quiero tener un cortocircuito. Quiero habituarme a esta sensación para poder ser flexible ante las presiones constantes de la vida moderna.
«Sigue, sigue —dice McGee—. ¡Sácalo todo!»
Surfistas profesionales, luchadores de artes marciales mixtas y Navy SEAL usan la respiración al estilo tummo para ponerse en situación antes de una competición o una misión secreta.También es especialmente útil para personas de mediana edad que sufren niveles bajos de estrés, dolores, y tienen un metabolismo lento. Para ellos —para mí— el tummo puede ser una terapia preventiva, una forma de conseguir que un sistema nervioso deteriorado recupere el rumbo y lo mantenga.
Los métodos más sencillos y menos intensos de respirar lentamente, menos y por la nariz, con una gran exhalación también pueden reducir el estrés y restablecer el equilibrio. Esas técnicas pueden cambiarte la vida, y yo había visto a decenas de personas que habían experimentado un cambio. Pero también pueden tardar en hacer efecto, sobre todo en el caso de quienes padecen afecciones crónicas desde hace tiempo.
Algunas veces el cuerpo necesita algo más que un empujoncito para realinearse. A veces requiere una sacudida violenta. Esto es lo que hace el tummo.
Esta sacudida sigue dejando perplejos a los pocos científicos que prestan atención a tales fenómenos. Ellos se preguntan: ¿cómo exactamente puede uno infiltrarse en el sistema nervioso autónomo mediante una respiración extrema y consciente?
El doctor Stephen Porges, científico y profesor de Psiquiatría en la Universidad de Carolina del Norte, lleva estudiando el sistema nervioso y su respuesta al estrés durante los últimos treinta años. Su principal interés es el nervio vago,una sinuosa red dentro del sistema que se conecta con todos los órganos internos de mayor importancia. El nervio vago es el interruptor, es lo que enciende y apaga los órganos en respuesta al estrés.
Cuando el nivel de estrés percibido es muy alto, el nervio vago ralentiza la frecuencia cardíaca, la circulación y las funciones de los órganos. De esa forma nuestros ancestros reptilianos y mamíferos desarrollaron la capacidad de «hacerse el muerto» hace cientos de millones de años, para conservar la energía y evitar la agresión al verse atacados por depredadores. Los reptiles aún pueden acceder a esta capacidad, al igual que muchos mamíferos. (Imaginad el cuerpo flácido de un ratón entre los dientes de un gato casero.)
Los humanos también «nos hacemos el muerto», porque compartimos los mismos mecanismos en la parte primitiva de nuestro tronco encefálico. Lo llamamos desmayarse. Nuestra tendencia a desmayarnos está controlada por el sistema del nervio vago, depende específicamente de lo sensibles que seamos al peligro percibido. Algunas personas son tan ansiosas y ultrasensibles que su nervio vago las hará desmayar ante cualquier menudencia, como al ver una araña, al oír malas noticias o al ver sangre.
La mayoría de nosotros no somos tan sensibles. Es mucho más común, sobre todo en el mundo moderno, no experimentar nunca una tensión total que suponga una amenaza para la vida, pero tampoco nos relajamos nunca del todo. Pasamos los días medio dormidos y las noches medio despiertos, arrastrándonos por una zona gris de media ansiedad. Cuando tenemos ansiedad, el nervio vago se queda medio estimulado.
Durante esos momentos, los órganos del cuerpo no «se apagan», sino que están medio sostenidos en un estado de animación en suspenso: el torrente sanguíneo decrece y la comunicación entre los órganos y el cerebro se vuelve entrecortada, como una conversación por una línea de teléfono con interferencias. Nuestro cuerpo puede seguir así durante cierto tiempo; puede mantenerse en vida, pero no puede mantener la salud.
Porges descubrió que a los pacientes que sufren enfermedades como las que analizó Da Costa —como hormigueo en los dedos, diarrea crónica, pulso acelerado, diabetes y disfunción eréctil— se les tratan, a menudo, cada uno de los síntomas centrándose en órganos concretos. Pero no les pasa nada a sus estómagos, corazones o genitales. Lo que con frecuencia les ocurre son problemas de comunicación a lo largo de la red del sistema nervioso autónomo y del nervio vago provocados por el estrés. Para algunos investigadores, no es casualidad que ocho de los diez cánceres más comunes afecten a órganos en los que se interrumpe el riego sanguíneo normal durante periodos largos de estrés.
Reparar el sistema nervioso autónomo puede curar o mitigar estos síntomas de forma efectiva.En la década anterior, los cirujanos implantaron nodos eléctricos en pacientes que funcionan como un nervio vago artificial con tal de reactivar el riego sanguíneo y la comunicación entre órganos. El procedimiento se llama estimulación del nervio vago y es muy efectivo para pacientes que sufren ansiedad, depresión y enfermedades autoinmunes.
Pero hay otra forma, menos invasiva, que Porges encontró para estimular el nervio vago: la respiración.
Respirar es una función autónoma que podemos controlar conscientemente. Mientras que no podemos decidir cuándo ralentizar o acelerar el corazón o la digestión,o cuándo llevar sangre de un órgano a otro, sí podemos escoger cómo y cuándo respirar.Forzándonos a respirar lento podemos abrir la comunicación a lo largo de la red del nervio vago y relajarnos para entrar en un estado parasimpático.
Respirar muy deprisa y con mucha intensidad adrede desata una respuesta del nervio vago en el sentido opuesto que nos sitúa en un estado de tensión. Respirar nos enseña a acceder conscientemente a nuestro sistema nervioso autónomo y a controlarlo,a encender una tensión intensa de forma concreta para que podamos apagarla y pasar el resto del día y de la noche relajados y recuperándonos, alimentándonos y procreando.
«Tú no eres el pasajero —sigue gritándome McGee—. ¡Eres el piloto!»
Se suponía que esto era biológicamente imposible.El sistema nervioso autónomo, por definición, se presumía que era autónomo, es decir, automático, que estaba fuera de nuestro control. Y durante los últimos cien años, más o menos, esta idea permaneció intacta. En gran parte de la medicina sigue estando vigente hoy en día.
Cuando Alexandra David-Néel regresó finalmente a París y escribió acerca del tummo y otras técnicas de respiración y meditaciones budistas en su libro de 1927 Viaje a Lhasa, pocos médicos e investigadores en medicina dieron crédito a sus historias. Pocos podían aceptar que solo respirando pudiera mantenerse la calidez de un cuerpo bajo temperaturas heladas. Pocos creían que de este modo pudiera controlarse la función inmune y se pudieran curar enfermedades.
A lo largo del siglo XX creció el interés por el tummo, y una oleada de antropólogos, investigadores y buscadores viajaron al Himalaya y volvieron contando las mismas hazañas de las que había hablado David-Néel. Contaban historias de monjes que no llevaban más que una capa de ropa durante el invierno, se calentaban en gélidos monasterios de piedra durante el día y derretían círculos en la nieve alrededor de sus cuerpos desnudos por la noche. Finalmente, un investigador de la Harvard Medical School llamado Herbert Benson pensó que ya era hora de poner a prueba el tummo.
Benson viajó al Himalaya en 1981, reclutó a tres monjes, les enganchó sensores que medían la temperatura de los dedos de manos y pies y luego les pidió que practicaran el método tummo. Durante la práctica, la temperatura de las extremidades de los monjes subió hasta unos ocho grados centígrados y permaneció a este nivel.Los resultados se publicaron al año siguiente en la prestigiosa revista científica Nature.
En los vídeos y fotografías obtenidos durante los experimentos de Harvard se veía a unos hombres bajitos con carteras colgando de cinturas flácidas, con la piel cubierta de una densa capa de sudor y con los ojos medio cerrados y perdidos en una mirada kilométrica. Los experimentos añadieron credibilidad a lo que habían descrito David-Néel y Naropa, y aun así los monjes de Benson parecían incluso más extraños que una cantante de ópera anarquista o un místico antiguo. Todo aquello parecía absolutamente inaccesible para los occidentales.
Esto cambiaría a principios del año 2000, cuando un hombre neerlandés llamado Wim Hof corrió un medio maratón a través de la nieve más arriba del círculo polar ártico sin camiseta y descalzo.Era un occidental que llevaba barba, tenía el pelo plomizo y ralo y una cara sacada de un cuadro de Brueghel. En resumen, tenía el mismo aspecto que cualquier otro hombre de mediana edad del norte de Europa. Hof no había crecido en una cueva en India ni había estado en un hospital por tuberculosis. Había trabajado de cartero y tenía cuatro hijos.
Años antes, la mujer de Hof se había quitado la vida tras años de depresión. Él había aliviado el dolor ahondando en la práctica del yoga, la meditación y las prácticas respiratorias.Desenterró la antigua técnica del tummo, la perfeccionó, la simplificó, la convirtió en un producto para el consumo de masas y empezó a publicitar sus poderes mediante una retahíla de temerarias acciones de riesgo que nadie hubiera creído de no haber estado allí la prensa para verificarlo.
Hof se sumergió en una bañera llena de hielo durante una hora y cincuenta y dos minutos y no sufrió hipotermia ni congelación. Luego corrió un maratón entero en el desierto del Namib bajo temperaturas que alcanzaban los cuarenta grados centígrados sin beber una sola gota de agua.
A lo largo de una década, Hof batió veintiséis récords mundiales, a cuál más desconcertante. Aquellas escenas de riesgo le reportaron fama internacional, y su rostro sonriente y cubierto de escarcha pronto apareció en decenas de portadas de revistas, en llamativos documentales y en un puñado de libros.
«Wim violaba las normas expuestas en los manuales de medicina tan drásticamente que los científicos tuvieron que prestarle atención», dijo Andrew Huberman, profesor de neurobiología en la Universidad de Stanford.Y los científicos se la prestaron.
En 2011, investigadores del Centro Médico de la Universidad Radboud, en los Países Bajos, llevaron a Hof a un laboratorio y empezaron a pincharle tratando de descubrir cómo hacía lo que hacía. En un momento dado le inyectaron en el brazo una endotoxina, un componente de la bacteria E. coli. Habitualmente, la exposición a esta bacteria produce vómitos, dolores de cabeza, fiebre y otros síntomas parecidos a la gripe. A Hof le entró la E. coli en las venas y seguidamente hizo varias decenas de respiraciones a lo tummo para forzar el cuerpo a que la combatiera. No presentó señales de fiebre ni náuseas. Pasados unos minutos, se levantó de la silla y se tomó una taza de café.
Hof insistió en que no era especial; ni lo eran tampoco David-Néel ni los monjes tibetanos. Casi cualquier persona podía hacer lo que él hacía. Como lo expresó Hof, solo hay que «¡respirar, capullo!».
Demostró su teoría tres años después, cuando investigadores de la Universidad Radboud reunieron a dos docenas de hombres sanos voluntarios y los dividieron aleatoriamente en dos grupos.La mitad de ellos pasaron los siguientes diez días aprendiendo la versión de Hof del tummo al tiempo que se exponían al frío, por ejemplo jugando al fútbol sin camiseta en la nieve. El grupo de control no recibió ningún entrenamiento. Pasados los días, los dos grupos regresaron al laboratorio. Cada sujeto fue conectado a sensores de control y luego les inyectaron la endotoxina E. coli.
El grupo entrenado por Hof fue capaz de controlar la frecuencia cardíaca, la temperatura y la respuesta inmune y pudo estimular el sistema simpático. Se halló posteriormente que la práctica de respirar con intensidad junto con la exposición regular al frío liberaba las hormonas del estrés adrenalina, cortisol y noradrenalina. El chute de adrenalina daba energía a quienes respiraban intensamente y liberaba una batería de células inmunes programadas para sanar heridas, combatir patógenos e infecciones.La fuerte subida de cortisol contribuía a reducir las respuestas inflamatorias inmunes a corto plazo, mientras que el chorro de noradrenalina redirigía flujo sanguíneo de la piel, el estómago y los órganos reproductivos a los músculos, el cerebro y otras áreas cruciales en situaciones estresantes.
El tummo calentaba el cuerpo y abría la farmacia del cerebro, así inundaba el torrente sanguíneo de opioides de fabricación propia, de dopamina y serotonina.Todo ello con solo unos cuantos centenares de respiraciones cortas e intensas.
«Otra más —dice McGee—. Luego suelta todo el aire y aguanta.»
Hago lo que me dice y escucho cómo la ráfaga de aire que estaba fluyendo por mis pulmones se detiene de repente y es sustituida por un silencio absoluto, la suerte de quietud estremecedora que siente un paracaidista cuando se abre el paracaídas. Pero esta tranquilidad viene de dentro. A medida que voy aguantando la respiración, siento un calor reconfortante que se extiende por mi cuerpo y por mi cara. Me centro en el corazón, me balanceo con sus vibraciones. Cada latido suena y parece el bombo de los primeros compases de «Iron Man» de Black Sabbath.
«Haz que el silencio entre latidos dure una eternidad», dice McGee con una voz tranquilizadora.
Tras aproximadamente un minuto, McGee me indica que haga una inhalación enorme y que aguante de nuevo quince segundos, moviendo el aire suavemente por el pecho. Al darme la orden, exhalo y el ciclo empieza nuevamente. «Tres series más —dice McGee levantando la voz—. ¡Sé tu propio superpoder!»
Cuando vuelvo a jadear, me viene a la cabeza McGee, mi animador. Antes me había contado cómo de repente, seis años antes, le diagnosticaron diabetes de tipo uno, a los treinta y tres. Su páncreas se apagó y dejó de producir insulina. Luego sufrió dolor de espalda crónico, lo cual le provocó ansiedad y depresión grave. La presión arterial se le disparó.
El médico de McGee le recetó inyecciones de insulina para ayudarle a estabilizar el azúcar en sangre, enalapril para bajar la presión arterial y Valium para aliviar el dolor. «También tomaba cuatro o cinco ibuprofenos al día», me dijo. Pero nada lo ayudó realmente. Solo enfermó más.
McGee era como el 15 % de la población norteamericana —más de cincuenta millones de personas— que padece algún trastorno autoinmune.Dicho en palabras sencillas, estas enfermedades se deben a que el sistema inmunitario empieza a funcionar mal y ataca tejidos sanos. Se inflaman las articulaciones, se atrofian los músculos y los nervios y aparecen erupciones cutáneas. Estas dolencias tienen muchos nombres: artritis reumatoide, esclerosis múltiple, enfermedad de Hashimoto o diabetes de tipo uno.
Los tratamientos farmacéuticos, como los inmunosupresores, actúan aliviando los síntomas y haciendo sentir más cómodo al paciente, pero no hacen nada para atajar el origen de ese mal funcionamiento del cuerpo. No existen curas para las enfermedades autoinmunes e incluso sus causas son objeto de debate. Cada vez más estudios demuestran que muchas están vinculadas a una disfunción del sistema nervioso autónomo.
McGee supo que había tratamientos alternativos cuando un amigo mencionó una breve película sobre alguien llamado el Hombre de Hielo en Vice TV, la red de noticias y cultura. Esa noche McGee probó la técnica de Wim Hof. «Por primera vez en mucho tiempo dormí en paz», me dijo. Se inscribió a un curso en vídeo de Hof que duraba diez semanas y, pasado cierto tiempo, vio que se normalizaban los niveles de insulina, el dolor remitía y disminuía la presión arterial. Dejó de tomar enalapril y redujo la toma de insulina aproximadamente un 80 %. Siguió tomando ibuprofeno, pero solo un par de pastillas por semana.
McGee estaba enganchado. Viajó a Polonia para asistir a un receso de instructores con Hof, donde él y una docena de alumnos más pasaron dos semanas caminando por montañas nevadas y nadando en lagos de aguas gélidas. Respiraron un montón. Nunca lo vieron como una competición, me dijo McGee, o como un régimen extremo de ejercicio físico. «Combátelo. Si no hay dolor, no hay beneficio. Todo eso son tonterías. Así es como te haces daño», me explicó McGee. El objetivo era reequilibrar el cuerpo para que pudiera hacer lo que está adaptado a hacer de manera natural.
Yo había oído decenas de historias como estas.Hombres, principalmente veinteañeros, a quienes les habían diagnosticado repentinamente artritis o psoriasis o depresión, y que semanas después de practicar la respiración intensa dejaban de sufrir los síntomas. Veinte mil miembros más de la comunidad de Hof intercambian datos de análisis de sangre y otros indicadores de sus transformaciones por internet. Los resultados de antes y después confirman sus afirmaciones. Algunas de esas personas reducen los marcadores de inflamación (proteína C reactiva) cuarenta veces en unas pocas semanas.
«Los médicos dicen que esto es más pseudociencia que ciencia, que es imposible que pueda ser cierto», me dijo McGee. Y aun así, McGee y miles de otras personas que respiran intensamente siguen presentando profundas mejoras. Siguen dejando medicaciones que llevaban años tomando. Siguen calentando su cuerpo y sanándose.
«No puedes patentar la respiración, ahí está parte de la gracia; y no puedes criticar a alguien por la manera en que ha aprendido —dijo McGee—. Lo único que puedes hacer es darle información.»
He aquí la información: para practicar el método de respiración de Wim Hof, primero buscad un sitio tranquilo y tumbaos con un cojín debajo de la cabeza. Relajad los hombros, el pecho y las piernas. Haced una respiración muy profunda llenando la barriga y expulsad el aire a la misma velocidad. Seguid respirando de esta forma durante treinta ciclos. Si es posible, respirad por la nariz; si notáis la nariz taponada, probad con los labios fruncidos. Cada respiración debería ser como una ola, la inhalación debería inflar el estómago y luego el pecho. Deberíais expulsar todo el aire en el mismo orden.
Al término de las treinta respiraciones, exhalad para terminar de manera natural, pero dejad cerca de una cuarta parte del aire en los pulmones, luego aguantad la respiración el mayor tiempo posible. Una vez que hayáis alcanzado el límite, tomad una inhalación enorme y aguantad otros quince segundos. Muy suavemente, moved ese aire por el pecho y hacia los hombros, luego expulsadlo y comenzad de nuevo los ciclos de respiración intensa. Repetid el patrón entero tres o cuatro rondas y añadid un poco de exposición al frío (una ducha fría, un baño con hielo o tumbaos desnudos sobre la nieve y moved las extremidades) varias veces por semana.
Estas variaciones —respirar con todo, luego no del todo, enfriar mucho el cuerpo y luego calentarlo— son la clave de la magia del tummo. Se fuerza el cuerpo a entrar en un estado de estrés un minuto y en un estado de relajación extrema al siguiente. Los niveles de dióxido de carbono en sangre se precipitan y luego vuelven a recuperarse. Los tejidos sufren un déficit de oxígeno y luego se irrigan de nuevo. El cuerpo se vuelve más adaptable y flexible y aprende que todas estas respuestas fisiológicas pueden controlarse. La respiración intensa a conciencia, me dijo McGee, nos permite doblarnos para no rompernos nunca.
De vuelta al césped del parque, se acabaron los jadeos y se acabó el corazón irritable. El viaje hasta el estrés simpático autoinfligido ha terminado. Fuera, el mundo parece despertar con un bostezo como si se tratara de un montaje de Disney: el chasquido de las pinochas debajo de los pies de una ardilla, el roce del aire entre las ramas, el graznido de un halcón en la distancia, todo ello emitido en alta fidelidad.
Llegar aquí costó cierto esfuerzo, y si no estuviera tumbado en una alfombra en un parque, respirar con esa intensidad durante tanto tiempo podría ser peligroso. McGee me contó reiteradamente, como les decía a todos sus alumnos, que nunca practicaran el tummo mientras estuvieran conduciendo, caminando o en «cualquier otro entorno en el que pudieran hacerse daño en caso de perder el conocimiento». Y que nunca lo practicaran tampoco si pudieran tener una enfermedad cardíaca o, en el caso de las mujeres, estar embarazadas.
Nadie sabe cómo puede afectar a largo plazo al sistema inmunitario y al sistema nervioso provocar una tensión tan extrema. Algunos pulmonautas, como Anders Olsson y otros defensores de respirar lento y menos, sostienen que esta forma de hiperventilación forzada en realidad podría ser más dañina que beneficiosa «dada la sociedad adrenalínica en la que vivimos», me dijo Olsson.
Yo no estoy tan seguro. Alexandra David-Néel llevó a cabo el tummo y otras prácticas antiguas de respiración y meditación hasta su muerte, en 1969, a los cien años.Uno de sus discípulos, un hombre llamado Maurice Daubard, aún está vivo.Daubard se había pasado la adolescencia postrado en una cama de hospital de pueblo con tuberculosis, inflamación pulmonar crónica y otras enfermedades. A los veinte años los médicos se rindieron. Daubard decidió curarse a sí mismo. Leyó libros y aprendió yoga y tummo. No solo sanó su cuerpo por completo, sino que además desarrolló una fuerza sobrehumana.
En sus horas libres, cuando no tenía que ir a la peluquería donde trabajaba, se quitaba la ropa salvo los calzoncillos y corría descalzo por bosques nevados. Décadas antes que Wim Hof, se sumergió en hielo hasta el cuello y se quedó allí inmóvil durante cincuenta y cinco minutos. Más adelante, corrió doscientos cuarenta kilómetros bajo el sol abrasador del desierto del Sáhara. A los setenta y un años, hizo un tour por el Himalaya en bicicleta a una altitud de cinco mil metros.
Pero su mayor hazaña, decía Daubard, era ayudar a miles de otras personas enfermas a aprender el poder del tummo para curarse a sí mismos, igual que había hecho él.
«El ser humano no solo es un organismo […], también es una mente cuya fuerza, usada sabiamente, puede posibilitarnos reparar el cuerpo cuando este se trastabilla», escribió Daubard. En el momento de escribir este libro, Daubard acaba de cumplir ochenta y nueve años. Sigue tocando el arpa, leyendo sin gafas y dirigiendo recesos para practicar el tummo en los Alpes italianos, cerca del valle de Aosta, donde los alumnos se lo quitan todo salvo la ropa interior y se sientan junto a él en la nieve durante una hora, luego hacen senderismo medio desnudos por los montes y terminan con una zambullida en un lago alpino cubierto de hielo.
«[El tummo] sirve para la reconstitución del sistema inmunitario del hombre —proclamó Daubard—. Es una vía fabulosa para el futuro de la salud humana.»
El tummo no es la única técnica de respiración intensa que recientemente ha vivido un resurgir en Occidente.
Hace unos cuantos años, cuando estaba en los comienzos de mis investigaciones, había oído hablar de una práctica llamada Respiración Holotrópica, creada por el psiquiatra checo Stanislav Grof.Su objetivo principal no era reiniciar el sistema nervioso autónomo o sanar el cuerpo; era reconfigurar la mente. Se calcula que un millón de personas lo habían probado, y hoy en día más de mil facilitadores formados realizan talleres en todo el mundo.
Visité a Grof, cuya casa estaba a tan solo media hora al norte de la mía en el condado de Marin. Conduje a lo largo de una calle arbolada donde unas raíces de roble del tamaño de un muslo humano combaban las estrechas aceras y me detuve frente a la entrada de una casa de estilo de mediados de siglo, agarré la mochila y me acerqué a la puerta principal.
Grof me saludó vestido con una camisa azul, unos pantalones color caqui y zuecos. Me condujo hasta el salón, pasando por el lado de figuras budistas, dioses hindúes, máscaras indonesias y pilas de los veinte libros que ha escrito a lo largo de los años. Dos puertas correderas de cristal me ofrecían una panorámica de cerros salpicados de azoteas de ladrillo rojo de estilo español. Nos sentamos a una mesa de jardín de madera de secuoya y Grof me contó cómo empezó todo.
Era noviembre de 1956 y Grof era estudiante de la Academia Checoslovaca de las Ciencias en Praga.El Departamento de Psicología de la universidad recibió una muestra de un nuevo fármaco de Sandoz, una empresa farmacéutica suiza. El medicamento había sido creado originariamente para tratar el dolor menstrual y el dolor de cabeza, pero Sandoz vio que los efectos secundarios, que incluían alucinaciones, eran demasiado graves para comercializarlo. Sandoz pensó que los psiquiatras podrían usarlo para entender mejor a sus pacientes de esquizofrenia y comunicarse con ellos.
Grof se ofreció voluntario para probarlo. Un ayudante lo ató a una silla y le inyectó cien microgramos. «Vi una luz como nunca la había visto. No podía creer que aquello existiera —recordaría Grof más tarde—. Mi primer pensamiento fue que estaba mirando a Hiroshima. Después me vi a mí mismo por encima de la clínica, por encima de Praga, por encima del planeta. Mi conciencia no tenía límites, yo estaba más allá del planeta. Tenía una conciencia cósmica.»
Grof fue uno de los primerísimos sujetos que se sometieron a un test con dietilamida-25 de ácido lisérgico, una sustancia más conocida como LSD.
Aquella experiencia guiaría las investigaciones de Grof en la Academia Checoslovaca de las Ciencias y posteriormente en la Universidad Johns Hopkins, donde investigaría tratamientos psicoterapéuticos con pacientes.En 1968 el Gobierno norteamericano ya había prohibido el consumo de LSD, así que Grof y su esposa, Christina, buscaron una terapia con los mismos efectos alucinatorios y curativos que no los llevara a la cárcel.Así descubrieron la respiración intensa.
La técnica de los Grof era, en esencia, el tummo elevado a una gran potencia. Consistía en tumbarse en el suelo en una habitación a oscuras con música sonando a todo volumen y respirar con la mayor intensidad y velocidad que fuera posible a lo largo de hasta tres horas. Se dieron cuenta de que respirar deliberadamente hasta la extenuación podía hacer entrar a los pacientes en un estado en el que podían acceder a pensamientos subconscientes e inconscientes. Básicamente, la terapia ayudaba a la gente a montar en cólera mentalmente para poder retornar a un estado de maravillosa tranquilidad.
Los Grof lo denominaron Respiración Holotrópica, del griego holos, que significa «todo», y trepein, que puede traducirse como «avanzar hacia algo». La Respiración Holotrópica descomponía la mente y la hacía avanzar hacia la totalidad.
Requería un poco de esfuerzo. La Respiración Holotrópica a menudo conllevaba hacer un viaje por «la oscura noche del alma», donde los pacientes experimentaban una «confrontación dolorosa» consigo mismos. A veces los pacientes vomitaban o sufrían crisis nerviosas. Si superaban todo eso, podían experimentar visiones místicas, despertares espirituales, avances psicológicos, experiencias extracorporales y, en algunas ocasiones, lo que Grof denominó un minirrenacimiento. Era algo tan potente que los pacientes decían haber visto pasar por delante de sus ojos, como un destello, su vida entera. Aquello rápidamente ganó popularidad entre los psiquiatras.
«Nos centramos en personas psicóticas, personas a las que nadie más quería tratar, personas en quienes no funcionaba ningún medicamento», dijo el doctor James Eyerman, un psiquiatra que lleva treinta años usando la terapia en su consulta.
Entre 1989 y 2001, Eyerman acompañó a más de once mil pacientes del Saint Anthony’s Medical Center de San Luis por el proceso de la Respiración Holotrópica.Documentó las experiencias de cuatrocientos ochenta y dos maníaco-depresivos, esquizofrénicos y otros enfermos, y descubrió que la terapia reportaba unos beneficios significativos y duraderos. Un paciente de catorce años que había intentado rajarse el cuello hizo unas cuantas respiraciones holotrópicas y zarpó hasta alcanzar un estado alterado de «conciencia pura». Una mujer de treinta y un años adicta a varias drogas tuvo una experiencia extracorporal y, posteriormente, se desintoxicó y terminó dirigiendo un programa de doce pasos para superar adicciones. Eyerman vio miles de transformaciones parecidas y no reseñó reacciones adversas ni efectos secundarios. «Los pacientes vivían una experiencia bastante tormentosa, pero la terapia les funcionaba —me contó—. Funcionaba increíblemente bien. Y el personal del hospital no lograba entender por qué.»
A continuación, se realizaron unos cuantos estudios, más reducidos,que atestiguaron resultados positivos en personas con ansiedades, baja autoestima, asma y «problemas interpersonales». Pero durante la mayor parte de sus cincuenta años de historia, la Respiración Holotrópica se ha estudiado escasamente, y los estudios que existen evalúan la experiencia subjetiva, es decir, cómo la gente dice que se siente antes y después.
Yo quería experimentarlo personalmente, así que me inscribí en una sesión.
Un día fresco de otoño conduje unas cuantas horas al norte de la casa de Grof hasta un resort termal escondido detrás de las sombras de viejas secuoyas. Había yurtas polvorientas, hombres con barba larga en zapatillas en las que se enfundaba cada dedo, mujeres con trenzas vestidas de color turquesa y granola casera en tarros de cristal. Era exactamente el tipo de escena que esperaba. Lo que no esperaba eran los abogados corporativos, los arquitectos en polos ajustados y los hombres musculosos con corte de pelo militar que también estaban allí congregados.
Una docena de personas entramos en una sala de una residencia. La mitad del grupo se tumbó en el suelo y se preparó para respirar mientras la otra, los vigilantes, les echaban un ojo. Yo me ofrecí voluntario para ser el vigilante de un hombre llamado Kerry, que llevaba unas gafas Armani y que me pidió que no lo tocara durante la sesión porque le daba miedo que cualquier contacto pudiera quemarle la piel.
Empezó a sonar la música, una mezcla previsible de tecno potente y repetitivo con unos laúdes que reverberaban y unos cantos árabes al estilo maqam. Lo que ocurrió a continuación también era previsible. La gente del mundo de los negocios respiró con intensidad y se revolvió en sus alfombras, pero por lo general mantuvieron la calma y tuvieron una actitud reservada. Mientras tanto, los adeptos a la sanación natural del grupo enloquecieron.
Tras haber respirado solo unos minutos, un hombre corpulento llamado Ben, que vivía apartado en una cabaña subiendo varios kilómetros por la ladera de una montaña, se enderezó y se miró fijamente las palmas de las manos como si tuviera una piedra mágica de los hobbits. Al cabo de algunas respiraciones más, Ben empezó a resoplar y a rascarse la entrepierna. Gruñó y aulló como un lobo, y luego se puso a dar vueltas por la sala a cuatro patas. Los terapeutas que dirigían la sesión lo siguieron a hurtadillas y lo tumbaron en el suelo a la fuerza. Se sentaron encima de él hasta que se metamorfoseó en un ser humano de nuevo.
Detrás de Ben, una mujer llamada Mary se golpeó los ojos con los nudillos y se puso a gritar llamando a su madre. «Quiero a mi mamá. Te odio, mamá. Quiero a mi mamá. Te odio, mamá», iba sollozando y alternaba voz de niña y voz de diablo. Se arrastró como un gusano hasta un rincón y se acurrucó como un perro maltratado. Aquello duró dos horas.
No pude evitar fijarme en que ni Mary ni Ben respiraban ni más deprisa ni con mayor profundidad que ninguna otra persona; no respiraban más deprisa que yo, que estaba sentado tranquilamente observando el desarrollo de la escena.
Por la tarde nos turnamos y me llegó la hora de transitar por la oscura noche del alma. Debo admitir que en ese momento tenía muchas dudas, pero lo di todo, respirando con tanta intensidad como pude el mayor tiempo que pude. Sentí mucho calor y sudé mucho, luego sentí mucho frío y sudé mucho. Se me entumecieron las piernas y los dedos se me doblaron incontrolablemente como zarpas, un efecto secundario habitual de la hiperventilación llamado tetania, en el cual se contraen los músculos. Mi mente divagaba, y estaba convencido de que había entrado en algún tipo de estado en que soñaba despierto, donde los sonidos, la música y las sensaciones de mi alrededor se mezclaban libremente con los pensamientos e imágenes del subconsciente.
Al cabo de un rato, los tambores eléctricos ahuecados, los falsos estrépitos de címbalos y los laúdes de teclado volvieron a desvanecerse en mi conciencia y se terminó la sesión. Invitaron al grupo a sentarse en torno a una mesa y a dibujar mandalas con lápices de colores sobre la base de lo que acababan de experimentar. Yo salí para sorber el aire perfumado de la noche y me bebí una cerveza tibia en el asiento del copiloto de mi coche.
Por un lado, la Respiración Holotrópica fue transformadora para Ben y Mary, y para cientos de miles de personas que lo habían experimentado. Por el otro, había obviamente algún grado de influencia psicosomática. No podía dejar de preguntarme cuántos de sus efectos curativos eran consecuencia del ambiente, del «escenario y la situación», y qué parte podía ser una respuesta física mensurable ante el hecho de respirar tan intensamente durante tanto tiempo.
Grof creía que por lo menos algunas experiencias visuales e introspectivas sí eran desencadenadas por el hecho de tener menos oxígeno en el cerebro.
En reposo, cada minuto fluyen por el cerebro unos setecientos cincuenta mililitros de sangre: cantidad suficiente para llenar una botella de vino.La irrigación sanguínea puede incrementarse un poco al hacer ejercicio,al igual que lo hace en otras partes del cuerpo, pero en general se mantendrá uniforme.
Esto cambia cuando respiramos intensamente. Cuando se fuerza el cuerpo a tomar más aire del que necesita, exhalamos demasiado dióxido de carbono, lo cual estrecha los vasos sanguíneos y hace disminuir la circulación, especialmente en el cerebro. En cuestión de minutos —o quizá segundos— de hiperventilación, el flujo sanguíneo en el cerebro puede reducirse un 40 %, una cantidad increíble.
Las áreas más afectadas por este fenómeno son el hipocampo cerebral y las cortezas frontal, occipital y parietooccipital,que, juntas, gobiernan funciones como el procesamiento visual, la información sensorial del cuerpo, la memoria, la experiencia temporal y la percepción del yo. Las alteraciones en estas áreas pueden provocar potentes alucinaciones, que incluyen experiencias extracorporales y un estado de hipnagogia. Si seguimos respirando un poco más deprisa y con mayor profundidad, drenaremos más sangre del cerebro y las alucinaciones visuales y auditivas serán más intensas.
Además, el desequilibrio sostenido del pH en la sangre envía señales de alteración por todo el cuerpo,concretamente al sistema límbico, que controla las emociones, la excitación y otros instintos. Mantener conscientemente estas señales de estrés durante el tiempo suficiente puede engañar al sistema límbico, más primitivo, para hacerle creer que el cuerpo está muriendo. Esto explicaría por qué tantas personas experimentan sensaciones de muerte y renacimiento durante la Respiración Holotrópica. Han llevado conscientemente sus cuerpos a un estado que estos perciben como potencialmente letal y luego lo devolvieron a la calma mediante una respiración consciente.
Grof admitió que los investigadores estaban muy lejos de entender de verdad el panorama global. Y a él le parecía bien. Él sabía únicamente que la Respiración Holotrópica daba la fuerte sacudida que tantos pacientes necesitaban, pero que no conseguían con otras terapias. El mero hecho de respirar con intensidad les aportaba lo que ninguna otra cosa lograba aportarles.