3. LAS RELACIONES EN EL SINUOSO CAMINO DE LA VIDA
A menudo encontramos nuestro destino por los caminos que tomamos para evitarlo.
JEAN DE LA FONTAINE
A medida que Wes Travers se acercaba a los sesenta años, le dio por reflexionar. Volviendo la vista atrás, intentaba encajar sus experiencias pasadas con el hombre que era en aquel momento. ¿Cómo había llegado hasta allí? ¿Cuáles habían sido los puntos de inflexión? Solía regresar a un suceso en concreto, aunque apenas lo recordaba: cuando él tenía siete años, su padre llenó una maleta pequeña, salió por la puerta del piso familiar, que estaba en la tercera planta de un bloque de viviendas de alquiler en el West End de Boston, y nunca regresó. Wes, su madre y sus tres hermanos no tenían ni idea de cómo iban a ganarse la vida sin él, pero también sintieron cierto alivio. Mientras los niños habían sido pequeños, su padre había sido amable y atento. Pero a medida que crecieron, él cambió. Se volvió violento y proclive a los ataques de ira. Era habitual que les diera brutales palizas a sus hijos mayores, a menudo hasta que corría la sangre. Llegaba a casa borracho de madrugada. Era infiel a la madre de Wes. Cuando se fue, se instaló una nueva y deseada paz en el hogar. Pero también surgió una nueva serie de problemas y responsabilidades económicas para los niños, que tuvieron preocupaciones adultas demasiado pronto. La ausencia de su padre afectó en todos los aspectos a los años formativos de Wes.
—Me pregunto cómo habría sido mi vida si él no se hubiera ido —afirmó más tarde, en el estudio—. No sé si habría sido mejor o peor. Pero pienso en ello.
Cuando el Estudio Harvard conoció a Wes a los catorce años, su vida ya había pasado por una larga serie de dificultades. Su postura era algo encorvada y padecía estrabismo, una enfermedad que hacía que uno de sus ojos no se moviera en consonancia con el otro. Debido a su timidez y a problemas para expresar sus ideas con palabras, le costó contar al Estudio Harvard cómo era exactamente su vida, pero se las apañó para hacer una descripción básica. El colegio le costaba. No se podía concentrar, se embobaba y sacaba malas notas en todas las asignaturas. Cuando le preguntaron:
—¿A qué aspiras en la vida?
Wes respondió:
—A ser cocinero.
Como la mayoría de las personas a su edad (o a cualquier otra), a Wes le costaba visualizar nada más allá de su experiencia actual. Superado en aquel momento por sus problemas, no tenía planes y albergaba muy poca esperanza en el futuro. Pero el camino que tomaría aún no estaba decidido. Si pudiéramos viajar atrás en el tiempo y mostrarle a su yo adolescente lo que vendría, le sorprendería mucho la dirección que acabaría tomando su vida. Como veremos, no fue para nada como él la esperaba.
EL MAPA Y EL TERRITORIO
Una de las ventajas de un estudio longitudinal que dura toda una vida es que se puede usar para elaborar un mapa de toda la trayectoria de una persona a lo largo de su existencia. Esto permite ver los sucesos y problemas en mitad del flujo de todo lo que vino antes y después. Podemos identificar los giros y los callejones sin salida, las colinas y los valles, y hacernos una idea del viaje en su conjunto. No solo de lo que pasó, sino de cómo otras cosas podrían habernos conducido a otro lugar y por qué. Los expedientes se parecen un poco a las historias. Es difícil leerlos y no sentir nada por los participantes. Y está bien que así sea, porque, en primer lugar y por encima de todo, son relatos de aventuras personales de seres humanos. Sin embargo, cuando estos se combinan con otros cientos y se traducen cuidadosamente a números, se convierten en materia prima para la ciencia y muestran no solo vidas, sino patrones vitales.
Si comparas la línea temporal de tu vida con la de todos los demás lectores de este libro, verías como emergen patrones similares a los de los participantes del Estudio Harvard. Tu vida será única en algunos de sus detalles, como la de todo el mundo, pero también surgirán parecidos sorprendentes entre géneros, culturas, etnicidades, orientaciones sexuales y contextos socioeconómicos. Wes tuvo un padre maltratador, pero quizá tú conviviste con la crisis matrimonial de tus padres, lo que te causó una gran ansiedad, o tuviste un problema de aprendizaje que te hizo sufrir acoso y miedo en el colegio. Las experiencias humanas compartidas y los patrones vitales repetidos nos recuerdan que, independientemente de lo solos que nos sintamos cuando experimentamos dificultades o problemas, hay otras personas que han pasado por cosas parecidas en el pasado y otras que lo están haciendo ahora mismo. De este modo, el material científico aparentemente desprovisto de emoción puede resultar conmovedor: nos recuerda que no estamos solos.
Y, claro está, otra cosa que todos compartimos es la naturaleza cambiante de nuestras vidas e incluso de nosotros mismos. A menudo, esos cambios son tan graduales que no los vemos. Nuestra percepción es que somos como una roca, inmutable en el río, mientras el mundo fluye a nuestro alrededor. Pero esa percepción es un error. Estamos en perpetua transformación de lo que somos a lo que seremos.
Este capítulo va de observar a vista de pájaro esos patrones y el sinuoso camino del cambio. Tomar perspectiva y ver el conjunto arroja luz sobre aspectos de nuestra experiencia —cómo cambiamos y qué podemos esperar— y también sobre lo que atraviesan los demás. La vida se ve distinta a los veinte que a los cincuenta o a los ochenta años. Suele decirse que «todo es según el color del cristal con que se mira»: cómo vemos el mundo depende de nuestra situación.
Ese es el primer paso, básico, que usamos como terapeutas y entrevistadores cuando estamos conociendo a alguien. Si nos sentamos con una persona que tiene treinta y cinco años, podemos suponer con bastante certeza algunas de las cosas que le habrán pasado y qué es lo que le espera en el futuro. Nadie encaja perfectamente en el modelo. La vida es demasiado interesante para que así sea. Pero teniendo en cuenta en qué etapa de la vida está alguien, podemos arrancar el proceso de entender su experiencia. Esto mismo es útil para todas las personas con las que te relacionas en tu vida, e incluso para ti. Saber que no estás solo, que existen dificultades predecibles a las que se enfrentan muchas personas, hace que la vida sea ligeramente más fácil.
Cuando les preguntamos a los participantes qué creían que era lo más valioso de formar parte de un estudio de ochenta años de duración, muchos dijeron que les daba la oportunidad de evaluar su vida a intervalos regulares. Wes era uno de ellos. Mencionó más de una vez que dedicar algunos momentos a reflexionar sobre cómo se sentía y cómo era su vida lo ayudaba a apreciar lo que ya tenía y a identificar lo que quería. La buena noticia es que no necesitas formar parte de un estudio para hacerlo. Basta un poco de esfuerzo y un poco de autorreflexión. Esperamos que este capítulo te señale el camino.
TU PROPIO MINIESTUDIO HARVARD
Si alguna vez has visto una grabación de tu madre o tu padre de muy jóvenes ya sabes lo sorprendentes que resultan. Parecen personas que podríamos haber conocido en lugar de los padres que nos crearon. A menudo parecen menos preocupados, más desenfadados y, de algún modo, distintos. Nuestras propias fotografías de jóvenes pueden resultar aún más sorprendentes. Puede que al ver nuestros yos más jóvenes sintamos una dulce nostalgia, o quizá una sensación de melancolía al enfrentarnos a los cambios físicos, los sueños abandonados o las creencias que atesorábamos. Para otros, como Wes, mirar a su yo más joven les recuerda momentos de tristeza y dificultad difíciles de rememorar.
Estas impresiones apuntan a áreas de nuestras vidas que son importantes para nosotros y que pueden convertirse en algo útil usando un sencillo pero potente ejercicio que desarrollamos en nuestra fundación Lifespan Research (<www.lifespanresearch.org>). Esto implica llevar a cabo cierta indagación personal, pero, si te apetece, te invitamos a acompañarnos.
Busca una fotografía de ti cuando tenías aproximadamente la mitad de tu edad actual. Si tienes menos de treinta y cinco años, busca una de cuando empezabas tu vida adulta. En realidad, sirve cualquier foto de cuando eras mucho más joven. No te limites a imaginar esa época: intenta encontrar una foto. La realidad viva de una fotografía, los detalles del momento y el lugar, la expresión de tu rostro…, todo ayuda a evocar la sensación que hace que este ejercicio valga la pena.
Ahora mírate bien en ella. Después de preguntarte por qué te gustaba tanto la ropa marrón o de maravillarte por tu peso o tu entonces brillante cabello, intenta regresar al momento en el que se hizo la fotografía. Obsérvala de verdad: dedica unos minutos (¡mucho tiempo!) solo a sumergirte y recordar esa época de tu vida. ¿En qué pensabas entonces? ¿Qué te preocupaba? ¿Dónde depositabas tus esperanzas? ¿Qué planes tenías? ¿Con quién pasabas el tiempo? ¿Qué era lo más importante para ti? Y, quizá, la pregunta más difícil a la que enfrentarse: cuando piensas en esa época, ¿de qué te arrepientes?
Ayuda poner en palabras las respuestas a estas preguntas. Escríbelas con tanto detalle como quieras. Si alguien cercano a ti siente curiosidad por lo que estás leyendo, plantéate pedirle que busque una fotografía suya y haga este ejercicio contigo. (Como investigadores longitudinales, te sugerimos que, si tienes la foto impresa, la uses como marcapáginas y, cuando termines el libro, la dejes dentro junto con tus notas. Alguien a quien conozcas quizá extraiga algo de ello en el futuro cuando intente hacer el ejercicio; este tipo de informes sobre la vida y los pensamientos pasados de nuestros seres queridos son escasos y valiosos.)
TRAS LOS PASOS DE LA HISTORIA (Y MÁS ALLÁ)
El Estudio Harvard no es en ningún caso el primer intento de extraer datos útiles de experiencias humanas. Durante milenios, las personas han intentado desbloquear los secretos de la vida buscando patrones que han analizado de muchas maneras, categorizándolos a menudo en etapas.
Los griegos tenían distintas versiones de las etapas vitales. Aristóteles describió tres. Hipócrates, siete. Para cuando Shakespeare escribió sobre las «siete edades del hombre» en su famoso monólogo «El mundo entero es un escenario», en Como gustéis, la idea de que la vida sucede en etapas seguramente ya le resultaba familiar a su público. Lo más probable es que el propio Shakespeare la aprendiera en el colegio.
Las enseñanzas islámicas también mencionan siete etapas de existencia. Las budistas ilustran diez fases a lo largo del camino a la iluminación usando la metáfora del rebaño de bueyes. El hinduismo identifica cuatro (llamadas asramas), que se corresponden con muchas teorías psicológicas modernas sobre las etapas vitales: el alumno, que aprende sobre el mundo; el cabeza de familia, que desarrolla un objetivo y cuida de los suyos; el apartado, que se retira de la vida social; y el asceta, que se compromete con la búsqueda de una mayor espiritualidad.
La ciencia tiene su propio punto de vista sobre el desarrollo biológico y psicológico del ser humano. Durante mucho tiempo, se centró casi exclusivamente en el desarrollo durante la primera infancia. Hasta hace poco, los libros de texto de psicología solo dedicaban una breve sección al desarrollo en adultos. Se pensaba que, una vez alcanzada la edad adulta, la persona ya estaba completamente formada; el único cambio importante era la decadencia, tanto física como mental.
En las décadas de 1960 y 1970 esta perspectiva empezó a cambiar. George Vaillant, el director del Estudio Harvard desde 1972 hasta 2004, fue uno de los muchos científicos que empezaron a considerar la edad adulta un periodo de importantes flujos y oportunidades. Es difícil observar los datos longitudinales del Estudio Harvard y llegar a otra conclusión. También hubo nuevos descubrimientos sobre la «plasticidad» del cerebro humano, que mostraban que la reducción del volumen y la función cerebral no eran los únicos cambios que los adultos experimentaban con la edad; también se desarrollaban cambios positivos a lo largo de la vida.
Resumiendo, la ciencia más reciente muestra que da igual el punto en el que te encuentres en tu vida: estás cambiando. Y no solo a peor: el cambio positivo es posible.
TODO (O AL MENOS LA MITAD) ES CUESTIÓN DE TIEMPO
Para entender el ciclo vital hay dos perspectivas que resultan especialmente útiles. La primera, mencionada originariamente por Erik y Joan Erikson, enmarcaba el desarrollo adulto en una serie de dificultades claves a las que todos nos enfrentamos a medida que nos hacemos mayores. La segunda es una teoría de Bernice Neugarten sobre las expectativas sociales y culturales que analiza en qué momento tendrán lugar los sucesos vitales.
Los Erikson identificaron las etapas vitales basándose en dificultades cognitivas, biológicas, sociales y psicológicas, y las enmarcaron como «crisis»: cada cual supera o no cada dificultad concreta. Y en todos los momentos de nuestra vida nos enfrentamos al menos a uno y, a menudo, a más de uno de estos obstáculos. Por ejemplo, durante los primeros años como adultos nos enfrentamos a la dificultad de crear relaciones íntimas o quedarnos aislados. Durante este periodo, nos preguntamos: «¿Encontraré a alguien a quien querer o me quedaré solo?». En la mediana edad nos enfrentamos a la dificultad de generar una sensación de movimiento y creación o sentirnos estancados («¿Seré creativo y contribuiré al desarrollo de la siguiente generación o me quedaré atrapado en una rutina centrada en mí?»). Estas etapas eriksonianas han sido empleadas durante décadas por psicólogos y terapeutas para poner en un contexto útil las trabas vitales.
Bernice Neugarten, otra pionera en el estudio de cómo cambian los adultos, tiene otra perspectiva. En lugar de definir la vida en su conjunto mediante un «reloj del desarrollo», Neugarten argumenta que la sociedad y la cultura moldean este desarrollo de formas muy importantes. Nuestra educación e influencias (amigos, noticias, redes sociales, películas) crean un «reloj social» u horario informal de sucesos que se supone que tienen que darse en momentos concretos de nuestras vidas. Los relojes sociales son distintos entre culturas y generaciones. Sucesos claves como abandonar el hogar familiar, empezar una relación de pareja a largo plazo y tener hijos tienen todos ellos distinto valor cultural y están situados en puntos distintos de la línea temporal y los experimentamos como «a tiempo» o «a destiempo» en función de si creemos que estamos cumpliendo con las expectativas sociales. Muchas personas que se identifican como LGBTIQ+ experimentan que sus vidas van «a destiempo», porque muchos de los sucesos que se emplean como marcadores reflejan estilos de vida tradicionales de personas heterosexuales. Neugarten dijo que ella misma había ido «a destiempo» en muchas cosas importantes. Se casó pronto y empezó su carrera profesional tarde. En teoría, los sucesos «a tiempo» nos ayudan a sentir que nuestras vidas van por buen camino y los sucesos «a destiempo» hacen que nos preocupemos por habernos desviado. Lo que nos angustia de los sucesos a destiempo no es que sean estresantes en sí, sino que no encajan con las expectativas ajenas (y propias).
Estas dos ideas —que la vida es una secuencia de dificultades y la distinta importancia social de los sucesos y el momento en el que tienen lugar— nos resultan muy útiles para explicar cómo nos sentimos en relación con nosotros mismos y cómo nos relacionamos con el mundo en distintos momentos de nuestra existencia.
Pero hay otra forma de observar el sinuoso camino que es la vida: mediante la lente de nuestras relaciones. Dado que la vida humana es esencialmente social, cuando hay cambios importantes que nos afectan profundamente, nuestras relaciones suelen ser un elemento central del flujo de acontecimientos. Cuando un adolescente se va de casa de sus padres, ¿qué es lo que produce los sentimientos más intensos que afloran?: ¿el hecho de vivir en un lugar nuevo? ¿O hacer nuevas amistades y estar lejos de los padres? Cuando dos personas se casan, ¿lo que cambia sus vidas es la ceremonia, el suceso o el vínculo que establecen? A medida que nos desarrollamos y cambiamos con el tiempo, nuestras relaciones son lo que más a menudo nos muestra quiénes somos en realidad y lo lejos que hemos llegado en nuestro camino vital.
Una buena vida necesita crecimiento y cambio. Este cambio no es un proceso automático que tenga lugar a medida que envejecemos. Lo que experimentamos, lo que superamos y lo que hacemos: todo afecta a la trayectoria de crecimiento. Las relaciones son un agente central de este proceso de desarrollo. Los demás nos plantean retos y nos enriquecen. Las nuevas relaciones van acompañadas de nuevas expectativas, nuevos problemas, nuevas colinas que escalar… y, a menudo, no estamos «listos». Muy pocas personas, por ejemplo, están alguna vez perfectamente preparadas para ser padres. Pero serlo y responsabilizarse de un ser humano diminuto tiene la capacidad de hacer que la mayoría de nosotros estemos listos. Nos empuja a ello. De alguna manera, logramos estar a la altura de lo que tenemos que hacer, relación a relación, etapa a etapa. Y, en el proceso, cambiamos. Crecemos.
Lo que viene a continuación es una breve hoja de ruta de las etapas vitales observadas mediante las relaciones que las convierten en lo que son. Comparado con la enorme cantidad de literatura disponible sobre el ciclo vital humano esto es como un mapa garabateado en una servilleta. Si te resulta útil, puedes explorar las referencias que incluimos en las notas, al final del libro, y sumergirte aún más en ello. Quizá te reconozcas o reconozcas algunas de tus dificultades, así como habrá cosas que no serán en absoluto aplicables en tu caso; esto le va a pasar a todo el mundo. Pero, incluso si no te reconoces en todas las etapas, quizá sí reconozcas a personas de tu entorno y a seres queridos.
UNA VIDA DE RELACIONES HUMANAS: UNA BREVE HOJA DE RUTA
ADOLESCENCIA (12-19 años): haciendo equilibrios
Vamos a empezar por la etapa vital más infame: la adolescencia. Es una época de crecimiento rápido, pero también de contradicciones y confusión. La vida de un adolescente arde con intensidad a medida que se acerca a la etapa adulta. Si tenemos adolescentes cerca, su camino desde la infancia a la vida adulta puede parecer precario, para ellos y para nosotros. Richard Bromfield capturó bien la sensación de querer a un adolescente cuando la describió como «hacer equilibrios en una cuerda floja» para los padres y las personas que los rodean. Un adolescente necesita de nosotros:
que lo sostengamos, pero no como si fuera un bebé;
que lo admiremos, pero no lo avergoncemos;
que lo guiemos, pero no lo controlemos;
que lo dejemos ir, pero no lo abandonemos.
Por muy inestable que nos parezca esta etapa a quienes los rodeamos, lo es aún más para los propios adolescentes. Necesitan llevar a cabo grandes tareas a medida que se acercan a la edad adulta; la principal: descubrir su propia identidad. Eso implica experimentar nuevos tipos de relaciones y cambiar las ya existentes, a veces de forma radical. Mediante sus encuentros con otros, los adolescentes desarrollan una nueva perspectiva sobre sí mismos, el mundo y los demás.
Desde dentro, la adolescencia se vive como algo emocionante y aterrador. Las posibilidades abundan, pero también los motivos para tener ansiedad, a medida que los adolescentes se enfrentan con preguntas profundas como:
- ¿En qué tipo de persona me estoy convirtiendo? ¿A quién quiero parecerme y a quién no?
- ¿Qué debería hacer con mi vida?
- ¿Estoy orgulloso de quién soy y de en quién me estoy convirtiendo? ¿Cuánto debería intentar parecerme a alguien a quien respeto?
- ¿Seré capaz de abrirme paso en la vida? ¿O dependeré siempre de los demás?
- ¿Cómo sé que les gusto de verdad a mis amigos? ¿Puedo contar con ellos?
- Tengo sentimientos sexuales y románticos intensos que me hacen explotar la cabeza. ¿Cómo gestiono la intensidad de estos nuevos deseos de intimidad y atracción?
En algún momento de la adolescencia, las figuras paternas suelen caerse del pedestal y convertirse en adultos corrientes (y a veces aburridos). Esto crea una vacante temporal en el Departamento de Modelos de Comportamiento. Las figuras paternas siguen siendo necesarias como apoyo (comida, desplazamientos, dinero), pero la acción real tiene lugar con las amistades, que son emocionantes (aunque a veces volátiles) y pueden implicar nuevos niveles de conexión e intimidad. La pregunta «¿quién soy?» es central y los adolescentes se encuentran a menudo descubriéndolo juntos, probando nuevas formas de ser que lo incluyen todo, desde formas de vestir hasta orientaciones políticas o identidades de género. Para muchas personas, los amigos íntimos nunca vuelven a ser tan imprescindibles como durante esta etapa.
Desde fuera, la adolescencia puede parecer un montón de contradicciones. Para un padre de mediana edad, se asemeja a La invasión de los ladrones de cuerpos: quien fue una criatura adorable ahora es un adolescente con cambios de humor bruscos que lo mismo se aferra a ti como si fuera un bebé que se pone respondón. Anthony Wolf dio con un buen título para su guía para padres que resume a la perfección la perspectiva de estos últimos sobre este periodo: No te metas en mi vida. Pero, antes, ¿me llevas al burguer? Los abuelos que ya asistieron a esta transición con sus propios hijos pueden tener una perspectiva distinta. Para ellos, ese mismo adolescente puede representar el brillante futuro del mundo y la naturaleza cambiante del yo de sus nietos puede parecerles una experimentación necesaria.
Todas estas perspectivas tienen sentido. Igual que el paisaje cambia en un largo viaje por carretera, lo que vemos al observar el mundo depende del punto en el que estemos en nuestro ciclo vital. Tener en cuenta la perspectiva de otra persona, y tomársela en serio, es una habilidad que se puede aprender. Requiere algo de imaginación y esfuerzo, especialmente ante la frustración. Pero puede ayudarnos a dedicar menos tiempo a quejarnos, criticar y desear que el otro fuera distinto, y más a conectar y alimentar la relación.
Si eres padre, abuelo, mentor, maestro, entrenador o modelo de comportamiento de un adolescente, quizá te preguntes: ¿cuál es la mejor forma de apoyarlo, aunque parezca que lo que quiere es ser más independiente? ¿Qué cosas puedo hacer para ayudarlo a salir de este periodo más fuerte y listo para la vida adulta? ¿Cómo puedo sobrevivir yo a su adolescencia?
En primer lugar, que no te engañen sus muestras de chulería y gritos de autosuficiencia. Los adolescentes nos necesitan. Algunos lo muestran siendo cariñosos, pero otros insistirán en que no necesitan a nadie. No es cierto. De hecho, puede que la relación de los adolescentes con los adultos sea más crucial en esa etapa que en ningún otro episodio de su vida. La investigación nos indica que los adolescentes que se hacen autónomos sin perder la conexión con sus padres tienen ventaja.
Una participante del Student Council Study (la investigación longitudinal conectada con el Estudio Harvard llevada a cabo con tituladas de tres universidades del noreste) fue capaz de volver la vista atrás como adulta y ver con más claridad el puzle emocional de su etapa adolescente. Después de ser madre de cuatro hijos, reflexionó sobre cómo había cambiado su perspectiva sobre su propia madre y les dijo a los investigadores:
Hay un típico chascarrillo de Mark Twain que dice algo sobre lo mucho que aprendió su padre de él mientras estaba entre los quince y los veinte años. Eso es lo que me pasó con mi madre. Aunque, claro está, el cambio lo hice yo, no ella. Durante mucho tiempo, me ofusqué. Tenerla cerca me generaba mucha ansiedad, sobre todo, creo, porque me daba miedo que viviera mi vida por mí en lugar de dejarme ser yo misma. Ahora entiendo lo perfectamente maravillosa que es.
La presencia importa. Los adultos con los que interactúa un adolescente, así como las figuras culturales de nuestros saturados medios actuales, les proporcionan referencias sobre lo que es la vida y lo que puede ser. En este sentido, la disponibilidad de modelos de comportamiento accesibles y en tiempo real es extremadamente importante. Puede que la vida suceda cada vez más en línea (hablaremos más sobre esto en el capítulo cinco), pero la presencia física sigue siendo importante. El modelo en el que se basa un adolescente para imaginar su vida está muy influido por sus compañeros, maestros, entrenadores, padres, padres de sus amigos (un grupo de modelos de comportamiento al que no se le suele dar importancia) y, como en el caso de Wes Travers, hermanos mayores.
EL PASO ADELANTE DE LOS HERMANOS DE WES
Siete años después de que su padre lo abandonara, Wes Travers entró a formar parte del Estudio Harvard. Tenía catorce años. Cuando le preguntaron cómo influía el padre en la vida de los niños ahora que ya no vivía con ellos, la madre de Wes dijo que no le interesaban sus hijos y que el sentimiento era mutuo. Aunque su ausencia complicaba la situación del hogar en el aspecto material, también unió más a la familia. En lugar de hacerlo un padre, ahora eran los niños quienes se cuidaban mutuamente y todos contribuían a los ingresos del hogar, una media de 13,68 dólares por persona y semana, y a veces un poco más cuando un hermano necesitaba un par de zapatos nuevo, un abrigo o una cartera. Al ser el pequeño, y algo tímido, los demás cuidaron de Wes e impidieron que buscara un empleo. Querían que estudiara. Así se recordaban a sí mismos a su edad y todos tenían la sensación de haberse tenido que poner a trabajar demasiado pronto en la vida. Intentaban darle a Wes la oportunidad de tener una infancia más larga. Su hermana mayor, Violet, trabajaba como niñera y le daba una paga semanal a Wes para que la gastara en lo que quisiera. Él esperaba cada año con ilusión los campamentos, para los que todos sus hermanos ahorraban. Eso fue lo que hizo que no se metiera en problemas —según contó al estudio—, dado que, entre sus conocidos, vivir en Boston en verano significaba meterse en problemas, así de sencillo. Admiraba a su hermano mayor, un duro trabajador que, tal y como describía Wes, «no decía tacos en casa» y fue un buen ejemplo para él. Una nota escrita a mano por el entrevistador del estudio en la primera conversación con la familia en 1945 captura el lugar especial que Wes tenía en el hogar Travers: «Su hermana Violet dice que cuando Wesley regresó un día por sorpresa del campamento se puso a llorar de alegría».
Pero los hermanos de Wes no podían protegerlo eternamente. Cuando tenía quince años, solo uno después de la primera visita del Estudio Harvard, tuvo que dejar el instituto para ayudar a la familia. Durante los cuatro años siguientes trabajó fregando platos y como ayudante de camarero en distintos restaurantes; no tenía amigos de su edad y se pasaba la mayor parte de su tiempo libre en casa. Su búsqueda de ser alguien, de ser algo, se había visto truncada antes de empezar. Más adelante, le dijo al estudio: «Fueron años difíciles. Me sentía un donnadie».
Wes pasó de ser un niño protegido a ser lanzado de bruces contra la responsabilidad adulta, trabajando muchas horas y teniendo muy poco tiempo para divertirse. Esto significa que le fueron negadas muchas experiencias claves en el crecimiento adolescente. Tuvo que abrirse paso en un trabajo no cualificado como tantos niños en circunstancias difíciles; tuvo que posponer para otro momento algunas tareas importantes para el desarrollo: por ejemplo, hacer amigos cercanos, descubrir su identidad y aprender a conectar con los demás de forma íntima. Tenía la sensación de que su valía personal era baja y la vida le ofrecía pocas oportunidades de explorar quién era.
Después, con diecinueve años, Estados Unidos entró en la guerra de Corea. Sin estar seguro de en qué se convertiría su vida, y al no ver un futuro en Boston, Wes hizo algo que muchos otros hombres del Estudio Harvard también hicieron: alistarse. Esto era tanto una forma de romper con su adolescencia como de hacer amigos de su edad y de otras clases sociales, una experiencia nueva para Wes. Le ofreció mayores oportunidades de explorar nuevos roles y de pensar en qué quería hacer en la vida. Después de lo que le pareció un periodo inacabable de trabajo duro, Wes había entrado en una nueva fase de desarrollo: la primera etapa adulta.
PRIMERA ETAPA ADULTA (20-40 años): crear tu propia red de seguridad
Peggy Keane, de la segunda generación de participantes en el estudio, cincuenta y tres años:
Tenía veintiséis años cuando me prometí con uno de los mejores hombres del planeta. Me sentía amada y adorada sin fisuras. A medida que se acercaba la fecha de la boda me entró el pánico y supe, en lo más hondo de mí, que no debía casarme. La verdad es que yo sabía que era homosexual. Los planes y el miedo a la realidad me impedían decirlo. Inmediatamente después de la boda, no tardé en encerrarme en mí misma. Buscaba motivos para culpar a mi marido, motivos para que el matrimonio no funcionara. Solo tardé unos meses en rellenar los papeles del divorcio. Todo este suceso es un bache en mi vida. No porque no aceptara mi homosexualidad, sino porque le hice muchísimo daño a un hombre maravilloso. Le causé mucho dolor a mi familia. Y sentí muchísima vergüenza. De nuevo, no por ser homosexual, sino por no haber sido capaz de descubrir antes quién era y por todo el dolor que causé a dos familias y a muchos amigos que apoyaron nuestra relación y vinieron desde muy lejos para celebrar nuestra boda.
Esta fue una experiencia solitaria que Peggy vivió en sus primeros años de edad adulta. Sus padres, Henry y Rosa, a quienes hemos conocido en el capítulo uno, eran católicos devotos y este episodio tensó su relación con ellos hasta el límite. Se sintió perdida y aislada.
Si es en la adolescencia cuando nos preguntamos por primera vez «¿quién soy?», es en la edad adulta cuando se pone a prueba por primera vez la posible respuesta. Normalmente ganamos independencia de nuestra familia de origen y, por ende, creamos nuevos lazos para llenar ese vacío. El trabajo y la independencia económica se convierten en elementos cruciales y puede que ya nunca nos desprendamos de los hábitos que adquiramos sobre el equilibrio entre trabajo y vida personal. Lo que teje todo esto para formar un todo es el deseo y la necesidad de formar apegos íntimos no solo románticos, sino con alguien en quien podamos apoyarnos y con quien compartir vida y responsabilidades.
Desde fuera, los miembros de la familia de origen pueden ver a los adultos jóvenes como despegados de sus relaciones familiares, porque se centran en el trabajo y quieren construir intimidad emocional con parejas románticas, así como familias propias. Al observar a sus hijos, los padres pueden confundir estos nuevos intereses con falta de cariño o egoísmo. Alguien de más edad mirará al joven adulto con envidia y quizá con un poco de lástima al constatar que los jóvenes están demasiado estresados y no ven la belleza y las posibilidades del tiempo ni las opciones con las que cuentan. Como suele decirse: la juventud se desperdicia en los jóvenes.
Desde dentro, en la primera etapa adulta podemos sentir ansiedad debido a que nos responsabilizamos de nosotros mismos y, al mismo tiempo, nuestro camino en la vida aún es incierto. Los adultos jóvenes también experimentan una intensa sensación de soledad. Para un joven adulto que se esfuerza por encontrar un trabajo con sentido, amigos, amor y conexión con una comunidad, ver como lo logran los demás puede ser doloroso.
Los adultos jóvenes a menudo se preguntan cosas como:
- ¿Quién soy?
- ¿Soy capaz de hacer lo que quiero hacer con mi vida?
- ¿Voy por buen camino?
- ¿Cuáles son mis principios?
- ¿Encontraré alguna vez a la persona adecuada a quien querer? ¿Me querrá alguien?
Dos de las cosas más emocionantes de la primera etapa adulta, convertirse en autosuficiente y abrirse paso en el mundo, también pueden ser trampas. Para estar seguros, resulta alentador alcanzar metas personales o laborales, porque nos hacen ganar confianza, pero es fácil perderse en la persecución de logros y dejar de lado relaciones personales igual de importantes.
El impulso de perseguir la autosuficiencia puede generar aislamiento social. Las amistades cercanas son muy importantes en la primera etapa adulta. Incluso un único amigo de verdad que entienda lo que nos pasa, alguien en quien confiar y que nos ayude a liberar tensiones, puede marcar una diferencia en nuestra vida. La familia sigue siendo importante, aunque la forma en la que los adultos jóvenes se relacionan con sus familias de origen varía mucho en función del lugar del mundo en el que vivan. En muchos países de Asia y Latinoamérica, es habitual que los adultos jóvenes sigan viviendo con sus padres hasta que se casan o incluso después. En cambio, en Estados Unidos, los adultos jóvenes a menudo viven a cientos o miles de kilómetros del hogar donde se criaron. La separación física no es necesariamente negativa, pero mantener emocionalmente cerca a nuestros padres y hermanos puede aligerar las cargas de la primera etapa adulta y alentarnos a correr riesgos.
Por último, las relaciones románticas y la intimidad con compromiso nos aportan una nueva sensación de hogar y nos proporcionan una fuente importante de confianza y certidumbre.
WES AVANZA EN UN ASPECTO, PERO SE QUEDA ATRÁS EN OTRO
Cuando un entrevistador del Estudio Harvard intentó ponerse en contacto con Wes cuando este tenía veintitantos años, no hubo manera de localizarlo. Cuando el estudio contactó con su madre, que seguía viviendo en el mismo bloque de viviendas de alquiler de Boston, ella le dijo al entrevistador que, después de servir en la guerra de Corea, Wes había sido fichado por una organización gubernamental y vivía en el extranjero. Al principio, el entrevistador sospechó.
«La madre afirma que Wes está trabajando para el Gobierno en el extranjero —escribió en las notas de campo—. Es difícil saber si esta historia se la ha inventado Wes para explicar su ausencia o si de verdad está trabajando para el Gobierno. Yo me atrevería a decir que lo primero.»
Pero lo cierto es que Wes sí había sido contratado por el Gobierno de Estados Unidos después de su servicio en la guerra —para participar en la formación de ejércitos extranjeros— y trabajó en todo el mundo, desde Europa occidental a Latinoamérica. Regresó del servicio cuando tenía veintinueve años con una perspectiva completamente distinta sobre la vida, la cultura y el mundo en general. Según su hermana, Wes «ahorró hasta el último céntimo que ganó» mientras trabajó fuera y tuvo la suerte de contar con beneficios por estar en el Ejército y tener poca presión económica cuando regresó a Estados Unidos. Pudo comprarle una casa a su madre y sacarla del bloque de viviendas de alquiler donde su familia había pasado toda la vida.
Wes era hábil y se le daba bien el bricolaje, así que empezó a ayudar a amigos y vecinos en distintos proyectos para ganar algo de dinero extra.
En aquel momento estaba soltero, no salía con nadie y les dijo a los entrevistadores del estudio que no sentía deseos de casarse. Este es un punto de inflexión para muchos adultos jóvenes: «¿Quiero comprometerme con otra persona? ¿Estoy preparado?». Sabemos por informes posteriores que a Wes lo ponían nervioso los compromisos íntimos. Pensaba en el difícil matrimonio de sus padres y también había visto como los de sus hermanos mayores se enfrentaban a dificultades serias, así que tomó la decisión consciente de evitar el apego romántico. Pasaba la mayor parte del tiempo haciendo arreglos en la casa que le había comprado a su madre.
Wes había tenido una adolescencia complicada, pero ahora había encontrado su camino en el mundo. Tuvo que asumir responsabilidades adultas a una edad temprana, se alistó en el Ejército para escapar y se pasó su década de los veinte en otros países. Ahora que había regresado estaba, de algún modo, enfrentándose a las dificultades de la adolescencia y de la primera etapa adulta, que hasta entonces había esquivado. Hizo distintas cosas para ver si le interesaban. En algunos casos resultó que sí y en otros, que no. Se unió a un equipo de softball, a un club de ebanistería, e hizo nuevos amigos. Para cualquiera que lo viera era obvio que iba «a destiempo» y que no tenía claro qué camino seguir. Pero, a su manera, estaba llevando a cabo tareas de desarrollo importantes y enfrentándose a dificultades. Estaba viviendo la vida a su ritmo.
FRACASAR EN EL DESPEGUE
Como nos muestra el caso de Wes, las dificultades de la adolescencia no tienen por qué desaparecer a determinada edad. Solo porque ya hayas cumplido los dieciocho, los veinticinco o incluso los treinta no significa que hayas finalizado el desarrollo asociado con los años de adolescencia ni que hayas completado tu transición a la edad adulta. El esfuerzo de abrirse camino en el mundo sigue estando ahí y algunos sucesos emocionales o laborales importantes pueden posponerse mientras otros ganan prioridad. Los momentos concretos son distintos para cada persona y, a medida que las sociedades cambian, los caminos de la primera etapa adulta son cada vez más variados: existen todo tipo de opciones y también de peligros. Actualmente, y en especial en sociedades especialmente prósperas, existe una especie de adolescencia alargada que a menudo dura hasta bien entrada la década de los veinte. Jeffrey Arnett ha llamado a este periodo «emergencia de la edad adulta», en la que los adultos jóvenes pueden seguir siendo muy dependientes de sus padres mientras van buscando su lugar en el mundo. A veces, parece que el desarrollo de estos adultos jóvenes se estanca, ya que nunca se alejan demasiado de las alas protectoras de sus progenitores.
El camino hacia la edad adulta responsable se ha vuelto muy complicado y avanzar por él no es fácil.
En España existe un grupo de adultos jóvenes denominado generación nini (ni estudia ni trabaja), que vive en casa de sus padres. En Reino Unido y otros países las políticas públicas han puesto nombre a este segmento de población: NEET (Not in Education, Employment or Training, es decir, «sin educación, empleo ni formación»).
En Japón existe un fenómeno aún más preocupante: los hikikomori, que podría traducirse como «hacia dentro» o «confinado». Este es un problema ligeramente distinto, más habitual entre hombres jóvenes que entre mujeres, que combina la inactividad de los ninis y los NEET con un desarrollo psicológico y social atrofiado, una intensa fobia social y, a veces, una adicción a internet mediante plataformas de videojuegos y redes sociales.
En Estados Unidos el fenómeno no está tan extendido como para tener nombre, pero existe un gran número de adultos jóvenes que viven con sus padres y a quienes les cuesta encontrar su camino en la vida. En 2015, un tercio de los adultos estadounidenses de entre dieciocho y treinta y cuatro años vivía con sus padres y aproximadamente una cuarta parte de ellos (2,2 millones de adultos jóvenes) no estudiaban ni trabajaban.
Estos hombres y mujeres jóvenes no viven de forma independiente, lo que puede interponerse en su capacidad para verse a sí mismos como adultos competentes. Todo esto suele ir a menudo acompañado de consecuencias graves para las relaciones íntimas, ya que la dependencia cada vez más importante de los padres suprime el desarrollo de la confianza en uno mismo. Aunque no siempre es culpa suya. La economía moderna es despiadada. Incluso los adultos jóvenes que van a la universidad y se preparan para una profesión en concreto pueden acabar con enormes deudas y sin ingresos en una economía que no los necesita. Los padres acostumbran a proporcionar una red de seguridad.
Este fenómeno es propio, sobre todo, de los países desarrollados y los segmentos acomodados. En cambio, en los países en vías de desarrollo y en los segmentos menos acomodados de los países desarrollados, es posible que los niños trabajen y mantengan a su familia desde los quince años o menos, como hizo Wes Travers.
COMPETENCIA E INTIMIDAD
Aunque Wes dejó para más adelante algunas tareas del desarrollo adolescente, llevaba mucha ventaja a sus pares en cuanto a competencia. Se unió al Ejército a los diecinueve años y siguió una formación difícil, logró ser ascendido y se tiró en paracaídas en territorio enemigo. Aquel chico tímido desarrolló habilidades como adulto joven que fortalecieron su confianza. Usualmente humilde y autocrítico, con treinta y cuatro años hizo algo muy impropio de él, al presumir en el estudio de que «podrías lanzarme en cualquier entorno de cualquier lugar del mundo y creo que sería capaz de sobrevivir y prosperar». Cuando regresó a Estados Unidos, no le dio miedo enfrentarse al trabajo manual. Aprendió carpintería por su cuenta y se construyó una casa. La casa que compró para su madre y su hermana con sus ahorros le aportó una sensación de propósito y orgullo; a su manera, les estaba devolviendo parte de los cuidados que había recibido de ellas.
En general, como adultos jóvenes intentamos establecernos en dos grandes ámbitos vitales: trabajo y familia. Algunas personas logran desarrollar competencia en ambas esferas simultáneamente; otras florecen más en una de ellas.
Encontrar este equilibrio es una dificultad en el desarrollo y las posibles soluciones han variado en función del género. La familia de Wes es un buen ejemplo. Cuando dejó el Ejército, entró en la edad adulta con el afecto y el apoyo de su hermana y su madre; con estas bases y las circunstancias correctas, su sensación de ser competente floreció. Pero, en las décadas de 1950 y 1960, su hermana no tuvo acceso a ese apoyo y aliento. Incluso en el siglo XXI, las normas basadas en el género siguen dando forma al desarrollo de los adultos jóvenes, tanto en el ámbito laboral como familiar. A pesar de los avances, las mujeres de muchas culturas siguen cargando con el grueso de las obligaciones relacionadas con los hijos y la casa. Esta división laboral desequilibrada puede retrasar o incluso frenar completamente el desarrollo de las mujeres y el logro de objetivos, mientras que proporciona una mayor libertad a los hombres para perseguir el desarrollo de sus carreras.
Aunque Wes tuvo el apoyo de su hermana y su madre, no contó con relaciones íntimas significativas en la primera etapa adulta. Su sensación de competencia y control habían crecido mucho y había desarrollado muchas amistades superficiales y una vida social activa. Sin embargo, los informes nos muestran algunas reticencias, incertidumbres y soledad en la vida romántica de Wes. No tenía nadie en quien confiar, nadie con quien compartir sus días. Aunque otros no necesitan tener relaciones románticas, Wes sentía esa ausencia como un gran vacío y no sabía qué hacer al respecto. Era capaz de construir una casa, pero no tenía ni idea de cómo construir un hogar.
MEDIANA EDAD (41-65 años): ir más allá del yo
En algún momento de nuestras vidas nos damos cuenta de que ya no somos jóvenes. La generación anterior envejece y vemos (y sentimos) el inicio de ese mismo proceso en nuestros cuerpos. Si tenemos hijos, nuestro rol en sus vidas cambia a medida que se convierten en adultos y nos preocupamos por lo que les deparará el futuro. Las amistades, tan importantes en la adolescencia y la primera etapa adulta, pueden ceder espacio a las responsabilidades. Quizá nos sintamos orgullosos de nuestros logros y satisfechos con nuestra posición en algunos aspectos y habrá cosas que nos habría gustado hacer de otra manera. Parece que nuestras vidas pierden poco a poco opciones que antes sí teníamos. Al mismo tiempo, hemos aprendido una gran cantidad de cosas y muchos de nosotros no volveríamos atrás en el tiempo.
Desde fuera, la madurez parece a menudo estable y predecible. Incluso aburrida, para las generaciones más jóvenes. Al mirar atrás, los adultos más mayores pueden ver la mediana edad como la flor de la vida, la mejor combinación de sabiduría y vitalidad. Son dos caras de la misma moneda; cuando miramos a una persona de mediana edad que tiene un trabajo estable, una rutina, una pareja y una familia, a menudo pensamos: «Esta persona lo tiene todo bajo control». Los adultos de mediana edad suelen ver así a sus pares. Pero los problemas de esta etapa no siempre son visibles para los demás.
Desde dentro, la mediana edad puede resultar muy distinta de lo que muestran las apariencias. Puede que tengamos un trabajo estable y una vida familiar y que esto nos enorgullezca, pero puede que también sintamos más estrés que nunca y que nos veamos superados por las responsabilidades y las preocupaciones. Mientras crían a sus hijos, cuidan de sus padres, que están envejeciendo, y compaginan las tareas en casa y en el trabajo, los adultos de mediana edad a menudo no tienen ni tiempo ni energía para explicar y compartir sus preocupaciones con los demás. Hay personas para las que la estabilidad y la rutina que algunos encontramos en la mediana edad equivale a seguridad y confianza —«He logrado establecerme y construir una vida»—, pero a otros puede parecerles un estancamiento. A lo mejor, al observar cómo hemos llegado hasta aquí, nos preguntemos si elegimos el camino correcto («¿Qué habría pasado si…?»). Y, por supuesto, como deja claro la respuesta de John Marsden en el cuestionario que hemos visto antes, en algún momento empezamos a entender en lo más hondo de nosotros que la vida es corta. De hecho, seguramente ya habremos superado su ecuador. Como mínimo, entender esto hace que nos pongamos las pilas.
Hacia la mitad de nuestras vidas es habitual preguntarse cosas como:
- ¿Lo estoy haciendo bien en comparación con los demás?
- ¿Estoy estancado?
- ¿Soy una buena pareja y progenitor? ¿Tengo una buena relación con mis hijos?
- ¿Cuántos años me quedan?
- ¿La vida que estoy llevando tiene sentido más allá de mí?
- ¿Qué personas y que propósitos me importan de verdad (y cómo puedo invertir en ellos)?
- ¿Qué más quiero hacer?
Por último, al darnos cuenta de que hemos dejado mucha vida atrás, puede que miremos alrededor, veamos los límites de nuestras habilidades, lleguemos a la conclusión de cuál es nuestro camino y pensemos: «¿Esto es todo?».
La respuesta sencilla es «no». Hay más. La mediana edad es un punto de inflexión, no solo entre la juventud y la vejez, sino también entre una forma de vivir más hacia dentro y centrada en uno mismo —desarrollada en la primera etapa adulta— y otra más generosa y hacia fuera. Esta es la tarea más importante y vivaz de la mediana edad: abrir el foco personal para ver el mundo más allá del yo.
En psicología, preocuparnos y esforzarnos por cosas que están más allá de nuestras vidas se llama «generatividad» y es la llave para activar la emoción y la vitalidad en la mediana edad. Entre los participantes en el Estudio Harvard, los adultos más felices y satisfechos eran quienes conseguían cambiar la pregunta «¿Qué puedo hacer por mí?» por «¿Qué puedo hacer por el mundo más allá de mí?».
John F. Kennedy, que fue uno de los participantes del estudio, lo entendió en su mediana edad. Él ofreció no solo una guía política, sino también emocional y de desarrollo cuando, como presidente, pronunció su famosa frase: «No te preguntes qué puede hacer tu país por ti, sino qué puedes hacer tú por tu país».
Cuando al final de sus vidas se pregunta a los participantes del estudio «¿Qué cosas habrías preferido hacer menos? ¿Qué cosas habrías preferido hacer más?», tanto hombres como mujeres apuntan a menudo a su mediana edad y se arrepienten de haber dedicado mucho tiempo a preocuparse y muy poco a actuar de forma que se sintieran vivos:
«Ojalá no hubiera malgastado tanto el tiempo.»
«Ojalá no hubiera procrastinado tanto.»
«Ojalá no me hubiera preocupado tanto.»
«Ojalá hubiera pasado más tiempo con mi familia.»
Un participante bromeó: «¡Bueno, yo no hice mucho de nada, así que haber hecho menos sería nada!». Muchas de estas respuestas las dieron al rememorar sus vidas participantes que tenían entre setenta y noventa años. Pero no es necesario esperar tanto para preguntarnos cómo podemos aprovechar mejor nuestro tiempo.
Las relaciones son el vehículo que nos permitirá tanto mejorar nuestras vidas como construir cosas que nos sobrevivan. Si nos las apañamos para hacer esto de forma que tenga sentido, la pregunta «¿Esto es todo?» quedará reservada para cuando veamos que solo nos queda el último cuarto de la tarrina de helado y no haya duda de que nos va a saber a poco.
WES SE ABRE EN SU MEDIANA EDAD
A los cuarenta años, Wes Travers aún no se había casado. A finales de la década de 1960, esto era muy poco habitual; como diría Bernice Neugarten, Wes iba «a destiempo». Cuando tenía treinta y seis, había empezado a salir con una mujer llamada Amy, que estaba divorciada y tenía un hijo de tres años. Él contribuyó a criar al niño, pero Amy y él no formalizaron su relación. Para entonces vivían juntos en un piso del South End.
Wes había hecho las pruebas para acceder al Departamento de Policía de Boston y, después de unos cuantos años de espera, había sido aceptado.
Esta experiencia resultó muy positiva para él. Se llevaba bien con sus compañeros y estaba especialmente dotado para ese ambiente. Conocía a personas de todo Boston y decía que tenía las pulsaciones más bajas de todo el cuerpo policial, así que cuando la situación se ponía tensa él asumía el rol de pacificador: era el que mantenía la calma.
Cuando Wes tenía cuarenta y cuatro años, le pidió a Amy que se casara con él.
Unos años después, una entrevistadora del estudio visitó a Wes, le preguntó por Amy y escribió la respuesta en sus notas. Vale la pena citar el pasaje entero:
Amy, la esposa del señor Travers, tiene treinta y siete años y están casados desde 1971. Ella es baptista y licenciada universitaria. El señor Travers describe a su esposa como «genial, una persona maravillosa», e insiste en que lo dice en serio; no lo dice por decir.
Describe así las características que más le gustan de su esposa: «Es una persona amable y compasiva». Dice que le gusta todo de ella; que hay algo de su personalidad que le gustó desde el primer momento y que nunca ha dejado de hacerlo. Dice que es de esas personas que son muy empáticas con quienes tienen menos y menciona que uno de los motivos por los que le regaló ese gato en su último cumpleaños fue que tenía una cicatriz en la cabeza y le faltaba media oreja porque había sido atacado por un perro. Dice que, aunque podría haber elegido un gato de aspecto saludable, ella habría elegido quedarse con uno con cicatrices. Dice que en parte él también es así y que seguramente habría hecho lo mismo.
Dice que no se le ocurre nada que le moleste de verdad de su esposa. Que de vez en cuando discuten, no sabe muy bien por qué, pero que se les pasa al cabo de una o dos horas y que nunca han tenido ningún desacuerdo grave entre ellos. Nunca han estado cerca de separarse o divorciarse. Dice que su matrimonio «mejora constantemente».
Al final, le pregunté al sujeto por qué había esperado tanto para casarse. Él dijo: «Me daba miedo ser una persona de costumbres rígidas; me daba miedo lo que podría hacerle a ella». Indicó que le daba algo de miedo la intimidad del matrimonio. Sin embargo, ahora parece que el matrimonio lo ha hecho crecer y ya no siente ni teme nada de eso.
Wes había evitado tener una pareja a largo plazo durante toda su vida adulta, quizá en gran parte por su experiencia en la infancia con el matrimonio de sus padres. Esto es bastante habitual. Desarrollamos ideas sobre nosotros mismos y el mundo que pueden no ser ciertas. Le llevó mucho tiempo, pero, con la ayuda de una pareja cariñosa, superó su miedo, se sorprendió a sí mismo y nunca se arrepintió.
VEJEZ (66 años en adelante): preocuparse de lo que (y de quienes) importa
En un estudio de 2003, se mostraron dos anuncios de un nuevo modelo de cámara a dos grupos de participantes, uno mayor y otro más joven. Ambos mostraban la misma imagen bonita de un pájaro, pero los eslóganes eran distintos.
Uno decía: «Captura los momentos especiales».
Y el otro: «Captura un mundo inexplorado».
Se pidió a los participantes que eligieran el que más les gustara.
El grupo mayor eligió el eslogan sobre los momentos especiales; el más joven, el del mundo inexplorado.
Pero cuando los investigadores les dieron a los mayores la premisa «Imagina que vivirás veinte años más de lo que esperas y con buena salud», el grupo eligió el anuncio del «mundo inexplorado».
Este estudio muestra una verdad muy básica sobre el envejecimiento: la cantidad de tiempo del que creemos disponer cambia nuestras prioridades. Si creemos que tenemos mucho, pensamos más en el futuro. Si creemos que nos queda menos, intentamos apreciar el presente.
En la vejez, de repente, el tiempo es un bien muy preciado. Al enfrentarnos a la realidad de nuestra mortalidad, empezamos a preguntarnos cosas como:
- ¿Cuánto tiempo me queda?
- ¿Cuánto tiempo estaré sano?
- ¿Estoy perdiendo la cabeza?
- ¿Con quién quiero pasar el tiempo que me queda?
- ¿He tenido una vida lo bastante buena? ¿Ha tenido sentido? ¿De qué me arrepiento?
Desde fuera, la vejez se ve a menudo como un periodo de decadencia física y mental. Para los jóvenes, la vejez puede parecer una abstracción lejana: un estado tan ajeno a su experiencia que no pueden siquiera imaginarse que les sucederá también a ellos. Para alguien en la mediana edad, la decadencia de una persona más mayor resulta algo cercano y puede recordarle su propio proceso de envejecimiento. En contraste con estas ideas de decadencia, la sabiduría de los mayores se ve a menudo con mucho respeto y honor, especialmente en determinadas culturas.
Desde dentro, la vejez no es tan sencilla. Puede que nos preocupe más el tiempo a medida que se acerca la muerte, pero las personas mayores también son más capaces de apreciarlo. Cuanto más escasos son los instantes en los que deseamos que suceda algo, más valiosos son. Las penas y preocupaciones del pasado suelen disiparse y lo que queda es lo que tenemos por delante: la belleza de una nevada; el orgullo que nos generan nuestros nietos o el trabajo que hemos hecho; las relaciones que apreciamos. A pesar de la percepción de que las personas mayores son gruñonas y cascarrabias, las investigaciones demuestran que los seres humanos nunca son más felices que a edades avanzadas. Se nos da mejor maximizar lo bueno y minimizar lo malo. Nos molestan menos las cosas pequeñas que salen mal y se nos da mejor distinguir entre lo que es importante y lo que no. El valor de las experiencias positivas supera de lejos el coste de las experiencias negativas y priorizamos lo que nos da alegría. Resumiendo, somos emocionalmente más sabios y esa sabiduría nos hace florecer.
Pero aún quedan cosas por aprender, cosas que desarrollar, y nuestras relaciones son la clave para maximizar la alegría en esta etapa.
Para algunas personas, lo más difícil de aprender es cómo ayudar y, aún más, cómo recibir ayuda a medida que envejecen. Pero este intercambio es una de las tareas evolutivas centrales de la vejez. A medida que envejecemos, nos preocupa tanto ser demasiado dependientes como no tener a nadie cerca cuando lo necesitemos de verdad. Es una preocupación válida. El aislamiento social es un peligro. A medida que el trabajo, el cuidado de los hijos y otras formas de invertir el tiempo desaparecen, las relaciones asociadas a estas actividades tienden a desaparecer también. Las buenas amistades y las conexiones familiares importantes ganan protagonismo y deben saborearse. La sensación de que el tiempo es limitado hace que todas nuestras relaciones cobren más importancia: tenemos que aprender a equilibrar la consciencia de la muerte con seguir conectados con la vida.
LA PAREJA RESUELTA
Cuando Wes Travers tenía setenta y nueve años, una de las entrevistadoras del estudio les hizo una visita a él y a Amy. Aterrizó en Phoenix a media tarde y llamó a Wes, que le dio indicaciones muy concretas sobre cómo llegar desde el aeropuerto a su comunidad para personas de la tercera edad y, desde allí, hasta la entrada de su dúplex. Las indicaciones eran claras como el agua, incluso un poco demasiado detalladas. Al acercarse con el coche, la entrevistadora comprendió que seguramente sabían la duración exacta del trayecto desde el aeropuerto, porque la estaban esperando: los vio a ambos en el umbral de su casa, saludándola con la mano.
Wes acababa de regresar de su paseo matinal. Amy le ofreció a la doctora café, agua y pan de arándanos recién hecho.
Antes de empezar con las tareas de investigación previstas —una extracción de sangre para obtener su ADN y una entrevista—, la entrevistadora le preguntó a la pareja por su hijo, Ryan.
Amy hizo una pausa y después explicó que la familia acababa de vivir una terrible tragedia: la esposa de Ryan había sido diagnosticada de un tumor cerebral el año anterior y había muerto en diciembre. Solo tenía cuarenta y tres años. Amy y Wes estaban haciendo todo lo posible por ayudar, pero Ryan y sus hijos lo estaban pasando mal.
—No puedo evitar pensar en mi propia familia cuando era pequeño —dijo Wes—. Mi padre se fue cuando yo tenía siete años. Eso nos cambió. Obviamente, no fue como lo de Leah, la esposa de nuestro hijo; mi padre era una persona horrible. Pero se fue y eso lo cambió todo. Me preocupan los niños, cómo lo afrontarán. Es difícil ser padre en solitario. Para mí, seguramente fue bueno que mi padre se fuera, no sé. Pero para esos niños… va a ser difícil.
PUNTOS DE GIRO: UN VIAJE POR LO INESPERADO
Vamos a detenernos un instante para apreciar lo inesperado. Las teorías del desarrollo vital a menudo hacen hincapié en la previsibilidad y la lógica de las etapas vitales. Sin embargo, la vida de Wes ilustra una verdad a la que nos enfrentamos una y otra vez en las vidas de los participantes de muchos estudios, incluido el Estudio Harvard: que lo inesperado es totalmente corriente. Los encuentros casuales y los sucesos imprevistos son grandes motivos por los que ningún «sistema» de etapas vitales puede entender por completo la vida de un individuo. Una vida es una improvisación en la que las circunstancias y la casualidad ayudan a determinar la trayectoria. Aunque existen patrones comunes, sería imposible que cualquier persona viviera su existencia de principio a fin sin que un suceso no previsto cambiara su rumbo. Hay incluso investigaciones que sugieren que son estos giros inesperados, y no un plan, lo que define la vida de una persona y lo que puede conducir a periodos de crecimiento. Una llave inglesa que se cae dentro de un motor puede acabar siendo más significativa que todos los engranajes juntos.
Muchas de estas conmociones emergen directamente de nuestras relaciones. Llevamos con nosotros a las personas a las que amamos; forman parte de nosotros y, cuando los perdemos o la relación se tuerce, la sensación es tan visceral que es casi como si nos quedara un hueco físico en el lugar que habitaba esa persona. Pero los cambios intensos, incluso los traumáticos, presentan oportunidades de crecimiento positivo. Evelyn, una de nuestras participantes de la segunda generación, tuvo una experiencia en su mediana edad que es habitual tanto en hombres como en mujeres:
Evelyn, cuarenta y nueve años:
Mi marido y yo empezamos a distanciarnos, después de estar juntos desde la universidad hasta los treintaitantos. Una noche, él me dijo que tenía que contarme una cosa: se había enamorado de una mujer a la que había conocido en un viaje de negocios… Yo sentí literalmente que el suelo se abría bajo mis pies.
El dolor emocional que sufrí el año siguiente fue visceral. Tenía que invertir mucha energía todas las mañanas para levantarme, ir a trabajar, etcétera… Al final nos divorciamos, él se casó con ella y yo volví a casarme seis años después de que él me lo contara. Nunca habría pensado que el resultado de esta experiencia sería positivo, pero lo fue. Mi carrera prosperó y conocí a un hombre con quien comparto una vida mucho más plena y satisfactoria. Ahora sé que me las apaño bien sola y siento mucha más compasión y empatía por quienes viven una pérdida o un rechazo. Yo no habría elegido vivir aquella experiencia, pero agradezco haberlo hecho.
Los cambios culturales o incluso globales son similares a esto porque suponen un golpe para el sistema. La pandemia de covid-19 que empezó en 2020 puso muchas vidas patas arriba. Los colapsos económicos y las guerras pueden tener el mismo efecto. Todos los universitarios del Estudio Harvard tenían planes al inicio de la década de 1940, a medida que se acercaban al final de sus estudios. Entonces sucedió lo de Pearl Harbor y todos los planes se fueron al garete. El 89 % de los universitarios lucharon en la guerra y sus vidas se vieron muy afectadas por ella. Sin embargo, casi todos dijeron sentirse orgullosos de su servicio y muchos lo recordaban como uno de los mejores y más significativos momentos de sus vidas, a pesar de las dificultades.
Esto replica los hallazgos de la investigación longitudinal conocida como Estudio Dunedin, que empezó con 1037 bebés nacidos en Nueva Zelanda en 1972-1973 y que aún está en marcha. Para bastantes participantes del Estudio Dunedin que tenían problemas en la adolescencia, el servicio militar fue un punto de giro importante y positivo en sus vidas.
Para algunas generaciones fue la guerra; para otras, las revueltas de la década de 1960 o el colapso económico de 2008 o la pandemia de covid-19. A nivel individual puede ser un trágico accidente, un problema de salud mental, una enfermedad súbita, la muerte de un ser querido. Para Wes fue el abandono por parte de su padre, el verse obligado a dejar el colegio para trabajar y muchas otras cosas. Lo único que podemos esperar es que lo inesperado, y cómo reaccionamos ante ello, cambie el curso de nuestras vidas. Como dice el refrán: el hombre propone y Dios (o, en este caso, el azar) dispone.
Y, aun así, los sucesos inesperados no siempre suponen un problema. Algunos son giros positivos del destino y estos casi siempre implican relaciones. Las personas a las que conocemos son en gran parte responsables de cómo evolucionan nuestras vidas. La vida es caótica y cultivar buenas relaciones incrementa la positividad de ese caos y la probabilidad de que sucedan encuentros beneficiosos (hablaremos más de esto en el capítulo diez). Quizá esa foto tuya de joven muestra alguna prueba de encuentros casuales positivos. Casi todos los momentos de nuestra vida lo hacen: si no me hubiera apuntado a esa asignatura, no habría conocido a… Si no hubiera perdido ese autobús, no me habría encontrado con…
Es verdad que no podemos controlar por completo nuestro destino. Que tengamos un golpe de suerte no significa que nos lo hayamos ganado y que tengamos una mala racha no significa que la merezcamos. No podemos escapar del caos vital. Pero cuanto más nutramos las relaciones positivas, más probabilidad tendremos de sobrevivir e incluso florecer en este camino lleno de baches.
WES SE TOMA UN CAFÉ Y ECHA LA VISTA ATRÁS
En 2012, solo dos años después de la visita de nuestra investigadora, a los ochenta y un años, Wes se sentó a la mesa de su cocina con una taza de café para responder nuestro cuestionario bianual (aún se ven unas leves manchas de café en las páginas). Estas son algunas de sus respuestas:
En este cuestionario se le preguntó: «¿Cuál es la actividad en pareja que más disfrutas?». Wes Travers, que sirvió a su país con valentía en la guerra, que viajó por todo el mundo, que construyó sus casas de forma autodidacta, que crio a un hijastro sano y feliz e hizo trabajo voluntario a diario en su comunidad, escribió que lo que más les gustaba hacer a su esposa y a él era «estar juntos».
TENER A MANO LA PERSPECTIVA DEL CICLO VITAL
¿Por qué molestarnos en analizarnos a nosotros mismos desde este gran esquema general? ¿De verdad puede ayudarnos en el día a día pensar en el proceso de toda una vida?
Sí. A veces cuesta entender y conectar con las personas que nos rodean cuando en lo único que estamos pensando es en lo que tenemos ante nuestros ojos. Dar un paso atrás para tener una imagen más amplia, ponernos a nosotros y a las personas que nos importan en el contexto de una vida larga, es una forma magnífica de inyectar empatía y comprensión en nuestras relaciones. Podemos evitar algunas de las frustraciones que sentimos a causa de los demás y podemos profundizar en la conexión al recordar que nuestras ideas sobre la vida dependen del punto en el que nos encontremos del ciclo vital.
Al final, se trata de adquirir perspectiva sobre los caminos que hemos tomado y los que están por venir para poder ayudarnos a anticipar las cosas y prepararnos para las curvas. Y, como dice el viejo proverbio turco: cuando se hace en buena compañía, no hay camino largo.