1. ¿QUÉ HACE BUENA UNA VIDA?
No hay tiempo, tan breve es la vida, para riñas, ni para disculpas, ni acritud ni rendición de cuentas. Solo hay tiempo para amar y apenas un instante.
MARK TWAIN
Vamos a empezar con una pregunta:
Si ahora mismo te vieras en la obligación de tomar una única decisión vital para emprender el camino hacia tu salud y tu felicidad futuras, ¿cuál sería?
¿Ahorrar más dinero todos los meses? ¿Cambiar de profesión? ¿Viajar más? ¿Qué decisión tiene más probabilidades de garantizarte que, al llegar a tus últimos días y echar la vista atrás, vayas a sentir que has tenido una buena vida?
Estos objetivos son habituales y prácticos y se encuentran en distintas generaciones y territorios. En muchos países, casi desde el momento en el que empiezan a balbucear, se pregunta a las criaturas qué quieren ser de mayores, es decir, qué profesión van a querer desempeñar. Cuando los adultos conocen gente nueva, una de las primeras preguntas que formulan es: «¿A qué te dedicas?». El éxito en la vida se mide a menudo en función del cargo, el salario y el reconocimiento obtenidos, aunque la mayoría entendemos que estas cosas no dan la felicidad por sí mismas. Quienes logran alzarse con algunos o incluso todos estos objetivos a menudo acaban sintiéndose más o menos igual que al principio.
Mientras tanto, el bombardeo de mensajes sobre qué nos hará felices, qué deberíamos desear para nuestras vidas y quién está llevando la suya «bien» es constante. Los anuncios nos dicen que comer tal marca de yogur mantendrá nuestro cuerpo sano, que comprar tal smartphone llenará nuestras vidas de una alegría inédita y que usar tal crema facial nos mantendrá eternamente jóvenes.
Otros mensajes son menos explícitos y se ocultan en el tejido de nuestro día a día. Si un amigo se compra un coche nuevo, quizá nos preguntemos si hacerlo nosotros mejorará nuestra vida. Cuando deslizamos el dedo por la pantalla para bucear por las redes sociales y solo encontramos imágenes de fiestas increíbles y playas paradisiacas, quizá nos preguntemos si eso es lo que nos falta. Ante nuestros conocidos, en el trabajo, pero, sobre todo, en las redes sociales, tendemos a mostrar versiones idealizadas. Colgamos nuestra mejor cara y la comparación entre lo que vemos de los demás y lo que sentimos nos hace pensar que nos estamos perdiendo algo. Aunque, como dice el proverbio: las apariencias engañan.
Con el tiempo, acabamos con la sensación, sutil pero insistente, de que nuestra vida está aquí y ahora, pero que las cosas que necesitamos para tener una buena vida están allí, en el futuro. Siempre fuera de nuestro alcance.
Si observamos el mundo a través de esta lente, es fácil creer que la buena vida en realidad no existe, o bien que solo es posible para los demás. Al fin y al cabo, nuestra existencia rara vez coincide con la imagen que hemos creado en nuestra mente de cómo debería ser una buena vida. La nuestra es demasiado caótica y complicada para ser buena.
Voy a arruinarte el final de esta historia: la buena vida es complicada. Para todo el mundo.
La buena vida tiene alegrías… y dificultades. Está llena de amor, pero también de dolor. Y nunca sucede en sentido estricto, sino que más bien se despliega a lo largo del tiempo. Es un proceso. Un proceso que incluye confusión, calma, frivolidad, líos, preocupaciones, logros, contratiempos, grandes avances y terribles tropiezos. Y, claro está, la buena vida siempre acaba en la muerte.
Sí, ya sabemos que este argumento de venta no es muy alegre.
Pero no vamos a andarnos con eufemismos. La vida, incluso cuando es buena, no es fácil. Sencillamente, no hay forma de hacer que la vida sea perfecta y, si la hubiera, entonces no sería buena.
¿Por qué? Pues porque una vida rica, una buena vida, se forja precisamente con las cosas que la hacen difícil.
Este libro se construye sobre las bases de la investigación científica. En su núcleo se encuentra el Estudio Harvard sobre el Desarrollo en Adultos, un extraordinario proyecto científico que empezó en 1938 y que, contra todo pronóstico, sigue desarrollándose correctamente hoy en día. Bob es su cuarto director y Marc, su director adjunto. Radical para su época, este estudio pretende entender la salud humana no investigando lo que hace que la gente se sienta mal, sino lo que la hace prosperar. Para ello se han recopilado las experiencias vitales de sus participantes más o menos en el mismo momento en el que sucedían, desde sus problemas infantiles a sus primeros amores y sus últimos momentos. Al igual que estas vidas, la trayectoria del Estudio Harvard ha sido larga y sinuosa y su método ha ido evolucionando a lo largo de las décadas para expandirse e incluir en la actualidad tres generaciones y más de 1300 descendientes de sus 724 participantes originales. Hoy en día sigue evolucionando y ampliándose y es el estudio en profundidad longitudinal más largo que se ha hecho nunca sobre la vida humana.
Pero no hay ninguna investigación, por muy rica que sea, que baste para poder hacer afirmaciones generales sobre nuestra existencia. De modo que, aunque este libro se alza directamente sobre los cimientos del Estudio Harvard, se apoya también en cientos de otros estudios científicos que implican a muchos miles de personas de todo el mundo. A lo largo de las siguientes páginas también encontramos sabiduría del pasado reciente y lejano; ideas que han sobrevivido a lo largo del tiempo y que enriquecen la comprensión moderna y científica de la experiencia humana. Este es, principalmente, un libro sobre el poder de las relaciones y está profundamente documentado, como no podía ser de otra manera, gracias a la larga y fructífera amistad de sus autores.
Pero la presente obra no existiría sin los seres humanos que participaron en el Estudio Harvard, cuya sinceridad y generosidad hicieron posible en primera instancia esta improbable investigación.
Personas como Rosa y Henry Keane.
—¿Cuál es tu mayor temor?
Rosa leyó la pregunta en voz alta y luego miró a su marido, Henry, que estaba al otro lado de la mesa de la cocina. Rosa y Henry, que ya tenían más de setenta años, habían vivido en aquella casa y se habían sentado juntos frente a esa misma mesa la mayoría de las mañanas durante más de cincuenta años. Entre ellos había una tetera, un paquete abierto de Oreos (a medias) y una grabadora. En la esquina de la habitación, una cámara de vídeo. Al lado de ella estaba sentada una joven investigadora de Harvard llamada Charlotte, que observaba en silencio y tomaba notas.
—No es moco de pavo la pregunta —dijo Rosa.
—¿Mi mayor temor? —le preguntó Henry a Charlotte—. ¿O nuestro mayor temor?
Rosa y Henry no se veían como sujetos especialmente interesantes para un estudio. Ambos habían crecido en familias pobres, se habían casado a los veintitantos y habían criado juntos a cinco hijos. Habían vivido la Gran Depresión y muchos momentos difíciles, sí, pero igual que todas las personas que conocían. Así que nunca entendieron por qué los investigadores de Harvard se habían interesado en ellos en primera instancia, ni, claro está, por qué seguían estándolo ni por qué les llamaban, les enviaban cuestionarios y cruzaban el país en avión de vez en cuando para ir a verlos.
Henry solo tenía catorce años y vivía en el West End de Boston, en un bloque de viviendas de alquiler sin agua corriente, cuando los investigadores del estudio llamaron por primera vez a la puerta de su casa y les preguntaron a sus perplejos padres si podían hacer un informe de su vida. El estudio estaba en pleno desarrollo cuando se casó con Rosa en agosto de 1954 y su expediente muestra que, cuando ella accedió a su proposición, Henry no podía creerse lo afortunado que era. Ahora era octubre de 2004, dos meses después de su cincuenta aniversario de boda. A Rosa le pidieron que participara de forma más directa en el estudio a partir de 2002. «Ya era hora», respondió ella. Harvard llevaba monitorizando a Henry año tras año desde 1941. Rosa solía decir que le resultaba raro que, a su edad, él siguiera accediendo a participar, porque en el resto de los ámbitos de su vida era un hombre muy reservado. Pero Henry aseguraba que para él era una obligación y, además, le había cogido cariño al proceso, porque le proporcionaba cierta perspectiva sobre las cosas. Así, durante sesenta y tres años había abierto su vida al equipo de investigación. De hecho, les había contado tanto sobre sí mismo y durante tanto tiempo, que no era siquiera capaz de recordar qué sabían y qué no. Aunque él asumía que lo conocían todo, incluidas ciertas cosas que nunca le había contado a nadie excepto a Rosa, porque siempre que le hacían una pregunta él se esforzaba al máximo por responder con la verdad.
Y lo cierto es que preguntaban bastante.
«Al señor Keane le halagó mucho que yo acudiera a Grand Rapids para entrevistarlos —escribió más tarde Charlotte en sus notas de campo— y esto creó un clima cordial para la entrevista. Me encontré con una persona con mucho interés y ganas de cooperar. Pensaba todas las respuestas y a menudo hacía una breve pausa antes de contestar. Sin embargo, también era amigable y me dio la sensación de que encajaba bastante bien en el estereotipo de hombre callado de Michigan.» Charlotte se pasó dos días entrevistando a los Keane y llevando a cabo su encuesta, una muy larga, con preguntas sobre su salud, sus vidas individuales y su vida en común. Como la mayoría de nuestros investigadores jóvenes, apenas empezando sus carreras, Charlotte tenía sus propios interrogantes sobre qué hace buena una vida y cómo podrían afectar al futuro sus decisiones actuales. ¿Era posible que la sabiduría que necesitaba estuviera atrapada en las vidas de otros? La única forma de descubrirlo era plantear preguntas y prestar mucha atención a todas las personas que entrevistaba. ¿Qué era importante para ese individuo en concreto? ¿Qué daba sentido a sus días? ¿Qué había aprendido de sus experiencias? ¿De qué se arrepentía? Cada entrevista le daba a Charlotte nuevas oportunidades de conectar con alguien cuya vida había avanzado más que la suya y se había desarrollado en circunstancias distintas y en otro momento de la historia.
Hoy iba a entrevistar a Henry y a Rosa al mismo tiempo, a hacerles la encuesta y a grabarlos en vídeo hablando juntos sobre sus mayores temores. También los entrevistaría por separado para lo que denominamos «entrevistas de apego». De vuelta en Boston se estudiarían los vídeos y las transcripciones de las entrevistas para codificar y convertir en datos sobre la naturaleza de su vínculo la forma en que Henry y Rosa se dirigían el uno al otro, su comunicación no verbal y muchos otros detalles. Esta información pasaría a formar parte de sus expedientes personales y se convertirían en una pieza pequeña pero importante de una base de datos gigantesca sobre cómo es en realidad una vida vivida.
—¿Cuál es tu mayor temor?
Charlotte ya había grabado sus respuestas individuales a esta pregunta en entrevistas separadas, pero había llegado el momento de discutir juntos el tema.
La conversación transcurrió así:
—Creo que en el fondo me gustan las preguntas difíciles —dijo Rosa.
—Muy bien —respondió Henry—. Pues tú primero.
Rosa se quedó un momento en silencio y entonces le dijo a Henry que su mayor temor era que él desarrollara una enfermedad grave o que ella tuviera otro infarto. Henry coincidió en que esas cosas le daban miedo. Pero, añadió, en esos momentos se aproximaban a un punto en el que un suceso así era seguramente inevitable. Hablaron mucho sobre cómo una enfermedad grave podría afectar a sus vidas y las de sus hijos adultos. Al final, Rosa admitió que las personas no pueden anticiparse a todo y que no tenía sentido preocuparse antes de tiempo.
—¿Hay más preguntas? —le preguntó Henry a Charlotte.
—¿Cuál es tu mayor temor, Hank? —intervino Rosa.
—Tenía la esperanza de que se te olvidara preguntármelo —respondió Henry y ambos se echaron a reír. Le sirvió más té a Rosa, cogió otra Oreo y se quedó en silencio un momento—. No es una pregunta difícil de responder —reflexionó—. Solo es que, sinceramente, no me gusta pensar en ello.
—Bueno, esta pobre chica ha venido aquí desde Boston, así que será mejor que contestes.
—Es que es feo, me temo —dijo él con voz temblorosa.
—Dilo.
—Mi temor es no ser el primero en morir. Quedarme aquí sin ti.
En la esquina de Bulfinch Triangle, en el West End de Boston, no muy lejos de donde Henry Keane vivió de niño, se alza el edificio Lockhard, en el ruidoso cruce de las calles Merrimac y Causeway. A principios del siglo XX, esta sólida estructura de ladrillo era una fábrica de muebles que empleaba a hombres y mujeres del barrio de Henry. Ahora acoge consultas médicas, una pizzería local y una tienda de dónuts. También es la sede de los investigadores y los archivos del Estudio Harvard sobre el Desarrollo en Adultos, el estudio más largo que se ha llevado a cabo jamás sobre la vida humana.
Resguardados al fondo de un cajón archivador etiquetado como «KA-KE» están los expedientes de Henry y Rosa. En su interior encontramos los folios amarillentos, con las esquinas dañadas, que contienen la entrevista inicial de Henry en 1941. Están escritos a mano, con la caligrafía experta y fluida del entrevistador. Vemos que su familia era una de las más pobres de Boston y que a los catorce años Henry fue considerado un adolescente «estable y controlado» con «una preocupación lógica por su futuro». Vemos que de joven estaba muy unido a su madre, pero que sentía resentimiento contra su padre, cuyo alcoholismo lo había obligado a ser el principal sustentador del hogar. Cuando Henry tenía veintitantos años tuvo lugar un episodio especialmente doloroso. Su padre le dijo a su prometida que su anillo de compromiso de trescientos dólares había privado a la familia de un dinero que necesitaba. El miedo a no poder escapar nunca de las garras de la familia de Henry hizo que la chica rompiera el compromiso.
En 1953 Henry se libró de su padre cuando obtuvo un empleo en General Motors (GM) y se mudó a Willow Run, Michigan. Allí conoció a Rosa, una inmigrante danesa que tenía ocho hermanos. Un año después se casaron y fueron teniendo hijos hasta llegar a cinco. «Muchos, pero no suficientes», según Rosa.
Durante la década siguiente Henry y Rosa atravesaron momentos difíciles. En 1959 su hijo de cinco años, Robert, contrajo la polio, una dificultad que puso a prueba su matrimonio y causó mucho dolor y preocupación en la familia. Henry había empezado a trabajar en la fábrica de GM como montador, pero, después de faltar al trabajo debido a la enfermedad de Robert, fue primero degradado y más tarde despedido y llegó un momento en el que se encontró en el paro y con tres hijos que cuidar. Para llegar a fin de mes, Rosa empezó a trabajar para el Ayuntamiento de Willow Run, en el Departamento de Nóminas. Aunque en un principio el trabajo era algo temporal para ayudar a la familia, Rosa empezó a ser muy apreciada por sus compañeros, por lo que acabó trabajando allí a tiempo completo durante los siguientes treinta años y desarrolló al mismo tiempo relaciones con personas a quienes llegó a considerar una segunda familia. Después de quedarse en el paro, Henry cambió tres veces de ámbito profesional antes de regresar a GM en 1963 y ascender hasta supervisor de planta. Poco después recuperó el contacto con su padre (que había conseguido superar su adicción al alcohol) y lo perdonó.
La hija de Henry y Rosa, Peggy, que ahora tiene cincuentaitantos años, también participa en el estudio. Peggy no sabe lo que nos han contado sus padres, porque no queremos sesgar su relato. Tener perspectivas distintas sobre la misma familia y los mismos sucesos nos ayuda a ampliar los datos y profundizar en ellos. Cuando nos sumergimos en el expediente de Peggy descubrimos que, de pequeña, tenía la sensación de que sus padres entendían sus problemas y que la ayudaban a animarse cuando estaba triste. En general, los consideraba «muy cariñosos». Y, en consonancia con los relatos de Henry y Rosa sobre su matrimonio, Peggy dijo que sus padres nunca habían pensado en separarse ni divorciarse.
En 1977, con cincuenta años, Henry puntuó así su vida:
Pero no solo determinamos la salud y la felicidad de Henry, ni de ningún participante en el estudio, preguntándole a él y a sus seres queridos cómo están. Los participantes nos permiten observar su bienestar mediante distintas lentes y esto incluye de todo, desde escáneres cerebrales a análisis de sangre pasando por vídeos en los que hablan sobre sus mayores temores. Tomamos muestras de su pelo para medir hormonas del estrés, les pedimos que describan sus mayores preocupaciones y principales objetivos vitales y medimos lo rápido que se calma su ritmo cardiaco después de exponerlos a rompecabezas. Esta información nos proporciona una idea más completa y amplia de cómo les va la vida.
Henry era un hombre tímido, pero se había entregado a sus relaciones más íntimas, en concreto a su conexión con Rosa y sus hijos, y estas conexiones le proporcionaban una gran sensación de seguridad. También empleaba ciertas estrategias de afrontamiento de las que hablaremos más adelante. Sustentado por esta combinación de seguridad emocional y afrontamiento eficaz, Henry afirmaba una y otra vez que era «feliz» o «muy feliz», incluso en las épocas más difíciles, y su salud y longevidad lo reflejaban.
En 2009, cinco años después de la visita de Charlotte a la casa de Henry y Rosa, y setenta y un años después de su primera entrevista para el estudio, el mayor temor de Henry se hizo realidad: Rosa falleció. Menos de seis semanas después lo hizo Henry.
Pero el legado familiar continúa con su hija Peggy. Hace poco, acudió a nuestra oficina de Boston para una entrevista. Peggy tiene desde los veintinueve años una feliz relación con su pareja, Susan, y ahora, a los cincuenta y siete, nos explica que no se siente sola y que tiene buena salud. Es una respetada maestra de primaria y un miembro activo en su comunidad. Pero el camino que tomó para llegar a esta época feliz de su vida fue doloroso y requirió un gran coraje. Hablaremos sobre ella más adelante.
LA INVERSIÓN DE TODA UNA VIDA
¿Qué tenía de especial la forma de afrontar la vida de Henry y Rosa, que los hacía crecer ante las dificultades? ¿Y por qué la historia de Henry y Rosa, o cualquier otra del Estudio Harvard, merece tu tiempo y tu atención?
Cuando se trata de entender qué les sucede a las personas a medida que avanzan en la vida, es casi imposible obtener imágenes completas que muestren las decisiones que toman, los caminos que eligen y los resultados que obtienen. La mayoría de lo que sabemos sobre la vida humana es porque le pedimos a la gente que recuerde el pasado, pero la memoria está llena de lagunas. Intenta recordar qué cenaste el martes o con quién hablaste tal día como hoy hace un año y te harás una idea de lo mucho que no recuerdas de tu vida. Cuanto más tiempo pasa, más detalles olvidamos, y las investigaciones muestran que el acto mismo de rememorar un suceso puede, de hecho, cambiar nuestro recuerdo de él. Resumiendo: como herramienta para estudiar sucesos pasados, la memoria humana es, en el mejor de los casos, imprecisa. Inventiva en el peor.
Pero ¿y si pudiéramos ver vidas enteras a medida que se desarrollan?
¿Y si pudiéramos estudiar a las personas desde la adolescencia hasta la ancianidad para ver qué afecta de verdad a su salud y su felicidad y qué inversiones fueron de verdad rentables?
Esto es precisamente lo que hacemos.
Durante ochenta y cuatro años (y los que quedan), el Estudio Harvard ha seguido a los mismos individuos, les ha hecho miles de preguntas y ha recopilado centenares de métricas para averiguar qué es lo que de verdad hace que la gente esté sana y feliz. A lo largo de todos estos años de estudio, hay un factor crucial que ha destacado por su consistencia y por el poder de sus vínculos con la salud física y mental y con la longevidad. Al contrario de lo que muchos podrían pensar, no consiste en los logros laborales, ni en el ejercicio ni en llevar una dieta sana. No nos malinterpretes; todo eso importa (y mucho). Pero hay algo que demuestra una y otra vez su amplia y duradera importancia: las buenas relaciones.
De hecho, las buenas relaciones son tan significativas que si tuviéramos que reducir los ochenta y cuatro años del Estudio Harvard a un único principio, a una inversión vital apoyada por hallazgos similares en una amplia variedad de otros estudios, sería este: las buenas relaciones nos mantienen más sanos y felices. Punto.
De modo que si tienes que tomar una única decisión que te dé más garantías de conseguir buena salud y felicidad, la ciencia nos dice que debería ser cultivar buenas relaciones. De todo tipo. Tal y como te mostraremos, no es una decisión que se tome una sola vez, sino que se repite constantemente, segundo tras segundo, semana tras semana y año tras año. Es una decisión que se ha demostrado en muchos estudios que contribuye a la alegría y a la prosperidad vital. Aunque no siempre es fácil de tomar. Como seres humanos, incluso con nuestras mejores intenciones, nos tiramos piedras sobre el propio tejado, cometemos errores y sufrimos por culpa de las personas que nos aman. Al fin y al cabo, el camino hacia una buena vida no es fácil, pero navegar con éxito en sus aguas bravas es del todo posible. El Estudio Harvard sobre el Desarrollo en Adultos puede indicar el camino.
UN TESORO EN EL WEST END DE BOSTON
El Estudio Harvard sobre el Desarrollo en Adultos nació en Boston cuando Estados Unidos se esforzaba por salir de la Gran Depresión. A medida que los proyectos del New Deal, como la Seguridad Social y las prestaciones por desempleo, ganaban velocidad, empezó a crecer el interés por entender qué factores contribuían a la prosperidad de las vidas humanas en contraposición con los que las hacían fracasar. Este nuevo interés hizo que dos grupos de investigadores de Boston no relacionados entre sí empezaran proyectos que seguían de cerca a dos grupos de chicos muy distintos. El primero era un grupo de 268 alumnos de segundo año de la Universidad de Harvard, que fueron seleccionados por sus altas probabilidades de convertirse en hombres sanos y socialmente integrados. Siguiendo el espíritu de la época, pero muy por delante de sus contemporáneos en la comunidad médica, Arlie Bock, el nuevo profesor de Higiene y jefe del Servicio de Salud para Alumnos de Harvard, quiso alejarse de una investigación centrada en qué empeoraba la salud de la gente y centrarse en qué la mejoraba. Al menos la mitad de los jóvenes elegidos para el estudio solo podían permitirse acudir a Harvard gracias a la ayuda de becas y trabajando para contribuir a pagar la matrícula, mientras que otros provenían de familias acomodadas. Algunos podían remontarse en la historia familiar hasta la fundación del país y el 13 % de ellos tenían padres que habían migrado a Estados Unidos.
El segundo era un grupo de 456 chicos de los barrios marginales de Boston, como Henry Keane, seleccionados por distintos motivos: eran niños que se habían criado en algunas de las familias más desestructuradas de la ciudad y en los barrios más desfavorecidos, pero que a los catorce años, y a diferencia de algunos de sus coetáneos, habían logrado no caer en la delincuencia juvenil. Más del 60 % de estos adolescentes tenían al menos un progenitor que había migrado a Estados Unidos, la mayoría desde las zonas más pobres de Europa oriental y occidental y zonas de Oriente Medio o su ámbito, como la región de Siria y Turquía. Sus orígenes modestos y su condición de inmigrantes los marginaban por partida doble. Sheldon y Eleanor Glueck, abogado y trabajadora social, respectivamente, emprendieron el estudio con la idea de entender qué factores vitales prevenían la delincuencia; eligieron a aquellos chicos porque habían triunfado en ese frente.
Estos dos estudios empezaron por separado y con objetivos propios, pero luego se juntaron y ahora operan bajo el mismo mando.
Al unir los estudios, se entrevistó a todos los chicos de barrios marginales y de Harvard. Pasaron revisiones médicas. Los investigadores fueron a sus casas y entrevistaron a sus padres. Y luego, esos adolescentes se convirtieron en adultos de todas las clases sociales. Fueron operarios de fábrica y abogados, albañiles y médicos. Algunos desarrollaron alcoholismo. Unos pocos, esquizofrenia. Algunos ascendieron de clase social, de lo más bajo a lo más alto, y otros hicieron el trayecto inverso.
A los fundadores del Estudio Harvard les sorprendería y les encantaría ver que aún sigue en marcha y generando hallazgos únicos e importantes, algo que nunca se habrían imaginado. Y como director (Bob) y director adjunto (Marc) actuales, estamos profundamente orgullosos de poder explicarte algunos de ellos.
UNA LENTE QUE VE A TRAVÉS DEL TIEMPO
Los seres humanos están llenos de sorpresas y contradicciones. Entendernos no siempre es posible, ni siquiera (o deberíamos decir especialmente) a nosotros mismos. El Estudio Harvard nos proporciona una herramienta práctica única para penetrar en este misterio humano natural. Conocer un poco el contexto científico nos explicará por qué.
Los estudios sobre salud y comportamiento humanos suelen ser de dos tipos: transversales y longitudinales. Los transversales toman una sección del mundo en un determinado momento y la observan, más o menos como cuando cortas una tarta para ver sus capas. La mayoría de los estudios psicológicos y de salud se enmarcan en esta categoría, porque son los más eficientes en cuanto a inversión. Duran una cantidad finita de tiempo y tienen costes predecibles. Pero tienen una limitación fundamental, que a Bob le gusta ilustrar con el viejo chiste que dice que si solo nos fiáramos de los estudios transversales, podríamos llegar a la conclusión de que hay personas de Miami que eran cubanas al nacer y judías al morir. En otras palabras, los estudios transversales son «instantáneas» de la vida y pueden hacernos establecer conexiones entre dos cosas que realmente no están conectadas, porque omiten una variable crucial: el tiempo.
Por otro lado, los estudios longitudinales examinan las vidas en el tiempo. Es decir, son largos. Muy largos. Hay dos formas de llevarlos a cabo. La primera ya la hemos mencionado y es la más habitual: pedir a las personas que recuerden su pasado. Esto se conoce como estudio retrospectivo.
Pero, como ya hemos explicado, estos estudios confían en la memoria. Veamos a Henry y Rosa. En sus entrevistas individuales de 2004, Charlotte les pidió, por separado, que le describieran cómo se habían conocido. Rosa explicó que había resbalado en el hielo delante del camión de Henry, que él la había ayudado y que más tarde lo había visto en un restaurante al que ella había ido con sus amigas.
—Fue divertido y nos reímos —dijo Rosa—, porque él llevaba un calcetín de cada color y yo pensé: «Qué mal está este chico, ¡necesita a alguien como yo!».
Henry también recordaba que Rosa había resbalado en el hielo.
—Entonces, tiempo después, la vi sentada en una cafetería —contó él— y ella me pilló mirándole las piernas. Pero lo que me había llamado la atención era que llevaba una media de cada color: una roja y una negra.
Estos desacuerdos son habituales en las parejas y cualquiera que haya tenido una relación larga estará familiarizado con ellos. Así que siempre que tu pareja y tú no coincidáis sobre datos de vuestra vida en común estarás asistiendo al fracaso de los estudios retrospectivos.
El Estudio Harvard no es retrospectivo, sino prospectivo. Nosotros preguntamos a nuestros participantes cómo es su vida, no cómo era. Aunque a veces, como en el ejemplo de Henry y Rosa, les preguntamos también por el pasado para estudiar la naturaleza de la memoria (cómo se procesan y recuerdan los sucesos en el futuro), en general lo que queremos es hablar del presente. En este caso, sabemos qué versión de los calcetines/medias es más correcta, porque le preguntamos a Henry cómo había conocido a Rosa el año en que se casaron.
—Yo llevaba un calcetín de cada color y ella se fijó —dijo en 1954—. Hoy en día ella no permitiría que eso pasara.
Los estudios prospectivos como este, que abarcan toda una vida, son escasísimos. Los participantes abandonan, cambian de nombre o se mudan sin notificarlo. La financiación se acaba, los investigadores pierden el interés. De media, los estudios prospectivos longitudinales más exitosos conservan entre el 30 y el 70 % de sus participantes. Algunos solo duran unos cuantos años. Por lo que sea, el Estudio Harvard ha conservado una tasa de participación del 84 % durante ochenta y cuatro años y aún sigue adelante hoy en día.
MUCHAS PREGUNTAS. DE VERDAD. MUCHAS.
Cada historia vital de nuestro estudio longitudinal se construye sobre los cimientos de la salud y los hábitos del participante; un mapa de su realidad física y su comportamiento en la vida a lo largo del tiempo. Para crear un relato completo de su salud recopilamos información de forma regular sobre su peso, el ejercicio que hace, los hábitos de consumo de alcohol y tabaco que tiene, sus niveles de colesterol, cirugías, complicaciones. Todo su historial médico. También recopilamos otros hechos básicos, como la naturaleza de su empleo, el número de amigos íntimos que tiene, sus aficiones y actividades de ocio. A un nivel más profundo, diseñamos preguntas para sondear su experiencia subjetiva y aspectos menos cuantificables de sus vidas. Les preguntamos por su satisfacción con el trabajo y con su pareja; por sus métodos para resolver conflictos; por el impacto psicológico de matrimonios y divorcios, nacimientos y muertes. Les preguntamos por los recuerdos más entrañables que tienen de sus madres y padres; por sus lazos emocionales (o la ausencia de estos) con sus hermanos. Les pedimos que nos describan detalladamente los peores momentos de sus vidas; que nos digan a quién, si es que lo hay, llamarían si se despertaran aterrorizados en mitad de la noche. Estudiamos sus creencias espirituales y sus orientaciones políticas; si van a la iglesia y participan en actividades en su comunidad; sus objetivos vitales y fuentes de preocupación. Muchos de nuestros participantes fueron a la guerra, lucharon, mataron y vieron morir a sus amigos; tenemos sus relatos y sus reflexiones en primera persona sobre estas experiencias.
Cada dos años les enviamos largos cuestionarios que incluyen espacios para respuestas abiertas y personalizadas; cada cinco años recopilamos sus historiales médicos completos; y cada quince años más o menos nos reunimos con ellos cara a cara en, por ejemplo, un porche en Florida o una cafetería en el norte de Wisconsin. Tomamos notas sobre su aspecto y su comportamiento, su nivel de contacto visual, su ropa y sus condiciones de vida.
Sabemos quién desarrolló alcoholismo y quién se está recuperando de él. Sabemos quién votó a Reagan, quién a Nixon y quién a John Kennedy. De hecho, antes de que su expediente fuera adquirido por la Biblioteca Kennedy, sabíamos a quién votó el propio Kennedy, porque era uno de nuestros participantes.
Siempre les hemos preguntado qué tal les iba a sus hijos, si los tenían. Ahora se lo preguntamos directamente a ellos, hombres y mujeres que son baby boomers, y algún día esperamos poder preguntárselo a los hijos de sus hijos.
Tenemos muestras de sangre y de ADN y montones de electrocardiogramas, resonancias magnéticas, electroencefalogramas y otros estudios cerebrales por imagen. Y tenemos veinticinco cerebros donados por participantes en un último acto de generosidad.
Lo que no sabemos es cómo se usarán estas cosas, si es que se usan, en estudios futuros. La ciencia, como la cultura, está en perpetua evolución y, aunque la mayoría de los datos del estudio recopilados en el pasado han demostrado ser útiles, algunas de las variables medidas de forma más cuidadosa en los inicios solo se incluyeron a causa de premisas profundamente sesgadas.
En 1938, por ejemplo, se consideraba que el tipo físico era muy importante a la hora de predecir la inteligencia e, incluso, la satisfacción vital (se presumía que los mesomorfos —los de tipo atlético— tenían ventaja en la mayoría de las áreas). Se creía que la forma y las protuberancias del cráneo estaban relacionadas con la personalidad y las capacidades mentales. Por motivos que desconocemos, una de las preguntas del cuestionario inicial era: «¿Tienes muchas cosquillas?». Siguió formulándose durante cuarenta años, por si acaso.
Con ocho décadas a nuestras espaldas, ahora sabemos que esas ideas son desde ligeramente descabelladas a sencillamente erróneas. Es posible, o incluso probable, que algunos de los datos que recopilamos hoy en día se observen con los mismos recelos o generen la misma confusión dentro de ochenta años.
Lo importante aquí es que todos los estudios son producto de su época y de los seres humanos que los ejecutan. En el caso del Estudio Harvard, estos seres humanos eran mayoritariamente blancos, de mediana edad, con educación superior, heterosexuales y hombres. Debido a los sesgos culturales y a que tanto la ciudad de Boston como la Universidad de Harvard estaban conformadas por una población mayoritariamente blanca, los fundadores del estudio optaron por el cómodo camino de analizar solo a hombres blancos. No es un hecho aislado, sino algo que el Estudio Harvard debe asumir, así como debe trabajar para corregirlo. Y aunque hay pequeños hallazgos que solamente se aplican a uno o ambos de los grupos que empezaron el estudio en la década de 1930, esos no se encuentran en este libro. Afortunadamente, ahora podemos comparar los descubrimientos de la muestra original del Estudio Harvard con nuestra muestra ampliada (que incluye a esposas, hijos e hijas de los participantes originales) y también con investigaciones que incluyen a personas con trasfondos culturales y económicos, identidades de género y etnicidades más diversas. En las páginas que vienen a continuación haremos hincapié en los hallazgos corroborados por otros estudios, que se han demostrado ciertos para mujeres, personas racializadas, miembros del colectivo LGBTIQ+, un rango amplio de grupos socioeconómicos en su globalidad: para todos. El objetivo de este libro es ofrecer lo que hemos aprendido sobre la condición humana, lo que el Estudio Harvard tiene que decir sobre la experiencia universal de estar vivo.
Marc ha dado clases en una universidad femenina durante más de veinticinco años y, cada curso, un grupo de alumnas brillantes y emocionadas solicitan participar en su investigación sobre el bienestar y sobre cómo evolucionan las vidas de las personas a lo largo del tiempo. Ananya, de la India, fue una de ellas. A ella le interesaba especialmente la relación entre la adversidad y el bienestar adulto. Marc le contó a Ananya que el Estudio Harvard tenía muchos datos sobre cientos de personas a lo largo de toda su vida adulta. Pero eran hombres, blancos y habían nacido más de siete décadas antes que Ananya. La estudiante planteó en voz alta qué podía aprender de las vidas de personas tan distintas de ella, en especial de viejos blancos nacidos hacía mucho tiempo.
Marc le propuso que dedicara el fin de semana a leer el expediente de un solo participante del Estudio Harvard y que volvieran a hablar la semana siguiente. Ananya llegó entusiasmada a la reunión y, antes de que Marc pudiera formular la pregunta, le dijo que quería llevar a cabo una investigación sobre los hombres del Estudio Harvard. Lo que la convenció fue la riqueza de la vida documentada en el expediente que leyó. Aunque las particularidades de la vida de aquel participante eran muy diferentes de las de la suya en muchos sentidos (él se había hecho adulto en otro continente, había vivido con una piel blanca en lugar de marrón, se identificaba como un hombre y no como una mujer, no había ido a la universidad, etcétera), Ananya se vio reflejada en algunas de sus experiencias psicológicas y en las dificultades a las que se había enfrentado.
Esta historia se ha repetido casi todos los años; aún más en los últimos, a medida que la psicología y el mundo de fuera han empezado a reflexionar sobre las graves disparidades existentes relacionadas con los trasfondos étnicos y culturales. El propio Bob experimentó dudas similares cuando le propusieron unirse al Estudio Harvard como su nuevo director. Él también tenía reparos sobre la relevancia de esas vidas y la validez de algunos de los métodos de investigación. Se tomó una semana para leerse de arriba abajo unos cuantos expedientes y se enganchó enseguida, igual que Ananya. Y esperamos que a ti te suceda lo mismo. Ha transcurrido un siglo entero desde el nacimiento de nuestra primera generación de participantes, pero los humanos son igual de complejos que siempre y el trabajo no tiene fin. A medida que el Estudio Harvard entra en la siguiente década, seguimos refinando y ampliando nuestra recopilación de información con la idea de que cada dato, cada reflexión personal o cada sentimiento crea una imagen más completa de la condición humana y puede ayudar en el futuro a responder preguntas que ahora no podemos ni imaginar. Aunque, claro está, ninguna imagen de una vida humana puede ser del todo completa.
Aun así, esperamos que nos acompañes mientras nos sumergimos en algunas de las cuestiones más esquivas sobre el desarrollo humano. Por ejemplo: ¿por qué las relaciones son, al parecer, la clave para una vida próspera? ¿Qué factores de la primera infancia condicionan la salud física y mental en la edad adulta y en la tercera edad? ¿Qué factores están asociados de forma más rotunda con una mayor esperanza de vida? ¿O con relaciones más sanas? Resumiendo:
¿QUÉ HACE BUENA UNA VIDA?
Cuando les preguntan qué esperan de la vida, muchas personas responden que lo único que quieren es «ser feliz». Lo cierto es que Bob diría lo mismo. Es una respuesta increíblemente vaga, pero que, de alguna manera, lo resume todo. Marc seguramente se tomaría un momento y diría: «Pero es más que eso. ¿Qué significa ser feliz? ¿Cómo se manifestaría en tu vida?».
Una forma de responder a esto podría ser preguntarle a la gente qué los hace felices y después buscar los puntos en común. Pero, como demostraremos, la dura realidad que a todos nos convendría aceptar es que a las personas se nos da fatal saber qué nos conviene. Hablaremos de ello más adelante.
Más importante que la respuesta que pueda dar una persona a esta pregunta son los mitos interiorizados y no verbalizados sobre cómo es una vida feliz. Son muchos, pero el principal es la idea de que la felicidad es algo que se consigue. Como si fuera un premio que se puede enmarcar y colgar en la pared. O como si fuera un destino y una vez superados todos los obstáculos del camino llegaras allí por fin y te pasaras en ese lugar el resto de tu vida.
Como es obvio, la cosa no funciona así.
Hace más de dos mil años, Aristóteles usó un término que aún hoy se emplea ampliamente en psicología: eudemonía, que se refiere a un estado de profundo bienestar en el que la persona experimenta que su vida tiene sentido y propósito. A menudo se contrapone a la hedonía (de donde procede el término «hedonismo»), que se refiere a la felicidad efímera de distintos placeres. En otras palabras: la felicidad hedónica es a lo que te refieres cuando dices que te lo estás pasando bien, mientras que la felicidad eudemónica es a lo que nos referimos cuando decimos que la vida es buena. Es la sensación de que, fuera de este instante, independientemente de lo placentero o desagradable que sea, tu vida vale la pena y es valiosa para ti. Es el tipo de bienestar que aguanta los altibajos.
No te preocupes, no vamos a estar todo el rato hablando de «tu felicidad eudemónica». Pero déjame decirte cuatro cosas sobre lo que sí vamos a decir y lo que significa: a algunos psicólogos no les gusta la palabra «felicidad» porque puede referirse a cualquier cosa, desde un placer temporal hasta la acepción casi mítica del propósito eudemónico que muy pocos llegan a alcanzar en la realidad. Así que, en lugar de felicidad, hay otros términos más matizados como «bienestar» y «prosperidad» que se han convertido en habituales en la literatura psicológica popular. En este libro vamos a usarlos. A Marc le gusta especialmente «prosperidad» porque se refiere a un estado activo y constante de convertirse en algo, en lugar de un estado de ánimo. Pero también usaremos la palabra «felicidad», a veces por el simple motivo de que es lo que decimos de forma cotidiana. Nadie pregunta: «¿Qué tal anda tu prosperidad?». Lo que decimos es: «¿Eres feliz?». Y así es como, en conversaciones informales, ambos acabamos hablando de nuestra investigación. Hablamos sobre salud y felicidad, sentido y propósito. Pero nos referimos a la felicidad eudemónica. Y a pesar de la incertidumbre sobre el mundo, cuando las personas dejan de darle vueltas a lo que significa de verdad, resulta un término natural. Cuando una pareja habla de su nuevo nieto, dice: «Estamos muy felices»; o cuando alguien en terapia describe su matrimonio como «infeliz» está claro que la palabra se refiere a una calidad de vida permanente y no a una sensación pasajera. Ese es el sentido en el que usamos el término en este libro.
DE LOS DATOS A NUESTRA VIDA COTIDIANA
Quizá te estés preguntando por qué estamos tan seguros de que las relaciones tienen un papel protagonista en nuestra salud y nuestra felicidad. Cómo es posible separar las relaciones de los aspectos económicos, de la buena o la mala suerte, de las infancias difíciles o de cualquier otra circunstancia importante que afecte a la forma en que nos sentimos en nuestro día a día. ¿De verdad es posible responder a la pregunta de qué hace buena una vida?
Tras estudiar centenares de vidas enteras, podemos confirmar lo que, en el fondo, todos sabemos: que existe un amplio rango de aspectos que contribuyen a la felicidad de una persona. El delicado equilibrio entre factores económicos, sociales, psicológicos y de salud es complejo y cambia continuamente. Casi nunca se puede decir, sin lugar a duda, que un único factor sea la causa de un resultado concreto y la gente siempre te sorprende. Dicho esto, sí que existen algunas respuestas a la pregunta. Si observas el mismo tipo de datos repetidamente a lo largo del tiempo, procedentes de muchas personas y estudios, empiezan a surgir patrones y quedan claros los predictores del florecimiento humano. Entre los muchos predictores de la salud y la felicidad, desde una buena dieta y ejercicio hasta el nivel de ingresos, una vida con buenas relaciones destaca por su potencia y consistencia.
El Estudio Harvard no es la única investigación longitudinal de más de una década de duración sobre la prosperidad psicológica humana y hemos consultado de forma consistente y deliberada los demás estudios para ver si los hallazgos son robustos en las distintas épocas y entre distintos tipos de personas. Cada estudio tiene sus propias idiosincrasias, así que la replicación de los hallazgos entre ellos es científicamente convincente.
Estos son algunos ejemplos de otras investigaciones longitudinales que representan en conjunto a decenas de miles de personas:
El British Cohort Studies incluye a cinco grupos grandes y representativos del país nacidos en años concretos (empieza con un grupo de baby boomers nacidos justo después de la Segunda Guerra Mundial y el más reciente incluye a un grupo de niños nacidos al inicio del actual milenio) y los ha seguido a lo largo de toda su vida.
El Mills Longitudinal Study ha seguido a un grupo de mujeres desde que acabaron el instituto en 1958.
El Dunedin Multidisciplinary Health and Development Study empezó estudiando al 91 % de los niños nacidos en una pequeña ciudad de Nueva Zelanda en 1972 y sigue haciéndolo ahora que son adultos (recientemente han empezado a seguir también a sus hijos).
El Kauai Longitudinal Study duró tres décadas e incluyó a todos los niños nacidos en la isla hawaiana de Kauai en 1955, la mayoría de origen japonés, filipino y hawaiano.
El Chicago Health, Aging and Social Relations Study (CHASRS), que empezó en 2002, ha estudiado de forma intensiva a un grupo diverso de hombres y mujeres de mediana edad durante más de una década.
El estudio Healthy Aging in Neighborhoods of Diversity across the Life Span (HANDLS) ha estado examinando la naturaleza de las fuentes de disparidad en la salud de miles de adultos negros y blancos (con edades entre los treinta y cinco y los sesenta y cuatro años) en la ciudad de Baltimore desde 2004.
Por último, en 1947, el Student Council Study empezó a monitorizar las vidas de mujeres y hombres elegidos representantes del consejo escolar en las universidades Bryn Mawr, Haverford y Swarthmore. Este estudio fue en parte planteado por investigadores que habían desarrollado el Estudio Harvard y estaba diseñado explícitamente para capturar la experiencia de mujeres, las cuales no fueron incluidas en la muestra original del Estudio Harvard. Duró más de tres décadas y hace poco se redescubrieron sus archivos originales. Debido a la conexión entre el Student Council Study y el Estudio Harvard, conoceremos a algunas de esas mujeres en este libro.
Todos estos estudios, así como nuestro Estudio Harvard, son testigos de la importancia de las conexiones humanas. Muestran que las personas más conectadas con la familia, los amigos y la comunidad son más felices y están físicamente más sanas que las personas que están peor conectadas. La salud de las personas que están más aisladas de lo que desean se deteriora antes que la de quienes se sienten conectados con los demás. Las vidas de quienes se sienten solos también son más cortas. Por desgracia, la sensación de desconexión está creciendo en todo el mundo. Aproximadamente uno de cada cuatro estadounidenses dice sentirse solo, es decir, más de sesenta millones de personas. En China, la soledad entre los adultos más mayores se ha incrementado notablemente en los últimos años y Gran Bretaña ha creado un Ministerio de la Soledad para encargarse de lo que se ha convertido en un problema de salud pública.
Son nuestros vecinos, nuestros hijos; somos nosotros. Existen multitud de motivos sociales, económicos y tecnológicos detrás de esto, pero, independientemente de las causas, los datos no pueden ser más claros: la sombra de la soledad y la desconexión social se cierne sobre nuestro moderno y «conectado» mundo.
Quizá te estés preguntando si hay algo que puedas hacer al respecto en tu vida. Si las cualidades que nos convierten en personas tímidas o sociales están incrustadas en nuestra personalidad. Si estamos predestinados a que nos quieran o a quedarnos solos, a ser felices o infelices. Si las experiencias de nuestra infancia nos definen para siempre. Son preguntas que nos hacen a menudo. En realidad, la mayoría de ellas se reducen a este temor: ¿es demasiado tarde para mí?
Eso es algo a lo que el Estudio Harvard se ha esforzado en dar respuesta. El anterior director del estudio, George Vaillant, dedicó una parte considerable de su carrera a estudiar si la forma en la que las personas responden a las dificultades vitales, sus estrategias de afrontamiento, pueden cambiar. Gracias al trabajo de George y al trabajo de otros, podemos decir que la respuesta a la pregunta imperecedera de si es demasiado tarde para mí es un NO rotundo.
Nunca es tarde. Es cierto que tanto tus genes como tus experiencias moldean tu forma de ver el mundo, de interactuar con los demás y de responder a los sentimientos negativos. Y, desde luego, también es cierto que las oportunidades para el progreso económico y la dignidad humana básica no están al alcance de todos por igual, y que algunos de nosotros nacemos en posiciones muy desventajosas. Pero tu forma de ser en el mundo no es inamovible. Puede cambiar. Tu infancia no marca tu destino. Tu disposición natural no marca tu destino. El barrio en el que te criaste no marca tu destino. La investigación lo demuestra sin duda alguna. Nada de lo que ha sucedido en tu vida te impide conectar con los demás, prosperar ni ser feliz. La gente piensa a menudo que una vez alcanzas la edad adulta, ya está: que tu vida y tu forma de vivirla están fijadas. Pero lo que vemos al observar el conjunto de la investigación sobre el desarrollo en adultos es que, sencillamente, eso no es así. Los cambios significativos son posibles.
Hace un momento hemos dicho una cosa. Hemos hablado de personas que están más aisladas de lo que les gustaría. Hemos usado esa frase a conciencia, porque la soledad no solo es la distancia física con los demás. El número de personas que conoces no determina necesariamente tu experiencia de conexión o soledad. Tampoco lo hacen tus condiciones de vida ni tu estado civil. Puedes sentirte solo en medio de una multitud y puedes sentirte solo en un matrimonio. De hecho, sabemos que los matrimonios muy conflictivos y con poco afecto pueden ser peores para la salud que un divorcio.
Lo que importa aquí es la calidad de tus relaciones. Hablando claro, vivir rodeado de relaciones cariñosas protege nuestro cuerpo y nuestra mente.
La idea de protección es importante aquí. La vida es dura y a veces se vuelve completamente en nuestra contra. Las relaciones cariñosas y con conexión nos protegen frente a los golpes y las heridas de la vida y el envejecimiento. Cuando ya habíamos seguido a las personas del Estudio Harvard hasta sus ochenta años, quisimos echar la vista atrás, hacia su mediana edad, para ver si podíamos predecir quién se convertiría en un octogenario sano y feliz y quién no. De modo que reunimos todo lo que sabíamos de ellos a los cincuenta años y vimos que no eran sus niveles de colesterol en la mediana edad lo que predecía cómo iban a envejecer: era lo satisfechos que estaban con sus relaciones. Las personas que estaban más satisfechas con sus relaciones a los cincuenta años eran los más sanos (mental y físicamente) a los ochenta.
A medida que investigamos más esta conexión, las pruebas que la respaldaban se acumularon. Nuestros hombres y mujeres con pareja más felices decían, a los ochenta años, que los días que tenían más dolor físico su ánimo era igual de feliz. Pero cuando las personas que estaban en relaciones infelices informaban de dolor físico, su estado de ánimo empeoraba, lo que les causaba también dolor emocional. Otros estudios llevan a conclusiones parecidas sobre el poderoso papel que tienen las relaciones. Unos cuantos ejemplos claves de algunas de las investigaciones longitudinales mencionadas anteriormente:
Con una cohorte de 3720 adultos blancos y negros (con edades entre treinta y cinco y sesenta y cuatro años), el estudio Healthy Aging in Neighborhoods of Diversity across the Life Span (HANDLS) observó que los participantes que recibían más apoyo social también mostraban menos depresión.
En el Chicago Health, Aging and Social Relations Study (CHASRS), un estudio representativo de los habitantes de Chicago, los participantes que estaban en relaciones satisfactorias declaraban tener niveles más altos de felicidad.
En el estudio de la cohorte de recién nacidos de Dunedin, Nueva Zelanda, las conexiones sociales en la adolescencia predecían el bienestar en la edad adulta mejor que los logros académicos.
La lista continúa. Pero, por supuesto, la ciencia no es el único ámbito del conocimiento humano que tiene algo que decir sobre la buena vida. De hecho, la ciencia es una recién llegada.
NUESTROS ANCESTROS NOS LLEVAN VENTAJA
La idea de que las relaciones sanas son buenas para nosotros ha sido enunciada por filósofos y religiones desde hace milenios. En cierto modo, es destacable que a lo largo de la historia las personas que han intentado entender la vida humana hayan llegado a conclusiones muy parecidas. Pero tiene sentido. Aunque nuestra tecnología y nuestras culturas cambian constantemente, más deprisa que nunca, los aspectos fundamentales de la experiencia humana perduran. Cuando Aristóteles desarrolló la idea de eudemonía, se basaba en su observación del mundo, sí, pero también en sus sentimientos; los mismos que experimentamos nosotros en la actualidad. Cuando, hace más de veinticuatro siglos, Lao-Tse dijo: «Cuanto más das a los demás, mayor es tu abundancia», estaba enunciando una paradoja que aún nos acompaña. Vivieron en otras épocas, pero su mundo sigue siendo el nuestro. Su sabiduría es nuestra herencia y deberíamos aprovecharla.
Nos fijamos en estos paralelismos con el saber antiguo para situar la ciencia en un contexto más amplio y subrayar el sentido eterno que tienen estas preguntas y hallazgos. Con pocas excepciones, la ciencia no se ha interesado mucho en nuestros ancestros ni en la sabiduría recibida. Desde que emprendió su propio camino tras la Ilustración, la ciencia ha sido como el joven héroe que acude a una misión en busca de conocimiento y verdad. Puede que hayamos tardado siglos, pero, en cuanto al bienestar humano, estamos a punto de cerrar el círculo. El conocimiento científico está alcanzando por fin a la sabiduría que ha sobrevivido el paso del tiempo.
EL TORTUOSO CAMINO DEL DESCUBRIMIENTO
Cada día, los dos venimos a trabajar para enfrentarnos a la pregunta de qué hace buena una vida. A lo largo de los años, algunos resultados nos han sorprendido. Cosas que teníamos asumidas han resultado no ser así. Cosas que asumíamos que serían falsas han resultado ser verdaderas. En las páginas siguientes lo compartiremos todo, o gran parte de ello, contigo.
En los próximos cinco capítulos exploraremos la naturaleza elemental de las relaciones y concretaremos la forma de aplicar en nuestra vida las lecciones más potentes del libro. Hablaremos sobre cómo conocer tu lugar en el mundo y saber en qué punto estás según la esperanza de vida humana puede ayudarte a encontrar sentido y felicidad en tu día a día. Analizaremos una idea que tiene una importancia enorme: la «buena forma social» y el porqué es tan crucial como la buena forma física. Veremos cómo la curiosidad y la atención pueden mejorar las relaciones y el bienestar; y ofreceremos algunas estrategias para gestionar el hecho de que las relaciones también nos resulten a veces nuestra mayor dificultad.
En los últimos capítulos, indagaremos en los detalles prácticos de algunos tipos de relaciones, desde lo que importa en la intimidad a largo plazo hasta cómo la experiencia temprana en familia afecta al bienestar y qué hacer al respecto, pasando por las a menudo infravaloradas oportunidades de conexión que ofrece el lugar de trabajo y los sorprendentes beneficios de todos los tipos de amistad. Y a lo largo de todo el camino compartiremos la ciencia de donde procede ese conocimiento y escucharemos hablar a los participantes en el Estudio Harvard sobre la influencia de estos factores en sus vidas reales, en tiempo real, durante casi un siglo.
Como director y director adjunto hemos dedicado nuestras vidas al Estudio Harvard y a lo que este nos puede enseñar sobre la felicidad. Nuestra fascinación por la condición humana es una bendición (y una dolencia). Bob es psiquiatra y psicoanalista y dedica muchas horas diarias a hablar con gente sobre sus más hondas preocupaciones. Además de dirigir el Estudio Harvard, enseña psicoterapia a jóvenes psiquiatras. Lleva treinta y cinco años casado, tiene dos hijos mayores y en sus horas libres se pasa mucho tiempo sobre el cojín de meditación practicando y enseñando budismo zen. Marc es psicólogo clínico y profesor y lleva treinta años enseñando y preparando a nuevos psicólogos e investigadores. Él también es terapeuta en activo, lleva muchos años casado y está criando a dos hijos. Gran aficionado a los deportes, en sus horas libres se le puede ver a menudo conectando con otros en una cancha de tenis (y, cuando era más joven, en una de baloncesto).
Nuestra amistad y colaboración como investigadores se remonta a treinta años. Nos conocimos en el Massachusetts Mental Health Center, una organización comunitaria icónica donde ambos trabajábamos con personas que se enfrentaban a enfermedades mentales en un contexto social y económico terriblemente desfavorable. Ambos sentimos el impulso de entender las experiencias de personas de trasfondos muy distintos al nuestro, tanto en nuestro trabajo clínico como en nuestros análisis sobre vidas a lo largo del tiempo.
Treinta años después seguimos siendo amigos, colaborando en la investigación y esforzándonos al máximo para dirigir el enorme cofre del tesoro de historias vitales que es el Estudio Harvard hacia su segundo siglo de vida. Al saber sobre estos individuos y sus familias también hemos aprendido, y seguimos haciéndolo, valiosas lecciones sobre nosotros mismos y cómo dirigir nuestras vidas. Este libro es un intento de compartirlas, así como de darle voz al inestimable regalo que los participantes del Estudio Harvard le han hecho al mundo. Al fin y al cabo, ellos no consintieron en participar solo por investigadores como nosotros. Lo hicieron por todo el mundo, en todas partes. Sus vidas son el corazón que late en el interior de este libro.
Nosotros ya conocemos cuál es el resultado de trasladar este conocimiento a otros. En el transcurso de nuestras carreras, hemos dado cientos de conferencias sobre los hallazgos que compartiremos en los siguientes capítulos y hemos puesto en orden todo lo que hemos aprendido en nuestra Fundación Lifespan Research, una ONG dedicada a transmitir la sabiduría del desarrollo vital a las revistas académicas y a herramientas que puedan usar las personas para mejorar sus vidas. Una y otra vez, distintas personas se han acercado a nosotros al acabar charlas y talleres para decirnos que han sentido un gran alivio al oír lo que hemos aprendido, porque dichas lecciones dejan algo muy claro: después de todo, una buena vida no siempre está fuera de nuestro alcance. No está aguardándonos en un futuro lejano, tras alcanzar el éxito en una carrera de ensueño. No está esperando a entrar en escena después de que consigamos una enorme cantidad de dinero. La buena vida está justo delante de ti, a veces incluso a mano. Y empieza ahora.