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Capítulo 10: Rápido, lento y todo lo contrario

Ochocientas mil personas que van al trabajo pasan cada día por la avenida Paulista, y se nota. Los carriles están atascados debido a la presencia de coches compactos y escúters herrumbrosos, las aceras son un río turbulento de hombres ataviados con camisas de vestir de colores pastel, mujeres manteniendo conversaciones intensas por el móvil y colegialas que llevan camisetas que sus padres por supuesto no tradujeron al inglés: I Give Zero Fucks («Estoy hasta el coño»), PornFreak («Loca por el porno») y I Got Zero Chill in Me («Me importa una mierda todo»).

Cada pocos bloques de pisos, hay un quiosco donde venden los indispensables Cosmopolitan y Playboy, pero también manifiestos de Nietzsche y Trotsky, recopilaciones de la poesía obscena de Charles Bukowski y el primer volumen de las más de mil páginas de la divagación de Marcel Proust En busca del tiempo perdido. Más bocinas, un chirrido de ruedas, alguien le grita algo a alguien, el semáforo se pone en verde y todos seguimos nuestro camino, cruzamos la intersección y entramos en un cañón de edificios que hacen de espejo.

He venido hasta aquí, hasta el centro de São Paulo, en Brasil, para reunirme con un prestigioso experto en los fundamentos del yoga, un hombre llamado Luíz Sérgio Álvares DeRose. El yoga que estudia y enseña DeRose es una práctica antigua, muy distinta del yoga que se practica en los centros de barrio. Fue desarrollado antes incluso de que el yoga se llamase yoga, antes de que fuera un ejercicio aeróbico o de que tuviera connotaciones espirituales… En un momento en el que era una tecnología de la respiración y el pensamiento.

He venido a reunirme con DeRose porque después de todas mis investigaciones, después de tantos años leyendo libros y hablando con expertos, aún me quedan preguntas.

Antes que nada, quiero saber por qué el cuerpo se calienta durante el tummo y otras prácticas de Respiración+. La alta dosis de hormonas del estrés podría aliviar el dolor del frío, pero no puede impedir las lesiones en la piel, los tejidos y el resto del cuerpo.Nadie sabe cómo Maurice Daubard, Wim Hof y sus seguidores pueden estar sentados en la nieve durante horas y no padecer hipotermia ni congelación.

Más desconcertantes aún son los monjes, tanto de las tradiciones bön como budista, que practican una versión más suave del tummo que estimula la respuesta fisiológica contraria. Estos monjes no hiperventilan. Ellos se sientan con las piernas cruzadas y respiran lento y menos,lo cual induce un estado de relajación y calma extrema y reduce los índices metabólicos en hasta un 64 %, la cifra más baja registrada en experimentos de laboratorio. Estos monjes deberían estar muertos, o al menos sufriendo una extrema hipotermia. Y aun así, en tal estado de relajación, son capaces de incrementar la temperatura corporal en cifras de dos dígitos y mantener el cuerpo caliente a temperaturas bajo cero durante horas.

Otra cuestión que me deja perplejo es cómo las técnicas de Respiración+ intensa como la Respiración Holotrópica pueden provocar tales efectos surrealistas y alucinatorios. Tras quince minutos de hiperventilación consciente, el cerebro empieza a compensar. En varios estudios, no parece haber carencia de oxígeno asociada a las prácticas de hiperventilación consciente después de la sacudida inicial. Todas las funciones cognitivas deberían ser normales, pero evidentemente no lo son.

Investigadores de los Estados Unidos y Europa han pasado décadas enganchando nodos y sondas a individuos con la intención de entender el mecanismo oculto detrás de estas técnicas.Pero nadie lo ha descubierto, nadie sabe explicarlo.

Por eso decidí echar la vista atrás hasta los textos antiguos de los indios para encontrar respuestas. Todas las técnicas que he estudiado y practicado durante los últimos diez años y todas las técnicas sobre las que he escrito hasta ahora en este libro —desde la respiración coherente hasta el Buteyko, pasando por las exhalaciones de Stough o la contención de la respiración— aparecieron primero en esos textos antiguos. Los sabios que los escribieron sabían claramente que respirar es algo más que ingerir oxígeno, expulsar dióxido de carbono y alentar el sistema nervioso. Nuestra respiración también contiene otra energía invisible, más poderosa y relevante que cualquier molécula conocida por la ciencia occidental.

Supuestamente, DeRose lo sabía todo sobre esta energía. Ha escrito treinta libros sobre las formas más antiguas del yoga y la respiración. Ha sido condecorado con todos los galardones reales imaginables de Brasil, por ejemplo, el de Consejero Emérito de la Orden de los Parlamentarios, el de Gran Oficial de la Orden de los Nobles Caballeros de São Paulo, el de Consejero de la Academia Brasileña del Arte, la Cultura y la Historia, entre decenas más. Estas condecoraciones están reservadas normalmente a grandes personalidades. Pues DeRose las tiene todas, incluso algo llamado el Gran Collar de la Orden del Mérito de las Indias Orientales.

Y ahora, al cruzar de la avenida Paulista a la calle Bela Cintra, este sabio está a tan solo unas cuantas manzanas.

 

 

Si abrís un libro o un sitio web o un artículo o un hilo de Instagram sobre yoga, es probable que os encontréis con la palabra prana, que se traduce como «fuerza vital» o «energía de la vida». El prana es, básicamente, una antigua teoría atómica. El hormigón de la entrada de vuestra casa, la ropa que lleváis o vuestra pareja haciendo un ruido metálico con los cacharros en la cocina: todo ello está hecho de pedacitos atómicos revoloteando. Es energía. Es prana.

El concepto de prana fue documentado por primera vez en torno al mismo tiempo en India y en China, hace unos tres mil años, y se convirtió en los cimientos de la medicina.Los chinos lo llamaban ch’i y creían que el cuerpo contenía canales que funcionaban como líneas eléctricas de prana que conectaban órganos y tejidos.Los japoneses tenían su propio nombre para el prana (ki) al igual que los griegos (pneuma), los hebreos (ruah), los iroqueses (orenda), etc.

Los nombres son distintos, pero la premisa es la misma. Cuanto más prana algo tiene, más vivo está. Si este flujo de energía se bloqueara, el cuerpo se apagaría y enfermaría. Si perdemos demasiado prana, hasta el punto de que no podemos llevar a cabo las funciones corporales básicas, morimos.

A lo largo de milenios, estas culturas desarrollaron cientos —miles— de métodos para mantener un flujo constante de prana. Crearon la acupuntura para abrir canales de prana y posturas de yoga para despertar y distribuir la energía. Los alimentos picantes contienen elevadas dosis de prana, lo cual es uno de los motivos de que las dietas india y china sean a menudo picantes.

Pero la técnica más poderosa era inhalar prana: respirar. Las técnicas de respiración eran tan fundamentales para el prana que ch’i y ruah y otros términos antiguos que significan «energía» son sinónimos de «respiración». Cuando respiramos, expandimos nuestra fuerza vital. Los chinos llamaron a su sistema de respiración consciente qigong (también transcrito chikung): qi significa «respiración» y gong significa «trabajo», es decir, «trabajo de respiración».

 

A lo largo de los últimos siglos de avances médicos, la ciencia occidental nunca ha observado el prana,ni siquiera ha confirmado su existencia.Pero en 1970 un grupo de médicos llevó a cabo un intento de medir sus efectos cuando un hombre llamado Swami Rama entró en la Clínica Menninger de Topeka,en Kansas, el mayor centro de formación en psiquiatría de los Estados Unidos en aquel entonces.

Rama llevaba una túnica blanca suelta, un collar de cuentas mala y sandalias, y el pelo le llegaba por debajo de los hombros. Hablaba once lenguas, comía mayoritariamente frutos secos, fruta y zumo de manzana y afirmaba no tener prácticamente ninguna propiedad material. «Con un metro y ochenta y cinco centímetros y unos setenta y siete kilos, y con mucha energía para debatir y persuadir, era un personaje formidable», escribió un miembro del equipo de la clínica.

Al cumplir los tres años, Rama ya practicaba yoga y técnicas de respiración cerca de su casa en el norte de India.Más adelante se trasladaría a monasterios del Himalaya y estudiaría prácticas secretas junto a Mahatma Gandhi, Sri Aurobindo y otras grandes personalidades de Oriente. Cuando tenía más de veinte años, se dirigió a Occidente para asistir a Oxford y a otras universidades, y, finalmente, dio la vuelta al mundo enseñando los métodos que había aprendido de los maestros a quienquiera que se tomara la molestia de escucharlo.

En la primavera de 1970, Rama estaba sentado delante de un escritorio de madera en un despacho pequeño y sin cuadros de la Clínica Menninger con un aparato de electrocardiograma encima del corazón y sensores de electroencefalograma en la frente.El doctor Elmer Green lo supervisó inspeccionando el equipamiento a través de unas gafas de cristal grueso. Green, que había sido físico experto en armamento de la marina norteamericana, dirigía el Programa de Controles Voluntarios, un laboratorio dentro de la clínica que investigaba algo llamado autorregulación psicofisiológica, o lo que terminaría conociéndose como conexión mente-cuerpo. Green había oído hablar de las capacidades extraordinarias de los meditadores indios por sus compañeros de trabajo y había visto datos de un experimento reciente con Rama en el hospital del Departamento de Asuntos de los Veteranos en Minesota.Green quería confirmar los resultados con los instrumentos científicos más modernos; quería observar el poder del prana por sí mismo.

Rama exhaló, se calmó, bajó sus gruesos párpados y empezó a respirar controlando cuidadosamente el aire que entraba y salía de su cuerpo. Las líneas del monitor del electroencefalograma fueron alargándose y suavizándose, de unas ondas beta —hiperactivas— a unas ondas alfa —tranquilizantes y meditativas—, y luego a unas ondas delta —largas y allanadas—, las ondas cerebrales identificadas con el sueño profundo. Rama permaneció en ese estado comatoso durante media hora, llegando a estar tan relajado que empezó a roncar levemente. Cuando «se despertó», hizo un resumen detallado de la conversación que se había producido en la habitación mientras él presentaba ondas cerebrales de sueño profundo. No obstante, Rama no lo llamaba sueño profundo. Él lo llamaba sueño yóguico, un estado en el que la mente estaba activa mientras el «cerebro dormía».

En el siguiente experimento, Rama cambió el foco de atención del cerebro al corazón. Se sentó inmóvil, respiró varias veces y, cuando le dieron una señal, ralentizó la frecuencia cardíaca de setenta y cuatro a cincuenta y dos latidos en menos de sesenta segundos. Posteriormente, aumentó la frecuencia cardíaca de sesenta a ochenta y dos latidos en ocho segundos. En un momento dado, la frecuencia cardíaca de Rama llegó a cero y permaneció en esta cifra durante treinta segundos.Green pensó que Rama había interrumpido el suministro de sangre al corazón por completo, pero, al fijarse mejor en el electrocardiograma, se dio cuenta de que Rama había ordenado a su corazón que latiera trescientas veces por minuto.

Cuando el corazón late tan deprisa, la sangre no puede moverse por las cámaras. Por ese motivo, el fenómeno, llamado aleteo auricular, normalmente tiene como consecuencia un paro cardíaco y la muerte. Pero a Rama no parecía afectarle. Él afirmaba que podía mantener ese estado durante media hora. Posteriormente se informó de los resultados del experimento en el New York Times.

Rama siguió redirigiéndose el prana (o el torrente sanguíneo, o ambas cosas) a otras partes del cuerpo, forzándolo a desplazarse de un lado de la mano al otro. En quince minutos fue capaz de crear una diferencia de temperatura de unos once grados entre el dedo meñique y el pulgar.Sus manos no se movieron en ningún momento.

El oxígeno, el dióxido de carbono, los niveles de pH y las hormonas del estrés no tenían ninguna importancia en las capacidades de Rama. Por lo que se sabe, sus gases sanguíneos y su sistema nervioso permanecieron normales durante todos los experimentos. Había otra extraña fuerza en juego, alguna otra energía sutil que Rama había aprovechado. El doctor Green y el equipo de la Menninger sabían que estaba ahí; midieron sus efectos en el cuerpo y el cerebro de Rama. Simplemente no tenían forma de calcularla con ninguna de sus máquinas.

A principios de los años setenta, Swami Rama se había convertido en una auténtica superestrella de la respiración. Sus tupidas cejas y sus ojos penetrantes aparecieron en Time, Playboy, Esquire y, más adelante, en programas de televisión como Donahue.Nadie en el mundo occidental había visto nada como lo que él hacía. Pero resultó que Rama no era tan especial.

Una cardióloga francesa llamada Thérèse Brosse había documentado a un yogui haciendo lo mismo que Rama cuarenta años antes:detener y reanudar el funcionamiento del corazón a voluntad. Un investigador llamado M. A. Wenger, de la Universidad de California en Los Ángeles, repitió los test y descubrió a yoguis que podían controlar no solo el latido y la intensidad del pulso de sus corazones, sino también el flujo de sudor de su frente y la temperatura de las yemas de los dedos. Las capacidades «sobrehumanas» de Swami Rama no eran en absoluto sobrehumanas. Habían sido una práctica habitual de cientos de generaciones de yoguis indios.

Rama desveló algunos de sus secretos de control del prana en lecciones en grupo y vídeos. Recomendaba a los alumnos que empezaran armonizando la respiración y que suprimieran la pausa entre inhalación y exhalación de modo que cada respiración fuera una línea conectada sin final. Una vez que se sintieran cómodos con esta práctica, les indicaba que alargaran las respiraciones.

Una vez al día, debían tumbarse, tomar una inhalación corta y luego exhalar contando hasta seis. A medida que progresaran, podían inhalar contando hasta cuatro y exhalar hasta ocho, con el objetivo de alcanzar una exhalación de medio minuto tras seis meses de práctica.Al llegar a los treinta segundos, Rama prometía a sus alumnos que no tendrían toxinas y que estarían libres de enfermedades. En un vídeo didáctico, acariciándose suavemente el brazo, decía: «Vuestro cuerpo parecerá un cuerpo liso, como de seda, ¿veis?».

Llenar el cuerpo de prana es fácil: solo hay que respirar. Pero controlar esta energía y dirigirla requería tiempo. Obviamente, Rama había aprendido algo mucho más poderoso en el Himalaya,pero por lo que yo vi en sus libros y decenas de vídeos didácticos, nunca lo explicó con detalle.

 

 

La mejor explicación posible que pude encontrar sobre qué podía ser la «sustancia vital» del prana y cómo podía funcionar no vino de un yogui, sino de un científico húngaro que de niño casi suspendía en el colegio, que se disparó en el brazo para no tener que servir como soldado en la Primera Guerra Mundial y que años después obtuvo el Premio Nobel por su revolucionario trabajo sobre la vitamina C.

Su nombre era Albert Szent-Györgyi,y en los años cuarenta se había trasladado a los Estados Unidos, donde acabaría dirigiendo la Fundación Nacional para la Investigación sobre el Cáncer, institución en la que pasó años investigando el papel de la respiración celular. Fue allí, trabajando en su laboratorio en Woods Hole, en Massachusetts, donde propuso una explicación para la energía sutil que mueve toda la vida y el resto de las cosas en el universo.

«Todos los organismos vivos no son más que hojas del mismo árbol de la vida —escribió—.Las distintas funciones de plantas y animales y sus órganos especializados son manifestaciones de la misma materia viva.»

Szent-Györgyi quería entender el proceso de la respiración, pero no en un sentido físico o mental, ni siquiera en el nivel molecular. Quería saber cómo el aire que inspiramos interactúa con nuestros tejidos, órganos y músculos en el nivel subatómico. Quería saber cómo la vida obtiene energía del aire.

Todo lo que nos rodea está compuesto por moléculas, que están compuestas por átomos, que están compuestos por piececitas subatómicas llamadas protones (con carga positiva), neutrones (sin carga) y electrones (con carga negativa). Toda la materia es, en su nivel más básico, energía. «No podemos separar la vida de la materia viviente —escribió Szent-Györgyi—. Inevitablemente, estudiando la materia viviente y sus reacciones, estudiamos la vida misma.»

Lo que distingue los objetos inanimados —como las rocas— de pájaros, abejas y hojas es el nivel de energía, o la «excitabilidad» de los electrones que hay dentro de los átomos que forman las moléculas de la materia. Cuanto más fácilmente y más a menudo los electrones pueden ser transferidos entre moléculas, más «desaturada» se vuelve la materia, más viva está.

Szent-Györgyi estudió las formas de vida más primitivas de la Tierra y dedujo que estaban todas hechas de «aceptadores débiles de electrones», lo cual significaba que no podían tomar o liberar electrones con facilidad. Sostuvo que esa materia tenía menos energía, por tanto, menos opciones de evolucionar. Esa materia primitiva simplemente estuvo por ahí, perdiendo el tiempo sin hacer mucho, durante millones y millones de años.

Finalmente, el oxígeno, el producto residual generado por aquella materia primitiva, se acumuló en la atmósfera. El oxígeno era un potente aceptador de electrones. Cuando la nueva materia evolucionó para consumir oxígeno, atraía e intercambiaba muchos más electrones que la antigua vida anaeróbica. Con este excedente de energía, la vida primitiva evolucionó de forma relativamente rápida para convertirse en plantas, insectos y todo el resto. «El estado de vida es un estado electrónicamente muy desaturado —escribió Györgyi—.La naturaleza es simple pero sutil.»

Esta premisa puede aplicarse a la vida del planeta hoy en día. Cuanto más oxígeno puede consumir la vida, más excitabilidad de electrones obtiene, más animada se vuelve. Cuando la materia viviente está activa y es capaz de absorber y transferir electrones de forma controlada, se mantiene sana. Cuando las células pierden la capacidad de descargar y absorber electrones, empiezan a averiarse.«Soltar electrones irreversiblemente significa matar», escribió Szent-Györgyi. Esta avería de la excitabilidad de los electrones es lo que provoca que el metal se oxide y que las hojas se vuelvan marrones y mueran.

Los humanos también nos «oxidamos». A medida que las células de nuestro cuerpo pierden la capacidad de atraer oxígeno, escribió Szent-Györgyi, los electrones que contienen se ralentizan y dejan de intercambiarse libremente de unas células a otras, lo cual da como resultado un crecimiento no regulado y anormal. Los tejidos empiezan a «oxidarse» en buena medida igual que otros materiales. Pero a este proceso no lo llamamos oxidación de los tejidos. Lo llamamos cáncer. Y esto explica por qué los cánceres se desarrollan y progresan en ambientes bajos en oxígeno.

La mejor manera de mantener sanos los tejidos del cuerpo es imitar las reacciones que evolucionaron en las formas primitivas de vida aeróbica en la Tierra, concretamente inundar nuestros cuerpos con una presencia constante de aquel «potente aceptador de electrones»: el oxígeno. Respirar lento, menos y por la nariz equilibra los niveles de los gases respiratorios del cuerpo y manda la máxima cantidad de oxígeno a la mayor cantidad de tejidos para que nuestras células tengan la mayor cantidad de reactividad electrónica.

«En todas las culturas y en todas las tradiciones médicas previas a la nuestra, la sanación iba acompañada de energía en movimiento», dijo Szent-Györgyi.La energía móvil de los electrones permite a las cosas vivas mantenerse vivas y con salud durante el mayor tiempo posible. Los nombres pueden haber cambiado —prana, orenda, ch’i, ruah—, pero el principio siempre ha sido el mismo. Y parece que Szent-Györgyi hizo caso de la recomendación. Murió en 1986 a los noventa y tres años.

 

 

Toc-toc, se abre la puerta, intercambiamos unos bom dias y me siento en el vestíbulo de la recepción del centro de DeRose. Hay suelos de madera y sofás acolchados, paredes blancas y mapamundis enmarcados. En el centro de la sala, un cartel dice «Párate y respira».

Una cuadrilla de profesores y alumnos de DeRose están pasando el rato y riendo en el centro del vestíbulo mientras toman sorbos de té chai con tazas de cerámica. Uno de ellos es Heduan Pinheiro. El joven lleva una camisa sin arrugas y unos pantalones blancos, y parece una estrella adolescente de sitcom de los ochenta. Pinheiro se ha ofrecido amablemente a dedicar un rato de su ajetreada agenda dirigiendo dos centros del método DeRose al norte de aquí para hacerme de guía y traductor. Cruzamos la recepción y subimos por una escalera oscura para ir al encuentro del hombre al que él llama el Maestro.

El pequeño despacho está decorado con medallas y espadas de plata, cada una de ellas blasonada con los tipos de pirámides y globos oculares que se ven en el dorso de los billetes de dólar y en edificios viejos. «¡Estas cosas me las dan, no sé por qué!», dice DeRose estrechándome vigorosamente la mano. Es un hombre corpulento, con una barba blanca cuidadosamente recortada y unos ojos anchos y castaños. Las estanterías que tiene detrás están llenas de ejemplares de los libros que ha vendido a millones sobre el pranayama, el karma y otros secretos del yoga antiguo.Yo he leído unos cuantos y no he encontrado sorpresas, ningún método de respiración secreto que no conociera ya o que no hubiera probado en los años anteriores.

Esto tampoco fue una sorpresa. La historia del yoga y de las técnicas respiratorias más antiguas es algo establecido desde hace mucho tiempo. Pero ahora, una vez que estoy aquí por fin, estoy deseoso de intercambiar impresiones con DeRose. Estoy deseoso de oír qué sabe sobre el prana y el arte y la ciencia olvidados de la respiración que yo no sepa.

«¿Empezamos?», dice DeRose.

 

 

Si viajásemos atrás en el tiempo unos cinco mil años a los confines de lo que ahora es Afganistán, Pakistán y el noroeste de India, veríamos arena, montañas rocosas, árboles polvorientos, tierra rojiza y llanuras amplias, el mismo paisaje que ahora cubre gran parte de Oriente Medio.Pero también encontraríamos otra cosa más: cinco millones de personas viviendo en ciudades con casas de adobe adosadas, calles construidas meticulosamente siguiendo patrones geométricos y niños jugando con juguetes de cobre, bronce y hojalata. Entre los callejones sin salida, veríamos piscinas para el baño público con agua corriente y retretes conectados a complejos sistemas de saneamiento. En el mercado, veríamos a comerciantes contando productos con pesos y medidas estandarizados, a escultores tallando elaboradas figuras en piedra y a ceramistas elaborando cazuelas y tabletas.

Aquella era la civilización del valle del Indo, llamada así por el río que baña el valle. Dicha civilización fue la cultura humana antigua más extensa geográficamente —más de setecientos setenta mil kilómetros cuadrados—y una de las más avanzadas. Por lo que se sabe, esta cultura no tenía iglesias ni templos ni espacios sagrados. La gente que vivía allí no producía esculturas religiosas ni iconografía. No había palacios, castillos ni imponentes edificios gubernamentales. Puede que no se creyera en ningún dios.

Pero la gente creía en el poder transformador de la respiración. Un sello de esta civilización hallado en los años veinte del siglo XX representa a un hombre en una postura inconfundible.Está sentado con la espalda recta, con los brazos extendidos y las manos encima de las rodillas. Tiene las piernas cruzadas y las plantas de los pies juntas, con los dedos apuntando hacia abajo. El vientre está lleno de aire, ya que está inhalando a conciencia. Varias figuras halladas comparten también esta misma postura. Estos objetos son las primeras posturas «yóguicas» documentadas en la historia de la humanidad, lo cual tiene sentido: el valle del Indo es el lugar donde nació el yoga.

Las cosas parecían ir muy bien en la región, pero en torno al año 2000 antes de Cristo el área fue víctima de una sequía que hizo dispersar a gran parte de la población. Luego se establecieron en ella individuos arios procedentes del noroeste. No eran los soldados rubios y de ojos azules de la tradición nazi,sino unos bárbaros de pelo oscuro que venían de Irán. Los arios conquistaron la cultura del valle del Indo y la codificaron, la condensaron y la reescribieron en sánscrito, su lengua.Es mediante estas traducciones en sánscrito que nos han llegado los Vedas, los textos religiosos y místicos que contienen la documentación más antigua que se conoce con la palabra yoga. En dos textos basados en las enseñanzas védicas, los upanishad Brihadaranyaka y Chandogya, están las primeras lecciones sobre respiración y sobre el control del prana.

Durante los siguientes milenios, los antiguos métodos de respiración se extendieron por India, China y más allá.Cerca del 500 antes de Cristo, las técnicas fueron filtradas y sintetizadas en los yoga-sutra de Patanyali.Respirar lentamente, aguantar la respiración, respirar profundamente inflando el diafragma y alargar las respiraciones aparecía todo ello en este texto antiguo.Una interpretación laxa de un pasaje del yoga-sutra 2.51 dice:

Cuando llega una ola, te anega y sube por la arena. Entonces da la vuelta, retrocede pasándote por encima y vuelve al océano […]. Es lo mismo que ocurre al respirar: se exhala, se cambia de sentido, se inhala, se cambia de sentido; y luego el proceso empieza de nuevo.

En los yoga-sutras no se menciona en ningún caso el movimiento entre posturas, ni siquiera su repetición. La palabra en sánscrito asana significaba originariamente «postura» y «asiento». Se refería tanto al acto de sentarse como al material sobre el que uno se sienta. Lo que no significaba específicamente era levantarse y moverse. El yoga primitivo era la ciencia de permanecer quieto y generar prana respirando.

 

DeRose se hizo una idea de este yoga antiguo en los años setenta, cuando viajaba por la India intentando reconstruir las prácticas primitivas del valle del Indo. Allí asistió a una clase a los pies del Himalaya, en Rishikesh (India). La escuela era muy básica, con un suelo de tierra, y estaba llena de habitantes del pueblo que buscaban un lugar caliente en los días de frío.

Las clases eran informales y la relación entre alumnos y profesores era respetuosa pero cercana. Los profesores bromeaban con los alumnos durante los ejercicios y los alumnos les devolvían las bromas. «¡Esforzaos más! —gritaban los instructores con una voz gruñona y directa—.¡Podéis hacerlo mejor!» No había ni «gimnasia, ni antigimnasia, ni bioenergía, ni ocultismo, ni espiritismo, ni zen, ni danza, ni expresión corporal, ni macrobiótica, ni shiatsu», recordaría más tarde DeRose. Las posturas se hacían una sola vez y se mantenían durante un periodo insoportablemente largo. Aquellas largas posturas posibilitaban que los alumnos se centraran por completo en la respiración. La sesión de clase fue difícil, y al terminar DeRose estaba sudado y dolorido.

«Nada que ver con el yoga de hoy en día», dice desde el otro lado de la mesa. Me cuenta que no fue hasta el siglo XX que las posturas del yoga se combinaron y empezaron a repetirse para crear un tipo de danza aeróbica llamado yoga vinyasa. Es esta forma de yoga y otras técnicas híbridas lo que ahora se enseña en gimnasios y en centros. El yoga antiguo y su énfasis en el prana, el sentarse y la respiración, se ha convertido en una forma de ejercicio aeróbico.

Con esto no se quiere decir que el yoga moderno sea malo. Simplemente es una práctica distinta de la que se originó hace cinco mil años. Unos dos mil millones de personas practican ahora esta forma moderna porque las hace sentir bien, verse mejor y tener una mayor flexibilidad de la misma manera que los estiramientos y el ejercicio.Cientos de estudios han confirmado los beneficios curativos del vinyasa y los asanas, ejecutándolo de pie o como sea.

Pero ¿qué hemos perdido?

DeRose se pasó veinte años viajando de Brasil a India, aprendiendo sánscrito y desenterrando textos antiguos del yoga «pulgada a pulgada, a través de siglos de escombros», según escribió. Encontró pruebas de las prácticas originales del yôga (pronunciado con una o larga), que proviene del antiguo linaje Niríshwarasámkhya, una práctica y filosofía tan distinta de la versión moderna que DeRose cree que merece ser llamada por su antiguo nombre.

Las prácticas del yôga no fueron diseñadas para curar problemas, me cuenta el maestro. Se crearon para que las personas sanas ascendieran al siguiente nivel de potencial: para conferirles el poder consciente para calentarse a voluntad, expandir la conciencia, controlar el corazón y el sistema nervioso y vivir una vida más larga y vibrante.

 

Hacia el final de nuestro encuentro, de varias horas, le cuento a DeRose mi experiencia en aquella casa victoriana hace diez años, cómo había practicado la antigua técnica de pranayama llamada Sudarshan Kriya y cómo quedé asombrado rápidamente. Le cuento cómo una versión más leve de aquella reacción sigue ocurriéndome —como les ocurre a millones de personas— cuando practico la respiración tradicional yóguica.

Versiones del kriya ha habido desde el 400 antes de Cristo, y según algunos relatos lo practicaron desde Krishna a Jesucristo, pasando por San Juan y Patanyali.El kriya que yo había experimentado fue desarrollado en los años ochenta por un hombre llamado Sri Sri Ravi Shankar y ahora lo practican decenas de millones de personas en todo el mundoa través de la fundación The Art of Living.Hace más o menos lo que hace el tummo, dice DeRose; ambos fueron diseñados a partir de las mismas prácticas ancestrales.

El Sudarshan Kriya tampoco era un pasatiempo. Exigía tiempo, dedicación y fuerza de voluntad. La técnica central, llamada Respiración Purificadora, requiere más de cuarenta minutos de respiración intensa, desde jadear a una frecuencia de más de cien respiraciones por minuto hasta varios minutos de respiración lenta, y luego un rato en el que apenas se respira. Uno se limpia y vuelta a empezar.

Le cuento a DeRose acerca del sudor extremo, la completa pérdida de la noción del tiempo y la ligereza que sentí en los días posteriores. Cómo había pasado la última década buscando una explicación, llevando a cabo varios experimentos de laboratorio, analizando gases sanguíneos y escaneando mi cerebro.

Él está sentado tranquilamente con las manos juntas. Dice que ha oído esto muchas veces. Me explica que no he encontrado nada en las mediciones de los aparatos científicos porque he estado buscando en el lugar equivocado.

Es energía; es prana. Lo que me había ocurrido era algo sencillo y común. Había acumulado demasiado prana respirando muy intensamente durante mucho rato, pero aún no me había adaptado a ello. Esto explicaba el sudor y el cambio en la conciencia. Sudarshan es un término formado por dos palabras: su, que significa «bueno», y darshan, que significa «visión». En mi caso, había tenido una muy buena visión.

Los yoguis antiguos dedicaron miles de años a perfeccionar las técnicas de pranayama, concretamente para controlar esa energía y distribuirla por todo el cuerpo para provocarse «buenas visiones» más o menos atenuadas. Para dominar el proceso, cabría dedicarle varios meses o años. Los respiradores modernos como yo podemos intentar infiltrarnos en este proceso y acelerarlo. Pero vamos a fracasar. Alucinaciones, aullidos, manchas en la ropa: nada de eso está previsto que ocurra. Es una señal de que nos hemos excedido.

La clave del Sudarshan Kriya, del tummo o de cualquier otra prácticaenraizada en el yoga antiguo es aprender a ser paciente, a mantener la flexibilidad y a absorber lentamente lo que la respiración nos ofrece. Mi experiencia inicial con el Sudarshan Kriya pudo ser un poco discordante, me dice DeRose, pero también me convenció del auténtico poder de la respiración.

A fin de cuentas, eso es lo que me trajo aquí.

 

Tras algunas rondas más de preguntas y respuestas con DeRose, ha llegado la hora de irme. Él tiene que hacer las maletas y regresar a Nueva York, donde sus compañeros regentan dos bulliciosos centros del método DeRose en Tribeca y en el Greenwich Village. Yo tengo que tomar un vuelo de diecisiete horas de regreso a casa.

Intercambiamos unos cuantos obrigados, un apretón de manos, y sigo a Pinheiro, mi traductor, pasando por delante de las relucientes espadas y los lazos rojos; luego nos adentramos en las oscuras sombras del pasillo. Pero, antes de irme, Pinheiro se ha ofrecido para enseñarme algunas de las técnicas de respiración del yoga antiguo por las que es conocido DeRose.

Subimos al tercer piso, nos descalzamos y entramos en el aula. La habitación no es distinta a cualquier otra clase de yoga que haya visto. Hay una colchoneta azul en el suelo, espejos que ocupan toda la pared, estanterías y carteles en sánscrito. Pinheiro se sienta con las piernas cruzadas de tal forma que su cuerpo queda centrado entre las ventanas y proyecta una sombra de Buda por la sala. Yo me siento enfrente de él. Al cabo de un minuto, empezamos a respirar.

Comenzamos con el jiya pranayama, que conlleva enroscar la lengua hasta la parte posterior de la boca y aguantar la respiración. Hacemos unos cuantos bhandas, un método para redirigir y retener el prana dentro del cuerpo mediante la contracción de los músculos de la garganta, los abdominales y otras áreas. Luego me tumbo delante de él de modo que estoy mirando arriba, a las baldosas blancas acústicas del techo. El ejercicio final que haré, me dice, tiene como objetivo generar prana en el cuerpo y focalizar la mente.

«Concéntrate en un solo movimiento fluido desde la inhalación a la exhalación», dice Pinheiro. Estas son las mismas instrucciones que me dieron en aquella sesión de Sudarshan Kriya hace muchos años, las mismas que aprendí de Anders Olsson tiempo después y de Chuch McGee, instructor del método de Wim Hof. Ahora conozco el proceso; ahora sé cómo funciona.

Relajo la garganta y hago una inhalación muy profunda levantando el diafragma y luego exhalo completamente. Inhalo de nuevo, y repito la acción.

«Inhala por completo y exhala por completo —dice Pinheiro—. ¡Sigue así! ¡Sigue respirando!»

 

 

Y ahí está, una vez más. Y aquí estoy, una vez más. El zumbido en los oídos. El latido de bombo de heavy metal en el pecho. El flujo de calor estático que me llega a los hombros y la cara. Llega la ola, te anega y sube; entonces da la vuelta y retrocede para volver al océano.

He sentido esto antes muchas veces. Es lo mismo que debieron de experimentar las personas del valle del Indo hace cinco mil años y los chinos dos mil años después. Alexandra David-Néel se calentó con esto en una cueva del Himalaya y Swami Rama lo concentraba en sus manos y en su corazón. Buteyko lo redescubrió gracias a una ventana en la sección de asmáticos de un hospital en Moscú y Carl Stough se lo enseñó a veteranos moribundos de un centro médico de Nueva Jersey.

A medida que respiro más deprisa, que alcanzo una mayor profundidad, me vienen de golpe los nombres de todas las técnicas que he explorado durante los últimos diez años.

Pranayama. Buteyko. Respiración coherente. Hipoventilación. Coordinación Respiratoria. Respiración Holotrópica. Adhama. Madhyama. Uttama. Kêvala. Respiración embrionaria. Respiración armonizadora. Respiración del Gran Maestro Nada. Tummo. Sudarshan Kriya.

Puede que los nombres hayan cambiado con los años, puede que las técnicas hayan sido readaptadas y reformuladas en culturas distintas, en periodos distintos y por motivos distintos, pero nunca se perdieron. Estuvieron dentro de nosotros todo el tiempo, esperando a que las aprovecháramos.

Nos dan las herramientas para ampliar los pulmones y enderezar el cuerpo, para estimular la circulación, equilibrar la mente y el estado de ánimo y para activar los electrones de nuestras moléculas. Para dormir mejor, correr más deprisa, bucear a mayor profundidad, vivir más tiempo y seguir evolucionando.

Nos ofrecen un misterio y una magia de la vida que se desvela un poco más con cada nueva bocanada de aire que tomamos.