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5. PRESTAR ATENCIÓN A TUS RELACIONES

Tu mejor inversión

El regalo más grande es dar una parte de ti.

RALPH WALDO EMERSON

Cuestionario para la segunda generación del Estudio Harvard, 2015:

Imagina empezar tu vida con todo el dinero que tendrás en el futuro. Que en el instante de tu nacimiento te dieran una cuenta corriente y, siempre que tuvieras que pagar algo, el dinero saliera de ahí.

No tienes que trabajar, pero todo lo que hagas te cuesta dinero. Comida, agua, vivienda y bienes de consumo cuestan igual que siempre, pero ahora necesitas una parte de tus fondos hasta para mandar un correo electrónico. Sentarte en una silla en silencio sin hacer nada cuesta dinero. Dormir cuesta dinero. Todo exige que gastes dinero.

Pero el problema es el siguiente: no sabes cuánto dinero hay en la cuenta y, cuando se vacíe, tu vida se acabará.

Si te encontraras en esta tesitura, ¿vivirías igual que ahora? ¿Cambiarías algo?

Esto es una fantasía, pero si cambias un elemento clave no está tan lejos de la realidad del ser humano. Solo que, en lugar de dinero, nuestra cuenta tiene una cantidad limitada de tiempo y no sabemos cuánto.

Es una pregunta más o menos cotidiana: ¿a qué deberíamos dedicar nuestro tiempo? Pero, dada la brevedad e incertidumbre de nuestra vida, también es profunda y tiene grandes implicaciones relacionadas con nuestra salud y felicidad.

Existe un mantra budista que se enseña a los monjes para que lo usen en sus meditaciones. Dice lo siguiente: «Si solo la muerte es segura y su hora incierta, ¿qué debería hacer?».

Enfrentarse con la inevitable consciencia del final de tu vida llena el mundo de una nueva perspectiva y hay otras cosas que cobran importancia.

Al llevar a cabo nuestra encuesta de ocho días a las parejas del Estudio Harvard que tienen más de ochenta años, al final de cada entrevista diaria les hacemos distintas preguntas sobre sus perspectivas vitales hasta ahora. El valor del tiempo ocupa a menudo un lugar central en sus respuestas:

Estas son solo dos de las muchas respuestas similares obtenidas. A casi todos los participantes en el estudio les preocupaba a qué habían dedicado su tiempo y muchos sentían que no se lo habían planteado demasiado. Es una sensación muy habitual. El flujo de los días tiene la capacidad de absorbernos y hacernos sentir que la vida es solo algo que nos sucede, que estamos sujetos a ella en lugar de ser los que podemos darle forma. Como muchas personas, algunos de los participantes en el estudio llegaron a edades avanzadas, echaron la vista atrás y pensaron cosas como: tendría que haber visto más a mis amigos… Tendría que haber prestado más atención a mis hijos… Dediqué mucho tiempo a hacer cosas que no eran importantes para mí.

Fíjate en los verbos: dedicamos tiempo, prestamos atención.

Nuestro lenguaje está tan lleno de términos económicos que ya nos resultan naturales y con sentido, pero tanto nuestro tiempo como nuestra atención son mucho más preciosos de lo que sugieren estas palabras. El tiempo y la atención no son algo que se pueda rellenar. Son a lo que se reduce nuestra vida. Cuando ofrecemos nuestro tiempo y atención no estamos simplemente «dedicando» o «prestando». Estamos entregando nuestras vidas.

Como escribió una vez la filósofa Simone Weil: «La atención es la forma de generosidad más escasa y pura».

Eso se debe a que la atención, el tiempo, es lo más valioso que tenemos.

Muchas décadas después de Simone Weil, el maestro zen John Tarrant aportó una nueva dimensión a esta idea en su libro The Light Inside the Dark («La luz en la oscuridad»): «La atención —escribió— es la forma más básica del amor».

Esto señala una verdad que cuesta convertir en palabras; como el amor, la atención es un regalo que fluye en ambos sentidos. Cuando prestamos nuestra atención, estamos prestando nuestra vida, pero también nos sentimos más vivos en el proceso.

Tiempo y atención son los materiales esenciales de la felicidad. Son la reserva de la que se nutren nuestras vidas. Esto es más preciso que cualquier metáfora económica. Igual que el agua de un pantano puede encaminarse y enriquecer zonas concretas de un paisaje, el flujo de nuestra atención puede dar vida y enriquecer determinadas áreas de nuestra existencia. Así que nunca está de más echar una ojeada a las cosas hacia las cuales ha fluido nuestro tiempo y preguntarnos si se está dirigiendo a lugares que beneficien tanto a las personas que queremos como a nosotros (estas dos cosas suelen ir juntas). ¿Estamos prosperando? ¿Están recibiendo la atención que merecen las actividades y objetivos que nos hacen sentirnos más vivos? ¿Quiénes son las personas más importantes para nosotros? ¿Están recibiendo esas relaciones, con sus dificultades, la atención que merecen?

HOY NO TENGO TIEMPO, PERO MAÑANA SÍ

Usamos la palabra «atención» con dos sentidos.

El primero es el que se refiere a priorizar el tiempo. Esto está relacionado con el eje de frecuencia del universo social del gráfico del capítulo cuatro. ¿Estamos priorizando las cosas más importantes para nosotros, poniéndolas al principio de la lista cuando repartimos nuestro tiempo?

Puede que pienses que eso es fácil de decir, pero que, obviamente, nosotros no sabemos nada de tu vida. Que no puedes añadir horas mágicamente a tus días. Que inviertes tiempo en el trabajo para que tus seres queridos puedan comer y tus hijos puedan vestirse para ir al colegio. Que ya aprovechas tus horas al máximo, así que ¿cómo vas a dedicar un tiempo que no tienes?

Buena pregunta. Vamos a hablar un poco sobre el tiempo.

A menudo tenemos sentimientos contradictorios sobre el tiempo del que disponemos. Por un lado, lo anhelamos y sentimos que no nos basta para cumplir con nuestras obligaciones diarias, sin mencionar todo lo que nos gustaría hacer. Por otro, tendemos a pensar en un futuro inconcreto en el que tendremos un extra de tiempo y que alcanzaremos ese momento de nuestra vida en el que las cosas que secuestran nuestro tiempo ahora mismo dejarán de consumirnos. Esa visita a nuestros padres que hace tiempo que les debemos, esa llamada a un viejo amigo…, cualquier cosa que pensemos que pasará más adelante, a menudo recibe el mismo tratamiento: «Ya tendré tiempo de sobra para eso», nos decimos.

Es cierto que un enorme número de personas dicen estar demasiado ocupadas y sentirse superadas por las responsabilidades y las obligaciones. A medida que el siglo XXI nos pasa por encima como una apisonadora, tenemos la sensación de que cada vez disponemos de menos tiempo y eso va acompañado de un mayor estrés y una peor salud. Las personas a las que les falta tiempo, sean de la sociedad que sean, deben de estar trabajando más horas, ¿no?

No exactamente. En cifras globales, la media de horas trabajadas ha disminuido significativamente desde mediados del siglo pasado. Los estadounidenses trabajan de media un 10 % menos que en 1950 y en algunos países, como Holanda y Alemania, las horas de trabajo se han reducido hasta un 40 %.

Esto son medias y hay que hacer algunas aclaraciones sobre quién está trabajando más y quién menos. Por ejemplo, las madres trabajadoras son las que tienen menos tiempo de ocio; las personas con más formación tienden a trabajar más y tener menos tiempo libre, mientras que quienes tienen menos formación cuentan con más tiempo de ocio. Así que la evaluación general no es simple. Pero los datos son claros: incluso teniendo en cuenta estas objeciones, las personas están menos ocupadas con el trabajo que en las generaciones anteriores. Pero, en cambio, sentimos que apuramos nuestro tiempo al máximo. ¿Por qué?

Puede que la respuesta a esta pregunta se encuentre en la segunda acepción de la palabra «atención», que se refiere a cómo empleamos el tiempo y, en concreto, a lo que hace nuestra mente en cada momento.

PENSAR EN LO QUE NO ESTÁ PASANDO

Nosotros, Bob y Marc, llevamos más de dos décadas viviendo a unos cuantos kilómetros de distancia. Para trabajar juntos en proyectos tenemos que reunirnos por teléfono o videollamada. Somos viejos amigos, pero tenemos que fijar citas estrictas o, de lo contrario, no nos vemos. Cuando finalmente llega el día, al menos una vez por semana, ambos lo consideramos un respiro programado en un horario laboral frenético. Nos relajamos un poco y bajamos la guardia. Y a veces, después de estar muy concentrados todo el día o toda la semana, cuando por fin podemos hablar nos cuesta centrar la atención.

Ya sabes a qué nos referimos. La vida es una locura y hay millones de cosas por hacer. Cuando te sientas con un amigo o con tus hijos y tienes un momento, tu comodidad y confianza en esa relación te da a entender que no tienes por qué dedicarle toda tu atención. Son personas a las que conoces. Tenéis una rutina juntos, la interacción es familiar y puede que no haya pasado nada nuevo, de modo que tu mente se aleja. E incluso cuando vuestras vidas no están desbordadas de preocupaciones y cosas que hacer, siempre existe un enorme flujo de información reclamándonos en internet. En cuanto tenemos un momento de calma, sacamos el teléfono.

Incluso mientras trabajábamos en este capítulo, cuando estábamos literalmente hablando sobre prestar atención, Marc empezó a oír un silencio conocido a través del teléfono. Bob se había embobado.

—Bob —dijo.

—¿Sí?

—Te he perdido.

Nos pasa a todos. En un estudio de 2010, Matthew Killingsworth y Daniel Gilbert usaron en contra de sí mismos a uno de los culpables modernos de la distracción, el smartphone, para llevar a cabo un estudio gigantesco sobre cómo empleamos nuestros momentos de vigilia, tanto física como mentalmente.8 En primer lugar, diseñaron una app que se ponía en contacto con los participantes en momentos aleatorios a lo largo del día, les preguntaba qué estaban haciendo, sintiendo y pensando y guardaba sus respuestas. La base de datos recopiló millones de muestras de más de cinco mil personas de todas las edades y de ochenta y seis categorías laborales en ochenta y tres países. Sus hallazgos mostraron que casi la mitad de nuestros momentos de vigilia los dedicamos a pensar en algo distinto a lo que estamos haciendo. ¡Casi la mitad! Como señalaron los autores del estudio, esto no es únicamente una desafortunada particularidad mental, sino una obvia adaptación evolutiva humana.

Pensar en el pasado y en el futuro nos permite planear, anticipar y hacer conexiones creativas entre distintas ideas y experiencias. Pero el entorno moderno, con toda su estimulación, puede atrapar nuestras mentes en un estado de distracción que supera con mucho sus escasos beneficios. Nuestras mentes ya no anticipan ni establecen conexiones creativas tanto como deambulan entre la maleza. Y el estudio de Killingsworth y Gilbert demostró algo que todos sabemos en el fondo: que el hecho de que nuestra mente deambule está conectado con la infelicidad.

«La capacidad de pensar en lo que no está sucediendo —escribieron— es un logro cognitivo que tiene un coste emocional.»

EL BÚHO Y EL COLIBRÍ

Esta capacidad cognitiva de recordar el pasado y anticipar el futuro es una de las cosas que hacen que nos sintamos muy ocupados, no por el número de tareas que tenemos que completar en un día, sino por el número total de cosas que compiten por nuestra atención. Seguramente, lo que comúnmente denominamos «distracción» puede entenderse mejor como «sobreestimulación».

Hallazgos recientes en neurociencia muestran que nuestra mente consciente no puede hacer más de una cosa al mismo tiempo. Quizá te parece que tú eres capaz de compaginar tareas y pensar en dos (o más cosas) a la vez, pero lo que hace en realidad tu mente es saltar de una a otra. Este es un proceso muy costoso en términos neurológicos. Pasar de una tarea a otra implica un gasto de energía y de tiempo medibles. Y, cuando volvemos a la primera tarea, esto implica otro periodo de tiempo para volver a centrar nuestra atención en el objeto original. Y no se trata solo del tiempo, sino también de la calidad de nuestra atención. Si nos pasamos el día saltando de una cosa a otra, nunca seremos capaces de centrarnos de verdad en experimentar el placer y la eficacia de una mente concentrada. En lugar de eso, vivimos en un estado de recalibrado constante, o lo que la escritora Linda Stone llama acertadamente «atención parcial continua».

La consciencia humana no es la criatura ágil y veloz que nosotros pensamos. Nuestros cerebros han evolucionado para parecerse más a los búhos que a los colibrís: nos fijamos en algo, dirigimos allí nuestra atención y nos concentramos. Es en este estado de concentración intenso y solitario cuando estamos en posesión de nuestras facultades de potencia mental humana más únicas. Cuando nos concentramos en algo es cuando somos más reflexivos, creativos y productivos.

Pero en el entorno cargado de pantallas del siglo XXI, nuestras mentes de búho, grandes y poco manejables, son tratadas como colibrís y acaban dando tumbos de un lado a otro de forma poco eficaz. Hacer esto día sí y día no provoca que nos acostumbremos a una forma de funcionar que, en realidad, no es natural para nosotros y nos genera ansiedad: es una forma de funcionar que hace que a nuestra mente le cueste nutrirse.

¿Qué búho va a sentirse más ocupado, el que se concentra en el sonido que hace un ratón sobre la nieve o el que intenta absorber un poquito de néctar de un millar de flores? ¿Y cuál de ellos va a estar mejor alimentado?

LA ATENCIÓN DE TODA UNA VIDA FAMILIAR

Saber que nuestra atención es valiosa es una cosa, pero ¿qué forma adquiere la atención en nuestras relaciones a lo largo de toda una vida?

Para tener un poco de contexto real vamos a observar a Leo DeMarco, el profesor de instituto del capítulo dos, considerado, en términos generales, uno de los hombres más felices del Estudio Harvard, para ver cómo gestionaba él su tiempo y su atención.

Leo, como maestro de instituto, era una persona increíblemente ocupada que aprovechaba su tiempo al máximo. Estaba muy implicado con sus alumnos. Más que la mayoría de los profesores, según quienes le conocían. Siempre sentía que se podía hacer más y nunca dudaba en ayudar a un alumno con problemas o en reunirse con padres preocupados. También estaba implicado en actividades extracurriculares, por lo que no siempre estaba disponible para sus propios hijos después del colegio o los fines de semana. Su familia disfrutaba de su compañía, era una persona que sabía escuchar y siempre tenía un buen chiste a mano, de modo que, cuando no estaba, notaban su ausencia y a veces se preguntaban si valoraba más su trabajo que a su familia.

Es cierto que su trabajo era importante para él. Daba sentido a su vida; le dijo al estudio más de una vez que lo hacía sentirse como un miembro valioso de la comunidad, que significaba algo para las personas con quienes trabajaba y, en especial, para sus alumnos. Este propósito es algo importante para nuestra felicidad y bienestar (hablaremos más de esto en el capítulo nueve) y no es raro que comporte un conflicto de prioridades con otras cosas, como el tiempo en familia. Esta competencia por nuestra atención es un problema complicado al que muchos nos enfrentamos. Pero no es insalvable. La familia de Leo no tenía ningún problema en hablar con él de este tema. Su esposa, Grace, se lo mencionó, y también sus dos hijas y su hijo.

En 1986 le preguntamos a su hija mayor, Katherine, cuál era su recuerdo más claro de Leo y ella nos habló con mucho sentimiento de sus excursiones de pesca. Cada verano, cuando finalizaban las clases, Leo se llevaba a uno de sus hijos cada vez a pasar una semana de acampada en distintos enclaves de pesca. Durante esas excursiones, ella lo recordaba como alguien atento; no se trataba solo de pescar, sino que le preguntaba por su vida y sus opiniones. Incapaz de desconectar a su profesor interior, les enseñaba a sus hijos a hacer nudos para los anzuelos y los flotadores, a saber dónde les gustaba esconderse a los peces, a hacer fuego y a identificar constelaciones en el cielo estrellado. Se aseguraba de que todos fueran capaces de acampar y pescar por su cuenta, para que supieran apañárselas en la naturaleza y seguir esa tradición con su propia descendencia, si la tenían.

Leo les concedía a sus hijos toda su atención, tal y como hacía con su esposa, Grace. Cuando ya había cumplido los ochenta años, le preguntamos a Leo qué actividades hacían en pareja:

Cuidamos juntos del jardín o salimos a pasear y hablamos del paisaje. Es decir, ayer dimos un paseo de seis u ocho kilómetros. Nos abrigamos, nos metimos en el bosque y nos fuimos parando para ver los patos que sobrevolaban el río que estábamos cruzando. Esto es algo habitual en nuestra vida. Compartimos cosas. O, cuando leo un libro, yo sé lo que le interesa, así que le propongo que eche una ojeada a cosas concretas. Y ella hace lo mismo conmigo.

Son cosas pequeñas, breves momentos en los días de Leo y Grace, pero si los vemos en conjunto a lo largo de una vida, suman. «La atención es la forma más básica del amor.» No es una coincidencia que Leo sea uno de los miembros del estudio más atentos y presentes y también uno de los más felices.

LAS FORMAS MODERNAS DE CONEXIÓN

A Leo y a los demás participantes de la primera generación en el Estudio Harvard, que criaron a sus hijos en las décadas de 1940, 1950 y 1960, la vida en línea que conocemos en el siglo XXI les habría sonado a ciencia ficción. En aquel entonces, no tenían que convivir con la omnipresencia de los smartphones, la naturaleza ubicua de las redes sociales ni la aplastante superabundancia de información y estímulos. Pero es probable que sus problemas con las relaciones se parezcan más a los actuales de lo que podríamos pensar.

En 1946, un joven Stanley Kubrick publicó una fotografía en la revista Look que nos resultaría muy familiar hoy en día: un vagón de metro lleno de neoyorquinos camino del trabajo, con las cabezas inclinadas, prácticamente todos absortos en… sus periódicos. Y muchas de las familias originales del Estudio Harvard hablaban de la misma sensación que tenemos hoy en día: decían que tenían problemas para dedicar a sus familias la atención que merecían, que el trabajo las superaba, el mundo parecía estar enloqueciendo y les preocupaba el futuro de sus hijos. Recuerda, el 89 % de los universitarios del estudio sirvieron en la Segunda Guerra Mundial, un conflicto catastrófico cuyo resultado, entonces, era totalmente incierto, y más tarde criaron a sus hijos durante la Guerra Fría con un temor constante a un desastre nuclear. Dentro de casa, en lugar de internet, a los padres les preocupaba lo que la televisión les estaba haciendo a sus hijos y a la sociedad en general. Pero, aunque muchos de sus problemas eran distintos en cuanto a naturaleza y escala y aunque la velocidad del cambio cultural puede que fuera, al menos en algunos aspectos, menos extrema que la que vivimos nosotros, las soluciones eficaces para nutrir las relaciones —dedicar tiempo y atención al momento presente— eran las mismas que hoy en día. La atención es el auténtico material del que está hecha la vida y es igual de valiosa independientemente de la era en la que viva la persona.

NUESTRA ATENCIÓN, EN LÍNEA

Tecnologías como los smartphones y las redes sociales participan en la actualidad en cómo moldeamos algunas de las zonas más íntimas de nuestras vidas. Bastante a menudo, cuando conectamos con otra persona, se interpone entre nosotros un dispositivo o un programa informático.

Esta es una situación vulnerable, ya que hay una cantidad increíble de emociones y de vida fluyendo por estos medios. La chispa de un enamoramiento, rupturas, noticias sobre nacimientos y muertes, las comunicaciones habituales en una amistad y todo tipo de interacciones íntimas se filtran ahora a través de dispositivos y programas informáticos, algunos de ellos diseñados de forma sutil —a veces no tanto— para dar forma a las interacciones. ¿Cómo afecta esto a nuestras relaciones? ¿A nuestra felicidad? ¿Están estas nuevas formas de comunicación contribuyendo a que profundicemos o a que inhibamos nuestra capacidad para conectar de verdad con los demás?

Las respuestas definitivas a estas preguntas no son sencillas de encontrar. Cada individuo emplea estas tecnologías de forma distinta y, como sucede con cualquier periodo de transformación social, cuesta ver la auténtica naturaleza del cambio hasta que se alcanza cierta distancia. Pero una cosa que sí sabemos es que las redes sociales y la vida en línea son complicadas. Hay algunos motivos para la esperanza y también para la preocupación.

EL TOMA Y DACA DE LAS REDES SOCIALES

En la vertiente positiva, cuando las redes sociales se usan para mantener el contacto con amigos y familia, pueden mejorar la sensación de conexión y pertenencia. Viejos amigos y colegas con quienes habríamos perdido el contacto en el pasado ahora se encuentran solo a unos pocos clics de distancia y cada día emergen nuevas comunidades en torno a intereses y dificultades. Alguien con una enfermedad rara como la fibrosis quística puede encontrar apoyo y consuelo en línea y alguien que ha sido marginado a causa de su orientación sexual, su identidad de género o su aspecto puede encontrar una comunidad más allá de su ubicación física. Para alguien que esté aislado y en una situación inusual, internet puede ser una auténtica bendición.

Pero también hay preguntas importantes que debemos plantearnos y las respuestas pueden afectar a nuestro bienestar personal y como sociedad. Entre las más urgentes está la de cómo afectan esos espacios en línea al desarrollo de niños y adolescentes. Como muestran los datos de nuestro Estudio Harvard (y muchos otros), las experiencias sociales tempranas son importantes. La forma de relacionarse de una persona más adelante en la vida está vinculada con su desarrollo infantil. Por algo llamamos «formativos» a estos años (hablaremos más del tema en el capítulo ocho). ¿Qué impacto tiene este incremento de interacciones en línea sobre la capacidad de las personas jóvenes de leer el contexto social y reconocer emociones en la vida real? ¿O en su capacidad para emitir señales emocionales y conversacionales con sentido? Una gran parte de la comunicación en persona no está relacionada en absoluto con el lenguaje. ¿Estas habilidades no verbales se atrofian en los contextos virtuales de formas que afectan a las interacciones en persona?

Esta es un área de análisis rica y en desarrollo y nosotros mismos estamos llevando a cabo una parte. Los resultados hasta ahora no son concluyentes; hace falta mucha más investigación. Pero lo que sí está claro llegados a este punto es que no podemos afirmar que los espacios en línea sean iguales que los físicos y, en especial, no podemos asumir que las habilidades sociales que desarrollan los niños al estar juntos en persona se puedan desarrollar también en línea.

AISLAMIENTO Y CONEXIÓN

En 2020 el mundo fue sacudido por la pandemia de covid-19. La rápida expansión de un virus microscópico cambió drásticamente gran parte de nuestra forma de vida y nos separó de amigos, vecinos y familias, con un coste extremo para nuestra fortaleza psicológica individual. Las cuarentenas encerraron a las personas en casa y las normas de distancia en el espacio público impedían la mayoría de las formas de socialización. Los restaurantes cerraron. Los lugares de trabajo cerraron. Casi de la noche a la mañana, las videollamadas y las redes sociales se convirtieron en la única forma de conectar con el mundo exterior para muchas personas. Fue como un experimento masivo y global sobre el aislamiento social y la naturaleza de la vida en línea.

A medida que las semanas de confinamiento se convertían en meses, las herramientas digitales empezaron a llenar el vacío dejado por la ausencia de interacción en el mundo real. Las reuniones en remoto mantuvieron en funcionamiento muchas empresas y permitieron que colegios y universidades abrieran sus puertas (virtuales). Los servicios religiosos se celebraban en línea. Incluso las bodas y los funerales se celebraban de forma virtual.

Para quienes no tenían acceso a internet, la situación fue muchísimo peor. Frente al aislamiento total o el riesgo de contagio, muchas personas eligieron lo segundo. En las residencias, donde apenas han penetrado las redes sociales y las videollamadas, lo único peor que el virus era la soledad, que dañó tanto la salud de sus residentes que se convirtió en una causa oficial de muerte.

Sin redes sociales ni videollamadas, es probable que los efectos sobre la salud del confinamiento hubieran sido mucho más graves.

Pero pronto quedó claro que estas herramientas virtuales no bastaban en absoluto. Había algo que faltaba en la experiencia sensorial y el contenido emocional de esas reuniones virtuales.

La comunicación no es un mero intercambio de información. El tacto humano y la proximidad física tienen efectos emocionales, psicológicos e incluso biológicos. Cuando se ciñe a las prestaciones de un programa informático, la experiencia de la interacción social en línea es distinta y, a menudo, más limitada. Mientras que en épocas de normalidad las limitaciones de la conexión en línea quedan compensadas por las interacciones regulares en persona, durante la pandemia estas limitaciones se manifestaron en todo su esplendor. A pesar de nuestra conectividad virtual, los trastornos de desesperación, depresión y ansiedad se incrementaron en el primer año de pandemia, y la sensación de soledad empeoró en algunas comunidades. Incluso entre los bien conectados, muchos empezaron a experimentar «hambre de piel», un deseo que nace de la falta de contacto humano. Frente a un aislamiento intenso, las redes sociales, al menos, eran algo. Pero no bastaban.

Este enorme experimento global sobre aislamiento dejó algo muy claro: una máquina no puede sustituir la presencia física de otro ser humano. No existe un sucedáneo de estar juntos.

NO DESLICES LA PANTALLA: INTERACTÚA

Las redes sociales y la interacción virtual han venido para quedarse y es probable que evolucionen de formas impredecibles. Mientras observamos cómo las sociedades de todo el mundo afrontan estos cambios tecnológicos, ¿hay algo que podamos hacer en nuestras vidas para aumentar lo bueno y mitigar lo malo?

Afortunadamente, tenemos datos sobre esto. La forma en la que los individuos emplean las plataformas importa y podemos darte un par de recomendaciones muy básicas que puedes empezar a implementar hoy mismo:

En primer lugar, interactúa con los demás.

Un estudio muy influyente mostró que quienes usan Facebook de forma pasiva, solo leyendo y deslizando la pantalla, se sienten peor que quienes interactúan activamente, poniéndose en contacto con otros y comentando sus publicaciones. Un estudio llevado a cabo en Noruega, uno de los países más «felices» del mundo, llegó a una conclusión parecida. Los noruegos tienen una tasa de uso de Facebook muy alta y un estudio halló que los niños que lo usan principalmente para comunicarse experimentaban más sentimientos positivos. Quienes lo usaban sobre todo para mirar experimentaban más sentimientos negativos. Estos hallazgos no son tan sorprendentes: ya sabemos que quienes se comparan más a menudo con los demás son menos felices.

Como hemos dicho antes, siempre comparamos nuestra realidad con el exterior de los demás; nuestras experiencias y altibajos, nuestros días buenos y malos, nuestros momentos de confianza y de inseguridad con la versión editada de las vidas que nos muestran otras personas. Esto sucede de forma más acusada en las redes sociales, donde nos cuesta poco colgar fotos de un buen momento en un restaurante o de vacaciones en la playa, pero rara vez las equilibramos con la realidad de las discusiones a la hora de la cena o de las malas resacas. Este desequilibrio significa que cuando comparamos nuestras vidas con las imágenes que otros nos muestran en las redes sociales es fácil sentir que la buena vida es algo que solo los demás disfrutan.

En segundo lugar, obsérvate al usar las redes sociales.

Para empezar, no todas son para todo el mundo. Lo que para otra persona puede ser bueno, puede no serlo para ti. Así que, al pensar en tus hábitos en línea, lo que de verdad importa es cómo te hace sentir cada plataforma. Si te pasas media hora en Facebook, ¿sales de ahí sintiendo que has recargado pilas? ¿Te sientes agotado después de perderte dando tumbos por internet de clic en clic? Dedicar un momento a notar los cambios en tu estado de ánimo y tu actitud después de un periodo de tiempo en cualquier red social puede señalarte la dirección adecuada. La próxima vez que notes que te has quedado pegado en la silla ante la pantalla, dedica un momento a observarte y ver cómo te sientes.

En tercer lugar, indaga qué opinan de tu uso de redes sociales las personas que son importantes para ti. Pregunta a tu pareja qué opina de tu uso del teléfono. ¿Le afectan tus hábitos en línea? ¿Hay algún momento o actividad —en el desayuno, después de cenar, en el coche— donde eche de menos tu presencia y atención completa? ¿Y qué opinan tus hijos? Las personas más mayores tienden a asumir que son sobre todo los chavales los que están pegados a las pantallas, pero no es raro que sean los niños quienes se quejen de que sus padres están obsesionados con sus smartphones. No siempre somos capaces de detectar esto nosotros mismos; puede que tengas que hacer preguntas.

Por último, tómate de vez en cuando unas vacaciones tecnológicas. Estas serán distintas según cómo sea tu vida, pero decidir eliminar la tecnología de tu vida durante periodos breves de tiempo puede revelar cómo te afecta. En ciencia, usamos un grupo de control para comparar con el grupo que sigue un tratamiento para ver los efectos de forma más clara. Puede que tú necesites un periodo de control en tu vida. ¿Qué tal es la sensación de no mirar las redes sociales durante cuatro horas? Si tu teléfono no está disponible, ¿prestas más atención a las personas que amas? Después de un día sin redes sociales, ¿te sientes menos superado, menos disperso?

Cada vez que cogemos el smartphone o entramos en internet, estamos incrementando nuestro alcance potencial y abriéndonos a vulnerabilidades. Lo mejor que podemos hacer cada uno de nosotros es intentar entender cómo ambos lados de esta ecuación se traducen en nuestras vidas y esforzarnos en maximizar lo bueno y mitigar lo malo.

Para ello, tenemos una ventaja crucial frente a todos los gigantes tecnológicos: la guerra por nuestra atención se juega en nuestro campo, literalmente en nuestra mente. Y ahí podemos ganar.

PERMANECER (Y ESTAR) ALERTA

El momento presente es el único que dominamos.

THICH NHAT HANH

Estos dilemas sobre la atención pueden parecer exclusivos de la modernidad, pero en origen son muy antiguos: tienen miles de años más que internet y cuentan con soluciones ancestrales.

En 1979, Jon Kabat-Zinn adaptó prácticas milenarias de meditación budista en un curso de ocho sesiones diseñado para ayudar a pacientes terminales y a las personas con dolor crónico a reducir su sensación de estrés. Llamó al curso «Reducción del estrés basada en la atención plena» o MBSR, por sus siglas en inglés, y este proceso terapéutico condujo a la ubicuidad actual del término «atención plena» y de su forma inglesa, mindfulness. Actualmente existe gran cantidad de investigaciones que apoyan su eficacia y muchas facultades de Medicina ofrecen formación en conciencia plena.

La alerta y la atención constituyen el centro de la práctica de la atención plena. Kabat-Zinn la define a menudo de la siguiente manera: «La consciencia que emerge al prestar atención a las cosas tal y como son, a propósito, en el momento presente y sin juzgarlas». Al hacer el esfuerzo consciente de prestar atención a las sensaciones de nuestro cuerpo y a lo que sucede a nuestro alrededor, y al hacerlo sin la abstracción y el filtro del juicio, nuestro pensamiento y nuestra experiencia nos ponen en sintonía con el lugar en el que estamos ahora mismo. La mente humana tiende a huir; el objetivo de la atención plena es hacerla regresar a casa, al momento presente.

Con los años, hay elementos de la atención plena que se han filtrado en la cultura popular y el deseo de comercializarla ha despertado cierta desconfianza en estas prácticas. Pero sus ideas centrales nos acompañan desde hace siglos y forman parte de muchas tradiciones culturales. El objetivo es simplemente prestar atención de determinada manera y de forma cotidiana. Incluso el ejército de Estados Unidos invierte en atención plena y en aprender cómo hacer que los seres humanos permanezcan concentrados, porque para los soldados estar alerta en el momento es una cuestión de vida o muerte.

Lo mismo se aplica para todos los demás. Estar alerta es la sensación de estar realmente vivos. Los momentos que acumulamos en piloto automático (por ejemplo, las horas que empleamos yendo al trabajo, más las que pasamos en internet, más las rutinas automáticas que seguimos al despertarnos y al acostarnos) contribuyen a la sensación de que la vida pasa rápidamente y que nos la estamos perdiendo.

Al aprender a prestar atención a lo que sucede frente a nosotros ganamos algo más que la sensación de estar vivos: también incrementamos nuestra capacidad de actuar. No pensamos en lo que ya ha sucedido, en lo que podría suceder, en lo que tendremos que hacer luego; estamos alerta en el momento, que es donde debe tener lugar cualquier acción. Si nuestra intención es conectar con otras personas, estar presentes es lo que lo posibilita.

Un momento de atención plena no tiene por qué ser un acto de meditación extenuante. Solo tenemos que detenernos, prestar atención y fijarnos en las cosas como son. En cada momento efímero de nuestra vida tenemos a nuestro alcance una increíble cantidad de información. Puedes tomarte un momento ahora mismo, en el lugar en el que te encuentres. Puedes fijarte en el peso de este libro en tus manos, el tacto de las páginas (o del dispositivo que estés usando para leerlo), el movimiento del aire sobre tu piel o cómo interactúan la luz y el suelo de la habitación. O puedes plantearte esta bella pregunta, que es útil en cualquier situación, en cualquier momento: ¿qué hay aquí que no había visto antes?

Usar la palabra inglesa mindfulness no es muy afortunado, porque su sentido no resulta evidente para muchas personas. En su significado más literal, el término sugiere que nuestra mente está «llena» (full) de pensamientos correctos que alcanzaremos con la práctica.

Pero la atención plena es algo más sencillo.

Como mostró el estudio de Gilbert y Killingsworth, la mente de la mayoría de las personas está casi siempre llena de pensamientos sobre nosotros mismos, el futuro y el pasado. Estos pensamientos arrastran nuestras consciencias hacia un túnel estrecho de pensamiento y preocupación, separado de la experiencia inmediata. Puede ser un lugar oscuro y claustrofóbico.

Si se lo permitimos, el momento presente es enorme y espacioso. Incluso cuando contiene experiencias tristes o que dan miedo, un instante real incluye mucho más que el contenido de nuestras mentes. La sensación de estar realmente vivos llega cuando prestamos atención solo a lo que está pasando justo ante nosotros, cuando nos agarramos a las sensaciones, a lo que nos pasa en el cuerpo, a las cosas que vemos y oímos, a la presencia de quienes nos acompañan, y los usamos para dar un volantazo, dejar de pensar en otras cosas y otros lugares y salir del túnel de nuestra mente a la vastedad del presente, el único lugar en el que todo, y todos, existimos de verdad.

Como lo resumió el maestro espiritual Ram Dass, la idea es «estar aquí ahora».

SOBRESALIENTE EN ESFUERZO

Esa misma pregunta —«¿qué hay aquí que no estoy viendo?»— puede ser extraordinariamente potente cuando se aplica a personas: ¿en qué detalle de esta persona no me había fijado nunca? O bien: ¿qué sentimientos de esta persona no había percibido? Esto forma parte de esa curiosidad radical de la que hemos hablado en el capítulo cuatro.

Muy a menudo, cuando estamos en presencia de otras personas, nos perdemos muchos detalles de su experiencia. En cualquier interacción y en cualquier relación (incluso en las más cercanas) hay cantidades enormes de sentimientos e información que nos pasan desapercibidos. Pero, al final, ¿qué es lo más importante? ¿Saber con exactitud lo que la otra persona está experimentando? ¿O desarrollar y mostrar una curiosidad genuina por comprender su experiencia?

En 2012 diseñamos un estudio para averiguarlo. Si alguna vez has tenido una conversación difícil con tu pareja, sabes lo tensa que puede llegar a ser y los muchos malentendidos que pueden surgir. Así que buscamos 156 parejas con distintos trasfondos y le pedimos a cada uno de los miembros que grabara un resumen en una o dos frases de un suceso de su relación que lo frustrara, lo hiciera enfadar o le molestara (por ejemplo, que su pareja no cumpliera con algo que había prometido, o que no comunicara un suceso importante, o que no llevara a cabo la tarea doméstica que le tocaba). Después, pusimos la grabación para que el otro miembro de la pareja la escuchara y esto desencadenara una discusión; finalmente, les pedimos que intentaran entender mejor qué había sucedido.

Los participantes no lo sabían, pero estábamos monitorizando la importancia de la empatía. Lo que queríamos saber era qué es más importante: entender con precisión los sentimientos de nuestra pareja o que esta vea que nos estamos esforzando por entenderla.

Después de la interacción, les preguntamos a ambos por sus sentimientos y los de su pareja durante la conversación. También les planteamos una serie de preguntas sobre las intenciones y motivaciones de sus parejas, incluido hasta qué punto creían que estas habían intentado entenderlos.

Nuestra hipótesis era que una mayor precisión en la empatía —conocer la respuesta correcta a la pregunta de qué sentía su pareja— estaría relacionada con una mayor sensación de satisfacción en la relación. Y esa correlación existía: sin duda, entender cómo se siente tu pareja es bueno.

Pero aún más importante que eso, especialmente en el caso de las mujeres, es el esfuerzo empático que implica el intentar comprender al otro. Si una persona sentía que su pareja se estaba esforzando de buena fe para entenderla, tenía una percepción más positiva sobre la interacción y la relación, independientemente de la precisión de su pareja.

Simplificando: entender a la otra persona es genial, pero solo intentarlo ya contribuye muchísimo a la conexión.

Para algunas personas hacer esto es un automatismo, pero el esfuerzo de entender al otro también puede ser un comportamiento deliberado, hecho a propósito. No tiene por qué resultarte natural al principio, pero cuanto más lo intentes más sencillo será. La próxima vez que tengas oportunidad de hacerlo, pregúntate:

¿Cómo se siente esa persona?

¿Qué está pensando?

¿Me estoy perdiendo algo?

¿Cómo me sentiría yo en su lugar?

Y, cuando sea posible, comunícale que sientes curiosidad por entenderla, un pequeño esfuerzo que puede tener un gran impacto.

LE PONEMOS A LEO UN NOTABLE POR EL ESFUERZO

Puede que Leo no fuera el miembro del estudio que más tiempo pasó con su familia, pero con el paso de los años hizo un esfuerzo consciente por mejorar en esa área y cuando pasaba tiempo con ellos procuraba que fuera de calidad. Eso no significa que se los llevara a vivir grandes aventuras ni de viaje al extranjero, ni que llenara de emociones sin fin cada segundo de vida familiar. No. Lo que hacía era prestarles atención a sus hijos y a su esposa y lo hacía de forma bastante consistente. Se mostraba disponible para ellos en el momento. Escuchaba, hacía preguntas y procuraba ayudar siempre que podía.

Le preguntamos qué le había gustado de su esposa cuando se habían conocido en el instituto y él hizo una lista: su inteligencia, su carácter agradable y algo misterioso que no atinaba a explicar («tenía algo que me gustaba. Me gustó desde el principio»). Pero cuando le preguntamos qué creía que le gustaba a ella de él no supo qué decir.

«Bueno, la verdad es que nunca me lo he planteado», respondió. Estaba tan interesado en Grace que no se había parado a pensar en qué podía opinar ella de él. Este centrarse en el mundo que lo rodea es uno de los ejes centrales de la vida de Leo.

Cuando su familia se reunía, él decía que lo que le gustaba era ser como una mosca en la pared. Le divertía ver cómo se relacionaban entre sí, en su estado natural, fijándose en qué se diferenciaba el trato entre ellos del que tenían con él. Sus relaciones llenaban la casa de energía. «Eso hace que la vida sea maravillosa», afirmó al respecto.

Leo era afortunado. Ser curioso y atento con los demás y no preocuparse demasiado por su propia imagen era algo natural en él. Pero no todo el mundo es así. Algunos tenemos que esforzarnos conscientemente y aprender a prestar este tipo de atención. Incluso Leo, que siguió pendiente de su mujer durante toda su vida, no mantuvo su abordaje proactivo a la hora de conectar con sus hijos. Empezó a hablar con ellos cada vez menos cuando se fueron de casa y, en general, se mostró menos atento. Cuando su hija pequeña, Rachel, tenía treintaitantos años, escribió una nota espontánea en el cuestionario para la segunda generación:

Adoro a mis padres, a los dos. Pero este año me he dado cuenta de que tengo que arañar tiempo para estar con ellos, en especial para lograr que mi padre hable. Siempre ha dejado que sea mi madre la que lleve a cabo las comunicaciones necesarias. Ahora soy yo la que da pie a maravillosas conversaciones nocturnas y me siento mucho más cercana a él.

Este comentario es muy revelador. La familia DeMarco estaba unida, es cierto, pero a veces eso no basta. Cuando Rachel se hizo adulta, perdió parte de esa cercanía con sus padres, de un modo que le resultaba incómodo. Tuvo que buscar tiempo para estar con ellos de forma más activa y para alimentar la relación con su padre. Como familia ya habían tenido la capacidad de comunicarse y mantenerse cercanos, pero seguía siendo necesario esforzarse y planificar. La cercanía no aparece por sí sola. Vivimos vidas ocupadas. Hay muchas cosas que se cruzan en nuestro camino y lo fácil es mostrarse pasivo y dejarse llevar. Rachel eligió ir a contracorriente en su vida y reconectar.

Pero esa decisión no surgió de la nada. Quizá Leo no lo supiera cuando era un padre joven, pero estaba plantando las semillas de la conexión que reaparecería y lo alimentaría a él (y a sus hijos) más adelante. Rachel y sus hermanos aprendieron que la conexión con su padre era agradable y que les aportaba una sensación especial que no obtenían fácilmente de nadie más. Lo sabían gracias al esfuerzo inicial de Leo.

Al final del cuestionario, Rachel dejó una última nota para los investigadores del estudio:

P. D.: Perdón por tardar tanto en contestar. Vivo en la montaña, en mitad del bosque, sin agua corriente, electricidad, etcétera. ¡Un poco desconectada!

Se diría que las lecciones aprendidas en sus excursiones habían surtido efecto.

Si observamos a la familia DeMarco de cerca veremos algo que también muestran las investigaciones y que son los frutos naturales de la atención bien dirigida: amor y respeto recíprocos, sensación de pertenencia y una predisposición positiva ante las relaciones humanas en general, lo que conduce a más relaciones positivas y una mejor salud. En el caso de Leo y la familia DeMarco, su atención mutua cercana parece haber tenido un impacto muy importante en las vidas de todos.

UN POCO MÁS DE ATENCIÓN DIARIA

Ya te hemos pedido que pienses en qué relaciones de tu vida se beneficiarían de dedicarles algo más de tiempo. Ahora te vamos a plantear una pregunta más profunda: de las personas de tu vida que ya están recibiendo tu tiempo, ¿quiénes están recibiendo también toda tu atención?

Esta cuestión puede ser más difícil de responder de lo que crees. A menudo pensamos que estamos prestando toda nuestra atención, pero nuestras reacciones y acciones automatizadas hacen que no estemos seguros de ello. Quizá tengas que observarte a conciencia y valorar si de verdad estás prestando toda tu atención a las personas más importantes para ti.

Cómo lo hagas dependerá totalmente de tu vida, pero vamos a proponerte algunas formas sencillas de empezar.

En primer lugar, piensa en una o dos relaciones que enriquezcan tu vida y valora dedicarles algo de atención extra. Si has hecho el universo social del capítulo cuatro, puedes echarle una ojeada y preguntarte: ¿qué acción podría llevar a cabo hoy para prestarle atención y respeto a alguien que lo merece?

En segundo lugar, piensa en hacer cambios en tu rutina diaria. ¿Es posible buscar tiempo o actividades libres de distracciones, sobre todo cuando estás con las personas que más quieres? Por ejemplo, nada de teléfonos durante la cena. ¿Hay momentos concretos durante la semana o el mes que puedas dedicar a una determinada persona? ¿Podrías hacer un cambio en tu horario que te permitiera tomar un café o salir a pasear regularmente con un ser querido o un nuevo amigo? ¿Podrías cambiar de sitio algunos muebles para promover la conversación en lugar de mirar una pantalla?

Por último, puede que quieras seguir con la práctica que iniciamos en el capítulo cuatro y mostrar curiosidad en los momentos que compartas con las personas de tu vida, en especial con quienes conoces bien y ya das por hecho. Esto requiere práctica, pero no es difícil mejorar. La conversación «¿Qué tal el día?»-«Bien» no tiene por qué quedarse ahí. Si tu interés es sincero, obtendrás una respuesta. Podrías seguir con una pregunta distendida como «¿Qué es lo más divertido que te ha pasado hoy?». O «¿Te ha pasado algo sorprendente?». Y cuando alguien te dé una respuesta corta puedes seguir indagando: «¿Puedo preguntarte más sobre el tema? Siento mucha curiosidad, no sé si lo he entendido bien…». Intenta ponerte en el lugar de esa persona e imagina lo que ha experimentado. Para entablar conversaciones, a menudo basta con tomar esta perspectiva y la curiosidad es contagiosa. Puede que descubras que cuanto más te interesas por los demás, más se interesan ellos por ti, y puede que también te sorprenda lo divertido que puede ser este proceso.

Existe el peligro de que la vida se deslice entre nuestros dedos sin que nos percatemos de ello. Si tienes la sensación de que los días, los meses y los años pasan muy deprisa, prestar atención a las cosas puede ser un buen remedio. Dedicarle toda tu atención a algo es una forma de insuflarle vida y asegurarte de que no vas de un lado a otro con el piloto automático puesto. Fijarte en otra persona es una forma de respetarla, de rendir homenaje a quien es en ese momento concreto. Y prestarnos atención, comprobar cómo avanzamos por el mundo, dónde estamos ahora y dónde nos gustaría estar, puede ayudarnos a identificar qué personas y objetivos requieren más atención por nuestra parte. La atención es tu activo más valioso y pensar en qué invertirla es una de las decisiones más importantes que puedes tomar. La buena noticia es que puedes hacerlo ahora mismo, en este momento y a cada nuevo instante de tu vida.