6. SEGUIR EL RITMO
Adaptarse a los cambios en las relaciones
Hay una grieta en todo: es por donde se cuela la luz.
LEONARD COHEN
Todos los que conocían a Peggy Keane a los veintiséis años pensaban que iba por el camino correcto para alcanzar una buena vida. Tenía una carrera prometedora y una familia que la quería. La hemos conocido en el capítulo tres cuando nos ha contado que se casó con un hombre que ella describió como «uno de los mejores del planeta». Pero esta imagen de su vida no se correspondía con su realidad más íntima. Pocos meses después de su boda, la existencia de Peggy se convirtió en un caos cuando reconoció ante sí misma, su marido y su familia que era lesbiana. Peggy llevaba años escondiendo esta verdad sobre sí misma y, cuando finalmente la afrontó, parecía que todo su mundo iba a derrumbarse. Se sintió sola, sin energía y sin recursos. Fue uno de los momentos más difíciles de su vida. Cuando empezó a remontar tras un periodo de confusión y desesperación, miró a su alrededor y pensó: ¿y ahora qué? ¿A quién puedo recurrir?
A lo largo del libro hemos hecho hincapié en que las relaciones son la clave, no solo para afrontar las dificultades, grandes y pequeñas, sino también para crecernos ante ellas. George Vaillant lo resumió muy bien cuando escribió: «[El Estudio Harvard] revela dos pilares de la felicidad. Uno es el amor. El otro es encontrar una forma de afrontar la vida que no rehúya el amor».
Es en el seno de las relaciones, y en especial de las más cercanas, donde encontramos los ingredientes de la buena vida. Pero no es fácil alcanzar ese punto. Cuando observamos los ochenta y cuatro años del Estudio Harvard vemos que los participantes más felices y sanos son los que tenían las mejores relaciones. Pero si examinamos los peores momentos de las vidas de nuestros participantes, estos también suelen estar muy vinculados con las relaciones. Divorcios, muertes de seres queridos, problemas con las drogas y el alcohol que llevaron al límite relaciones claves… Muchos de los peores momentos de las vidas de los participantes han sido resultado de su amor y cercanía con otras personas.
Que las personas que nos hacen sentirnos más vivos y nos conocen mejor sean también las más capaces de hacernos daño es una de las mayores ironías de la vida y el tema de millones de canciones, películas y grandes obras literarias. Esto no significa que quienes nos hacen daño sean malas personas ni que lo seamos nosotros cuando hacemos daño a los demás. A veces no es culpa de nadie. A medida que avanzamos por nuestros caminos personales podemos hacernos daño mutuamente sin pretenderlo.
Este es el enigma al que nos enfrentamos como seres humanos y la forma en la que gestionamos los problemas es a menudo lo que define el curso de nuestras vidas. ¿Bailamos al son de la música? ¿O escondemos la cabeza debajo del ala?
¿Qué hizo Peggy?
Vamos a avanzar hasta marzo de 2016, poco después de su cincuenta cumpleaños. A ver qué tal le ha ido.
A lo largo de la década de 1990, Peggy se centró en su carrera. Se sacó un máster y empezó a dar clases. Después de una relación corta y un periodo de soltería, Peggy se enamoró en 2001 y ha tenido una relación íntima con la misma mujer desde entonces. La describe como una relación «muy feliz, cálida y agradable». Pero en 2016 comenzó a tener problemas en el trabajo y el estrés estaba afectando a su vida:
Peggy pasó por un mal momento y lo superó; y lo que la ayudó fueron sus relaciones. Gracias a su implicación total con las personas cercanas a ella, ha vivido, como dicen a veces los budistas zen, «las diez mil alegrías y las diez mil penas».
Mientras avanzamos por nuestros caminos personales, una de las pocas cosas que sabemos con seguridad es que nos enfrentaremos a dificultades vitales y relacionales para las que no nos sentiremos preparados. Las vidas de dos generaciones de participantes en el Estudio Harvard lo narran alto y claro. Da igual lo listos, experimentados o capaces que seamos; a veces nos veremos superados. Y aun así, si estamos dispuestos a enfrentarnos a estas dificultades, podremos hacer muchísimas cosas. «No puedes detener las olas —escribió Jon Kabat-Zinn—, pero sí puedes aprender a surfearlas.»
En el capítulo cinco hemos hablado de la importancia de prestar atención al momento presente y al increíble valor de dirigir nuestra atención hacia las personas que nos rodean. Ahora la pregunta es: ¿qué sucede cuando nos encontramos en ese presente, implicados con personas y experimentando grandes dificultades? La vida solo pasa en el momento. Si queremos seguirle el ritmo, tendremos que hacerlo nota a nota, interacción a interacción, sentimiento a sentimiento.
Este capítulo trata sobre esas decisiones e interacciones que tienen lugar a cada instante y sobre nuestra adaptación a las dificultades relacionales, de modo que cuando las olas rompan sobre nosotros, en lugar de sucumbir, podamos recibirlas con todos los recursos a nuestra disposición y surfearlas.
REFLEXIONAR VS. REACCIONAR
Muchos problemas relacionales derivan de viejos hábitos. A lo largo de nuestras vidas, desarrollamos comportamientos automáticos, reactivos, que se mezclan de forma tan íntima con el tejido de nuestros días que ni siquiera los percibimos. En algunos casos, nos hemos acostumbrado a evitar determinados sentimientos y nos alejamos de ellos, mientras que en otros puede que la emoción nos supere tanto que actuemos siguiendo nuestros sentimientos antes siquiera de darnos cuenta.
Podríamos decir que son «actos reflejos». Cuando un médico nos golpea la rodilla en un punto concreto, nuestros nervios reaccionan y damos una patada. No es algo consciente ni premeditado. A menudo, las emociones causan el mismo efecto en nosotros. Hay muchas investigaciones que muestran que cuando se desencadena una emoción, nuestra reacción es casi automática. Las reacciones emocionales son complejas, pero incluyen lo que los investigadores denominan «tendencia de acción»: el impulso de comportarse de una determinada manera. El miedo, por ejemplo, incluye el impulso de huir. Las emociones evolucionaron para desencadenar respuestas rápidas, en especial cuando nos sentimos amenazados. De modo que cuando los humanos vivíamos principalmente en la naturaleza, las tendencias de acción beneficiaban nuestra supervivencia de forma importante. Pero ahora las cosas son más complejas.
Cuando Bob era estudiante de medicina, se encontró con dos casos que ponen de manifiesto la diferencia clave entre las formas más y menos adaptativas de afrontar el estrés. Las dos implican a mujeres de cuarenta y muchos, ambas con un bulto en el pecho. Las llamaremos Abigail y Lucia. La reacción inicial de Abigail ante el bulto es minimizar su importancia y no decírselo a nadie. «No será nada», decidió. Era pequeño y, fuera lo que fuera, no era importante. No quería molestar a su marido ni a sus dos hijos, que estaban en la universidad y tenían vidas muy ocupadas. Al fin y al cabo, ella se encontraba bien y tenía otras cosas en las que pensar.
La reacción inicial de Lucia fue de alarma. Se lo contó a su marido y, tras una breve conversación, decidieron que debía pedir hora con su médico. Después llamó a su hija para contarle lo que estaba pasando. Mientras esperaba los resultados de la biopsia hizo todo lo posible para no pensar en ello y seguir con su vida. Tenía una carrera y otros asuntos que atender. Pero su hija la llamaba todos los días y su marido estaba tan encima de ella que tuvo que pedirle que le diera algo de espacio.
Abigail y Lucia estaban respondiendo ante un estresor muy importante de la manera que a ambas les resultaba natural. Es lo que hacemos todos. Las respuestas habituales —patrones de pensamiento y comportamiento— que surgen cuando ocurren sucesos estresantes es lo que los psicólogos llaman «estilos de afrontamiento».
Nuestros estilos de afrontamiento afectan a la forma en la que gestionamos los problemas que se interponen en nuestro camino, desde un pequeño desacuerdo a una gran catástrofe, y una pieza clave de cada estilo de afrontamiento es el uso de las relaciones. ¿Pedimos ayuda? ¿La aceptamos? ¿Nos volvemos introvertidos y afrontamos las dificultades en silencio? Sea cual sea nuestro estilo de afrontamiento, este tiene un impacto en quienes nos rodean. Los estilos de afrontamiento de las dos mujeres con las que se encontró Bob en su formación como médico no podrían haber sido más diferentes. Abigail gestionó su miedo negando la importancia de su descubrimiento, alejándose así del problema. No implicó a sus seres queridos y no actuó. Entendió su situación como una posible carga para los demás. Lucia también estaba asustada, pero ella usó su miedo para enfrentarse a la dificultad y emprender las acciones necesarias para preservar su salud. Vio su situación como algo que iba más allá de sí misma, algo que la familia debía afrontar unida. Asumió la situación, la gestionó de frente, pero sin dejar de ser flexible, bailando también al son del resto de sus obligaciones vitales.
Al final, resultó que estas dos mujeres tenían cáncer. Abigail no le dijo nada a su familia ni a su médico sobre el bulto hasta que empezó a encontrarse mal. Para entonces ya era demasiado tarde y el cáncer acabó con su vida. Lucia pilló a tiempo la enfermedad, se sometió a un largo tratamiento y sobrevivió.
Se trata de un ejemplo extremo, pero estos finales tan distintos llamaron la atención de Bob por la claridad del mensaje: la incapacidad o el rechazo a la hora de afrontar las dificultades y pedir ayuda a tu red puede tener consecuencias terribles.
SEGUIR EL RITMO VS. ESCONDER LA CABEZA DEBAJO DEL ALA
El caso de Abigail no es nada raro. Marc ha colaborado en dos estudios distintos diseñados para ayudar a mujeres con cáncer de pecho a gestionar de forma más directa sus miedos y conseguir el apoyo de las personas importantes de sus vidas. Entre ellas, la reacción inicial de Abigail, la evitación, era habitual.
A menudo es más fácil dar media vuelta que enfrentarnos a lo que nos preocupa. Pero hacerlo puede tener consecuencias no previstas y el efecto de la evitación puede ser especialmente pronunciado allí donde más sucede: en nuestras relaciones personales.
Muchos estudios demuestran que cuando evitamos afrontar los problemas en una relación, estos no solo no desaparecen, sino que pueden empeorar. El problema original sigue socavando la relación y puede derivar en muchos otros.
Esto es algo que los psicólogos saben desde hace tiempo, lo que no está tan claro es cómo afecta dicha evitación en el transcurso de toda una vida. ¿La tendencia a evitar enfrentarse a los problemas nos afecta solo a corto plazo o tiene consecuencias a largo plazo?
Para tener una perspectiva de toda una vida sobre este tema, hemos usado datos del Estudio Harvard y nos hemos preguntado: ¿qué sucede en el transcurso de toda una vida cuando un participante tiende a seguir la música (es decir, tiende a lanzarse) y qué cuando esconde la cabeza debajo del ala (es decir, evita)? Hemos hallado que la tendencia a evitar pensar y hablar sobre los problemas en la mediana edad se asocia con consecuencias negativas más de treinta años después. Las personas cuya respuesta habitual era evitar o ignorar las dificultades tenían menos memoria y estaban menos satisfechas con sus vidas a edades avanzadas que quienes tendían a afrontarlas de frente.
Claro está, la vida siempre nos enfrenta a problemas nuevos y diferentes. Lo que nos funcionó ayer puede no hacerlo hoy y distintos tipos de relaciones precisan distintas habilidades. La estrategia de hacer una broma para suavizar una discusión con tu hijo adolescente seguramente no te vaya a funcionar con un vecino que te pide que ates a tu perro. Durante una bronca acalorada en casa puedes acariciar la mano de tu pareja, pero en el trabajo, lo más probable es que tu jefe no aprecie ese gesto. Tenemos que cultivar una serie de herramientas y usar la correcta para cada dificultad.
Una cosa que hemos aprendido de la investigación es que ser flexible tiene ventajas. Hay hombres y mujeres del Estudio Harvard que son increíblemente tozudos. Tienen una serie de formas de responder ante los problemas y se ciñen a ellas. Y en algunos momentos, esto les proporciona el control, pero en otros no.
Por ejemplo, a principios de la década de 1960, no era raro que a nuestros participantes de la primera generación les costara encontrar intereses comunes con sus hijos baby boomers. Esta incapacidad para adaptarse les generaba estrés.
«No me gusta el movimiento hippie —le dijo Sterling Ainsley al estudio en 1967—. Me molesta.» Esto hizo que se aislara de sus hijos, incapaz de mostrar curiosidad por su forma distinta de ver el mundo.
Cada uno cultiva determinadas estrategias de afrontamiento a lo largo de su vida y estas pueden llegar a convertirse en inamovibles. Dicha «rigidez» puede, en realidad, convertirnos en personas más frágiles. En un terremoto, no son las estructuras más sólidas y robustas las que sobreviven. De hecho, pueden ser las primeras en derrumbarse. Esto ha sido detectado por la ingeniería de estructuras y ahora se exige flexibilidad en las construcciones altas, para que los edificios puedan literalmente surfear las olas que azotan la tierra. Y lo mismo sucede con los seres humanos. Ser flexibles ante circunstancias cambiantes es una habilidad increíblemente potente que podemos aprender. Puede ser la diferencia entre salir de una situación con daños leves o derrumbarnos.
Cambiar nuestras respuestas automáticas no es fácil. Hay personas muy brillantes del Estudio Harvard, por ejemplo, ingenieros aeroespaciales, que nunca han sido capaces de reconocer y aún menos controlar sus propias estrategias de afrontamiento, y sus vidas se han visto afectadas por ello. Al mismo tiempo, participantes como Peggy Keane y sus padres, Henry y Rosa, fueron capaces de crecer enfrentándose a los retos de sus vidas tan de frente como pudieron y usando la ayuda de amigos y familiares.
Así que ¿cómo podemos ir más allá de nuestras reacciones iniciales cuando nos enfrentamos a dificultades?
Cuando tienen lugar sucesos emocionales, positivos o negativos, grandes o pequeños, nuestra reacción a menudo se desarrolla tan deprisa que experimentamos las emociones tal cual llegan y quedamos a su merced. Pero, en realidad, nuestro pensamiento influye en ellas mucho más de lo que creemos.
Existen bastantes investigaciones que demuestran que hay conexión entre cómo percibimos los sucesos y qué nos hacen sentir. Los humanos entendieron esto mucho antes de que la ciencia desarrollara evidencias objetivas.
«Corazón alegre, excelente remedio —dice la Biblia—; un espíritu abatido seca los huesos» (Proverbios 17:22).
El filósofo estoico Epícteto ya dijo que «a los hombres no les perturban las cosas, sino las opiniones que tienen de las cosas».
«Los monjes —dijo Buda—, que miramos el todo y no solo una parte, sabemos que nosotros también somos sistemas de interdependencia, de sentimientos, percepciones, pensamientos y consciencia, todo interconectado.»
Nuestras emociones no tienen que dominarnos; lo que pensamos y cómo abordamos cada suceso que tiene lugar en nuestras vidas importa.
MOMENTO A MOMENTO
Si observamos cualquier secuencia emocional —un estresor que evoca una sensación que desencadena una reacción y sus consecuencias— y la ralentizamos para verla de cerca, queda al descubierto un nuevo nivel oculto de procesamiento. Igual que los investigadores médicos encuentran tratamientos para las enfermedades tras observar los procesos más pequeños del cuerpo, cuando examinamos nuestra experiencia emocional a nivel microscópico se nos abren posibilidades sorprendentes. Este proceso, del estresor a la reacción, sucede por fases. Cada una de ellas ofrece un rango de posibilidades que pueden impulsarnos en direcciones positivas o negativas y que puede ser alterado mediante nuestro pensamiento o comportamiento.
Los científicos han elaborado un mapa de estas fases y lo usan para ayudar a los niños a controlar su agresividad, a los adultos a reducir su depresión y a los atletas a optimizar su eficiencia. Pero estos mapas son útiles para cualquiera que se encuentre en una situación con implicación emocional. Si entendemos cómo avanzamos por estas fases y logramos ralentizarlas, podremos arrojar luz sobre algunos misterios ocultos de lo que sentimos y hacemos.
El modelo que presentamos a continuación proporciona una manera de frenar tus reacciones y observarlas al microscopio. Te lo ofrecemos para que lo puedas llevar encima (metafóricamente) y usarlo en cualquier situación de tipo emocional. En este libro nos centramos sobre todo en las relaciones, así que vamos a proponer ejemplos de cómo se puede usar este modelo en experiencias difíciles con otras personas. Pero se puede aplicar a cualquier problemática, desde cosas pequeñas e inesperadas que nos irritan, como pinchar una rueda, a estresores de salud crónicos como la diabetes o la artritis. Momento a momento.
EL MODELO MASIR DE REACCIÓN EMOCIONAL ANTE SITUACIONES Y SUCESOS RELACIONALES
Este modelo permite bajar una o dos marchas nuestra reacción típica para darnos la oportunidad de mirar más de cerca los interesantes detalles de la situación, las experiencias de los demás y las reacciones propias que quizá hemos pasado por alto.

Para mostrarte cómo se aplica este modelo en el día a día, vamos a proponerte una situación que vemos muy a menudo, tanto en nuestra práctica clínica como en el Estudio Harvard: un familiar te ofrece un consejo no solicitado.
Imagínate a una madre, vamos a llamarla Clara, que ha estado teniendo problemas para conectar con su hija adolescente, Angela. Angela tiene quince años y, como la mayoría de las personas a su edad, intenta ser más independiente. Siente que su madre y su padre la agobian y quiere pasar más tiempo a solas con sus amistades. Angela ha sido una buena estudiante casi toda su vida, pero en el último año sus notas han bajado, la han pillado bebiendo alcohol más de una vez y se ha saltado clases. Todo esto ha provocado broncas en el hogar.
Los abuelos de Angela empatizan con la situación, ya que Clara también se mostró desafiante a esa edad, pero intentan apoyar a su hija y dejar que sea ella quien tome las decisiones de crianza. Sin embargo, la hermana mayor de Clara, Frances, también tiene hijos adolescentes y cree que su hermana menor y su cuñado no están actuando correctamente. A la tía Frances le preocupa el rumbo que está tomando Angela y siente que tiene la obligación de intervenir.
En una barbacoa familiar, Frances ve a su sobrina sentada en el extremo de la mesa de pícnic, desconectada de la situación, mandándose mensajes con sus amistades.
—¿Sabías que los smartphones te pudren el cerebro? —le dice medio en broma—. Lo han demostrado en un laboratorio.
Luego, con un tono que sigue intentando ser de broma, pero con un fondo de seriedad, le dice a su hermana Clara:
—¿Y tú te preguntas por qué sus notas han empeorado? Quizá deberías ser más dura con ella, quitarle el teléfono. Eso es lo que hago yo con mis hijos. Quizá entonces tendría tiempo para estudiar.
Vale. ¿Cómo podría Clara usar el modelo MASIR para decidir qué contestarle a su hermana?
Fase uno: mira (la curiosidad cura al gato)
En psiquiatría hay un refrán que dice: «No te limites a hacer algo: quédate ahí un rato».
Nuestras impresiones iniciales ante una situación son potentes, pero rara vez completas. Tendemos a centrarnos en lo que nos resulta familiar y esta visión tan estrecha excluye información que podría ser importante. Independientemente de lo que veas al principio, casi siempre hay más. Siempre que te halles ante un estresor y sientas nacer la emoción, resulta útil aplicar un poco de curiosidad dirigida. La observación reflexiva puede redondear nuestras impresiones iniciales, ampliar nuestra visión de la situación y darle al botón de pausa para evitar una respuesta reactiva potencialmente dañina.
En el caso de Clara, tomarse un momento para observar no será fácil. Tiene un largo historial de interacciones tensas con su hermana y su primera reacción es sentirse insultada. El comentario de Frances duele, porque a Clara le da cierta vergüenza su incapacidad para relacionarse con Angela, su incapacidad para conectar. Su respuesta refleja sería exclamar con sarcasmo algo del estilo: «Gracias por tus maravillosos consejos, ¿qué tal si no te metes donde no te llaman?». A partir de ahí, seguramente empezarían a discutir. Otra respuesta podría ser no decir nada, guardarse sus sentimientos, repetirse en silencio el comentario una y otra vez, acumular resentimiento y vergüenza y llegar furiosa a la próxima reunión familiar.
Cuando hablamos de observar, nos referimos a toda la situación: el entorno, la persona con quien estás interactuando y tú mismo. ¿Es una situación rara o habitual? ¿Qué suele pasar después? ¿Qué no he tenido en cuenta que podría ser una parte importante de lo que está pasando?
Para Clara esto podría implicar pensar en cómo cree su hermana que funciona la familia. Puede que Frances no se sienta cómoda con Clara porque ella siempre ha sido «la tía guay» para sus hijos. O a lo mejor Frances está estresada porque está preocupada por la salud de su madre, algo que no tiene nada que ver con lo que está sucediendo ahora. La fase de observar puede llevar su tiempo y llegar a durar más de una hora. Clara puede dejar pasar el comentario de Frances en el momento y después preguntarle a su madre qué opina ella que ha pasado. Si lo hiciera, quizá se enteraría de que Frances ha estado teniendo broncas con su marido o que está recibiendo mucha presión en el trabajo. Estas consideraciones no excusan su comportamiento, pero complementan el contexto del suceso. Y el contexto tiene un valor incalculable. Nunca está de más tener la máxima información posible, más allá de lo que se ve a simple vista.
La curiosidad que reunimos en la fase de observar también incluye la que sentimos por nuestras propias reacciones emergentes, es decir, cómo nos sentimos y por qué. Puede que notes lo que le pasa a tu cuerpo: que tu corazón late más deprisa, que frunces los labios o que aprietas los dientes (señales de ira). Quizá sientas el impulso de contestar de malos modos o de esconderte porque sientes vergüenza. Ser más consciente de cómo reaccionas y de qué puedes estar a punto de hacer puede ayudarte a cabalgar la ola de la emoción en lugar de dejarte arrastrar por ella.
Eso nos lleva a la segunda fase, que es un punto de giro crítico en respuesta al estrés: interpretar qué significa la situación para ti.
Fase dos: analiza (pon nombre a lo que está en juego)
Esta es la fase donde las cosas se suelen torcer.
Interpretar es algo que todos hacemos todo el tiempo, consciente o inconscientemente: observamos el mundo que nos rodea, lo que nos sucede, y evaluamos por qué pasa y qué significa para nosotros. Por supuesto, construimos esta evaluación sobre la realidad, pero la cosa no siempre está clara. Cada cual percibe e interpreta las situaciones a su manera, de modo que lo que nosotros consideramos la «realidad» puede no ser lo que ven otras personas. Uno de los principales obstáculos es pensar que estamos en el centro de una situación; casi nunca es así.
Si quieres entender una situación con la mayor claridad posible, lo primero que tienes que saber es qué te estás jugando. La emoción suele ser una señal de que hay algo importante en juego para ti; de lo contrario, no sentirías nada. Una emoción puede estar relacionada con un objetivo vital importante, una inseguridad concreta o una relación que aprecias mucho. Preguntarte «¿Por qué me está afectando esto?» es una buena forma de saber qué está en juego para ti. Si ves la apuesta clara, serás capaz de interpretar la situación con más habilidad.
Bob llama a esta fase «rellenar los espacios en blanco». Porque, como nuestra observación de una situación rara vez es completa, sacamos conclusiones precipitadas sobre cosas que no sabemos. Muchas situaciones son ambiguas y poco claras y es sobre este lienzo de ambigüedad sobre el que podemos proyectar todo tipo de ideas. Si hemos sido chapuceros en la fase de observación, seguramente no tendremos toda la información que podríamos tener sobre lo que de verdad está pasando, lo que nos conducirá a conclusiones precipitadas.
En el caso de Clara, ella podría pensar: ¿por qué me ha cabreado tanto ese comentario? ¿Es por mi hermana, por mis dificultades con Angela o por Angela? La reacción está siendo muy potente, ¿por qué me importa esto tanto?
Centrándose en su hermana, podría pensar: ¿Frances lo ha hecho a propósito para hacerme daño o de verdad cree que va a ayudar a Angela? ¿Es porque está resentida porque yo no la invito a implicarse más en la vida de Angela? ¿A lo mejor no se siente valorada en la familia como hermana mayor que puede dar buenos consejos?
Cuando rellenamos los espacios en blanco, a veces hacemos montañas de un grano de arena. Suele pasar que nos atascamos en aspectos negativos de un estresor y convertimos algo pequeño y manejable en algo enorme que nos supera.
Preguntarnos «¿Qué estoy asumiendo?» puede hacer que la montaña vuelva a parecerse al grano de arena que en realidad es. Asumir cosas es una fuente inagotable de malentendidos. Como suele decirse a los niños: «Don Penséque y don Creíque son primos de don Tonteque».
Pero también se puede errar en el otro sentido y convertir montañas en granos de arena, como en el ejemplo de Abigail, que se notó un bulto en el pecho y no se lo contó a nadie. Si intentamos minimizar o evitar pensar en un problema grave, podemos acabar ignorándolo por completo.
Lo importante en la fase de interpretación es ampliar nuestra comprensión más allá de nuestra percepción inicial automática. Tener en cuenta más perspectivas, aunque nos resulten incómodas. Preguntarnos «¿Qué puedo estar pasando por alto?».
Una vez más, prestar un poco de atención a nuestras emociones puede ser de ayuda. Si sientes una punzada de miedo, o de ira, o cierto vértigo en el estómago, tómatelo como una señal de que debes aplicar un poco de sana curiosidad a la situación para valorar no solo el estresor en sí, sino también tu propia realidad emocional: ¿por qué me siento así? ¿De dónde proceden estas emociones? ¿Qué hay de verdad en juego? ¿Por qué me cuesta tanto esta situación?
Fase tres: selecciona (elige una opción)
Una vez te has esforzado en observar, analizar (e interpretar) la situación y has ampliado la mirada, toca hacerse la pregunta «¿Qué debería hacer?».
Cuando sentimos estrés, reaccionamos antes de tener en cuenta nuestras opciones o pensar siquiera que las tenemos. Frenar puede permitirnos sopesar las posibilidades y pensar en las probabilidades de éxito de cada una: dado lo que hay en juego y los recursos de los que dispongo, ¿qué puedo hacer en esta situación? ¿Cuál sería un buen resultado en este caso? ¿Y qué probabilidad hay de que las cosas salgan bien si respondo así y no de esta otra manera?
Es en la fase de selección donde dejamos claros cuáles son nuestros objetivos y de qué recursos disponemos. ¿Qué quiero conseguir? ¿Cuál es la mejor manera de hacerlo? ¿Tengo fortalezas que puedan ayudarme (por ejemplo, sentido del humor y capacidad para quitar hierro cuando la conversación se calienta) o debilidades que puedan dañarme (por ejemplo, tendencia a saltar cuando me critican)?
Vamos a suponer que Clara ha hablado con su madre y adquirido cierta perspectiva. Ha entendido que Frances está realmente preocupada por Angela, pero no entiende que la situación es distinta a la que ella vivió con sus hijos. Clara ve que tiene más de un objetivo: quiere mantener una relación positiva con su hermana, proteger a su hija de las críticas y también sentirse a gusto con sus capacidades como madre.
Así que ahora Clara piensa en lo que debería hacer; en sus opciones y en la probabilidad que tiene cada una de ellas de proporcionarle un resultado positivo. Le preocupa que, si no hace nada, Frances siga criticando a su hija y culpándola a ella de no ser una madre lo bastante buena. Así que decide decir algo. Pero ¿cómo? ¿Y cuándo? A las dos les gusta tomarse el pelo, pero Clara no está de humor para bromas: le han herido los sentimientos y sabe que cualquier comentario jocoso sonará pasivo-agresivo y empeorará las cosas. Así que decide esperar a estar a solas con Frances para hablar con ella. Al pensar en esa conversación, se da cuenta de que quizá le ayudaría hablar con su hermana de sus problemas con Angela; lo que no quiere en ningún caso son sus consejos.
En esta fase, Clara tiene que elegir entre distintas opciones. Puede que responder no ponga fin a esta situación (y seguramente no lo haga). En situaciones complicadas o relaciones largas es improbable que un único abordaje sea eficaz por sí mismo y tenga la capacidad de tratar todas las dificultades. Clara puede probar múltiples estrategias con su hermana durante los próximos meses. Y, claro está, las circunstancias cambian; quizá a su hermana también le surjan problemas de crianza importantes y visibles, y eso hará cambiar la respuesta de Clara.
Seleccionar una estrategia es algo muy personal. Las normas culturales y nuestros valores personales tienen un papel importante. Confrontar a alguien se considera maleducado en algunas culturas y maduro y auténtico en otras. A menudo, todo se reduce a intuición basada en la experiencia: qué nos da la sensación de que será la mejor respuesta en esta situación en este momento.
A veces puede ser difícil usar el modelo MASIR como guía para responder a un estresor. Los hay que aparecen de repente, por lo que no nos da tiempo a frenar nuestra respuesta. También hay ocasiones en las que las fuentes de estrés son recurrentes y evolucionan, lo que nos obliga a revisar estas fases para adaptarlas a dichos cambios. La clave es intentar frenar las cosas para poder observarlas de cerca y pasar de una respuesta totalmente automática a una más pensada y con un propósito, que esté también más alineada con quién eres y lo que quieres conseguir.
Fase cuatro: interactúa (implementa con cuidado)
Ha llegado el momento de responder con la mayor habilidad posible, de llevar a cabo la estrategia que hayas seleccionado. Si te has tomado tu tiempo para observar e interpretar la situación, y has hecho el esfuerzo de valorar las posibilidades y su probabilidad de éxito, tienes más números para que las cosas salgan bien. Pero la gracia está en descubrirlo. Hasta la respuesta más lógica puede fallar si implementamos mal la estrategia. Practicar, ya sea en tu imaginación o con una persona de confianza puede ser de ayuda. Las probabilidades de éxito también se incrementan si antes reflexionamos sobre qué se nos da bien y qué no. Algunos somos graciosos y sabemos que las personas responden bien a nuestro sentido del humor. Algunos hablamos de forma tranquila y sabemos que una discusión sin gritos en un lugar privado nos resulta más cómoda.
Clara reúne valor para decir algo después de recoger la mesa con Frances, cuando están solas en la cocina. Su actitud es directa y calmada; sus emociones siguen ahí, pero más de fondo. Al principio la cosa va bien; Frances le pide perdón por haberle dado un consejo no solicitado (ella también ha estado pensando sobre su comentario y no le gusta cómo ha sonado). Las dos coinciden en que desean lo mejor para Angela y Clara le cuenta a Frances algunos problemas recientes. Su hermana la entiende. Entonces Clara dice algo así como que Angela es como es y que no se parece a los hijos de Frances (¡en su cabeza sonaba espectacular!) y la situación se tuerce inmediatamente. Frances ha estado sometida a mucho estrés en el trabajo y ha discutido más de lo normal con su marido, así que el comentario de Clara le sienta mal. Empiezan a pelearse de nuevo, hasta que su madre las interrumpe.
—La verdad es que me gusta un poco cuando discutís —les dice.
—¿Que te gusta? ¿Por qué?
—Porque me recuerda a cuando erais pequeñas y por un momento vuelvo a tener treinta y cinco años.
Las tres ríen. Pero se les pasa enseguida y las dos hermanas se van de la barbacoa con emociones potentes y sin haber resuelto del todo sus diferencias.
Fase cinco: reflexiona (consúltalo con la almohada)
¿Qué tal fue? ¿Mejoré o empeoré las cosas? ¿Aprendí algo nuevo sobre la dificultad a la que me enfrento y sobre la mejor respuesta ante ella? Reflexionar sobre nuestras respuestas puede beneficiarnos en el futuro. Nuestra sabiduría aumenta de verdad cuando aprendemos de las experiencias. Podemos hacer esto no solo con algo que acabe de pasar, sino con sucesos grandes y pequeños del pasado que todavía recordemos.
Echa un vistazo a la siguiente ficha y valora usarla para reflexionar sobre un incidente o situación que te preocupe.
MIRA |
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¿Me enfrenté directamente al problema o intenté esquivarlo? |
¿Dediqué el tiempo necesario a evaluar la situación de forma precisa? |
¿Hablé con las personas implicadas? |
¿Pregunté a otras personas para tener su perspectiva de lo sucedido? |
ANALIZA |
¿Reconocí cómo me sentía y qué había en juego para mí en esa situación? |
¿Fui capaz de reconocer mi papel en el conflicto? |
¿Me he centrado demasiado en lo que sucedía en mi cabeza y no lo bastante en lo que pasaba a mi alrededor? |
¿Hay formas alternativas de entender lo que está pasando en esa situación? |
SELECCIONA |
¿Tenía claro qué resultado quería? |
¿Tuve en cuenta todas las opciones de respuesta a mi alcance? |
¿Hice un buen trabajo a la hora de identificar los recursos disponibles para ayudarme? |
¿Valoré los pros y los contras de las distintas estrategias para alcanzar mis objetivos? |
¿Elegí las herramientas que podían funcionar mejor frente a la dificultad? |
¿Reflexioné sobre SI o CUÁNDO debía hacer algo al respecto? |
¿Tuve en cuenta quién más podría estar implicado en la resolución del problema o el abordaje de la dificultad? |
INTERACTÚA |
¿Practiqué mi respuesta o la probé con una persona de confianza para incrementar la probabilidad de éxito? |
¿Di pasos que me parecieran realistas? |
¿Evalué el progreso y fui capaz de hacer los ajustes necesarios? |
¿En qué acciones me precipité o me lie? ¿Cuáles me salté? ¿Qué cosas hice bien? |
REFLEXIONA |
A la luz de todos los aspectos sobre los que acabo de reflexionar, ¿qué cosas haría de otra manera la próxima vez? |
¿Qué he aprendido? |
No te preocupes si te da la sensación de que esta lista de preguntas —o incluso el modelo MASIR en general— te obliga a pensar en demasiadas cosas al mismo tiempo. Muchos de los pasos del modelo son acciones que quizá ya haces de forma instintiva y, además, el 90 % de lo que hacemos todos los días no precisa esta reflexión. Piensa en el modelo y en esta lista de preguntas como en una herramienta para ayudarte con ese último 10 % de tu vida donde te sientes atascado o te comportas de formas que no te funcionan.
Al final, pensar en lo que ha sucedido y por qué nos ayuda a ver cosas que hemos pasado por alto y a entender las causas y los efectos de estas cascadas emocionales, que podrían haber pasado desapercibidas. Si vamos a aprender de la experiencia y a enfrentarla mejor la próxima vez, debemos hacer algo más que vivir la situación. Tenemos que reflexionar. Al hacerlo, cuando en un futuro nos veamos en el fragor del momento, quizá seamos capaces de dedicar un segundo más a valorar la situación, tener claros nuestros objetivos, valorar las opciones de respuesta y mover el timón de nuestra vida en la dirección correcta.
DESATASCARSE
El modelo MASIR es más directo cuando lo aplicamos a problemas relacionales concretos. Pero el estrés adquiere todo tipo de formas y puede implicar patrones relacionales crónicos. A veces, nos enfrentamos a lo mismo una y otra vez: a las mismas discusiones, las mismas molestias, la misma secuencia de respuestas inútiles. Acabamos sintiendo que no avanzamos y somos incapaces de imaginar cómo salir del surco en el que vivimos. Nosotros dos, Bob y Marc, usamos un nombre de lo más científico para referirnos a esta sensación: «estar atascado».
Lo vemos tanto en los participantes del Estudio Harvard como en nuestros pacientes de psicoterapia. A menudo, las personas se sienten atascadas en sus vidas y pueden no ser capaces de articular del todo el porqué. Quizá tienen desacuerdos con su pareja una y otra vez, sin ser capaces ya de tener una sencilla conversación sin acalorarse. En el trabajo, la sensación puede ser que tu jefe se pasa el día controlando todo lo que haces y señalándote errores, lo que conduce a una sensación de inutilidad difícil de superar (de hecho, las relaciones laborales que se atascan pueden llegar a ser las más problemáticas; trataremos esto más a fondo en el capítulo nueve).
Por ejemplo, John Marsden, del capítulo dos, se encontró muy solo después de cumplir los ochenta, en parte porque él y su mujer estaban atrapados en una rueda de no darle al otro lo que más necesitaba: amor y apoyo.
John estaba pensando en su realidad vital, en conversaciones reales con su pareja. Pero, sin darse cuenta, también estaba construyendo esa realidad. Su aislamiento de su esposa se convirtió en profecía autocumplida. Consideraba cada nuevo encuentro con ella una prueba que avalaba su teoría: «Ella no quiere una relación cercana conmigo, no puedo confiarle mis sentimientos».
Como escribió el maestro budista moderno Shohaku Okumura: «El mundo en el que vivimos es el mundo que creamos».
Como sucede con muchas lecciones budistas, esta idea tiene un doble sentido. Los humanos creamos físicamente el mundo en el que vivimos, pero a cada momento creamos también una imagen de este en nuestras mentes, contándonos historias, de forma individual o colectiva, que pueden ser o no verdad.
No hay dos relaciones iguales, pero cada persona se quedará atascada generalmente en lugares similares en sus distintas relaciones. El dicho de que «tropezamos siempre en la misma piedra» es muy cierto. Tendemos a pensar que lo que nos pasó está a punto de volver a sucedernos, aunque no sea así.
En su núcleo, la sensación de estar atascados procede de patrones vitales. Algunos de ellos nos ayudan a ir por la vida de forma eficaz y rápida, pero otros nos pueden conducir a responder de maneras que no nos convienen. Estos patrones pueden incluir pasar tiempo con las personas equivocadas: amigos que no nos aportan e incluso parejas que tampoco. Lejos de ser aleatorios, esos patrones a menudo reflejan áreas de preocupación e incomodidad de nuestro pasado que, de alguna manera, nos hacen sentir como en casa. Son como esos pasos de baile conocidos a los que siempre acabamos recurriendo. Al hablar con alguien se activa una sensación conocida, aunque sea negativa, y lo conocido nos proporciona cierta comodidad. Ajá, este baile lo conozco.
La mayoría de nosotros siente que está atascado de un modo u otro en distintos grados, pero la pregunta real es cómo de potente es esa sensación. ¿Disminuye de forma consistente nuestra calidad de vida? ¿Es constante? ¿Afecta en gran medida o en su totalidad a nuestra experiencia diaria?
Bob, de joven, estuvo atascado en un patrón. Salió con una serie de mujeres que siempre sorprendían a sus amigos. Sus relaciones acababan, invariablemente, agriándose. Al sentirse atascado, acudió a psicoterapia y, al describir sus relaciones fallidas al terapeuta, vio que no eran una coincidencia ni una mala racha. Este le ayudó a entender que había estado eligiendo una y otra vez al mismo tipo de persona, uno con el que no era compatible. Que personas en quienes confías compartan contigo una perspectiva sincera de tu vida puede ser muy revelador a la hora de desatascarse. Es casi seguro que estos observadores de confianza verán cosas de tu vida que tú no.
Puede que también puedas hacer algo así tú mismo preguntándote: si otra persona me contara esta historia, ¿yo qué pensaría? ¿Qué le diría? Esta forma de reflexión autodistanciada puede arrojar nueva luz sobre viejas historias.
Entender que quizá no estamos viendo la imagen completa es un gran primer paso para romper patrones mentales que nos tienen atrapados. El maestro zen Shunryu Suzuki defendió que era positivo abordar algunas situaciones vitales como si nunca las hubieras vivido: «En la mente del principiante hay muchas posibilidades —escribió—, pero en la de un experto hay pocas». Todos nos sentimos expertos en nuestras vidas y el reto está en permanecer abiertos a la posibilidad de aprender más de nosotros mismos para permitirnos ser principiantes.
RELACIONES, ADAPTACIÓN Y EL FIN DEL MUNDO
Cuando la pandemia de covid-19 asoló el mundo en 2020, el aislamiento social, la presión económica y la preocupación constante causaron una enorme conmoción en sociedades de todo el planeta. A medida que avanzaban la pandemia y los confinamientos, crecieron el aislamiento y la ansiedad. Los niveles de estrés estaban por las nubes. Era, en muchos aspectos, un desafío de una escala a la que el mundo no se había enfrentado desde la Segunda Guerra Mundial.
Cuando empezó la pandemia, consultamos los archivos de nuestro estudio para volver a leer lo que nos habían contado los miembros originales sobre cómo atravesar las grandes crisis vitales. Todos habían crecido durante la Gran Depresión y la mayoría de los universitarios había servido en la Segunda Guerra Mundial. Lo que casi todos recordaban era que, para sobrevivir a esas grandes crisis, habían tenido que apoyarse en sus relaciones más importantes. Los hombres que lucharon en la guerra hablaban de los lazos que habían formado con otros soldados y lo importantes que eran no solo para su seguridad, sino también para su cordura. Después de la guerra, muchos hablaban de la importancia de poder compartir al menos una parte de esas experiencias con sus esposas. De hecho, quienes lo hicieron tenían más probabilidades de seguir casados. El apoyo que obtuvieron de los demás en esos momentos difíciles y más adelante, al procesarlos, fue crucial. Y lo mismo sucede hoy.
La pandemia congeló nuestras vidas, nos encerró con quienes vivíamos, nos alejó de amigos y compañeros de trabajo que estábamos acostumbrados a ver todos los días. Nunca firmamos tener que estar las veinticuatro horas del día siete días a la semana con nuestros cónyuges e hijos, pero tuvimos que hacerlo. Muchos adultos mayores nunca soñaron que pasarían más de un año separados de sus queridos nietos.
La flexibilidad fue más importante que nunca. Para sobrevivir, tuvimos que darnos espacio, ceder. Si necesitábamos distanciarnos de un cónyuge, quizá no era porque le pasara nada malo a la relación, sino porque vivíamos un momento anormal.
Por desgracia, la covid-19 no será la última pandemia o catástrofe global. Estas cosas seguirán sucediendo… y llegando a su fin. Así es la vida.
El Estudio Harvard nos enseña que es crucial apoyarse en las relaciones que pueden sostenernos cuando las cosas se tuercen, igual que las familias del estudio durante la Gran Depresión, la Segunda Guerra Mundial y la gran recesión de 2008. Durante la pandemia de covid-19, eso significaba estar en contacto a propósito con personas de las que, de repente, estábamos alejados. Enviar mensajes, quedar para una videollamada, telefonear. No solo pensar en ese amigo que no podíamos ver, sino ponernos en contacto con él. Significaba tener paciencia con nuestros seres queridos y pedir ayuda cuando la necesitábamos. Lo mismo valdrá para la próxima crisis, y para la próxima.
En el caso de Marc, la idea de que las relaciones nos ayudan a avanzar cuando nos enfrentamos a grandes dificultades tiene un sentido muy personal.
En diciembre de 1939, al mismo tiempo que Arlie Bock entrevistaba a alumnos de Harvard con la misión de saber qué mejoraba la salud de la gente, Robert Schulz, el padre de Marc, que entonces tenía diez años, cruzaba el Atlántico en un barco de pasajeros con su hermana mayor. Nacido en una familia judía en Hamburgo, habían huido de la Alemania nazi y llegado a Estados Unidos solo con lo puesto, dos maletas y ningún plan.
Pero estaban vivos. Y por un motivo importante: la costumbre natural de la abuela de Marc de establecer conexiones profundas con las personas.
El padre de Marc recuerda su infancia idílica en Hamburgo. A pesar de que su familia se enfrentó a la muerte de su padre a una edad temprana, él creció rodeado de parientes y amigos. La vida era buena. El negocio textil familiar estaba en expansión y él practicaba gimnasia y tocaba el piano. Marc lo oía hablar a menudo de la belleza de Hamburgo, el lago en el centro de la ciudad y, sobre todo, del mazapán típico alemán, un clásico de su infancia.
Siempre decía que había sido muy afortunado.
Pero las cosas empezaron a cambiar cuando los nazis se consolidaron en el poder y empezaron sus campañas contra los judíos. Tenía grabado en la memoria un día y una noche especialmente aterradores en noviembre de 1939, cuando él tenía nueve años. Durante una noche de terror que pasó a ser conocida como Kristallnacht o la noche de los cristales rotos, muchos hogares, negocios y sinagogas judíos de su barrio fueron destruidos o quemados hasta los cimientos. Al día siguiente, la Gestapo fue a su colegio y se llevó a muchos alumnos y maestros judíos.
Mientras las deportaciones y las detenciones se extendían por toda la ciudad, la abuela de Marc llamó a unos amigos cercanos, una familia alemana que tenía una lechería al final de la calle. Aceptaron esconder al padre de Marc y a su familia en el sótano del negocio. Sin la combinación de su generosidad y mucha suerte no habrían sobrevivido.
Hasta hoy, Marc sigue en contacto con los descendientes de esa familia alemana, que cuentan la misma historia pero desde la perspectiva de sus padres y sus abuelos, quienes tomaron la decisión en ese momento de proteger a sus amigos corriendo ellos mismos un gran riesgo. Fue un acto de generosidad que podría haberles costado la vida. Sin ellos, Marc no estaría hoy aquí.
ACEPTAR EL GRAN RIESGO
Una pregunta recurrente que se nos plantea en nuestra vida diaria es: cuando nos enfrentamos a dificultades personales o globales, cuando nos hacen daño o cuando se lo hemos hecho nosotros a los demás, ¿qué hacemos?
Los seres humanos son criaturas misteriosas, maravillosas, peligrosas. Somos, al mismo tiempo, vulnerables e increíblemente resilientes. Tenemos la capacidad de crear la belleza más magnífica y la destrucción total.
Esa es la imagen global. Pero si nos acercamos a ella y nos centramos en la vida de una sola persona…, en tu vida, por ejemplo…, y en los sucesos y situaciones de estrés más pequeños, tu complejidad sigue ahí.
Si eres como la mayoría, te debates, al menos a veces, para entender a la gente de tu vida, desde las personas a quienes más quieres a aquellos que apenas conoces. Es difícil conectar de verdad con otras personas y conocerlas. Es difícil amar y ser amado. Es difícil evitar apartar el amor de tu vida.
Pero hacer ese esfuerzo puede proporcionarnos alegría, sensación de novedad, seguridad y, a veces, puede llegar a salvarnos la vida. Frenar, intentar ver con claridad las situaciones difíciles y cultivar relaciones positivas puede ayudarnos a surfear las olas, ya sean crisis políticas, un virus raro que viaja por todo el mundo, un instante de valoración sobre quiénes somos en realidad o un ataque de ira en una barbacoa familiar. Nuestras respuestas iniciales y automáticas no son la única forma de responder. Reconocerlo puede permitirnos hacer una pausa en mitad de las dificultades, de nuestra mala suerte, de nuestros problemas repetidos o incluso de nuestros errores, y encontrar un camino por el que avanzar.
En los capítulos que siguen explicaremos cómo aplicar las ideas de las que hemos hablado hasta ahora en tipos de relaciones concretas. Cada clase de relación es diferente: las relaciones familiares no son como las laborales, que a su vez son distintas de las matrimoniales, que también lo son de las de amistad. Por supuesto, a veces estas categorías se superponen. Nuestros familiares pueden ser también compañeros de trabajo y nuestros hermanos pueden ser nuestros mejores amigos. Aun así, observar las grandes categorías puede ser de ayuda, sin olvidar que cada relación es única y requiere su propio tipo de atención y adaptación. En el próximo capítulo empezaremos muy cerca del corazón, con la persona que has elegido para que esté a tu lado.