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7. LA PERSONA A TU LADO

Cómo moldean nuestras vidas las relaciones íntimas

Cuando éramos niños, solíamos pensar que al hacernos mayores dejaríamos de ser vulnerables. Pero crecer es aceptar la vulnerabilidad. Estar vivo es ser vulnerable.

MADELEINE L’ENGLE

En El banquete de Platón, Aristófanes da un discurso sobre el origen de los seres humanos.2 En el principio, dice, todos los humanos tenían cuatro piernas, cuatro brazos y dos cabezas. Eran criaturas fuertes y ambiciosas. Zeus, para reducir sus aterradores poderes, los partió en dos. Ahora, caminando sobre dos piernas, todos los humanos buscan su otra mitad. «Amor —dice Platón— es el nombre de nuestra búsqueda de la completitud, de nuestro anhelo de ella.»

Miles de años después, esta idea sigue resultándonos familiar.

—Jean es mi otra mitad —respondió Dill Carson, uno de los participantes en el Estudio Harvard de los barrios marginales de Boston, cuando le preguntaron por su esposa—. Todas las noches nos sentamos a tomar una copa de vino. Es una especie de ritual, mi día no está completo sin él. Hablamos sobre cómo nos sentimos y qué está pasando. Si hemos tenido una discusión, la comentamos. Hacemos planes, hablamos de los niños. Es una forma de cerrar el día y de pulir sus aristas. Si volviera a vivir, me casaría con la misma mujer, sin duda.

Mi otra mitad… Es un sentimiento que expresan algunos participantes en el Estudio Harvard cuando se les pregunta por sus parejas. Las conexiones íntimas más profundas y positivas a menudo nos proporcionan una sensación de equilibrio y unidad, como sugirió Platón.

Por desgracia, no existe una fórmula universal para la felicidad en pareja, ni en las relaciones románticas ni en el matrimonio; no existe una llave mágica que abra a todos la puerta de los gozos de la compañía íntima. La forma en la que estas dos «mitades» encajan varía entre culturas y, claro está, entre personas. Las maneras de relacionarse cambian incluso entre épocas o generaciones. La mayoría de los participantes originales del Estudio Harvard, por ejemplo, se casaron en algún momento de su vida, en parte porque esa era la forma más aceptable de expresar el compromiso en aquella época. Hoy en día, cada vez hay más tipos de relación comprometida y el matrimonio formal es menos habitual.3 En Estados Unidos, en 2020, el 51 % de los hogares no estaba formado por parejas casadas. En 1950, este número era próximo al 20 %. Pero un cambio en la forma no implica necesariamente uno en el sentimiento; los seres humanos son prácticamente iguales. Incluso dentro de los matrimonios «tradicionales» puede haber mucha variabilidad. Hay amores de todo tipo.

Tomemos como ejemplo a James Brewer, uno de los universitarios que participaron en el estudio. Era originario de un pueblecito de Indiana y cuando llegó a Harvard era un joven inteligente pero ingenuo, con poca experiencia en la vida. En el estudio, contó que no entendía la idea de la «heterosexualidad». Para él no tenía sentido que una persona se viera limitada a practicar sexo con un único género: en su opinión, la belleza era belleza y el amor era amor. A él le atraían hombres y mujeres por igual; ¿acaso no era eso lo que debería pasarle a todo el mundo? Solía expresar esta idea abiertamente a sus amigos y compañeros de estudios hasta que empezó a encontrar resistencias y, más tarde, prejuicios manifiestos; fue entonces cuando empezó a ocultar su sexualidad. Poco después de acabar la universidad, se casó con Maryanne, con quien compartía un profundo amor mutuo; tuvieron hijos y una vida plena juntos. Pero en 1978, después de treinta y un años de matrimonio, Maryanne murió a los cincuenta y siete años de cáncer de pecho.

Cuando el estudio le preguntó a James por qué pensaba que su matrimonio había durado tanto, él escribió:

Sobrevivimos porque compartíamos muchas cosas. Ella me leía los trozos importantes de los buenos libros. Hablábamos de castillos y reyes, de repollos y de muchas otras cosas. Observábamos el mundo y luego comparábamos nuestras impresiones. […] Disfrutábamos de comer juntos, de visitar lugares juntos, de dormir juntos. […] Nuestras fiestas, nuestras mejores fiestas, eran las espontáneas, que hacíamos solo para nosotros dos, a menudo en forma de sorpresa para el otro.

Tres años después de la muerte de Maryanne, un entrevistador del Estudio Harvard visitó a James en su casa. Durante la visita, James le pidió que lo acompañara a una habitación bien iluminada donde se oían trinos de pájaros. Al lado de las ventanas había unas cuantas jaulas y, en el centro, algunas redes y árboles artificiales. Los pájaros se posaron en él cuando abrió las jaulas para darles de comer. Eran de su esposa, le dijo al entrevistador, aún tan afectado por la pérdida que no pudo pronunciar su nombre. Cuando le preguntaron por su vida amorosa actual, respondió que había tenido algunas relaciones cortas, que muchos lo consideraban gay y que, aunque en aquellos momentos no estaba con nadie, no se había rendido. «Supongo que en algún momento aparecerá alguien que me llegará al corazón», dijo.

Como sabe cualquiera que haya amado a otra persona, perseguir la conexión íntima no está exento de peligros: cuando nos abrimos a los gozos de amar y ser amado, también nos arriesgamos a que nos hagan daño. Cuanto más cerca nos sentimos de otra persona, más vulnerables somos. Pero, aun así, nos seguimos arriesgando. Este capítulo se sumerge en las profundidades de la intimidad y sus efectos sobre el bienestar. Te animamos a observar todo lo que te contaremos en las próximas páginas mediante la lente de tus experiencias personales, para intentar descubrir algunos de los motivos que se esconden detrás de tus éxitos y de las dificultades que has tenido en las relaciones íntimas. Como muestran las vidas de los participantes en el Estudio Harvard, reconocer y entender tus emociones y cómo estas afectan a tu pareja, a la persona que está a tu lado, puede tener efectos sutiles y extensos en tu vida.

LA INTIMIDAD Y EL DEJARNOS CONOCER

A lo largo de muchas décadas, les planteamos una y otra vez una serie de preguntas sobre la intimidad a los participantes del estudio y a sus parejas. Esto nos permitió observar cada trayectoria única del sentimiento —afecto, tensión y amor— desde los inicios hasta el final de la relación. Las hay de todo tipo, desde breves y apasionadas a largas y tranquilas, así como cualquier otra combinación. Veamos una de estas últimas:

Joseph Cichy y su esposa, Olivia, se casaron en 1948 y estuvieron juntos hasta la muerte de ella en 2007, justo después de su cincuenta y nueve aniversario. Su matrimonio muestra una relación de pareja robusta y las formas en que pueden apoyarse dos personas durante toda una vida. Pero su relación también es representativa por otro motivo: dista mucho de ser perfecta.

Con el paso de los años, siempre que el estudio se ponía en contacto con Joseph, él decía que se sentía a gusto con su vida. Tenía un trabajo que le gustaba, tres hijos maravillosos y una relación «tranquila» con su esposa. En 2008, le pedimos a su hija, Lily, que pensara en su infancia y ella explicó que sus padres formaban una pareja muy tranquila. No recordaba haberlos visto discutir ni una sola vez.

Joseph le había contado algo parecido al estudio a lo largo de muchos años. «Soy la persona de trato más fácil del mundo», afirmó triunfal en 1967, cuando tenía cuarenta y seis años. Amaba a su esposa, Olivia, tal y como era, dijo: no cambiaría nada de ella. Respetaba a sus hijos igual que a todo el mundo; les ofrecía consejos cuando se los pedían, pero no intentaba controlarlos. En su trabajo como hombre de negocios, hacía todo lo posible por escuchar los puntos de vista de los demás antes de ofrecer el suyo. «La única manera efectiva de convencer a alguien es empatizar con él», dijo.

Es una filosofía que Joseph usó durante toda su vida. Disfrutaba escuchando a la gente y aprendiendo de sus experiencias. Ya hemos argumentado que entender cómo se siente el otro nos beneficia en las relaciones y Joseph es un ejemplo perfecto. Pero según todas las personas que tenían una relación cercana con él, su interés por la gente y su capacidad para escuchar coexistían con un problema: le daba miedo abrirse a los demás, incluso a las personas a las que amaba.

Esto incluía a su esposa, Olivia.

—El mayor estrés para nuestro matrimonio no es el conflicto —contó Joseph—. Es la frustración de Olivia ante mi negativa a abrirme a ella. Siente que la dejo fuera.

Ella había sido sincera con él sobre su preocupación por este tema, y Joseph era muy consciente de ello, ya que comentó en el estudio varias veces que Olivia le repetía a menudo lo difícil que era conocerlo de verdad.

—Yo me las apaño solo —dijo—. Mi mayor debilidad es que no me apoyo en nadie. Soy así y punto.

Joseph estaba lo suficientemente sintonizado con los demás como para ver y explicar las dificultades que tenían con él, pero jamás pudo superar un miedo esencial y profundamente enraizado que es relativamente habitual: no quería ser una carga ni sentir que no era totalmente independiente. Aunque estudió en Harvard, Joseph era de origen humilde y contó al estudio que había aprendido el valor de la autosuficiencia de niño, en su granja familiar, donde pasaba los días solo manejando un arado tirado por caballos. Su madre y su padre estaban ocupados con sus trabajos respectivos en la granja, por lo que Joseph debía cuidar de sí mismo. Como adulto, creía que debía gestionar cualquier problema al que se enfrentara, ya fuera emocional o de otro tipo, por sí mismo. Él no veía nada malo en ello.

En 2008, su hija Lily, que ya había cumplido los cincuenta, le explicó a un entrevistador del estudio que a ella siempre le había dolido esa filosofía. Su padre siempre estaba ahí para darle apoyo práctico cuando lo necesitaba y sentía que podía contar siempre con él, día y noche (y, de hecho, así lo hizo; él la ayudó a superar un matrimonio difícil y algunos de los momentos más complicados de su vida). Pero nunca tuvo la sensación de conocerlo de verdad.

A los setenta y dos años, cuando le preguntaron por su relación con su esposa, Joseph explicó que el matrimonio era estable, pero que también había cierta desconexión entre ellos.

—No hay nada que nos esté separando —dijo—, pero no estamos unidos.

Joseph había decidido en su juventud que, en sus relaciones, había dos cosas más importantes que todo lo demás: conservar la paz y ser autosuficiente. Para él era importante que su vida y la de su familia fueran, por encima de todo, estables. Esto no era necesariamente malo; su vida, en muchos aspectos, fue buena. Amó a su familia y todos eran muy leales los unos con los otros. Joseph vivía de una forma que lo hacía sentirse seguro y, dado que este abordaje evitaba los conflictos, fue válido para él. No está mal que haya pocos desacuerdos en un matrimonio. Pero ¿cuál es el precio de mantener la paz a toda costa? Al proteger tanto su experiencia interna y seleccionar tanto qué compartía y qué no, porque no se atrevía a abrirse, ¿estaba Joseph negándose y negando a Olivia todos los beneficios de una conexión íntima?

Muchos conocemos a alguien así; y deberíamos recordar que esto no es necesariamente una prueba de que todo les dé igual. Pero al menos Olivia sentía que le faltaba algo, porque la piedra angular de la intimidad es la sensación de que conocemos a alguien y de que este alguien nos conoce. De hecho, la palabra intimidad procede del latín intimare: dar a conocer. El conocimiento íntimo de otra persona es un rasgo del amor romántico, pero es mucho más. Se trata de la experiencia humana por excelencia y empieza mucho antes del primer beso, mucho antes de plantearse el matrimonio, en los primeros días de vida.

APEGO ÍNTIMO: LA SITUACIÓN EXTRAÑA

Desde el momento en el que nacemos, empezamos a buscar conexiones íntimas, tanto físicas como emocionales, con los demás. Empezamos nuestra vida como criaturas indefensas, dependientes de los demás para nuestra supervivencia. Casi todo aquello a lo que nos enfrentamos de pequeños es intensamente nuevo y potencialmente peligroso, así que es esencial establecer una conexión potente con al menos otra persona desde los primeros días de vida. La cercanía con nuestras madres o padres, abuelos o tíos es reconfortante y nos proporciona un refugio ante el peligro. A medida que crecemos, empezamos a explorar el mundo más allá de nuestra zona de confort, sabiendo que tenemos un lugar seguro al que regresar si las cosas se ponen difíciles. La sencillez y la claridad de la situación en la que se encuentran los niños pequeños nos proporciona una gran oportunidad de observar los fundamentos de la conexión emocional humana. Este periodo de vida muestra de forma clara algunas verdades fundamentales sobre los lazos emocionales íntimos, que son tan relevantes en la edad adulta como en la infancia.

En la década de 1970, la psicóloga Mary Ainsworth diseñó un procedimiento de laboratorio para demostrar cómo responden los bebés al mundo que los rodea y a las personas de quienes más dependen. Se conoce como la «situación extraña» y ha demostrado ser tan útil durante décadas que aún se emplea en la investigación actual, más de cincuenta años después. Estos son sus elementos claves: un bebé, normalmente de entre nueve y dieciocho meses, acompañado de su cuidador principal, entra en una habitación con juguetes. Después de un periodo corto de tiempo interactuando con su cuidador y jugando, llega un extraño. Al principio, el extraño está a lo suyo, lo que le permite al niño acostumbrarse a su presencia, pero a continuación intenta conectar con el bebé. Poco después, el cuidador sale de la habitación.

Ahora el bebé se encuentra en un lugar extraño, con una persona extraña y con nadie con quien sienta cercanía. A menudo, el bebé empieza a mostrar inmediatamente signos de incomodidad y se pone a llorar.

Poco después, regresa el cuidador.

Lo que sucede a continuación es el motivo clave por el que se hace este experimento. La criatura se ha encontrado en una situación extraña, ha experimentado algo de estrés y ahora su cuidador ha regresado. Los investigadores han interrumpido deliberadamente la sensación de seguridad y conexión del bebé, aunque sea durante poco tiempo, y ahora este necesita restablecerlas. ¿Cómo responderá? Se cree que la forma —el estilo de apego— en la que el bebé intenta mantenerse conectado con la persona de quien depende su supervivencia revela cómo ve la criatura a su cuidador y a sí misma.

UNA BASE SEGURA

Cada uno de nosotros tiene una manera concreta de mantenerse conectado con una persona a la que necesita. Los estilos de apego son relevantes, no solo para entender la infancia temprana, sino también cómo manejamos las relaciones a lo largo de nuestras vidas.

Es normal que una criatura se altere cuando su cuidador se va y, de hecho, así se comportan los niños sanos y socialmente integrados. Cuando el cuidador regresa, el bebé empieza inmediatamente a restablecer el contacto y, al hacerlo, se tranquiliza y regresa a un estado de equilibrio. La criatura busca dicho contacto durante esta «reunión» porque considera a su cuidador una fuente de seguridad y de amor y porque siente que es merecedora de él. Una criatura que muestra este tipo de comportamiento se considera que tiene un apego seguro.

En cambio, los bebés que sienten un apego menos seguro afrontan esta inseguridad de dos formas: expresando ansiedad o evitación. Los bebés más ansiosos buscan contacto inmediato cuando el cuidador regresa, pero son difíciles de calmar. En el caso de las criaturas evitativas, puede parecer que les da igual la presencia o no del cuidador. Pueden mostrar poca angustia externa cuando sale de la habitación y quizá no busquen consuelo cuando regrese. A veces pueden darle la espalda durante la reunión. Los padres pueden interpretar esto como que a la criatura le da igual la situación. Pero las apariencias engañan. Los investigadores sobre el apego han teorizado que a estas criaturas evitativas sí les preocupa que sus cuidadores se vayan, pero han aprendido a no esperar demasiado de ellos. Según esta teoría, no muestran sus sentimientos porque tienen la sensación de que si expresan sus necesidades no recibirán amor y, además, podrían hacer que su cuidador se alejara.

En la vida real, las criaturas se encuentran a menudo con variaciones de la situación extraña, por ejemplo, cuando los dejan y los recogen de la guardería. Cada uno de estos encuentros moldea sus expectativas sobre las relaciones futuras. Desarrollan una idea de lo probable que es que los demás los ayuden y también un juicio sobre cuánto merecen ese apoyo.

La vida adulta es, en algunos aspectos fundamentales, una versión muy compleja y real de la situación extraña. Como cualquier niño que es separado de su progenitor, cada uno de nosotros desea sentir seguridad o, como dicen los psicólogos, una base de apego seguro. Un niño puede sentirse amenazado porque su madre no está en la habitación con él y un adulto por un diagnóstico de salud; ambos se benefician de la sensación de que hay alguien a quien pueden recurrir.

Pero la seguridad en el apego adulto también se manifiesta en forma de espectro y muchos de nosotros no tenemos una seguridad total. Algunos nos aferramos a los demás cuando atravesamos épocas de estrés, pero aun así nos cuesta obtener el consuelo que buscamos, mientras que otros, como Joseph Cichy, evitan la intimidad porque, en el fondo, sienten miedo de convertirse en una carga para los demás y que los rechacen. O quizá no estamos del todo convencidos de ser dignos de amor. Pero, aun así, necesitamos esa conexión. La vida se hace más complicada a medida que envejecemos, pero los beneficios derivados de las conexiones seguras permanecen a lo largo de todas las etapas vitales.

Henry y Rosa Keane, del capítulo uno, son un magnífico ejemplo de dos personas con conexiones seguras. Cada vez que se enfrentaron juntos a una dificultad, desde que uno de sus hijos contrajera la polio hasta el despido de Henry, pasando por tener que enfrentarse a su propia mortalidad, fueron capaces de buscar apoyo, consuelo y valentía en el otro.

La secuencia es a menudo parecida en bebés y en adultos: un estrés o dificultad altera nuestra sensación de seguridad y buscamos maneras de restaurarla. Con suerte, obtendremos consuelo de nuestras personas cercanas y recuperaremos el equilibrio.

En nuestra última entrevista con ellos, sentados a la mesa de la cocina, Henry y Rosa estaban físicamente cerca el uno del otro, en especial al responder preguntas difíciles sobre el futuro, los problemas de salud y su propia mortalidad. Se dieron la mano durante la mayor parte de la entrevista.

Ese sencillo gesto, darse la mano con la pareja, es una puerta muy útil al mundo del apego íntimo adulto. En la situación extraña, cuando una criatura con apego seguro busca a su cuidador y recibe un abrazo de consuelo, esto tiene beneficios fisiológicos y psicológicos. Su cuerpo y sus emociones se calman. ¿Sucede lo mismo con los adultos? ¿Qué pasa exactamente cuando alguien nos da la mano?

CONTACTO CARIÑOSO: EL EQUIVALENTE A UNA MEDICINA

James Coan llegó al mundo de la investigación sobre el apego por accidente. Quería saber qué pasaba en los cerebros de quienes padecían trastorno de estrés postraumático (un problema de salud mental caracterizado por flashbacks, pesadillas y preocupación por un suceso traumático) y estaba escaneando cerebros en busca de pistas. Su hipótesis era que, si lograba entender mejor la actividad mental, podría crear nuevos tratamientos para calmar el sufrimiento. Uno de los participantes de su estudio resultó ser un veterano de la guerra de Vietnam con mucha experiencia en combate que se negó a participar en la investigación si su mujer no lo acompañaba en la misma sala. Coan deseaba mucho que participara y no tuvo problema en hacer lo necesario para seguir adelante con su estudio, de modo que la esposa de este hombre se sentó a su lado cuando él se tumbó en la máquina de resonancia magnética (para realizarse el escáner cerebral).

Las máquinas de resonancia magnética hacen mucho ruido; cuando empezó el examen, el hombre se puso nervioso y dijo que no quería seguir. Su esposa, que estaba al lado, notó su nerviosismo e, instintivamente, lo cogió de la mano. Este gesto lo calmó y pudo seguir adelante.

A Coan le intrigó este efecto y, al acabar el estudio, desarrolló una nueva investigación mediante imágenes del cerebro para ver si podía encontrar pruebas neuronales de lo sucedido.

Los participantes en el nuevo experimento entraban en la máquina de resonancia magnética y veían una de dos diapositivas. Si veían una roja, significaba que había un 20 % de probabilidades de que recibieran una descarga eléctrica. Si veían una azul quería decir que no recibirían ninguna descarga.

Se dividió a los participantes en tres grupos. Los del primero estaban solos durante el experimento. Los del segundo grupo le daban la mano a un desconocido. Los del tercer grupo se la daban a su cónyuge.

Los resultados fueron cristalinos: darle la mano a alguien con quien tenían una relación cercana calmaba la actividad de los centros del miedo de los cerebros de los participantes y reducía su ansiedad. Pero lo que resultó quizá más llamativo fue que darle la mano a una persona con quien tenían una relación íntima reducía el dolor que decían sentir los participantes al recibir la descarga. Este beneficio también se producía si estaban dándole la mano a un desconocido, pero era más pronunciado con las parejas (en especial en quienes se sentían más satisfechos en la relación), lo que condujo a Coan a la conclusión de que darle la mano a un ser querido durante un procedimiento médico tiene los mismos efectos que un anestésico suave. Las relaciones de los participantes en el estudio estaban afectando a sus cuerpos en tiempo real.

MÁS QUE UNA SENSACIÓN

Las relaciones habitan en nuestro interior. El simple hecho de pensar en alguien importante para nosotros genera hormonas y otros químicos que viajan por la sangre y afectan a nuestro corazón, cerebro y numerosos sistemas corporales. Sus efectos se alargan toda una vida. Como indicamos en el capítulo uno, usando datos del Estudio Harvard, George Vaillant descubrió que la felicidad matrimonial a los cincuenta años era un mejor predictor de la salud física en edades avanzadas que los niveles de colesterol a esa misma edad.

Coan fue capaz de analizar el efecto de la conexión íntima en el cerebro de una persona en el laboratorio, pero, como es obvio, (aún) no podemos hacer una resonancia magnética durante una primera cita o cuando estamos discutiendo con nuestra pareja en un parquin. Por suerte, en la raíz misma de ese apego íntimo, independientemente de nuestra edad, existe otro tipo de herramienta de diagnóstico a la que todos tenemos acceso si prestamos atención: las emociones.

En cualquier situación vital, las emociones son una señal de que hay cosas importantes en juego para nosotros y son especialmente reveladoras cuando hablamos de relaciones íntimas. Si dedicamos un momento a examinar esa cosa aparentemente sencilla —cómo nos sentimos—, podemos desarrollar una herramienta de valor incalculable para la vida: la capacidad de ver más allá de la superficie de las relaciones. Nuestras emociones pueden dirigirnos hacia verdades ocultas sobre nuestros deseos y temores, sobre nuestras expectativas de cómo deberían comportarse los demás y sobre los motivos para ver a nuestras parejas tal como lo hacemos.

Imagínalo así: cuando los submarinistas se sumergen en el agua, llevan un profundímetro en la muñeca, pero también notan en el cuerpo la profundidad a la que se hallan. Cuanto más descienden, más presión.

Las emociones son una especie de profundímetro para las relaciones. La mayor parte del tiempo nadamos cerca de la superficie de la vida, interactuando con nuestras parejas y viviendo nuestra cotidianeidad. Las corrientes emocionales subyacentes están enterradas a más profundidad, en aguas oscuras. Cuando experimentamos una emoción potente, ya sea positiva o negativa, una oleada de gratitud o un acceso de ira al sentirnos incomprendidos, esto es un indicador de algo más profundo. Si hacemos el esfuerzo de tomarnos un momento y observar e interpretar como nos sugiere el modelo MASIR de interacción (capítulo seis), podremos empezar a ver con más claridad qué cosas son importantes para nosotros y también para nuestras parejas.

ALIMENTAR UNOS CIMIENTOS DE EMPATÍA Y AFECTO

¿Cómo de importantes son las emociones que sentimos (y expresamos) mientras interactuamos con nuestras parejas? ¿Pueden indicarnos las emociones la fortaleza de la conexión y la probabilidad de que la relación sea duradera?

Investigamos la conexión entre emoción y estabilidad en las relaciones en uno de nuestros primeros estudios conjuntos. Nos reunimos en el laboratorio con parejas casadas o que convivían y las grabamos durante unos ocho o diez minutos mientras discutían sobre un incidente reciente que los había molestado. Más tarde, se evaluaron las grabaciones en función de la medida en que cada miembro de la pareja expresaba emociones (por ejemplo, afecto, ira, humor) y comportamientos concretos (por ejemplo, «reconocer la perspectiva del otro»).

Nos aseguramos de que los ayudantes de investigación que iban a evaluar las emociones de los vídeos no tuvieran una formación extensa en psicología. ¿Sería la capacidad humana natural de estos observadores no formados capaz de reconocer en qué medida eran útiles los sentimientos de los demás para predecir la estabilidad en las relaciones?

Cinco años después nos pusimos en contacto con las parejas para ver qué tal les iba. Algunas seguían juntas y otras no. Cuando contrastamos su estado actual con la evaluación de sus emociones hecha por nuestros ayudantes durante su interacción anterior, descubrimos que estas predecían con casi un 85 % de precisión qué parejas seguían juntas. Esto es consistente con muchos otros estudios que muestran que las emociones entre parejas son un indicador crítico de si las relaciones íntimas prosperarán o fracasarán. Que evaluadores sin conocimientos concretos de psicología pudieran predecir la fortaleza de la relación fue significativo, dado que mostraba que la mayoría de los adultos son capaces de leer con precisión las emociones. La mayoría de los evaluadores aún no habían vivido relaciones largas y profundas, pero, si se fijaban, sabían captar emociones y comportamientos importantes y, a veces, sutiles en las parejas. Las emociones dirigen las relaciones y fijarse en ellas importa.

Aunque no todas las emociones predicen del mismo modo la salud de una relación. Algunas son especialmente importantes y, en nuestro estudio, destacaron dos categorías: empatía y afecto.

Los hombres y mujeres que expresaban emociones más afectuosas durante una discusión sobre algo molesto con su pareja tenían más probabilidades de seguir juntos cinco años después. Las respuestas empáticas de los hombres también eran importantes. Cuanto más sintonizados estuvieran los hombres con los sentimientos de sus parejas, más interés mostraran en entenderlas y más reconocieran sus perspectivas, más probable era que la pareja siguiera junta. Estos hallazgos, junto con los que llevamos a cabo sobre la importancia del esfuerzo empático (que hemos explicado en el capítulo cinco), apuntan a una idea importante de las relaciones íntimas: si una pareja puede cultivar unos cimientos de afecto y empatía (en el sentido de curiosidad y voluntad de escucha), su vínculo será más estable y duradero.

MIEDO A LAS DIFERENCIAS

Hay todo tipo de factores que pueden causar emociones difíciles y potentes en las relaciones íntimas. Incluso las emociones positivas pueden ser complicadas. Un gran amor, por la importancia que tiene para nosotros, puede estar asolado por un gran miedo a la pérdida. Pero uno de los motivos más habituales de las emociones potentes en las relaciones son las diferencias entre los miembros de la pareja. Cuando hay una diferencia, puede haber desacuerdo y donde hay desacuerdo a menudo hay emoción.

Cuando las diferencias surgen por primera vez, resultan alarmantes. Después de que la emoción y la euforia del inicio de una nueva relación comienzan a disiparse, empezamos a notar cosas de nuestra pareja que nos preocupan. A veces pueden ser diferencias con D mayúscula (como el deseo o no de tener hijos) que merecen ser tenidas en cuenta para decidir si la relación conviene a ambos. Pero a menudo son las diferencias con d minúscula las que parecen más grandes, porque obligan a hacer ajustes. Quizá a uno de los dos le gusta bromear en momentos de estrés mientras que el otro no les ve la gracia a esas situaciones. O a uno de los dos le encanta explorar nuevos restaurantes mientras que el otro prefiere cocinar en casa.

Al empezar a descubrir esas diferencias es fácil sentirse amenazado. Si estáis casados o viviendo juntos, quizá sientas que la vida concreta que siempre has imaginado está en peligro, pero que ahora ya es tarde para dar marcha atrás. Quizá te sientas atrapado y empieces a pensar cosas como:

Mi pareja es

egoísta;

ignorante;

inmoral;

defectuosa.

… y las diferencias pueden llegar a parecer problemas vinculados al entorno o a la familia. Esto puede parecer una evidencia de la flagrante incompatibilidad entre ambos.

El psicólogo Dan Wile escribió en su libro After the Honeymoon («Tras la luna de miel»):

Tras la luna de miel. La expresión misma contiene una carga de tristeza, como si, por un breve momento, hubiéramos vivido en un trance dorado de amor y ahora hayamos despertado de golpe. Ahora que la niebla de la infatuación inicial se ha disipado y vemos a nuestras parejas como son, pensamos inmediatamente: «¡Oh, no! ¿Esta es la persona con quien se supone que debo pasar el resto de mi vida?».

Al enfrentarnos a estas emociones, a menudo (y comprensiblemente) pensamos que el objetivo debería ser evitar o reducir las diferencias. Joseph Cichy era un maestro a la hora de minimizar dificultades. Vivió toda su vida esforzándose al máximo para evitar conflictos y suavizar cualquier grieta. Y, en cuanto a disminución de conflictos, la cosa le funcionó. Pero el resultado fue un matrimonio con menos cercanía emocional, menos intimidad.

De modo que la pregunta se convierte en: si una relación tranquila, sin conflictos, no es el camino hacia una intimidad rica y satisfactoria, pero el conflicto suele generar estrés, ¿qué hacemos?

EL BAILE

Al principio de su matrimonio, Bob y su esposa, Jennifer, usaban su noche juntos para ir a clase de bailes de salón. La mayoría de las demás parejas estaban prometidas y acudían para hacerlo bien el día de su boda. Durante una de las clases, Jennifer, que es psicóloga, se preguntó: ¿podría la forma de bailar de cada una de las parejas ser una ventana a cómo es su relación? Como sucede con las dificultades nuevas en las relaciones, un nuevo paso de baile a veces resulta raro y las parejas tardan un poco en aprenderlo, ajustarse y acomodarse al otro. Hay parejas que cogen antes el ritmo o a quienes les sale más natural que a otras, pero todas cometen errores, todas están aprendiendo. ¿Podría ser que su forma de bailar indicara qué parejas eran capaces de tolerar y olvidar errores? ¿Podría su estilo a la hora de resolver problemas bailando predecir si seguirían juntos cinco años después?

Como sucede con el baile, decir que se aprende haciendo es esencialmente válido para las relaciones. Existe un toma y daca, una corriente y una contracorriente. Hay rutinas, pasos e improvisaciones. Y, lo más importante, hay errores y tropiezos. Ninguna pareja va a ser Fred Astaire y Ginger Rogers la primera vez que salten juntos a la pista de baile (¡hasta Fred y Ginger tenían que ensayar muchísimo!). Ambos miembros de la pareja tienen que aprender sobre la marcha. Los tropiezos no son errores ni señales de que bailar juntos vaya a ser imposible. Al contrario, son oportunidades de aprender: pisa aquí y no allá. Mi pareja quiere ir hacia allí y yo la acompaño. No, yo prefiero ir en esa dirección y él tendrá que aprender a acompañarme. Sí, notamos los errores y los momentos en los que no estamos en sintonía. Pero lo importante es cómo responden a ello las dos personas.

Y lo mismo sucede con la vida. Al final, lo que más importa no son las dificultades a las que nos enfrentamos en las relaciones, sino cómo las gestionamos.

OPORTUNIDADES INFRAVALORADAS

Una cosa que ambos, Marc y Bob, sabemos después de décadas de ejercer en terapia de pareja es que las personas con relaciones íntimas a menudo infravaloran las oportunidades que presentan los desacuerdos.

Es una constante. Una pareja llega a su primera sesión y uno de los miembros tiene una idea muy clara de por qué está allí, lo que normalmente implica señalar a la otra persona:

Se aferra demasiado a las cosas.

Tiene que trabajarse los arranques de ira.

No hace nada en casa.

Nunca quiere salir, pero a mí no me gusta quedarme en casa.

Le obsesiona el sexo (o no le interesa en absoluto).

Sea cual sea el «problema», la insinuación es clara: hay que arreglar a mi pareja. Pero, en realidad, casi siempre existe una tensión más profunda y compleja en la relación que la pareja no ha reconocido. Y al final se descubre que esa tensión suele precisar autorreflexión y diálogo por parte de todos.

En terapia de pareja asumimos que habrá desacuerdos y diferencias y animamos a las parejas a reconocerlos e intentar entenderlos. Los desacuerdos, y las emociones que los acompañan, son oportunidades de revitalizar una relación al poner al descubierto las verdades importantes que se ocultan bajo su superficie.

Dos vidas, en toda su complejidad, están destinadas a incluir diferencias que no encajan del todo. Quizá tú sientas la necesidad de tenerlo todo limpio y una pila de platos sucios te genera un acceso de frustración, o tu pareja se enfada contigo porque le dedicas mucha atención a tu smartphone, o quizá hay uno de los dos que siempre va tarde, lo que provoca discusiones.

«¡Nunca cierras el tubo de pasta de dientes!», se queja uno de los miembros de la pareja con un peso emocional que parece desproporcionado, dadas las circunstancias.

Esos sentimientos intensos que emergen en las discusiones recurrentes, por triviales que sean, suelen reducirse a unas pocas preocupaciones que son muy comunes. Veamos si hay alguna que te suene:

No te preocupas por mí.

Yo me esfuerzo más que tú en esto.

No tengo la seguridad de poder confiar en ti.

Me da miedo perderte.

Creo que no estoy a la altura.

No me aceptas como soy.

No siempre es fácil filtrar las emociones de un desacuerdo para encontrar esos miedos, preocupaciones y sentimientos de vulnerabilidad propios y de nuestra pareja. En primer lugar, tenemos que aceptar la posibilidad de estarnos perdiendo lo que sucede bajo la superficie. Porque tenemos un instinto de protección y una tendencia a sacar conclusiones que sucede sin que nos demos cuenta. Igual que nos encogemos o alzamos las manos cuando nos lanzan un objeto físico, tendemos a hacer lo mismo con las emociones potentes, censurando las que se aproximan en nuestra dirección.

—Jamás me ha preocupado el tapón de la pasta de dientes, ¿por qué tiene que molestarte a ti? ¡Eres demasiado sensible!

Y así, en lugar de investigar el desacuerdo y las emociones que lo acompañan, adoptamos una postura de dureza y censura y decidimos que el problema es que nuestra pareja es picajosa. Hacemos estos juicios de forma instantánea en todo tipo de situaciones, tanto en los desacuerdos «triviales» como en temas más importantes, como el amor y la conexión.

Joseph Cichy, por ejemplo, era incapaz de ver la experiencia de su esposa en su totalidad, porque estaba demasiado inmerso en su interpretación. Él entendía que su resistencia a abrirse le molestaba, pero ya había decidido que su forma de ver las cosas era la correcta. En su mente, le estaba ahorrando a su mujer el fastidio de tener que escuchar sus sentimientos. Pensaba que compartir sus emociones pondría en peligro su pacífica relación con su esposa y no quería perderla. Pero en su esfuerzo por protegerse contra esa vulnerabilidad, estaba alimentando la de su mujer. Al fin y al cabo, la persona del mundo a la que ella se sentía más cercana no parecía necesitarla tanto como ella lo necesitaba a él.

Él jamás preguntó: ¿qué implicaría para nuestra relación que yo compartiera más mis sentimientos?

Todos tenemos nuestras vulnerabilidades, esos miedos y preocupaciones que nos hacen reaccionar ante los desacuerdos alejándonos de ellos para protegernos. Esas emociones no son fáciles de afrontar, pero los desacuerdos que tenemos con nuestras parejas tienen el potencial de permitirnos mostrarnos ante ellas tal y como somos.

VULNERABILIDAD MUTUA: UNA FUENTE DE FORTALEZA

Cuando nuestra segunda generación de participantes habló de los peores momentos de sus vidas, un número importante tenía que ver con las relaciones íntimas. Las conexiones profundas e íntimas son, por su propia naturaleza, situaciones increíblemente vulnerables. Cuando dos personas que sienten intimidad están en armonía, el efecto puede ser estimulante, pero si la relación flaquea, el resultado puede causar un intenso dolor emocional, sensación de traición y autoexamen crítico. Como contó al estudio una de las participantes de la segunda generación, Aimee:

Mi primer marido era de Texas y nos mudamos allí después de conocernos en Arizona. Vivíamos en una ciudad pequeña criando a nuestras hijas, pero mi marido trabajaba en Dallas, así que de vez en cuando tenía que quedarse allí a dormir. Una amiga me llamó una noche y me contó que había visto a mi marido intimando con otra amiga nuestra. Él admitió que estaba teniendo una aventura. Eso me destruyó, pero también estaba segura de que sería capaz de salir adelante yo sola. Mis hijas y yo nos volvimos a Phoenix y vivimos allí dos años con mi tía y su marido. Al examinar los posibles motivos de la ruptura, empecé a plantearme si yo me había vuelto menos divertida, menos excitante después de mudarnos a Texas. Eso fue un golpe a la confianza en mí misma como mujer joven. ¿Podría llegar a serlo todo para alguien? ¿O me faltaba alguna característica esencial de las «esposas»?

Tener una relación de pareja íntima con alguien es exponernos al riesgo. Cuando confiamos lo bastante en otra persona como para construir una vida en torno a nuestra relación con ella, esta se convierte de algún modo en una piedra angular. Si nuestra conexión con ella nos resulta precaria, toda la estructura de nuestra vida también nos lo parece. Puede ser una situación aterradora. A menudo, las parejas no solo comparten economía y recursos, sino también hijos, amigos y conexiones importantes en las familias del otro. La preocupación de que la ruptura de la relación provoque un efecto dominó en el resto de nuestra vida puede llegar a superarnos y a minar la percepción que tenemos de nosotros mismos. Podemos llegar a plantearnos, como hizo Aimee, nuestra idoneidad como pareja y si alguna vez seremos capaces de cubrir las necesidades de otra persona.

Si ya nos han hecho daño, y nos ha pasado a la mayoría, quizá nos mostremos reticentes a confiar del todo en una relación importante. Incluso si llevamos décadas con alguien, podemos seguir sintiendo la necesidad de protegernos.

La vulnerabilidad recíproca puede conducir a relaciones más fuertes y seguras. La capacidad de los miembros de una pareja para confiar y ser vulnerables mutuamente, para tomarse tiempo, detectar sus emociones y las del otro y compartir los temores con confianza, es una de las habilidades relacionales más potentes que puede cultivar una pareja. También puede aliviar mucho estrés, porque ambos miembros obtienen el apoyo que necesitan sin tener que sacar fuerzas de flaqueza para intentar mostrarse más seguros de lo que en realidad son.

Pero lograr cultivar un lazo potente y de confianza no lo es todo, porque incluso las mejores relaciones son susceptibles de marchitarse. Igual que una planta necesita que la rieguen, las relaciones íntimas son entes vivos y, a medida que pasan las estaciones, pueden ser dejadas al albur. Sin embargo, necesitan atención y alimento.

LA INFLUENCIA IMPERECEDERA DE LAS RELACIONES ÍNTIMAS

Puede parecernos que el amor crece muy deprisa, pero en realidad es lo que más lento crece. Ningún hombre ni ninguna mujer sabe de verdad lo que es el amor perfecto hasta que lleva casado un cuarto de siglo.

MARK TWAIN

Cuando se alimenta una relación durante décadas, pueden pasar cosas increíbles. Sin embargo, si no prestamos atención a nuestras relaciones más importantes, la vida puede convertirse en un lugar de aislamiento y soledad.

Para ilustrar estos dos caminos, vamos a volver a Leo DeMarco y John Marsden, dos de nuestros participantes de la primera generación del Estudio Harvard. Leo es uno de los hombres más felices del estudio y John uno de los más infelices.

La relación de Leo con su esposa, que duró prácticamente toda su vida adulta, contenía muchas de las cosas que hemos denominado claves para tener relaciones satisfactorias: afecto, curiosidad, empatía y la voluntad de mirar de frente las emociones y los problemas difíciles en lugar de evitarlos.

Por ejemplo, en 1987, la esposa de Leo, Grace, le contó al estudio que tenían desacuerdos en algunas cosas, entre ellas, cuánto tiempo debían pasar juntos o la frecuencia de sus relaciones sexuales o de sus viajes.

Cuando no se ponían de acuerdo en algo, ¿qué hacían? Lo hablaban, dijo ella. Averiguaban qué pensaba el otro y, o bien aceptaban esa diferencia, o bien probaban alguna solución. E, igual de importante, apuntalaban todo ese proceso con afecto.

La esposa de John Marsden, Anne, respondió de forma distinta al mismo cuestionario. A menudo tenía desacuerdos con John, dijo. Pero lo más corrosivo para su relación era la falta de afecto entre ellos. Ella creía que debería haber más y él también. Pero no eran capaces de encontrar una solución y no hablaban del tema. Él rara vez le hacía confidencias a ella. Ella rara vez le hacía confidencias a él. El estudio le preguntó a Anne si a veces, cuando no estaban juntos, deseaba que sí lo estuvieran. «Casi nunca», respondió.

Los distintos patrones emocionales de estos dos matrimonios se mantuvieron durante décadas, hasta la vejez de Leo y John.

En 2004, grabamos en vídeo una entrevista con Leo en el salón de su casa. En un momento dado, el entrevistador le pidió:

—Dime cinco palabras que describan la relación con tu esposa.

Después de arrancar y frenar unas cuantas veces y de más de un intento de dar con las palabras justas, Leo hizo esta lista:

Reconfortante

Compleja

Enérgica

Ubicua

Bella

Más o menos en la misma época, en otro punto de Estados Unidos, John Marsden estaba siendo entrevistado en su casa. En el vídeo se lo ve rodeado de estanterías de roble llenas de libros y, a la derecha, una ventana luminosa con vistas al jardín. Le hacen la misma petición:

—Dime cinco palabras que describan la relación con tu esposa.

Y él se vuelve sobre su silla.

—Supongo que es una pregunta obligatoria —dice.

—Bueno, yo no diría obligatoria —contesta el entrevistador.

—No estoy seguro de poder decir tantas.

—Inténtalo.

John echa una ojeada a la habitación y después recita metódicamente esta lista:

Tensa

Distante

Desdeñosa

Intolerante

Hiriente

La mayoría de nosotros tenemos relaciones que se encuentran en algún punto intermedio de estas dos o incluso que vacilan entre ambos extremos. Pero en estas vemos un contraste innegable en la calidad de la intimidad: un contraste entre afrontar los retos emocionales y evitarlos, entre el afecto y la distancia, entre la empatía y la indiferencia.

Recordemos un momento el estudio de Coan sobre darse la mano y el de Kiecolt-Glaser sobre cicatrización de heridas, que son solo dos de los muchos que han contribuido a dos hallazgos cruciales: el primero, que la presencia de una pareja con quien tenemos intimidad y confianza reduce el estrés; y el segundo, que el estrés afecta a la capacidad de nuestros cuerpos para sanar. Claro está, no podemos saber con exactitud qué proporción del estado de salud de Leo y John en su vejez es atribuible a la cantidad de amor que sintieron en sus relaciones más cercanas, pero sí sabemos que Leo conservó la actividad física hasta una edad avanzada, mientras que John estuvo muy enfermo muchos años. Sus relaciones no son lo único que influye en esto, pero el amor que Leo compartía incrementó sin duda sus probabilidades de conservar la salud, mientras que el dolor y la distancia que John sentía en su relación más íntima podrían no haberlo ayudado. Y lo mismo sucede con sus esposas. A lo largo de la vida de estas parejas, sus relaciones afectaron de forma crítica su felicidad, su satisfacción vital y casi seguro su salud física. Es una historia que aparece una y otra vez en el Estudio Harvard.

Intimidad a lo largo de la vida

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El gráfico anterior lo hizo un participante de la primera generación del estudio, Sander Meade, rememorando su vida cuando le faltaban pocos años para cumplir los ochenta. La escala de la izquierda del gráfico representa una gradación desde las mejores épocas a las peores y la parte inferior muestra la edad del participante en cada caso. Como les sucede a otros participantes, muchos de los grandes cambios en la satisfacción vital de Sander coinciden con cambios en sus relaciones: cuarenta y siete años, «problemas en el matrimonio»; cincuenta y dos años, «divorcio»; cincuenta y cinco años, «segundo matrimonio», etcétera.

El mapa de su vida que hizo Sander refleja una lección vital del Estudio Harvard y muchas otras investigaciones: las relaciones (y en especial las íntimas) tienen un papel crucial en nuestra satisfacción en todos los momentos de nuestra vida.

Los cambios vitales de todo tipo pueden causar estrés en nuestras relaciones de pareja. Incluso los positivos, como casarse, pueden ser estresantes. Los jóvenes, por ejemplo, suelen sorprenderse ante los problemas de pareja que surgen después de ser padres. Lo que se suponía que iba a ser el alegre comienzo de una vida familiar se convierte en un campo de minas de desacuerdos y dificultades mezclados con agotamiento y preocupación. Los padres recientes a menudo discuten por cosas por las que no lo habían hecho nunca. Están más estresados y a veces sienten que sus parejas no los apoyan.

Esto es totalmente normal. Muchos estudios, incluido el nuestro, muestran que a menudo aparece un descenso en la satisfacción de la relación tras el nacimiento de una criatura, lo que no significa que haya problemas en la relación. Cuidar de un bebé es un reto mayúsculo y la mayor parte del tiempo y la atención que antes se dedicaba a la relación de pareja tiene que dirigirse al nuevo miembro. De modo que es natural que las parejas se tambaleen de algún modo después de tener hijos.

Nuestra minuciosa monitorización a lo largo de toda una vida en el Estudio Harvard señala el momento en el que esos hijos vuelan del nido como otro punto de giro clave en las relaciones íntimas. Hay montones de anécdotas sobre una posible mejora de la satisfacción matrimonial gracias al «nido vacío», pero nuestro estudio es uno de los pocos con datos que permiten observar relaciones durante décadas, incluida esa transición. Al examinar los matrimonios de cientos de parejas, vemos que más o menos cuando el último hijo cumple dieciocho años, estas suelen empezar a notar un incremento importante en su satisfacción con la relación.

Esto le pasó incluso a Joseph Cichy, que no experimentaba una gran cercanía en su matrimonio. Usando datos del Estudio Harvard, trazamos trayectorias vitales de la satisfacción matrimonial que, a menudo, se parecen a las de Joseph (página siguiente). Cada línea vertical de puntos representa el nacimiento de un hijo; el sombreado representa la época en la que Joseph y Olivia estaban criando a hijos menores de dieciocho años; y la línea oscura vertical representa el año en el que su último descendiente, su hija Lily, se fue de casa para ir a la universidad.

Para los hombres del estudio, este efecto del nido vacío es significativo más allá de la satisfacción matrimonial. De hecho, descubrimos que la intensidad de este efecto (que varía en función de la pareja) predecía la duración de las vidas de los participantes. Cuanto mayor fuera la mejora de la satisfacción de la relación después de que los hijos abandonaran el hogar, mayor longevidad.

Las conexiones íntimas se convierten en especialmente importantes en la última etapa vital. A medida que envejecemos, nos enfrentamos a mayores dificultades físicas y necesitamos poder depender del otro de formas nuevas. Cuando los participantes en el estudio, hombres y mujeres, rondaban los ochenta años, quienes tenían un apego más seguro entre sí decían tener un mejor estado de ánimo y menos desacuerdos. Dos años y medio después, cuando volvimos a preguntar, los individuos con apego seguro decían sentirse más satisfechos con la vida y menos deprimidos, y las esposas mostraban un mejor funcionamiento de la memoria, otra prueba que sugiere que nuestras relaciones afectan a nuestros cuerpos y cerebros.

SATISFACCIÓN MATRIMONIAL DE JOSEPH CICHY A LO LARGO DEL TIEMPO

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Cuando observamos el espectro de cómo los individuos que tienen relaciones íntimas se adaptan al cambio y se apoyan entre sí en la vejez, Leo DeMarco y John Marsden vuelven a estar en extremos opuestos. En las entrevistas llevadas a cabo cuando tenían ochentaitantos años, les hicimos a los dos las mismas preguntas:

—Cuando estás molesto, triste o preocupado por algo no relacionado con tu esposa, ¿qué haces?

La respuesta de Leo fue la característica de alguien que siente el cariño de un apego seguro con su pareja:

—Acudo a ella. Hablo con ella —respondió—. Es algo que me sale natural. No me lo callo. Ella es mi confidente.

Por otro lado, la respuesta de John es paradigmática de alguien que ha aprendido a afrontar la vulnerabilidad evitando la dependencia de una pareja:

—Me lo callo —respondió—. Y aguanto.

La vejez es, en muchos casos, una época con dificultades físicas y enfermedades. Para algunos, esto significa volver a convertirnos en cuidadores (o serlo por primera vez) y para otros, aprender a aceptar ese cuidado. Sentirse seguro en una relación íntima significa tanto estar disponible para ayudar a tu pareja como ser capaz de depender de ella en momentos de necesidad. Puede resultarnos sorprendente darnos cuenta de que ya no nos llegamos a los pies para atarnos los zapatos o que necesitamos ayuda para levantarnos de una silla. Tener a alguien a nuestro lado con quien ser capaces de compartir nuestras vulnerabilidades más profundas puede marcar la diferencia entre la desesperanza o el bienestar. Cuando estamos enfermos a menudo necesitamos a alguien que abogue por nosotros: un portavoz, un organizador, alguien que sea nuestros ojos y oídos… o incluso nuestra memoria. Por otro lado, ser ese abogado implica sin duda sacrificio, pero también puede ser fuente de satisfacción.

Resumiendo: las parejas que son capaces de afrontar el estrés juntas recogen los beneficios en forma de salud, bienestar y satisfacción en las relaciones.

UNA ÚLTIMA NOTA SOBRE NUESTRA OTRA MITAD

En la comedia romántica de 1996 Jerry Maguire, Tom Cruise se hacía eco de la idea platónica del amor cuando le decía a Renée Zellweger: «Tú… me completas».

Aunque la sensación de que nuestra pareja es nuestra «otra mitad» sigue sonándonos cierta, la realidad práctica es que muy pocas relaciones íntimas proporcionan a ambos miembros todo lo que necesitan. Esperar la completitud en nuestras parejas puede llevarnos a la frustración e incluso a la disolución de relaciones por otro lado positivas.

En su libro All-or-Nothing Marriage («El matrimonio de todo o nada»), el psicólogo Eli Finkel argumenta que nuestras expectativas sobre el matrimonio se han convertido en poco realistas, especialmente en Estados Unidos y en otros países industrializados de Occidente, y que ese es en parte el motivo de que las tasas de divorcio se hayan disparado en el siglo XX. Antes de 1850, aproximadamente, el matrimonio era esencialmente una relación de supervivencia. Entre 1850 y 1965, el foco del matrimonio pasó a dirigirse a unas expectativas mejoradas de compañía y amor. En el siglo XXI convergen una serie de factores económicos y culturales que han hecho que las expectativas sobre las relaciones íntimas sean aún mayores. Las personas cada vez están menos conectadas con sus comunidades locales y se mudan más en busca de empleo. Esta mayor movilidad significa que cada vez menos personas viven cerca de su familia. Muchos no se quedan en el mismo sitio el tiempo suficiente para construir grupos estables de amistades. ¿Quién esperamos que llene todos esos huecos? La persona que está a nuestro lado.

Sin darnos cuenta, muchos esperamos que nuestra pareja nos proporcione dinero, amor, sexo y sea nuestra mejor amiga. Esperamos que nos aconseje, nos dé conversación y nos haga reír. Queremos que nos ayude a convertirnos en nuestra mejor versión. No solo le pedimos que haga todo eso por nosotros, sino que también esperamos que lo haga por sí misma. Hay unos pocos afortunados que tienen relaciones donde estas grandes expectativas se cumplen razonablemente bien. Pero en la mayoría de los casos es pedir demasiado.

¿Por qué tienen que cargar nuestras relaciones íntimas con todo ese peso? A veces los motivos tienen poco que ver con la relación en sí y mucho con nuestras cada vez más escasas conexiones en otras áreas vitales. Si ya no gozamos de la diversión asociada con tener un grupo de amigos o familiares que nos conocen, o hemos dejado de tener intereses personales, aficiones y pasiones, puede que recurramos a nuestra pareja para llenar esos huecos. La relación íntima se convierte en una esponja que absorbe todas las expectativas fallidas con las que se encuentra. De repente, tenemos problemas con la persona que está a nuestro lado cuando lo que precisa atención es el resto de nuestras acciones y relaciones. Estas expectativas pasan factura.

La investigación es clara: las relaciones íntimas pueden ser una fuente increíble de sustento para nuestros cuerpos y mentes. Pero tienen sus límites. Si queremos que una relación tenga más probabilidades de éxito, tenemos que apoyarla cuidando otras partes de nuestras vidas. Nuestras parejas pueden ser nuestra otra mitad, sí, pero no pueden, por sí mismas, completarnos.

EL CAMINO POR DELANTE

Solo hay un remedio para el amor: amar más.

HENRY DAVID THOREAU

Al pensar en cómo encajan en tu vida los temas que hemos abordado en este capítulo, valora usar las siguientes prácticas para empujar una relación en la dirección que te gustaría que tomara.

«Pilla» a tu pareja siendo amable. ¿Cuál fue la última cosa que hizo tu pareja que te hizo sentir gratitud? ¿La cena? ¿Un masaje en la espalda? O quizá hubo un momento en el que te impacientaste con ella, no te lo reprochó y tú se lo agradeciste.

Toma nota de ese gesto. La investigación apunta a que es beneficioso llevar un diario de gratitud donde escribir y plasmar las cosas por las que nos sentimos agradecidos, pero incluso fijarnos en ellas y pensar en los pequeños detalles que tiene nuestra pareja puede tener un impacto positivo. Es una forma sencilla pero potente de «pillar» a nuestras parejas siendo amables, en lugar de caer en la trampa habitual de prestar más atención a las decepciones. Expresarle gratitud a nuestra pareja incrementa aún más el impacto de esto. Hay motivos por los que conectamos con nuestras parejas al principio y motivos que mejoran nuestra vida actual: es bueno recordarlos (¡y mencionarlos!). Sentirse apreciado es una sensación agradable.

Sal de las viejas rutinas. A medida que avanzamos por la vida, podemos empezar a tener la sensación de que nuestras relaciones están atrapadas en ciclos repetitivos que no nos resultan emocionantes.

Todas las noches: cenar y ver la tele.

Todas las mañanas: café y tostadas.

Todos los domingos: cortar el césped, ir a comprar, cocinar la misma cena.

¡Prueba algo distinto! Planea sorprender a tu pareja con un desayuno en la cama. Quizá hace años que no dais un paseo juntos por el barrio; después de cenar, en lugar de empezar con la rutina de siempre, dad una vuelta a ver qué os encontráis. Planead una noche semanal para vosotros y turnaos para decidir qué hacer (y quizá podrías sorprenderla con una nueva actividad, si le gustan las sorpresas).

Todos tenemos hábitos y rutinas. Es normal. Pero a menudo están tan integrados que, con el paso de las horas, dejamos de percatarnos de la presencia de nuestra pareja. Romper esas rutinas pone en guardia nuestra mente ante la novedad, lo que nos ayuda a reconocer y apreciar a nuestras parejas de formas nuevas. Y también les demuestra que nos importan.

Y siempre queda la clase de baile…

Prueba con el modelo MASIR (adaptado). Cuando surjan desacuerdos, plantéate usar el modelo MASIR (del capítulo seis) y compartir las técnicas con tu pareja. Los pasos de mirar y analizar son especialmente útiles en las relaciones íntimas. Tomarse un tiempo extra para observarnos a nosotros y a nuestras parejas en una situación emotiva puede ayudarnos a ver con mayor claridad los motivos detrás de las emociones que sentimos. Introducir algo de calma en un momento de confusión puede ayudarnos a despejar las aguas bajo la superficie de nuestra relación.

De modo que, cuando te topes con algo de tu pareja que te moleste, antes de reaccionar, tómate un momento para observar y tomar nota de tus reacciones y de lo que estás pensando.

Después, interpreta estos sentimientos e intenta entender qué está pasando. Pregúntate: ¿por qué me importa esto tanto? ¿Cuál es exactamente mi postura? ¿De dónde nace? ¿Es algo que aprendí de mi familia cuando era pequeño? ¿Algo que aprendí en otras relaciones? ¿Algo en lo que se hizo hincapié en mi educación religiosa?

Después viene lo más difícil: intentar ponerte en la piel de tu pareja. ¿Por qué está reaccionando con tanta contundencia? ¿Por qué se comporta así? ¿Por qué piensa eso? ¿Por qué es importante para mi pareja y dónde puede haberlo aprendido? ¿De dónde nace?

A veces es complicado empezar conversaciones sobre temas difíciles y también llevar las interacciones en una determinada dirección. Suele haber corrientes muy hondas de antiguos agravios. Decirle a tu pareja que ese tema te genera ansiedad es un buen inicio. Hay algunas técnicas adicionales que pueden ser útiles en este caso.

Una se conoce como «escucha reflexiva». Nos ayuda a asegurarnos de que estamos escuchando correctamente lo que nuestra pareja intenta decirnos y muestra que nos preocupa, que estamos intentando empatizar. Funciona así:

En primer lugar, escucha sin comentar.

Después, intenta comunicar lo que le has oído decir a tu pareja sin juzgarla (esto es lo más difícil). Puedes empezar de esta manera: «Lo que te he oído decir es ____. ¿Es así?».

Una segunda técnica que ayuda por sí sola y puede hacer que la escucha reflexiva sea aún más valiosa es ofrecer alguna explicación sobre los motivos que tiene tu pareja para sentirse o comportarse de una determinada manera. El objetivo no es señalar tu inteligencia y capacidad para ver cosas que tu pareja no, sino informarle de que eres consciente de ello. Quieres comunicarle que tiene sentido que se sienta o se comporte así y alimentar los cimientos de empatía y afecto que la investigación ha demostrado que son tan valiosos. Por ejemplo, puedes decir: «Tiene sentido que tengas una reacción tan fuerte ante esto…» y después seguir con algo como «porque para ti es muy importante la amabilidad». O «porque así es como dices que eran las cosas en tu familia cuando eras pequeño».

Una tercera práctica que resulta útil es tomar perspectiva y apartarse un poco de la conversación, una técnica que los psicólogos llaman «autodistanciamiento», para observar tu experiencia como si fuera la de otra persona. Quizá reconozcas pensamientos que está teniendo esa persona (es decir, tú) y veas que son efímeros y que pueden cambiar. Es una técnica que tiene mucho en común con el abordaje de la atención plena y los psicólogos Ethan Kross y Ozlem Ayduk han llevado a cabo muchas investigaciones que muestran su utilidad.

Juntas, estas prácticas pueden ayudarte a iniciar conversaciones difíciles y permanecer implicado en ellas emocionalmente cuando las cosas se compliquen, siendo capaz de frenar y demostrarle a tu pareja que estás intentando entenderla.

No temas buscar prácticas propias que te funcionen en tu relación. Cuando sientas que te estás enfadando o te notes vencido o asustado, recuerda que esa es la señal. Acércate a tu pareja en esos momentos. Intenta ver más allá de la superficie y recuerda que, igual que tú, ella también libra sus propias batallas.

Cada uno aporta sus fortalezas y debilidades a la relación, sus temores y deseos, su entusiasmo y su ansiedad, y el baile resultante siempre será distinto de todos los demás.

—No albergamos resentimiento —le dijo Grace DeMarco al estudio en 2004, hablando de su relación con Leo—. Cuando llegamos a cierto punto, nos decimos de verdad lo que sentimos, lo ponemos sobre la mesa. Dos personas pueden ser muy distintas y respetar esa diferencia. Y, en realidad, todos la necesitamos. Él necesita mi forma de tomarme las cosas menos en serio y yo su seriedad.