Capítulo 9: Aguantarla
En 1968 el doctor Arthur Kling salió de su despacho en la Facultad de Medicina de la Universidad de Illinois y se subió a un avión que lo llevó hasta Cayo Santiago, una isla silvestre y deshabitada cerca de la costa sudeste de Puerto Rico. Agarró algunas trampas, capturó a un grupo de monos salvajes y se llevó a los animales de vuelta al laboratorio para realizar un extraño y cruel experimento. Kling empezó abriendo los cráneos de los monos y les extirpó una porción del cerebro de cada hemisferio. Dejó que los monos se recuperaran y volvió a soltarlos en la jungla.
Aparte de algunas cicatrices en la cabeza, los monos parecían normales, pero en el interior de su cerebro algo no funcionaba bien. Tenían problemas para orientarse en el mundo. Algunos murieron de hambre. Otros se ahogaron. Unos cuantos fueron devorados rápidamente por otros animales. En dos semanas, todos los monos de Kling estaban muertos.
Al cabo de un par de años, Kling viajó a Zambia, aguas arriba de las cataratas Victoria, y repitió el experimento.A las siete horas de haber soltado a los monos alterados de vuelta a la selva, todos habían desaparecido.
Todos los monos murieron porque no sabían reconocer qué animales eran presas y cuáles eran depredadores. No comprendían el peligro de cruzar un río caudaloso, de colgarse de una rama fina o de acercarse a un grupo rival. Los animales no tenían sentido del miedo porque Kling se lo había extirpado del cerebro.
Concretamente, Kling les había extraído las amígdalas, dos nódulos del tamaño de una almendra situados en el centro de los lóbulos temporales. Las amígdalas ayudan a monos, humanos y otros vertebrados complejos a recordar, tomar decisiones y procesar emociones. También se cree que estos nódulos son la alarma del miedo, pues señalan amenazas e inician una reacción de lucha o huida.Sin las amígdalas, escribió Kling, todos los monos «parecían tener un retraso en su capacidad de prever y evitar confrontaciones peligrosas». Sin el miedo, la supervivencia era imposible o, por lo menos, extremadamente precaria.
De nuevo en los Estados Unidos, una chica a quien los psicólogos llamarían S. M. nació por ese entonces con una rara enfermedad genética denominada síndrome de Urbach-Wiethe. La afección provocaba mutaciones celulares y una acumulación de materia grasa por todo el cuerpo, lo cual daba a la piel de la muchacha un aspecto grumoso e hinchado y le hacía tener una voz ronca. Cuando S. M. tenía diez años, los depósitos se le habían extendido al cerebro. Por razones que nadie entiende, la enfermedad dejó la mayor parte de las regiones intactas, pero le destruyó la amígdala.
S. M. podía ver, sentir, oler, pensar y saborear como cualquier otra persona. Su cociente intelectual, su memoria y su percepción eran normales. Pero a medida que S. M. entró en la adolescencia, su percepción del miedo menguó. Se acercaba a completos desconocidos y se detenía a pocos centímetros de su cara, o desvelaba sus secretos sexuales más íntimos sin tener nunca miedo a pasar vergüenza o a ser rechazada. Salía de su casa en medio de una violenta tormenta para hablar con un vecino sin estar nunca preocupada por que le cayeran escombros encima. Comía si tenía algo en casa, pero no se tomaba la molestia de comprar alimentos si los armarios estaban vacíos. S. M. no tenía miedo a pasar hambre.
Perdió incluso la capacidad de reconocer el miedo en los rostros de los demás. S. M. podía registrar fácilmente la felicidad, la confusión o la tristeza de sus amigos y familiares, pero no sabía identificar cuándo alguien estaba asustado o se sentía amenazado. Las preocupaciones, el estrés y la ansiedad se evanecieron junto con la destrucción de las amígdalas.
Un día, cuando S. M. tenía más de cuarenta años, un hombre que conducía una camioneta se detuvo y le pidió si quería tener una cita con él. Ella se subió al coche y el hombre la llevó a una granja abandonada, la tiró al suelo y le quitó violentamente la ropa. De repente, un perro entró en la granja y el hombre se puso nervioso porque podía haber alguien cerca. Se abrochó el pantalón y se limpió el polvo. S. M. se levantó con indiferencia y siguió al hombre hasta el coche. Le pidió que la llevara a casa.
El doctor Justin Feinstein conoció a S. M. en 2006 mientras elaboraba su doctorado en neuropsicología clínica en la Universidad de Iowa. Feinstein se había especializado en la ansiedad, concretamente en cómo superarla. Sabía que el miedo era el núcleo de todas las ansiedades: el miedo a ganar peso llevaba a la anorexia; el miedo a las multitudes provocaba agorafobia; el miedo a perder el control desembocaba en ataques de pánico. Las ansiedades eran una hipersensibilidad al miedo percibido, ya fueran las arañas, el sexo opuesto, los espacios cerrados, o lo que fuera. A nivel neuronal, las ansiedades y las fobias eran debidas a una reacción excesiva de las amígdalas.
Los investigadores habían pasado dos décadas estudiando a S. M. intentando entender su enfermedad y tratando de asustarla. Le hicieron ver películas de humanos comiendo excrementos, la llevaron a casas encantadas de parques temáticos y le pusieron serpientes culebreando encima de los brazos. Nada funcionó.
Con determinación, Feinstein escarbó más a fondo y encontró un estudio en el que a unos sujetos humanos les administraban una sola bocanada de dióxido de carbono. Aun con una pequeña cantidad, los pacientes declaraban tener sensaciones de asfixia, como si los hubieran forzado a aguantar la respiración durante varios minutos. Sus niveles de oxígeno no variaban y los sujetos sabían que en ningún momento iban a estar en peligro, pero muchos sufrían igualmente debilitantes ataques de pánico que duraban varios minutos. Aquello no era una reacción a un miedo percibido o a una amenaza externa; no era algo psicológico. El gas desencadenaba físicamente algún otro mecanismo en su cerebro y su cuerpo.
Feinstein y un grupo de neurocirujanos, psicólogos y auxiliares de investigación organizaron un experimento en un laboratorio del hospital de la Universidad de Iowa. Trajeron a S. M. y la hicieron sentar delante de una mesa, le colocaron una mascarilla en la cara, la conectaron a una bolsa que contenía algunas bocanadas con un 35 % de dióxido de carbono y el resto de aire del ambiente. Le explicaron a S. M. que el dióxido de carbono no le provocaría daños en el cuerpo, que sus tejidos y su cerebro tendrían mucho oxígeno. Que en ningún momento iba a estar en peligro. Al oír eso, S. M. seguía con el mismo aspecto de siempre: aburrida.
«No esperábamos que ocurriera nada —me contó Feinstein—. Nadie lo esperaba.» Pasados unos instantes, Feinstein abrió el grifo de la mezcla de dióxido de carbono y S. M. inhaló.
Inmediatamente, sus ojos caídos se ensancharon. Se le tensaron los músculos de los hombros y la respiración se le hizo más trabajosa. Se aferró a la mesa. «¡Ayúdenme!», gritó a través de la mascarilla. S. M. levantó un brazo e hizo un gesto como si estuviera ahogándose. «¡No puedo! —chilló—. ¡No puedo respirar!» Un investigador le arrancó la mascarilla, pero no fue suficiente. S. M. se sacudía con vehemencia y jadeaba. Al cabo de aproximadamente un minuto, bajó los brazos y volvió a respirar lentamente y con calma.
Un único sorbo de dióxido de carbono desató en S. M. lo que no habían conseguido serpientes, películas de terror ni tormentas. Por primera vez en treinta años, había sentido miedo, un ataque de pánico en toda regla. No le habían vuelto a crecer las amígdalas. Su cerebro era el mismo de siempre. Pero de repente se había encendido algún interruptor que tenía apagado.
S. M. se negó a inhalar dióxido de carbono de nuevo. Años después, se estresaba con solo pensarlo. Entonces Feinstein y su equipo confirmaron los resultados con dos hermanas gemelas alemanas que también padecían la enfermedad de Urbach-Wiethe. Las gemelas habían perdido las amígdalas y las dos llevaban una década sin sentir miedo. Una sola inhalación de dióxido de carbono de pronto cambió aquello, pues ambas sufrieron la misma ansiedad, el mismo pánico y el mismo miedo abrumador que S. M.
Los manuales estaban equivocados. Las amígdalas no eran la única «alarma del miedo». Había otra alarma, más profunda, en nuestro cuerpo que generaba tal vez una sensación más potente de peligro que cualquier cosa que pudieran desatar las amígdalas. No solo la compartían S. M., las gemelas alemanas y las pocas decenas de afectados por la enfermedad de Urbach-Wiethe, sino que la tenía todo el mundo y casi cualquier ser vivo: todos los humanos, los animales, e incluso los insectos y las bacterias.
Era el profundo miedo y la abrumadora ansiedad debidos a la sensación de no poder tomar otra bocanada de aire.
Tomad un poco de aire por la nariz o por la boca. Para este ejercicio no importa. Ahora aguantad la respiración. Dentro de unos segundos, sentiréis una leve ansia de ingerir más. A medida que aumente el ansia, la mente se acelerará y los pulmones os dolerán. Os pondréis nerviosos, paranoicos e irritables. Empezaréis a entrar en pánico. Todos los sentidos se centrarán en esa sensación terrible y asfixiante, y vuestro único deseo será tomar más aire.
La imperiosa necesidad de respirar es activada por un conjunto de neuronas llamadas quimiorreceptores centrales situado en la base del tronco encefálico.Cuando respiramos demasiado lento y los niveles de dióxido de carbono aumentan, los quimiorreceptores centrales monitorizan estos cambios y mandan señales de alarma al cerebro, que avisa a los pulmones para que respiren más deprisa y más hondo. Cuando respiramos demasiado rápido, los quimiorreceptores indican al cuerpo que respire más lento para aumentar los niveles de dióxido de carbono. Así es como nuestros cuerpos determinan la rapidez y la frecuencia con que respiramos, no a partir de la cantidad de oxígeno, sino del nivel de dióxido de carbono.
La quimiorrecepción es una de las funciones más elementales de la vida. Cuando las primeras formas de vida aeróbica evolucionaron hace dos mil quinientos millones de años, tenían que detectar el dióxido de carbono para evitarlo. La quimiorrecepción que se desarrolló pasó de las bacterias hasta formas de vida más complejas. Es lo que provoca la sensación de asfixia que habéis notado al aguantar la respiración.
A medida que los humanos evolucionamos, nuestra quimiorrecepción se volvió más plástica, es decir, podía adaptarse a los cambios del entorno.Es esta capacidad de adaptarse a niveles distintos de dióxido de carbono y oxígeno lo que ayudó a los humanos a colonizar altitudes por debajo de los doscientos cuarenta metros y por encima de los cuatro mil ochocientos metros sobre el nivel del mar.
Hoy en día, la flexibilidad de la quimiorrecepción forma parte de lo que distingue a los buenos atletas de los magníficos. Es el motivo por el cual algunos alpinistas de élite pueden coronar el Everest sin oxígeno suplementario y la razón por la que algunos buceadores a pulmón libre pueden aguantar la respiración bajo el agua durante diez minutos.Todas estas personas han entrenado sus quimiorreceptores para que resistan fluctuaciones extremas de dióxido de carbono sin que entremos en pánico.
Los límites físicos son solo la mitad del asunto. Nuestra salud mental depende también de la flexibilidad de la quimiorrecepción. S. M. y las gemelas alemanas no sufrieron un debilitante ataque de pánico ni las invadió la ansiedad por que tuvieran trastornos mentales. Sus síntomas se debieron a una interrupción en la línea de comunicación entre sus quimiorreceptores y el resto del cerebro.
Esto puede parecer algo muy básico: por supuesto que estamos programados para entrar en pánico cuando no podemos respirar o cuando pensamos que no vamos a poder. Pero la razón científica de este pánico —que puede ser generado por los quimiorreceptores y por la respiración en lugar de con amenazas psicológicas externas procesadas por las amígdalas— tiene su calado.
Todo esto hace pensar que durante los últimos cien años los psicólogos quizá hayan tratado los miedos crónicos y todas las ansiedades que llevan aparejadas de una forma incorrecta. Los miedos no son solo un problema mental, y no pueden tratarse sencillamente consiguiendo que los pacientes piensen de una forma distinta. Los miedos y la ansiedad tienen también una manifestación física. Pueden generarse desde fuera de las amígdalas, desde dentro de una parte más primitiva del cerebro reptiliano.
Un 18 % de los norteamericanos sufren alguna forma de ansiedad o pánico, y las cifras no dejan de subir año tras año.Quizá la mejor manera de tratarlos y de tratar a los millones de personas con ansiedad que hay en todo el mundo sería programar primero los quimiorreceptores centrales y el resto del cerebro para que fueran más flexibles ante los niveles de dióxido de carbono. Enseñando a la gente con ansiedad el arte de aguantar la respiración.
Allá por el primer siglo antes de Cristo, los habitantes de lo que actualmente es India describieron un sistema de apnea consciente que, según afirmaban, restituía la salud y aseguraba larga vida. El Bhagavad gita, un texto espiritual hindú escrito hace unos dos mil años, traducía la práctica respiratoria del pranayama como un «trance inducido interrumpiendo toda respiración». Algunos siglos más tarde, unos eruditos chinos escribieron varios volúmenes detallando el arte de contener la respiración. Un texto, A Book on Breath by the Master Great Nothing of Sung-Shan [‘Un libro sobre la respiración del Gran Maestro Nada de Sung-Shan’], daba este consejo:
Tumbaos todos los días, pacificad vuestra mente, cortad los pensamientos y bloquead la respiración. Cerrad los puños, inhalad por la nariz y exhalad por la boca. No dejéis que se oiga la respiración. Que sea sutil y fina. Cuando la respiración esté completa, bloqueadla. El bloqueo (de la respiración) hará que os transpiren las plantas de los pies. Contad cien veces «uno y dos». Después de bloquear la respiración hasta el extremo, exhalad suavemente. Inhalad un poco más y bloquead (el aire) de nuevo. Si (tenéis) calor, exhalad diciendo «ho». Si (tenéis) frío, expulsad el aire y exhalad con (el sonido) «ch’ui». Si podéis respirar (así) y contar hasta mil (al bloquear), entonces no necesitaréis ni cereales ni medicinas.
Actualmente, aguantar la respiración se asocia casi por completo con estar enfermo. «Don’t hold your breath» («Espera sentado», pero literalmente «No aguantes la respiración»), dice el dicho en inglés. Negar a nuestros cuerpos un flujo regular de oxígeno es malo, según se nos ha dicho. Y en buena medida, es un consejo sensato.
La apnea del sueño, una forma crónica de contención inconsciente de la respiración, es terriblemente dañina,como ya sabemos la mayoría de nosotros, ya que provoca —entre otras afecciones— hipertensión, trastornos neurológicos, enfermedades autoinmunes, o contribuye a desarrollar estas dolencias. Aguantar la respiración mientras estamos despiertos también es nocivo, y esto está más extendido.
Hasta un 80 % de los empleados de oficinas (según una estimación) padecen algo llamado atención parcial continua. Chequeamos el correo, anotamos algo, miramos Twitter y volvemos a empezar sin concentrarnos realmente en ninguna tarea concreta. En ese estado de distracción permanente, la respiración se vuelve superficial y errática. A veces no respiramos en absoluto durante medio minuto o más. El problema es tan grave que los Institutos Nacionales de Salud han encargado a varios investigadores, entre ellos al doctor David Anderson y a la doctora Margaret Chesney, que estudien sus efectos durante las últimas décadas. Chesney me dijo que este hábito, también conocido como apnea del email, puede ser un factor que contribuya a desarrollar las mismas enfermedades que la apnea del sueño.
¿Cómo puede ser que la ciencia moderna y las prácticas de la antigüedad estén tan en desacuerdo?
Una vez más, todo depende de la voluntad. La contención de la respiración que se produce al dormir y la atención parcial constante son inconscientes: son algo que le sucede a nuestro cuerpo, algo que no podemos controlar.La retención respiratoria practicada por los antiguos y por quienes recuperan dichas técnicas es consciente. Es decir, son prácticas que nos forzamos a hacer.
Y, según me habían contado, hacerlas correctamente podía obrar milagros.
Es un miércoles húmedo por la mañana y estoy sentado en un sofá arrugado en el despacho de Justin Feinstein en el Laureate Institute for Brain Research en el centro de Tulsa, en Oklahoma. Delante de mí hay una ventana con vistas a un cielo de color cartón y un paisaje estampado de hojas rojas y naranjas. Feinstein está sentado debajo de esta ventana hojeando un montón de artículos científicos que están encima de un escritorio el doble de ancho de lo habitual en el que no cabe ni una aguja. Lleva una camisa de vestir por fuera del pantalón con los puños arremangados, chanclas y unos pantalones de vestir holgados con manchas de lápices de colores, cumplidos de su hija de tres años. Tiene el aspecto que uno asociaría con un neuropsicólogo: inteligente, pero con un toque funky.
A Feinstein le acaban de conceder una beca quinquenal de los NIH para que analice el uso del dióxido de carbono inhalado en pacientes con trastornos de pánico y de ansiedad. Tras su experiencia administrando el gas a S. M. y a las gemelas alemanas con el síndrome de Urbach-Wiethe, se convenció de que el dióxido de carbono no solo podía provocar pánico y ansiedad, sino que también podía ayudar a curar estas dolencias. Creía que respirar altas dosis de dióxido de carbono podía reportar los mismos beneficios físicos y psicológicos que las técnicas de retención de la respiración con mil años de antigüedad.
Pero su terapia no requería que los pacientes aguantaran realmente la respiración o bloquearan la garganta y contaran hasta cien apretando los puños como los chinos de la antigüedad. Sus pacientes tenían demasiada ansiedad e impaciencia para practicar una técnica tan intensa. El dióxido de carbono les hacía el trabajo. Llegaban, pensaban en lo que les viniera en gana, ingerían un poco de gas, devolvían sus quimiorreceptores a la normalidad y se iban. Era el antiguo arte de aguantar la respiración adaptado a quienes estaban demasiado ansiosos para aguantarla.
Los trucos de aguantar la respiración —o, como los llamaría Feinstein, terapias con dióxido de carbono— existen desde hace miles de años. Los romanos recetaban sumergirse en baños termales (los cuales contenían altos niveles de dióxido de carbono que se absorbía a través de la piel) como una cura para todo tipo de dolencias, desde la gota a las heridas de guerra.Siglos más tarde, los franceses de la Belle Époque se reunían en las aguas termales de Royat, en los Alpes franceses, para remojarse en aguas burbujeantes durante días.
«El estudio de la composición química de los cuatro manantiales minerales de Royat pondrá de manifiesto que tenemos varios agentes poderosos a nuestra disposición y que hay una gran cantidad de elementos disponibles para el tratamiento de muchas afecciones mórbidas que se resisten a las aplicaciones farmacéuticas habituales que empleamos en la práctica diaria», escribió George Henry Brandt, un médico británico que visitó el sitio a finales de los años setenta del siglo XIX.Brandt se refería a trastornos de la piel como el eccema o la psoriasis, además de enfermedades respiratorias como el asma y la bronquitis, todas las cuales quedaban «curadas casi con toda certeza»tras algunas sesiones.
Los médicos de Royat finalmente embotellaron dióxido de carbono y lo administraban como una sustancia para inhalar. La terapia era tan efectiva que llegó a los Estados Unidos a comienzos del siglo XX. Una mezcla de un 5 % de dióxido de carbono y el resto de oxígeno popularizada por el fisiólogo de la Universidad de Yale Yandell Henderson fue empleada con gran éxito para tratar ictus, neumonías, asma y asfixia en recién nacidos. Los cuerpos de bomberos de Nueva York, Chicago y otras grandes ciudades instalaron bombonas de dióxido de carbono en sus camiones. Al gas se le atribuía el mérito de salvar muchas vidas.
Con el tiempo, las mezclas de un 30 % de dióxido de carbono y un 70 % de oxígeno se convirtieron en un tratamiento habitual contra la ansiedad, la epilepsia e incluso la esquizofrenia. Con algunos sorbos, pacientes que habían pasado meses o años en un estado catatónico volvían en sí de inmediato. Abrían los ojos, miraban a su alrededor y empezaban a hablar tranquilamente con los médicos y otros pacientes.
«Fue una sensación maravillosa. Fue espectacular. Me sentía muy ligero y no sabía dónde estaba —declaró un paciente—. Sabía que me había sucedido algo, pero no estaba seguro de qué era.»
Los pacientes permanecían en ese estado de coherencia y lucidez durante unos treinta minutos hasta que el dióxido de carbono se agotaba. Luego, sin previo aviso, se detenían a media frase y se quedaban quietos mirando al vacío y haciendo poses de estatua o a veces se desmayaban. Los pacientes volvían a estar enfermos. Y seguían así hasta la siguiente calada de dióxido de carbono.
Y entonces, por razones que nadie entiende del todo, al llegar a los años cincuenta se evaporó un siglo de investigación científica.Quienes tenían problemas de la piel recurrieron a pastillas y cremas;quienes padecían asma lidiaron con los síntomas con esteroides y broncodilatadores. Y a los pacientes con distintos trastornos mentales se les recetaron tranquilizantes.
Los medicamentos nunca curaban la esquizofrenia ni otras psicosis, pero tampoco provocaban experiencias extracorporales ni sentimientos de euforia. Entumecían a los pacientes y los dejaban en ese estado durante semanas, meses o años: todo el tiempo que estuvieran tomando aquello.
«Lo que creo que es interesante es que nadie rebatió su efectividad —dice Feinstein sobre la terapia con dióxido de carbono—. Los datos, la ciencia, siguen siendo válidos hoy en día.»
Feinstein me cuenta cómo encontró por casualidad unos misteriosos estudios de Joseph Wolpe, un prestigioso psiquiatra que redescubrió la terapia con dióxido de carbono como tratamiento para la ansiedad y que escribió un influyente artículo sobre ello en los años ochenta. Los pacientes de Wolpe presentaban todos una mejora asombrosa y duradera tras unas pocas inhalaciones. Donald Klein, otro psiquiatra de renombre y experto en el pánico y la ansiedad, sugirió años después que el gas podía ayudar a restituir los quimiorreceptores del cerebro a niveles normales, lo cual permitía a los pacientes respirar con normalidad para que pudieran pensar con normalidad.Desde entonces, pocos investigadores han estudiado dichos tratamientos. (Feinstein calcula que hay unos cinco haciéndolo ahora mismo.) Él seguía preguntándose si los primeros investigadores tenían razón, si este gas antiguo podía ser un remedio para dolencias modernas.
«Como psicólogo, yo pienso: ¿cuáles son mis opciones, cuál es el mejor tratamiento para estos pacientes?», dice Feinstein.
Las pastillas, me explica, ofrecen una falsa promesa, y a la mayoría de los pacientes los ayudan poco. Los trastornos de ansiedad y la depresión son las enfermedades mentales más comunes en los Estados Unidos, y cerca de la mitad de nosotros vamos a sufrir una de ellas en nuestra vida.Para ayudar a superarlas, un 13 % de nosotros,mayores de doce años, tomaremos antidepresivos, muy a menudo inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina (ISRS). Estos fármacos han salvado la vida a millones de personas, sobre todo a quienes padecen depresión grave y otras afecciones severas. Pero menos de la mitad de los pacientes que los toman obtendrán beneficios.«Yo sigo preguntándome: ¿es eso lo mejor que podemos hacer?», se cuestiona Feinstein.
Feinstein había explorado varias terapias no farmacéuticas; había pasado una década aprendiendo y enseñando meditación con atención plena (mindfulness). Un sinfín de investigaciones científicas demuestran que la meditación puede modificar la estructura y el funcionamiento de áreas críticas del cerebro, puede ayudar a aliviar ansiedades y puede potenciar la concentración y la compasión. Puede obrar milagros, pero pocos de nosotros llegaremos a cosechar nunca tales recompensas, pues la mayoría de la gente que intenta meditar lo abandona y sigue con su vida. En el caso de quienes padecen ansiedades crónicas, los porcentajes son aún peores. «La meditación con atención plena —tal como se practica habitualmente— sencillamente ya no es propicia en el nuevo mundo en el que vivimos», explica Feinstein.
Otra opción, la terapia de exposición,es una técnica que expone a los pacientes reiteradamente a sus miedos para que los acepten cada vez más. Es muy efectiva, pero tarda cierto tiempo, y normalmente conlleva muchas sesiones largas durante semanas o meses. Encontrar a psicólogos con tanto tiempo y a pacientes con los recursos necesarios puede ser complicado.
Pero todo el mundo respira y hoy en día pocos respiramos bien. Quienes padecen los peores niveles de ansiedad son regularmente quienes tienen los peores hábitos respiratorios.
Las personas con anorexia, pánico o trastorno obsesivo-compulsivotienen sistemáticamente unos niveles bajos de dióxido de carbono y un miedo mucho mayor a aguantar la respiración.Para evitar otro ataque, respiran demasiado y acaban por volverse hipersensibles al dióxido de carbono y entran en pánico si perciben un incremento del gas.Tienen ansiedad porque están hiperventilando e hiperventilan porque tienen ansiedad.
Feinstein encontró unos recientes estudios alentadores de Alicia Meuret,la psicóloga de la Universidad Metodista del Sur que ayudaba a sus pacientes a mitigar los ataques de asma ralentizando la respiración con el fin de que aumentara el dióxido de carbono. Esta técnica también era efectiva para los ataques de pánico.
En un ensayo aleatorio controlado, Meuret y un grupo de investigadores dieron a veinte personas que sufrían ataques de pánico capnómetros, unos aparatos que durante todo el día registraban la cantidad de dióxido de carbono que los sujetos expulsaban.Meuret analizó los datos y descubrió que el pánico, al igual que el asma, suele llegar precedido por un aumento del volumen y el ritmo respiratorio y por un descenso del dióxido de carbono. Para detener el ataque antes de que se produjera, los sujetos respiraban más lento y menos, lo cual incrementaba el dióxido de carbono. Esta técnica sencilla y gratuita revertía el aturdimiento, la falta de aliento y las sensaciones de asfixia. Podía curar con efectividad un ataque de pánico antes de que ocurriera. «“Respira hondo” no es un consejo útil», escribió Meuret. Es mucho mejor aguantar la respiración.
Salimos del despacho de Feinstein y paseamos por un laberinto de ascensores y escaleras hasta que entramos por unas puertas dobles insonorizadas. Ahí está la guarida de Feinstein. Detrás de la puerta de la derecha, él y su equipo hacen investigaciones sobre la flotación, una terapia que consiste en estarse en una piscina de agua salada dentro de una habitación oscura e insonorizada.Detrás de la puerta de la izquierda está el proyecto más reciente de Feinstein: un laboratorio de terapia con dióxido de carbono. Es una salita sin ventanas que parece como si en ella hubiese habido en otro tiempo un equipamiento de aire acondicionado y calefacción. Nos apretujamos dentro del espacio como dos payasos en una cabina telefónica. En una mesa plegable está la serie habitual de monitores, ordenadores, cables, aparatos de electrocardiograma, capnómetros y otras cosas que me he acostumbrado a ponerme en los últimos años. En una esquina hay un cilindro amarillo destartalado que parece un misil ruso de la Guerra Fría. Feinstein me cuenta que contiene treinta y cuatro kilos de dióxido de carbono puro.
Durante los últimos meses, como parte de su estudio para los NIH, Feinstein ha traído a pacientes con ansiedad y pánico a este laboratorio y les ha dado unas caladas de dióxido de carbono. Hasta ahora, me dice, los resultados han sido prometedores. Obviamente, el gas desató en la mayoría de los sujetos un ataque de pánico, pero eso forma parte del proceso de bautizo con fuego. Tras el episodio inicial de malestar, muchos pacientes declaran sentirse relajados durante horas o incluso días.
Yo he decidido sacar mis quimiorreceptores al terreno de juego. Estoy dispuesto a ver qué les harían unas dosis contundentes de dióxido de carbono a mi cuerpo y a mi cerebro.
Feinstein me pega un trozo de material espumoso blanco con un sensor de metal en los dedos medio y anular. Este aparato, llamado medidor de la conductancia galvánica de la piel, medirá pequeñas cantidades de sudor liberadas durante los episodios de estrés simpático. En la otra mano, un pulsioxímetro registrará mi frecuencia cardíaca y mis niveles de oxígeno.
La mezcla que voy a inhalar contiene un 35 % de dióxido de carbono y el resto es aire de la sala, aproximadamente el mismo porcentaje de dióxido de carbono que antes se usaba para hacer ensayos con esquizofrénicos, pero sin el oxígeno. Feinstein administró esta misma dosis a S. M., que entró en pánico y lo detestó. También lo probó con algunos pacientes antes, pero igualmente sufrieron fuertes ataques de pánico. Algunos pacientes se asustaron tanto que se negaron a tomar otra calada, así que ahora Feinstein reduce la dosis a un 15 %, cantidad suficiente para darles un buen entrenamiento a los quimiorreceptores, pero no tanto como para que los pacientes no quieran volver. Puesto que yo no he tenido ataques de pánico ni ansiedad crónica —o no todavía, por lo menos—, Feinstein me ha ofrecido subir la dosis al nivel de S. M. para ver qué pasa.
Me explica con calma, por tercera vez hoy, que cualquier sensación de ahogo que pueda sentir tras inhalar el gas es solo una ilusión, que mis niveles de oxígeno no variarán y que no correré ningún peligro. Aunque su intención es tranquilizarme, los recordatorios constantes me ponen más nervioso.
«¿Estás bien?», dice Feinstein mientras me aprieta las tiras de velcro que sujetan la mascarilla. Yo asiento con la cabeza, hago unas últimas y dulces inhalaciones de aire de la habitación y me pongo cómodo en la silla. El despegue se iniciará dentro de dos minutos.
Cuando Feinstein vuelve a su ordenador y se pelea con cables y tubos, yo me quedo allí sentado esperando, me observo las cutículas de las uñas y me vienen algunos recuerdos. Mi mente viaja hasta el año pasado, cuando visité por primera vez a Anders Olsson en Estocolmo.
Justo después de nuestra entrevista en el vestíbulo del espacio de cotrabajo, Olsson me condujo hasta su despacho, un pequeño tugurio lleno de artículos, panfletos y mascarillas. En medio del caos había una bombona de dióxido de carbono muy traqueteada. Olsson me contó que durante los últimos años él y un grupo de pulmonautas aficionados habían llevado a cabo sus propios experimentos con dióxido de carbono. No estaban interesados en las megadosis usadas para tratar la epilepsia o los trastornos mentales. Olsson y su gente no estaban enfermos. A ellos les interesaba explorar los beneficios en cuanto a prevención y rendimiento del gas, pretendían modular el alcance de sus quimiorreceptores para poder llevar sus cuerpos a mayores niveles de exigencia.
La mezcla más efectiva y segura que encontraron fueron unos pocos sorbos de cerca de un 7 % de dióxido de carbono mezclados con aire ambiental. Este era el nivel de «superresistencia» que Buteyko detectó en el aire expulsado por atletas de élite.Inhalar esta mezcla no tenía ninguno de los efectos alucinógenos y de inducción de pánico. Apenas lo notabas, pero sí ofrecía unos resultados formidables. Olsson compartió algunas crónicas de pulmonautas.
Usuario 1: «Ahora estoy en Toronto y he decidido ir a dar una vuelta en patines. Me gusta mucho patinar en línea y he hecho esta ruta siguiendo la orilla del lago muchas veces. Pero escuchad esto: da igual lo mucho que apretara, y durante todo el rato di el 110 % […], ¡pues en ningún momento tuve que abrir la boca para jadear!».
Usuario 2: «Ayer hice tres veces algunos tratamientos con dióxido de carbono, de unos quince minutos cada uno. Y hoy hice un trayecto en canoa y luego cuando me acosté con mi novia […], ¡al final ella estaba cansada y jadeando y a mí ni siquiera me faltaba el aliento! ¡Me sentí como si fuera sobrehumano!».
Usuario 3: «¡Joder! […] Estaba respirando […], y empecé a sentirme superbién. Incluso eufórico. Hasta el punto de que respirar parecía algo automático».
Olsson conectó la bombona y me ofreció dar unas caladas. Yo me sentí ligeramente aturdido, luego tuve un leve dolor de cabeza. Pero no quedé impresionado.
De nuevo en Tulsa, Feinstein está a punto de administrarme algo completamente distinto. Es varias veces más potente de lo que tomé con Olsson y varios miles de veces el nivel al que mis quimiorreceptores están expuestos normalmente.
Estira el brazo para señalar el botón grande y rojo que hay encima de la mesa. Activando este botón, el tubo, que por lo general aspira aire ambiental, se conecta al dióxido de carbono contenido dentro de una bolsa de plástico que cuelga de la pared. La bolsa es un elemento de precaución. Yo respiraré el contenido de la bolsa en lugar de inhalar directamente de la bombona, para evitar problemas en caso de un mal funcionamiento del sistema o de mi cerebro. Si un grifo queda abierto o de repente me invade un pánico incontrolable, solo podré respirar el contenido de la bolsa, que representa unas tres inhalaciones abundantes.
Junto al botón rojo hay un disco para indicar el estrés. Servirá para indicar mi ansiedad percibida. Ahora está en el nivel uno, el más bajo. Cuando empiece a sentir ansiedad tras aspirar el gas, podré mover el disco hasta el número veinte, valor que indica un estado de pánico extremo.
Durante los próximos veinte minutos, tendré que tomar tres grandes inhalaciones de dióxido de carbono. Puedo tomarlas una tras otra si me siento cómodo. Si no, puedo esperar unos minutos entre caladas. El periodo de espera da información sobre lo intensa que ha sido la experiencia para el paciente.
Con todo abrochado y listo, intento relajarme observando la información en directo de mis constantes vitales en el monitor del ordenador. Al inspirar, aumenta mi frecuencia cardíaca, y luego decrece con cada espiración, lo cual dibuja una suave onda sinusoidal en la pantalla. El oxígeno ronda el 98 % y el dióxido de carbono expulsado se mantiene constante a un 5,5 %. Todos los sistemas están listos.
Parezco el piloto de un caza en una misión secreta, voy respirando por la mascarilla sonando como Darth Vader, con la mano puesta en el botón de lanzamiento de un misil. No es una escena que hubiese asociado nunca a una terapia de salud mental. Pero el objetivo de Feinstein no es cambiar la manera en que un paciente se siente a nivel emocional. Su objetivo es reconfigurar la mecánica básica del cerebro primitivo.
Al fin y al cabo, a los quimiorreceptores les da igual si el dióxido de carbono que hay en el torrente sanguíneo es generado por estrangulación, ahogamiento, pánico o una bolsa de plástico colgando de una pared en Tulsa. Ellos hacen sonar las campanas de alarma. Experimentar un ataque tal en un ambiente controlado ayuda a desmitificarlo, y esto enseña a los pacientes cómo es un ataque de pánico antes de que tenga lugar para que puedan atajarlo. Nos da un poder consciente sobre lo que durante demasiado tiempo se ha considerado una afección inconsciente y nos muestra que muchos de los síntomas que sufrimos pueden ser causados —y controlados— respirando.
Hago una inhalación lenta y profunda más, levanto el pulgar de visto bueno a Feinstein, cierro los ojos y expulso todo el aire de los pulmones. Aprieto el botón rojo y oigo cómo el tubo se conecta a la bolsa de plástico. Luego tomo una bocanada enorme.
El aire tiene un sabor metálico. Me entra poco a poco en la boca atacando la lengua y las encías con la sensación de beber zumo de naranja de un vaso de aluminio. El gas sigue adentrándose, desciende por la garganta y recubre mis entrañas con lo que parece una lámina de papel de aluminio. Se infiltra por mis bronquiolos, penetra en los alveolos y desemboca en el torrente sanguíneo. Yo me preparo para la sacudida.
Un segundo. Dos segundos. Tres. Nada. No siento nada distinto que hace unos segundos o unos minutos. Mantengo el disco de estrés en el nivel uno.
Feinstein ya me dijo que esto podía ocurrir. Le dio esta misma dosis a una persona que practicaba el método de Wim Hof meses antes y el hombre apenas sintió nada. Después de tanto respirar intensamente y tanto aguantar la respiración, la hipótesis de Feinstein es que el sujeto ya había ampliado el alcance de sus quimiorreceptores. Yo, en mi caso, venía de diez días de respiración forzada por la boca seguidos de diez días de respiración forzada por la nariz. Había hecho subir mis niveles de dióxido de carbono un 20 %. Probablemente también había forzado mis quimiorreceptores lo máximo que razonablemente podían forzarse.
Mientras andaba pensando en esto, siento una leve constricción en la garganta. Es algo sutil. Tomo una bocanada de aire ambiental y lo expulso. Me requiere cierto esfuerzo. El botón rojo está apagado; ya no estoy respirando la mezcla de dióxido de carbono, pero parece como si alguien me hubiera metido un calcetín en la boca. Intento inhalar de nuevo, pero el calcetín sigue creciendo.
Vale, ahora siento palpitaciones en las sienes. Abro los ojos para comprobar mis constantes vitales, pero veo la habitación borrosa. Tras algunos segundos, veo el mundo a través de lo que parecen unos prismáticos resquebrajados y sucios. No puedo respirar. Parece como si me hubieran quitado el control de todos mis sentidos, como si me los hubiesen aspirado.
Pasan unos diez o veinte segundos hasta que el calcetín se encoge, noto una sensación fría en la parte posterior del cuello y el remolino de ansiedad pierde fuerza y se va alejando. El color y la claridad de mi vista van regresando por tramos, como una mano que limpia el vaho de una ventana. Feinstein está de pie a unos cuantos metros de mí mirándome fijamente. Todo vuelve a la vida. Puedo respirar de nuevo.
Sigo allí sentado durante unos minutos sudando, en cierto modo riendo y en cierto modo llorando. Trato de prepararme para hacer dos inhalaciones más de esta abominable mezcla de gases a lo largo de los próximos quince minutos. Ninguna de las frases que me digo —«El ahogamiento es solo una ilusión»; «Relájate, solo va a durar unos minutos»— logran tranquilizarme.
A fin de cuentas, el miedo que acabo de sentir y que volvería a sentir con la próxima inhalación no será mental. Es mecánico; y para programar los quimiorreceptores para que amplíen su alcance hacen falta varias sesiones, motivo por el cual los pacientes de Feinstein regresan al cabo de unos días. Esto es, en esencia, una terapia de exposición. Cuanto más me exponga al gas, más resistente seré cuando tenga una sobrecarga.
Así pues, en nombre de la investigación y para bien de mi propia flexibilidad quimiorreceptora futura, aprieto el botón rojo y tomo dos caladas más, una tras otra.
Y entro en pánico, una y otra vez.