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2. POR QUÉ LAS RELACIONES IMPORTAN

Las mejores ideas no se esconden en rincones brumosos. Están frente a nosotros, ocultas a plena vista.

RICHARD FARSON y RALPH KEYES

Piensa en la sensación de querer a alguien o de saber que alguien corresponde tu amor. Piensa en cómo lo experimentas en el cuerpo, en la calidez y el bienestar. Ahora valora la sensación parecida, pero distinta, de conexión cuando un buen amigo te ayuda en un mal momento. O la euforia duradera cuando alguien a quien respetas te dice que está orgulloso de ti. Piensa en la sensación de que te conmuevan hasta las lágrimas. O de cuando te recargas un poco de energía al compartir unas risas con un compañero de trabajo. Valora el dolor físico de perder a alguien querido. O incluso el placer momentáneo de saludar de lejos al cartero.

Esas sensaciones, grandes y pequeñas, están conectadas con procesos biológicos. Igual que nuestro cerebro responde a la presencia de alimento en nuestra tripa y nos recompensa con emociones agradables, lo mismo hace ante el contacto positivo con los demás. De hecho, el cerebro nos dice: «Sí, dame más, por favor». Las interacciones positivas le dicen a nuestro cuerpo que estamos a salvo, reducen nuestra excitación física e incrementan nuestra sensación de bienestar. En cambio, las experiencias e interacciones negativas nos hacen sentir que estamos en peligro y, por ende, estimulan la producción de hormonas del estrés, como adrenalina y cortisol. Estas hormonas forman parte de una cascada de reacciones físicas que aumentan nuestra alerta y nos ayudan a responder a situaciones de importancia crítica: es la respuesta de «lucha o huida». Son una parte importante de lo que nos genera la sensación de estrés.

Confiamos en los avisos de las hormonas del estrés y en las sensaciones placenteras porque nos guían ante las dificultades y oportunidades que se nos presentan en la vida. Evita el peligro, busca la conexión.

Estas reacciones ante situaciones gratificantes y amenazadoras son fruto de una larga historia relacionada con la evolución. Los Homo sapiens llevamos cientos de miles de años caminando por el planeta con estas guías biológicas vitales incrustadas en nuestro interior. Esa punzada de alegría que sientes cuando un bebé se ríe de tu mueca ridícula está ligada biológicamente a la que sintió tu ancestro lejano cuando hizo reír a un bebé en el año 100 000 a. C.

Los humanos prehistóricos se enfrentaban a amenazas que apenas podemos concebir hoy. Tenían cuerpos parecidos, pero la tecnología primitiva solo les proporcionaba una protección mínima ante el entorno y los depredadores y prácticamente no tenían remedios para las heridas y otros problemas de salud. Un dolor de muelas podía acabar en muerte. Sus vidas eran cortas, difíciles y seguramente aterradoras. Y aun así sobrevivieron. ¿Por qué?

Un motivo importante es un rasgo que los primeros Homo sapiens compartían con otras muchas especies animales exitosas: sus cuerpos y sus cerebros evolucionaron para promover la cooperación.

Sobrevivieron porque eran sociales.

El animal humano actual no es muy distinto, aunque el proyecto de supervivencia ha adquirido nuevos significados y se enfrenta a nuevas complicaciones. En comparación con los siglos anteriores, el siglo XXI está cambiando más rápido que nunca y muchas de las amenazas a las que ahora nos enfrentamos son obra nuestra. Además de las dificultades relacionadas con el cambio climático, la creciente desigualdad de ingresos y las enormes complicaciones que crean las nuevas tecnologías de la comunicación, debemos enfrentarnos con nuevas amenazas a nuestros estados mentales internos. La soledad es más ubicua que nunca y nuestros cerebros antiguos, diseñados para buscar la seguridad de los grupos, experimentan esos sentimientos negativos como amenazas vitales, lo que conduce al estrés y la enfermedad. Con cada año que pasa, la civilización se enfrenta a nuevos desafíos, inimaginables hace solo cincuenta años. También a nuevas opciones, lo que significa que la variedad de caminos vitales es ahora más amplia que nunca. Pero, independientemente del ritmo de cambio y de las decisiones que podemos tomar muchos de nosotros en la actualidad, hay algo que no ha cambiado: el animal humano ha evolucionado para estar conectado con otros humanos.

Decir que los seres humanos necesitan relaciones cariñosas no es una idea sentimentaloide. Es un hecho demostrado. Los estudios científicos nos lo han repetido una y otra vez: los seres humanos necesitamos nutrición, ejercicio, un propósito y los unos a los otros.

Nos piden a menudo que resumamos los hallazgos del Estudio Harvard. La gente quiere saber qué es lo más importante que hemos aprendido. Ambos sentimos una resistencia natural a las respuestas simples, así que la conversación acostumbra a no ser todo lo breve que le gustaría a quien pregunta. Pero cuando pensamos a fondo sobre la señal consistente que nos llega tras ochenta y cuatro años de estudio y cientos de artículos de investigación, el mensaje es sencillo:

Las relaciones positivas son esenciales para el bienestar humano.

Vamos a arriesgarnos a asumir que, si estás leyendo este libro, te interesa informarte o al menos sientes curiosidad por saber qué hace buena una vida. Quieres una existencia que tenga sentido, propósito y alegría, y quieres salud. Si avanzamos un poco en nuestra suposición, podríamos asumir también que ya has intentado ser feliz y tener salud y te has esforzado todo lo posible para lograrlo. Tienes alguna idea sobre quién eres, lo que te gusta y lo que no y sobre tus habilidades emocionales y sociales. Día a día intentas vivir tu mejor vida. Y, si te pareces a la mayoría de nosotros, no siempre lo consigues.

A lo largo de este libro abordaremos algunas de las razones más habituales por las que a las personas les cuesta encontrar la felicidad y la satisfacción en la vida, pero hay un par de verdades generales que habría que tener en cuenta desde un principio.

La primera es: puede que la buena vida sea la principal preocupación de la mayoría de las personas, pero no es la de la mayoría de las sociedades modernas. La vida actual es una gran mezcla de prioridades sociales, políticas y culturales que compiten entre sí y algunas de ellas tienen poco que ver con mejorar las vidas de las personas. El mundo moderno prioriza muchas cosas a la experiencia vivida de los seres humanos.

El segundo motivo está relacionado con este y es aún más fundamental: nuestro cerebro, el sistema más misterioso y sofisticado del universo conocido, a menudo nos confunde en nuestra misión de encontrar el placer y la satisfacción duraderas. Puede que seamos capaces de alcanzar hitos extraordinarios en cuanto a intelecto y creatividad, puede que hayamos hecho un mapa del genoma humano y hayamos caminado por la luna, pero, cuando se trata de tomar decisiones sobre nuestras vidas, a los humanos no se nos suele dar bien saber lo que nos conviene. El sentido común sobre esta área de la vida no es muy sensato. Es muy difícil darse cuenta de qué importa de verdad.

Estas dos cosas —el torbellino de la cultura y los errores que cometemos al prever qué nos hará felices— están interconectadas y tienen un papel diario en nuestra existencia. A lo largo de una vida, su influencia es significativa. La cultura en la que vivimos nos empuja en direcciones concretas, a veces sin que nos demos cuenta, y nosotros obedecemos, fingiendo de puertas para afuera que sabemos lo que estamos haciendo, pero en un estado de confusión de bajo nivel de puertas para adentro.

Antes de hablar un poco más sobre las formas, tanto culturales como personales, en las que podemos desviarnos de la buena vida, vamos a ver las trayectorias personales de dos participantes del Estudio Harvard que ya han atravesado toda la tormenta, para ver qué pueden enseñarnos sus experiencias sobre lo que importa y lo que no.

LA SUERTE EN EL SORTEO

En 1946, tanto John Marsden como Leo DeMarco se encontraban frente a una importante encrucijada en sus vidas. Ambos tenían la suerte de haberse graduado hacía poco en Harvard y ambos se habían presentado como voluntarios para servir en la Segunda Guerra Mundial; John no pudo entrar en acción por problemas de salud y sirvió en Estados Unidos, Leo lo hizo en la Armada en el Pacífico sur. Una vez que la guerra hubo terminado, los dos estaban a punto de dar el primer paso para adentrarse en el resto de sus vidas. Ambos contaban con lo que la mayoría de la gente consideraría una ventaja (o más de una): la familia de John tenía dinero, la de Leo era de clase media alta, ambos se habían graduado en una universidad de élite y ambos eran hombres blancos en una sociedad que concedía privilegios a los hombres blancos. Por no mencionar que, después de la guerra, se concedieron muchas ayudas sociales y económicas a los veteranos tanto en las comunidades locales como a nivel federal mediante legislación ad hoc. Parecía que la buena vida los esperaba.

Mientras que casi dos tercios de los hombres elegidos originalmente para el Estudio Harvard procedían de los barrios más pobres y desfavorecidos de Boston, el tercio restante eran estudiantes de Harvard. Criados para triunfar, todos esos universitarios podrían haber protagonizado una campaña sobre la buena vida en Estados Unidos. Como John y Leo, algunos procedían de familias acomodadas, la mayoría quería casarse y desarrollar una carrera profesional y muchos alcanzaron el éxito económico y laboral.

Este es un ejemplo de cómo el sentido común puede desviarnos del camino. Muchos asumimos que las condiciones materiales de las vidas de las personas determinan su felicidad. Damos por hecho que aquellos con menos ventajas deben de ser menos felices y que quienes tienen más, deben de serlo también más. La ciencia nos cuenta una historia más compleja. Cuando estudias las vidas de miles de individuos, emergen patrones que no siempre encajan con las ideas populares sobre cómo deberían ser las cosas. Las vidas individuales como las de John y Leo nos ofrecen una perspectiva de lo que de verdad importa.

John tenía que elegir: quedarse en Cleveland, trabajar en la oficina de la franquicia de productos textiles de su padre y acabar heredándola o perseguir su sueño de toda la vida de ir a la Facultad de Derecho (acababan de aceptarlo en la Universidad de Chicago). Tenía la suerte de poder elegir. Observando únicamente los detalles de su vida, muchos pensarían que John estaba destinado a ser feliz.

Decidió ir a la Facultad de Derecho. John siempre había sido un estudiante diligente y siguió siéndolo. Según su propio relato, su éxito se debió más al esfuerzo que a una inteligencia especial. Contó en el estudio que su principal motivación era el miedo al fracaso y que incluso evitó salir con chicas para no distraerse. Cuando se graduó, estaba cerca de los primeros de la clase y empezó a considerar atractivas ofertas de trabajo hasta decidirse por un despacho que priorizaba el tipo de servicio público al que él esperaba dedicarse. Empezó a trabajar como consultor para el Gobierno federal sobre servicios públicos de la Administración y también a dar algunas asignaturas en la Universidad de Chicago. Aunque a su padre le decepcionó que no siguiera con el negocio familiar, también estaba orgulloso de él. John estaba encaminado.

Leo, por otro lado, siempre había soñado con convertirse en escritor y periodista. Estudió Historia en Harvard y durante la guerra llevó un diario meticuloso, con la idea de usarlo algún día para escribir un libro. Sus experiencias bélicas lo convencieron de que iba por el buen camino: quería escribir sobre cómo la historia afecta a las vidas de la gente corriente. Pero mientras estaba fuera de casa, su padre murió y, poco después de su regreso, le diagnosticaron a su madre la enfermedad de Parkinson. Dado que era el mayor de tres hijos, decidió mudarse a Burlington, Vermont, para cuidarla y estar a su lado, y pronto acabó dando clases en un instituto.

Poco después de empezar a trabajar como profesor, Leo conoció a Grace, una mujer de quien se enamoró profundamente. Se casaron enseguida y en un año tuvieron a su primer hijo. Después de eso, las líneas generales de sus vidas quedaron prácticamente fijadas. Él siguió dando clases en el instituto durante los siguientes cuarenta años y nunca persiguió su sueño de ser escritor.

Vamos a dar un salto de veintinueve años hasta febrero de 1975. Ambos hombres tienen cincuenta y cinco años. John se casó a los treinta y cuatro y es un abogado de éxito que gana 52 000 dólares anuales. Leo sigue siendo profesor de instituto y gana 18 000 dólares al año. Un día, los dos reciben por correo el mismo cuestionario.

Vamos a imaginar que John Marsden está en su despacho de abogados, sentado en su mesa, entre citas, y Leo DeMarco en su mesa del instituto de Burlington mientras sus alumnos de noveno grado intentan resolver un examen de historia. Los dos hombres responden preguntas sobre su salud y su historia familiar reciente, entre otras, y, al final, los dos llegan a una serie de ciento ochenta preguntas de verdadero/falso. Entre ellas, esta:

A la que John (el abogado) responde:

Verdadero.

Y Leo (el profesor) responde:

Falso.

Y esta:

A lo que John contesta:

Verdadero.

Y Leo:

Falso.

Los dos siguen respondiendo preguntas sobre su consumo de alcohol (ambos se toman una copa todos los días), sus hábitos de sueño, sus ideas políticas, su práctica religiosa (los dos van a la iglesia todos los domingos) y después llegan a estas dos preguntas:

John:

…es capaz de responder a sus impulsos internos.

Leo:

…siente que su familia lo quiere a pesar de todo.

Y:

John:

…es agradable.

Leo:

…es agradable (¡hasta cierto punto!).

John Marsden, uno de los miembros del estudio con más éxito profesional, también era uno de los menos felices. Como Leo DeMarco, quería estar cerca de los demás, como muestra su última respuesta, y quería a su familia, pero también mostró sentimientos constantes de desconexión y tristeza a lo largo de toda su vida. Lo pasó mal en su primer matrimonio y se distanció de su hijo. Cuando volvió a casarse a los sesenta y dos años, empezó muy pronto a describir esa relación como «falta de amor», aunque duraría hasta el final de su vida. Más tarde hablaremos sobre el camino hacia la desesperanza de John y sobre algunos de los factores que seguramente moldearon su sufrimiento, pero hay un rasgo en concreto de su vida que nos interesa en especial ahora mismo: a pesar de que John se esforzaba mucho por ser feliz, se pasó todas las etapas vitales preocupado por sí mismo y por lo que él denominaba sus «impulsos internos». Empezó su profesión esperando mejorar la vida de los demás, pero con el tiempo asoció sus logros cada vez menos con ayudar a la gente y más con el éxito profesional. Convencido de que su carrera y sus triunfos le darían la felicidad, nunca fue capaz de encontrar un camino hacia la alegría.

Por otro lado, Leo DeMarco pensaba en sí mismo sobre todo en relación con los demás; su familia, su instituto y sus amigos aparecían a menudo en sus informes y solía considerárselo uno de los hombres más felices del estudio. Pero cuando una de las investigadoras de Harvard entrevistó a Leo en su mediana edad, escribió: «Salgo de la visita con la impresión de que el sujeto es, bueno…, un tipo corriente».

Sin embargo, según su propio relato, Leo vivió una vida rica y satisfactoria. No salió en el telediario y su nombre no se conoce fuera de su comunidad, pero tuvo cuatro hijas y una esposa que lo adoraban, fue recordado con cariño por sus amigos, colegas y alumnos, y a lo largo de su vida se calificó a sí mismo como «muy feliz» o «extremadamente feliz» en los cuestionarios del estudio. A diferencia de John, Leo consideraba que su trabajo tenía sentido, porque los beneficios que obtenían los demás de sus clases le proporcionaban placer.

Ahora, al rememorar la existencia de ambos, es fácil ver los vínculos entre lo que cada uno creía, las decisiones que tomó y cómo se desarrollaron sus vidas. Pero ¿por qué es tan difícil tomar en el momento decisiones que beneficien nuestro bienestar? ¿Por qué muy a menudo pasamos por alto fuentes de felicidad que tenemos delante de nuestras narices? Un experimento llevado a cabo por investigadores de la Universidad de Chicago arroja luz sobre una pieza central del puzle.

EXTRAÑOS EN UN TREN

Imagina que vas en un tren. A tu alrededor solo hay desconocidos. Te gustaría tener el viaje más placentero posible y, para ello, puedes elegir entre hablar con un extraño o quedarte en silencio. ¿Qué haces?

Sabemos lo que hacemos la mayoría: nos quedamos en silencio con nuestras cosas. ¿Quién quiere tratar con un extraño al azar? Seguramente será un pesado. Además, queremos adelantar trabajo o disfrutar de algo de música o de un pódcast.

Este tipo de predicción sobre qué nos hará felices se conoce en psicología como «pronóstico afectivo». Nos pasamos la vida haciendo pronósticos sobre cómo nos harán sentir las cosas, tanto grandes como pequeñas. Los investigadores de la Universidad de Chicago convirtieron su tren local en un experimento sobre pronósticos afectivos. Pidieron a los viajeros que predijeran cuál de los escenarios —hablar con un extraño o seguir con sus cosas— derivaría en una experiencia más positiva. Pidieron a un grupo que conectara a propósito con un desconocido cercano y a otro que siguiera desconectado. Cuando acabó el viaje, les preguntaron cómo había ido.

Antes del viaje, la gente predijo en su mayoría que hablar con alguien a quien no conocían sería una mala experiencia y que seguir con sus cosas sería mucho mejor. Estaban pronosticando qué los haría felices y qué los amargaría. Sin embargo, la experiencia real fue la contraria a la esperada. Cuando les dijeron a los viajeros que entablaran conversación, la mayoría tuvo una experiencia positiva y calificó su viaje como mejor de lo habitual y quienes normalmente trabajaban en el tren afirmaron que el viaje no había sido menos productivo por hablar con un extraño.

Hay muchas investigaciones como esta que sugieren que los seres humanos son malos en el pronóstico afectivo. No solo en situaciones a corto plazo como el estudio del tren, sino también a largo plazo. Somos especialmente malos a la hora de pronosticar los beneficios de las relaciones. Esto se debe, en gran parte, a que las relaciones pueden ser complicadas e impredecibles, y estas complicaciones son uno de los motivos que hacen que muchos de nosotros prefiramos la soledad. No es solo que busquemos estar a solas: es que queremos evitar los posibles problemas que genera conectar con los demás. Sin embargo, sobreestimamos las complicaciones, pero infravaloramos los efectos beneficiosos de la conexión humana. Esta es una característica de nuestra toma de decisiones en general: prestamos mucha atención a los posibles costes y quitamos importancia o no prestamos atención a los posibles beneficios.

Esta es la situación en la que nos encontramos muchos de nosotros. Evitamos cosas que creemos que nos harán sentir mal y perseguimos cosas que pensamos que nos harán sentir bien. Nuestros instintos no siempre nos desvían, pero hay áreas importantes en las que esto sí pasa. Como John Marsden, muchos acabamos tomando decisiones bastante importantes (como qué carrera elegir) o nimias (como no hablar nunca con extraños) basándonos una y otra vez en un pensamiento defectuoso que parece perfectamente lógico. Pocas veces tenemos la oportunidad de ser conscientes de nuestro error.

Esto ya sería suficientemente difícil si viviéramos en un vacío donde no hubiera fuerzas externas que afectaran a nuestras elecciones; el problema se complica cuando sometemos nuestra toma de decisiones a las influencias culturales a las que nos enfrentamos, que contienen en sí mismas ideas que nos pueden desviar del buen camino. No somos los únicos que hacemos pronósticos sobre qué nos hará felices: la cultura en la que vivimos también lo hace por nosotros.

BAJO EL HECHIZO DE LA CULTURA

En su discurso de inauguración del curso del Kenyon College en 2005 el escritor David Foster Wallace empleó una parábola para explicar una verdad imborrable:

Había una vez dos peces jóvenes que, mientras nadaban, se encontraron por casualidad con un pez mayor que avanzaba en dirección contraria. El pez mayor los saludó con la cabeza y les dijo: «Buenos días, chicos. ¿Cómo está el agua?».

Los dos peces jóvenes siguieron nadando un trecho. Finalmente, uno de ellos miró al otro y le dijo: «¿Qué demonios es el agua?».

Cada cultura, tanto la de una nación como la de una familia, es en todos los sentidos al menos parcialmente invisible para quienes participan de ella. Existen sobreentendidos, juicios de valor y prácticas importantes que crean el «agua» en la que nadamos sin que nos percatemos ni estemos necesariamente de acuerdo con ellos. Sencillamente, nos encontramos en este mundo y avanzamos como podemos. Estas características culturales afectan prácticamente a todo en nuestras vidas, a menudo de formas positivas, conectándonos con los demás y creando identidades y sentido. Pero existe una contraprestación. A veces, los mensajes y prácticas culturales apuntan en direcciones opuestas al bienestar y la felicidad.

De modo que vamos a detenernos un momento, como animaba Wallace a hacer a los estudiantes, para observar las «aguas culturales».

En las décadas de 1940 y 1950, cuando John, Leo y los participantes originales del Estudio Harvard estaban haciéndose adultos, la cultura estadounidense estaba cargada de sobreentendidos —igual que lo está hoy y lo estará mañana— sobre cómo tenía que ser una buena vida. Estos sobreentendidos se filtraban en sus vidas y, lo que es más importante, en sus decisiones vitales. John, por ejemplo, estaba convencido de que estudiar Derecho y ser abogado, una profesión respetada, sentaría las bases de su felicidad futura. La cultura en la que creció creó las condiciones para que su creencia pareciera una perogrullada.

Este es un terreno complicado, porque las cosas que nos animan a perseguir nuestras respectivas culturas, dinero, logros, estatus y demás rara vez son espejismos obvios. El dinero nos permite adquirir cosas importantes que necesitamos para nuestro bienestar; los logros suelen ser satisfactorios y buscarlos puede proporcionarnos objetivos que aporten un propósito a nuestras vidas y nos permitan avanzar hacia nuevos y emocionantes entornos; y el estatus nos proporciona cierto respeto social que nos permite llevar a cabo cambios positivos. Pero el dinero, los logros y el estatus tienden a acaparar nuestras prioridades. Esto también es una función de nuestros cerebros antiguos: nos centramos en lo más visible y lo más inmediato. El valor de las relaciones es efímero y difícilmente cuantificable, pero el dinero sí se puede contar. Los logros pueden listarse en un currículum y los seguidores en redes sociales aparecen en la esquina superior derecha de la pantalla. Todas estas victorias contables nos proporcionan pequeñas descargas de sentimientos que nos gustan, sensaciones placenteras, remanentes de esas señales antiguas. A medida que avanzamos por la vida vemos como se acumula todo esto y, por lo tanto, perseguimos dichos objetivos, a veces sin pensar en por qué lo hacemos. Pronto nos encontramos más allá del contexto en el que estos objetivos culturalmente aprobados afectan a nuestra vida y a los demás de formas positivas y se convierten en finalidades en sí mismos. Así, la persecución de objetivos se convierte en abstracta, más simbólica que tangible, y la búsqueda de una vida mejor empieza a parecerse a correr en círculos.

Hay mucho que decir al respecto de estos objetos de deseo y sus puntales psicológicos, pero para ilustrar esto vamos a observar más de cerca una piedra angular emblemática, un sobreentendido persistente y compartido por muchas culturas en todo el mundo, que no solo es antiguo, sino que no tiene visos de desaparecer: la idea de que la base de una buena vida es el dinero.

Por supuesto, muy poca gente diría esto, así tal cual, sin reírse, pero hay señales por todas partes de que esta creencia sigue siendo potente. La vemos en la ecuación que iguala un trabajo bien pagado con un «buen» trabajo, en la fascinación con los ultramillonarios, en un sistema educativo cada vez más pragmático («Estudias para conseguir un trabajo “mejor”»), en las promesas glamurosas de los productos de consumo y en muchos otros ámbitos vitales. Esta es una historia tan intrínseca a las aguas culturales que sobrevive a pesar de que filósofos, escritores y artistas lleven miles de años advirtiendo sobre el poder de seducción de la riqueza.

Aristóteles, por ejemplo, subrayó este problema hace dos mil años. «La vida basada en ganar dinero está sometida a la compulsión —escribió— y, evidentemente, la riqueza no es el bien que buscamos, ya que esta solo es útil para conseguir otra cosa.»

Podríamos hacer una lista con cientos de reflexiones similares articuladas en todas las épocas históricas («El dinero nunca ha hecho feliz a ningún hombre ni lo hará», según Ben Franklin, o «Que el dinero no sea tu objetivo. En lugar de eso, persigue las cosas que te encanta hacer y hazlas de manera que las personas no puedan dejar de mirarte», según Maya Angelou…). Todos estos sentimientos se reducen y cristalizan en un refrán convertido en cliché: «El dinero no da la felicidad».

La idea es tan habitual que se ha incorporado en las culturas capitalistas de todo el mundo. Las personas se dicen unas a otras constantemente que el dinero no es la respuesta y, sin embargo, el dinero sigue siendo el principal objeto de deseo en casi cualquier sociedad.

El principal motivo de esto no es ningún misterio. La idea de que el dinero da la felicidad conserva su halo porque vemos todos los días sus efectos sobre las vidas de la gente.

En Estados Unidos, la desigualdad de ingresos lleva décadas aumentando y está conectada con otras muchas, desde diferencias en el acceso a la atención sanitaria hasta el hecho de que los ricos viven más cerca de sus lugares de trabajo. El efecto global del dinero es tan significativo que las personas con ingresos altos tienen una esperanza de vida entre diez y quince años superior a las de ingresos bajos. Lo mismo sucede con los hombres del Estudio Harvard: de media, los universitarios tenían ingresos muy superiores a los de los barrios marginales de Boston y los primeros vivieron 9,1 años más que los segundos.

Así que la idea de que el dinero sea, tal vez, un elemento importante de la felicidad resulta, en cierto modo, una afirmación de sentido común. Y, sin embargo, no es del todo cierta. Para entender hasta qué punto afecta el dinero a la felicidad y el bienestar, tenemos que profundizar más y preguntarnos, como sugería Aristóteles: ¿para qué sirve el dinero?

DE QUÉ HABLAMOS CUANDO HABLAMOS DE DINERO

En 2010, Angus Deaton y Daniel Kahneman, de la Universidad de Princeton, intentaron cuantificar la relación entre dinero y felicidad usando una encuesta Gallup de un año de duración, la cual obtuvo una base de datos gigantesca de 450 000 respuestas diarias de una muestra representativa a nivel nacional de mil personas.

Deaton y Kahneman mostraron que, en Estados Unidos, el número mágico parecía ser, en ese momento, 75 000 dólares. Una vez los ingresos de un hogar superaban los 75 000 dólares anuales, una cifra cercana a los ingresos familiares medios en Estados Unidos en el momento del estudio, la cantidad de dinero que ganaba la gente no mostraba una relación directa con los informes diarios sobre disfrute y risas, que se usaban como indicadores del bienestar emocional.

Los hallazgos de este estudio parecen reforzar la idea de que el dinero no da la felicidad, pero la otra mitad del hallazgo parece igual de significativa: para quienes ganaban menos de 75 000 dólares al año, un aumento de ingresos sí se relacionaba, modestamente, con una mayor felicidad.

Cuando el dinero escasea y las necesidades básicas no pueden cubrirse con certeza, la vida puede ser increíblemente estresante y, en este contexto, cada dólar importa. Tener una cantidad básica de dinero permite a las personas cubrir esas necesidades, tener cierto control sobre su existencia y, en muchos países, tener acceso a unas mejores condiciones de vida y atención sanitaria.

El estudio de Deaton y Kahneman es memorable por haber estimado la cantidad de dólares necesarios para que la felicidad se estanque, pero lo que explica no era nuevo. Es consistente con otras investigaciones que han usado distintos métodos y han sido llevadas a cabo en distintos países y culturas con distintos niveles de riqueza. Estos estudios se han centrado tanto en la forma en la que el dinero afecta a la felicidad individual como en si el incremento de la riqueza de la nación afecta a la felicidad global de la población. Independientemente de la metodología y el ámbito, estos estudios apuntan a conclusiones similares: el dinero importa más en los niveles más bajos de ingresos, donde un dólar, un euro, una rupia o un yuan se usa para cubrir necesidades básicas y proporcionar sensación de seguridad. Una vez superado ese umbral, el dinero no parece importar mucho, si es que lo hace, en relación con la felicidad. Como dijeron Deaton y Kahneman en su estudio: «Más dinero no da necesariamente más felicidad, pero menos dinero sí se asocia con dolor emocional».

En los niveles más bajos de ingresos, el dinero aporta beneficios tangibles necesarios para la supervivencia, la seguridad y la sensación de control. Pero en niveles ligeramente más altos de ingresos (no necesariamente 75 000 dólares), la idea de dinero empieza a ser algo abstracta y se convierte en otras cosas, como estatus y orgullo.

Puede que nada de esto te sorprenda. Puede que, para ti, el dinero no esté relacionado con las cosas materiales ni con el estatus, sino con la libertad. Quizá piensas que el dinero tiene mucho poder en el mundo y que, cuanto más poseas, más capacidad de control y decisión tendrás.

Es comprensible pensar así. El dinero está profundamente arraigado en los cimientos de las sociedades modernas. Está ligado a los logros, al estatus, a la valía personal, a la sensación de libertad y autodeterminación, a la capacidad de cuidar y proporcionar alegría a nuestras familias, a divertirse. A todo. Es natural que lo concibamos como un medio clave mediante el cual interactuar con el mundo y perseguir muchas cosas en la vida.

Incluso Leo DeMarco, el maestro, que construyó su vida en torno a la conexión con su familia y sus alumnos, estaba muy pendiente del dinero. Además de sus ahorros para la jubilación, reservó durante muchos años una pequeña cantidad que usó para comprarse una barca de pesca (que su hija mayor bautizó como Dolores). Esa barca aparecía en todos los recuerdos de sus hijos. Leo usó el dinero como un medio para alcanzar algunas satisfacciones personales, objetivos que lo conectaban con las personas a las que quería.

Sin embargo, cuando el dinero se convierte en el objetivo en lugar de ser una herramienta, se une a otros objetos de deseo persistentes que la cultura que nos rodea imbuye de importancia. Cosas como la fama o una carrera exitosa. O, como dicen Richard Sennett y Jonathan Cobb en su libro The Hidden Injuries of Class («Las heridas de clase ocultas»), «medallas a la habilidad». Es decir, méritos personales reconocidos públicamente.

Parte de nuestra felicidad también depende de lo que vemos cuando miramos a nuestro alrededor. Compararnos forma parte de la naturaleza humana. ¿Cómo de grande es la brecha entre lo que vemos a nuestro alrededor, en el mundo real, en las redes sociales y en el mundo del entretenimiento, y lo que creemos posible en nuestras vidas? La investigación ha demostrado que cuanto más nos comparamos con los demás, incluso cuando esta comparación nos beneficia, menos felices somos. Y cuanto mayor es la disparidad que observamos, mayor es nuestra infelicidad. De modo que, como tantas otras cosas relacionadas con la felicidad, el efecto del dinero en nosotros es a la vez sencillo y complicado. Pero tal vez el motivo por el que nunca damos con la respuesta a la cuestión de si el dinero da la felicidad es porque estamos planteando una pregunta errónea.

Tal vez la correcta es: ¿qué es lo que de verdad me hace feliz?

UN CHICO DE CHARLESTOWN

Cuando Alan Silva tenía catorce años le encantaban las películas. En el verano de 1942 consiguió un trabajo de limpiabotas en Thompson Square, de modo que dos veces por semana podía ir al cine de Charlestown y pasar la tarde con James Cagney o Susan Hayward. Iba tanto con amigos como, cuando ellos no podían, solo. Veía todas las películas dos veces y, si no eran buenas, la segunda vez se quejaba al taquillero. De vuelta a casa a veces pasaba por el puerto de Charlestown para ver quién había, ya que era miembro del club de vela, una organización local que enseñaba a los niños a navegar. Si no había nada interesante en el puerto, iba a Chelsea Street a esperar que pasara una camioneta de reparto adecuada, una con un buen guardabarros, para intentar subirse detrás y volver a casa. Pero eso último era un secreto.

—No, él no se sube a las camionetas —afirmó su madre en el Estudio Harvard—. Le he dicho que podría perder las piernas.

Como la mayoría de los chicos de Boston del estudio, la familia Silva era pobre. El padre de Alan era un inmigrante portugués; trabajaba como maquinista en el astillero naval y sus ingresos solo le permitían poner comida en la mesa. Alan, un chico inquieto y activo, vivía feliz sin conocer los problemas económicos que atravesaban sus padres.

El investigador que lo entrevistó a los catorce años lo describió como «muy aventurero».

—Llega corriendo y sin aliento —dijo su madre— y después habla, habla y habla.

Tendía a darle bastante libertad, algo de lo que su suegra, que vivía con ellos en su piso de tres habitaciones, se quejaba siempre, porque pensaba que Alan se juntaría con la gente equivocada, empezaría a robar y su vida se iría al garete.

—No soy muy estricta —nos explicó su madre—. Le dejo hacer lo que hacen los demás chicos. Es normal. Mi madre era demasiado estricta y eso me ponía de mal humor. Yo ahora leo libros de psicología infantil.

Además de aventurero, Alan era ambicioso. Cuando no estaba en el cine, ni navegando ni subiéndose a camionetas, estaba en casa trasteando con un mecano que le había regalado su padre por Navidad. Quería aprenderlo todo sobre construcción. Creía que tenía control sobre su vida, lo que también lo condujo a creer algo que muchos otros chicos de Boston del estudio no creían: que podría ir a la universidad.

Los dos grupos del Estudio Harvard —los hombres de Boston y los universitarios— son distintos en muchos aspectos. En conjunto, ambos reflejan algunas realidades difíciles sobre los efectos de la pobreza y las diferencias en las trayectorias vitales de la clase obrera y la profesional.

Pero hay determinadas ventajas relacionales que conservan su poder independientemente de esta división socioeconómica. En el caso de Alan Silva, él tenía una madre que lo quería, que lo defendía, que creía en él y animaba sus aspiraciones. Gracias en parte a su aliento y su apoyo, Alan Silva fue uno de los pocos hombres de Boston que fueron a la universidad. Poco después de sacarse el título de Ingeniería Eléctrica fue contratado por una empresa telefónica y tuvo una larga carrera antes de jubilarse a los cincuenta y seis años.

Con noventa y cinco, a Alan ya no le interesan las películas nuevas, pero sigue viendo sus clásicos favoritos por televisión. Cuando le preguntaron en 2006 qué era lo que más lo enorgullecía de su vida, no habló de su carrera profesional ni de su título universitario:

—Este año haremos cuarenta y ocho de casados. Los niños salieron bien y los nietos también. Estoy orgulloso de mi familia.

La historia de Alan pone de manifiesto las lecciones del Estudio Harvard sobre el poder de las relaciones y nos recuerda una verdad importante: todos nos enfrentamos a una mezcla abundante de cosas que no podemos controlar y otras que sí. Cada cual debe encontrar la manera de jugar las cartas que ha recibido.

¿QUÉ CAPACIDAD TENEMOS DE CONTROLAR NUESTRA FELICIDAD?

La felicidad y la libertad empiezan cuando se entiende perfectamente cierto principio. Algunas cosas están bajo nuestro control. Y otras no.

EPÍCTETO, Disertaciones

Epícteto, otro gran filósofo griego, nació esclavo, de modo que el control constituía un tema personal en su caso. Ni siquiera sabemos qué nombre le puso su madre; Epícteto es una palabra griega que significa «adquirido». Cuando nos obsesionamos con cosas que quedan fuera de nuestro control, decía Epícteto, nos amargamos. De modo que un proyecto vital importante es distinguir cuáles son esas cosas.

La «Oración de la serenidad» del teólogo Reinhold Niebuhr es una versión moderna de esta idea y, aunque la versión original es algo distinta, suele citarse habitualmente así:

Dios, otórgame serenidad para aceptar lo que no puedo cambiar, valentía para cambiar lo que sí puedo, y sabiduría para distinguir entre ambas cosas.

A menudo, la gente piensa (y es comprensible): «La felicidad verdadera está fuera de mi alcance, porque hay muchas cosas que no puedo evitar, porque son inamovibles. No tengo una buena genética; no soy extrovertido; sufrí traumas en el pasado a los que aún me enfrento; no tengo los privilegios que conceden ventaja a otras personas en este mundo desequilibrado e injusto».

Hay muchas cosas que importan en la lotería de la vida. Puede que no nos guste, pero hay características con las que nacemos, que están en nuestro cuerpo y en nuestro entorno, que afectan a nuestro bienestar y que también quedan fuera de nuestro control personal inmediato. La genética importa. El género importa. La inteligencia. La discapacidad. La orientación sexual. La etnicidad. Y todo esto importa, claro está, debido a nuestros sesgos y prácticas culturales. Los estadounidenses negros, por ejemplo, son uno de los grupos más desaventajados, si no el que más, de Estados Unidos. De media, los estadounidenses negros tienen menos ahorros, unas tasas más altas de entrada en prisión y peor salud que cualquier otro grupo étnico; todo ello contribuye a una desventaja socioeconómica persistente con la que es difícil romper. Como muestran el estudio de Deaton y Kahneman y muchos otros, el estatus socioeconómico puede afectar al bienestar socioeconómico.

Esto nos lleva de nuevo al Estudio Harvard y a una pregunta importante sobre su distribución étnica: ¿cómo pueden las vidas de hombres blancos como John, Leo y Henry, hombres que crecieron en Estados Unidos a mediados del siglo XX, decirnos algo sobre las mujeres o sobre personas racializadas modernas, sobre individuos de trasfondos, culturas y países completamente distintos? ¿Acaso los hallazgos del Estudio Harvard son relevantes para alguien fuera del segmento demográfico de sus participantes?

Cuando le preguntan a Marc sobre esto, él suele aludir a un llamativo e influyente artículo publicado en la revista Science. En él, se intentaba determinar si existía relación entre las conexiones sociales y el riesgo de morir a cualquier edad y, para ello, se recopilaban los datos de mujeres y hombres de cinco estudios distintos llevados a cabo en cinco lugares del mundo.

Uno de ellos era Evans County, en Georgia (Estados Unidos); otro era el este de Finlandia.

Seguramente hay pocas cosas que sean más distintas que la vida de una mujer negra criada en el sur de Estados Unidos en la década de 1960 y la de un hombre blanco que vive a la orilla de un lago helado en Finlandia. En casi todos los ámbitos vitales que puedas imaginar, se podría esperar encontrar enormes diferencias.

Los cinco estudios eran prospectivos y longitudinales; como el Estudio Harvard, observaban las vidas a medida que se desarrollaban.

Tanto en hombres como en mujeres, la geografía y la raza eran importantes, como lo son en muchos estudios. Los individuos de Evans County tenían, de media, las tasas de mortalidad más altas del estudio, y los del este de Finlandia, las más bajas. En Evans County, las personas negras tenían un riesgo más alto de morir que las blancas en cualquier momento de sus vidas, aunque la diferencia era relativamente pequeña en comparación con las diferencias entre Finlandia y Evans County. Vistas en su conjunto, estas diferencias son extremas y significativas. Pero esa es solo una parte de la historia. Si tiramos un poco más del hilo, los datos de hombres y mujeres en las cinco localizaciones muestran un patrón notablemente parecido: las personas que estaban más conectadas socialmente tenían menos riesgo de morir a cualquier edad. Ya fueras una mujer negra de la Georgia rural o un hombre blanco finlandés, cuanto más conectado con los demás estuvieras, menor era tu riesgo de morir.

Esta consistencia en los hallazgos en distintas localizaciones y grupos demográficos es lo que los científicos denominan «replicación», el santo grial de la investigación, y no es fácil de encontrar. Solo porque un estudio científico dé con algo interesante, esto no significa que la cuestión quede zanjada. La buena ciencia precisa que los hallazgos sean replicados. Especialmente cuando el objeto de estudio es algo tan complejo como la vida humana, es crucial encontrar señales consistentes en muchos estudios, todos apuntando en una dirección parecida. Solo entonces podemos confiar en que lo que vemos no es una coincidencia.

Más de veinte años después de este análisis de cinco estudios, otro mucho más grande afianzó la conexión entre relaciones y riesgo de muerte. Julianne Holt-Lunstad y sus colegas analizaron 148 estudios llevados a cabo en países de todo el mundo (Canadá, Dinamarca, Alemania, China, Japón, Israel y otros) con un total combinado de más de 300 000 participantes. Este análisis repitió los hallazgos del estudio destacado en el artículo de Science: en todos los grupos de edad, géneros y etnicidades, las conexiones sociales sólidas se asociaban con un aumento de la probabilidad de vivir más años. De hecho, Holt-Lunstad y sus colegas cuantificaron la asociación: aunque resulte increíble, la conexión social incrementa en más de un 50 % la probabilidad de sobrevivir. En todos estos estudios, la tasa de mortalidad de los individuos con menos lazos era entre 2,3 (hombres) y 2,8 (mujeres) veces superior que la de los individuos con más lazos. Son interrelaciones muy importantes, comparables con las de los efectos del tabaquismo o de padecer un cáncer. Y fumar, en Estados Unidos, se considera la principal causa de muerte evitable.

El estudio de Holt-Lunstad se hizo en 2010. A medida que avanza el tiempo, estudio tras estudio, incluido el nuestro, se sigue reforzando la conexión entre buenas relaciones y buena salud, independientemente del lugar de residencia, edad, etnicidad o contexto de la persona. Aunque la vida de un niño italiano pobre criado durante la Gran Depresión en el sur de Boston y la de un graduado de Harvard en 1940 que llegó a convertirse en senador son bastante diferentes entre sí, y aún más de la de una mujer racializada moderna, todos compartimos una humanidad. Como la revisión de Holt-Lunstad, los análisis de cientos de estudios nos dicen que los beneficios básicos de la conexión humana no varían mucho entre barrios, ciudades, países o etnicidades. Es indiscutible que la disparidad existe en muchas sociedades: hay prácticas culturales y factores sistémicos que provocan cantidades significativas de desigualdad y dolor emocional. Pero la capacidad que tienen las relaciones para afectar a nuestro bienestar y salud es universal.

A medida que avancemos, nos centraremos en identificar qué puedes hacer, independientemente de la sociedad en la que vivas o del color de tu piel. Lo que queremos destacar son los factores maleables que se ha demostrado que afectan a la calidad de vida individual en muchas circunstancias distintas: los factores que pueden tener un impacto en tu vida y que están bajo tu control.

Pero ¿qué tipo de impacto? ¿Cómo de importantes son las cosas que no podemos cambiar en comparación con las que sí?

Es una pregunta que nos plantean mucho y de muchas maneras. Uno de nosotros está charlando sobre nuestra investigación después de una conferencia o en una reunión informal y, de repente, alguien pone cara de preocupación y casi podemos saber lo que va a preguntar antes de que abra la boca:

—Si mis principales preocupaciones son el dinero y la salud, ¿lo que dices es relevante para mí?

O bien:

—Si soy tímido y me cuesta hacer amigos, ¿nunca tendré una buena vida?

O, como le preguntó una mujer hace poco a Bob:

—Si mi infancia fue mala, ¿estoy jodida?

Decir que algo importa y decir que tu destino está sellado son dos cosas muy distintas. En ciencia, los investigadores se centran en encontrar diferencias entre grupos. Usamos el desafortunado término «estadísticamente significativas» para indicar que estas diferencias parecen fiables. Sin embargo, hay diferencias muy pequeñas que pueden ser estadísticamente significativas; tan pequeñas que prácticamente no significan nada. Así que, además de decir que estos factores importan, tenemos que pensar en cuánto lo hacen.

CÓMO SE REPARTE EL PASTEL DE LA FELICIDAD

La investigadora y psicóloga Sonja Lyubomirsky argumenta, con evidencias abrumadoras, que de verdad existen respuestas a la pregunta «¿Qué nos hace felices?». En un análisis que habría enorgullecido a Epícteto, examinó hasta qué punto se puede cambiar nuestro nivel de felicidad.

Basándose en hallazgos de un gran número de estudios, desde la felicidad de gemelos criados en familias distintas hasta la conexión entre sucesos vitales y bienestar, intentó descubrir la mutabilidad de la felicidad. Investigaciones anteriores sugieren que los seres humanos tienen una «felicidad por defecto» (o «nivel basal de felicidad»), sobre la que influyen mucho la genética y los rasgos de personalidad. Independientemente de lo infelices que nos sintamos durante un tiempo o de lo magníficamente que lo hagamos en otro, acabamos desplazándonos hacia ese punto por defecto. Este es un hallazgo sólido del que hace décadas que se habla en la literatura psicológica. En general, después de que pase algo que nos ponga más contentos o más tristes, ese extra positivo o negativo empieza a disiparse y regresamos al nivel general de felicidad que hemos sentido siempre. Por ejemplo, un año después de ganar la lotería, los afortunados son indistinguibles del resto de nosotros en cuanto a felicidad.

Pero si te parece que la felicidad por defecto implica que nuestro bienestar es inmodificable vale la pena indicar que, en este caso, el vaso está medio lleno o, al menos, a un 40 %. Lyubomirsky y sus colegas usaron datos de investigaciones para estimar que nuestra actividad intencionada pesa mucho en lo relacionado con la felicidad. Nuestras acciones y decisiones suponen aproximadamente un 40 % de ella. Se trata de una parte medible que sigue bajo nuestro control.

Estos hallazgos ponen de manifiesto una de las verdades más esenciales y esperanzadoras sobre los seres humanos: nos adaptamos. Somos criaturas resilientes, trabajadoras y creativas que pueden sobrevivir a increíbles adversidades, reírse de las malas épocas y salir de ellas más fuertes. Pero hay otra vertiente de esto, tal y como nos muestra la idea de una «felicidad por defecto» y la investigación de los ganadores de la lotería: cuando las circunstancias mejoran, nos acostumbramos a ello. Nuestro bienestar emocional no puede mejorar hasta el infinito. Nos acomodamos. Tendemos a dar las cosas por descontadas. Este es un punto clave cuando hablamos de dinero. Quizá creas que obtener un salario de seis cifras o cambiar de empleo o de coche te hará feliz, pero muy pronto te acostumbrarás a esa situación y tu cerebro pasará al siguiente reto, al siguiente deseo. Ni siquiera quienes ganan la lotería se mantienen eufóricos para siempre.

Esto no señala un defecto del carácter humano, sino un hecho biológico: todos nos enfrentamos a las experiencias, tanto positivas como negativas, en el mismo terreno de juego psicológico y neurológico de nuestro cerebro. Aquí la ciencia encaja con un principio central del estoicismo y del budismo, así como de muchas otras tradiciones espirituales: la forma en la que nos sentimos no está tan determinada por lo que sucede a nuestro alrededor como por lo que sucede en nuestro interior.

David Foster Wallace, en el discurso de inauguración de Kenyon que citamos anteriormente, señaló lo que la cultura occidental moderna (aunque también otras) ha hecho con esos terrenos de juego que todos tenemos, al proporcionarnos

una riqueza y una comodidad y una libertad extraordinarias. La libertad de ser todos señores de esos reinos diminutos que tenemos en el cráneo, a solas en el centro de la creación entera. Se trata de una clase de libertad muy recomendable. Pero, por supuesto, hay muchas clases distintas de libertad, y de la más preciosa de todas no vais a oír hablar mucho en ese gran mundo de triunfos y logros y exhibiciones que hay ahí fuera. El tipo de libertad realmente importante implica atención y conciencia y disciplina y esfuerzo, y ser capaz de preocuparse de verdad por otras personas y sacrificarse por ellas, una y otra vez, en una infinidad de pequeñas y nada apetecibles formas, día tras día. Esa es la auténtica libertad.

EL MOTOR DE UNA BUENA VIDA

Leo DeMarco, el profesor de instituto, tuvo cuatro hijos. Tres de ellos siguieron participando en el estudio. En 2016, su hija Katherine acudió a nuestras oficinas para una entrevista y una serie de pruebas sobre su salud física y su enfoque para el abordaje de las dificultades emocionales. Durante estas visitas, que acostumbraban a durar medio día, pedíamos a los participantes que nos contaran recuerdos de momentos difíciles o «malos» de sus vidas. Estas experiencias son reveladoras tanto desde un punto de vista humano como científico, dado que los malos momentos acostumbran a enseñarnos cosas y también nos dan pistas sobre cómo se enfrenta la gente a las dificultades. Tras pedirle a Katherine que nos contara un mal momento, ella escribió sobre la siguiente experiencia:

Cuando mi marido y yo estábamos intentando tener un hijo por primera vez, tuve cuatro abortos en un periodo relativamente corto de tiempo. Esa fue, seguramente, la primera vez en mi vida que sentí que no tenía control sobre las cosas. Se suele decir que uno aprende más de los fracasos que de los éxitos y, si lo pienso, fue entonces cuando yo aprendí precisamente eso. Nos puso a prueba a mi marido y a mí y recuerdo entender que debíamos ir a una como pareja para que el deseo de convertirnos en una familia no consumiera por completo nuestras vidas. Fue un periodo muy triste para mi esposo y para mí. Pero también lo veo como una época en la que aprendimos de verdad a ser un «equipo» cuando las cosas se ponían difíciles. También elegimos de forma consciente no permitir que la experiencia de crear una familia invadiera toda nuestra vida. Nos teníamos mutuamente como compañeros y necesitábamos cuidarnos, con o sin hijos.

Las relaciones no solo son imprescindibles como trampolín para otras cosas y no son sencillamente una ruta funcional para obtener salud y felicidad. Son una finalidad en sí mismas. Katherine deseaba profundamente tener un hijo, pero entendía que cuidar su matrimonio era vital e importante en sí mismo, lograran o no alcanzar el objetivo de procrear. Aunque, como científicos, intentamos cuantificar los efectos de las relaciones sobre nosotros, estas están llenas de experiencias fugaces y en constante cambio y eso es, en parte, lo que las convierte en antídotos vivientes de la vida material repetitiva. Los demás siempre serán, de algún modo, escurridizos y misteriosos, y eso es lo que hace que las relaciones sean interesantes y merezcan nuestra atención independientemente de su utilidad inmediata. «El amor, por su propia naturaleza, no es mundano», escribió la filósofa Hannah Arendt.

Debido a su centralidad en nuestra experiencia diaria, las relaciones son una parte potente y pragmática del puzle que es nuestra vida. Ese valor pragmático cada vez se aprecia menos. Las relaciones son la base de nuestras vidas, intrínsecas a todo lo que hacemos y todo lo que somos. Incluso cosas como los ingresos y los logros que, a priori, parecen desconectadas de las relaciones, pueden ser, en la práctica, difíciles de separar de ellas. ¿Qué sentido tendrían los logros si no hubiera nadie cerca para apreciarlos? ¿Qué sentido tendrían los ingresos si no hubiera nadie con quien compartirlos, ningún entorno social que les diera sentido?

El motor de una buena vida no es el yo, como creía John Marsden, sino nuestra conexión con los demás, como demuestra la vida de Leo DeMarco. Los movimientos internos de la máquina que somos son las sensaciones que nos transmitieron nuestros ancestros, desde los mayores desengaños amorosos a la sutil sensación de camaradería pasando por la triste pérdida de la euforia del amor romántico (o, como lo denomina John Kabat-Zinn, tomando prestada una frase de la película Zorba, el griego, «la catástrofe total»). Es ahí donde tiene lugar la buena vida, en el tiempo real, en la experiencia momentánea de una conexión.

Quizá estás pensando, vale, sí, pero ¿cómo? ¿Cómo mejoro mis relaciones? No basta con chasquear los dedos. ¿Y cómo sería ese cambio? ¿Por dónde empiezo?

Cambiar tu vida, especialmente tus hábitos diarios, puede ser muy difícil. Muchos empezamos a mejorarla con las mejores intenciones y acabamos superados por la fuerza de nuestros hábitos mentales profundamente establecidos y la inercia de la cultura en la que vivimos. Al enfrentarnos a la complejidad de la vida es fácil decir: «Lo he intentado, pero no me sale. Me dejaré llevar y en paz».

Lo vemos todos los días en nuestra práctica profesional. Cuando una persona rema durante gran parte de su vida en una dirección que parece estar agotada, le cuesta abrirse a la posibilidad de que exista otro camino distinto y fértil.

La situación de Katherine podría haber empeorado fácilmente. Pero fue capaz de reconocer lo que no podía controlar, llevar un embarazo a término, y lo que sí, cuidar su matrimonio. Fueron capaces de mantener una relación íntima y comprensiva durante este periodo tan difícil de sus vidas. Afortunadamente, Katherine acabó quedándose embarazada y dando a luz a un hijo, al que ella se refería como su «bebé milagro». Pero incluso antes de que eso sucediera, ya había ganado una importante batalla. Se había enfrentado a una gran dificultad con la cabeza alta, había tomado buenas decisiones sobre cómo responder a ella y se había centrado en cuidar la relación que iba a verse más afectada y que más la iba a ayudar en aquel proceso.

Las vidas del Estudio Harvard y de muchos otros nos cuentan que toda existencia tiene giros y quiebros y que las decisiones que tomamos importan. Estas vidas son la prueba de que tenemos a nuestra disposición buenas oportunidades de mejorar nuestro bienestar emocional en todas las etapas y situaciones vitales.

Los capítulos que vienen a continuación contienen muchas investigaciones e historias personales y esperamos que reconozcas, especialmente en las historias, partes de ti y de tus seres queridos. También esperamos que estos relatos de errores y redención, de desconexión y amor, te animen a reflexionar sobre sus similitudes con tu vida, a pensar en las áreas en las que te va bien y en las que quizá quieras mejorar. Cada uno de nosotros tiene un almacén de experiencias al que recurrir, que puede apuntarnos en la dirección de la felicidad.

Empecemos con una lente amplia, una especie de observación a vista de pájaro de la línea temporal de una vida humana. Localizarte en ese mapa te ayudará a saber por dónde empezar. Porque antes de llegar a tu destino, tienes que saber a dónde vas.