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8. LA FAMILIA IMPORTA

Llámalo clan, llámalo red, llámalo tribu, llámalo familia. Lo llames como lo llames, seas quien seas, lo necesitas.

JANE HOWARD, escritora

Leer los expedientes del Estudio Harvard se parece bastante a ver un álbum de fotos familiar o un montaje de películas de Super-8. Muchos de los informes están escritos a mano y las historias están impregnadas del habla y el ambiente de otras épocas. Además, parece que el tiempo avanza muy deprisa. Generaciones enteras de familias desaparecen al pasar unas pocas páginas. Un participante nace, avanza a toda velocidad por la adolescencia, se casa y, de repente, un chaval que hace un momento tenía catorce años ahora tiene ochenta y cinco y sus hijos adultos están en nuestra oficina contándonos cómo fue como padre. Aunque hay muchas cosas que solo se observan cuando se analizan a fondo los datos del estudio, una simple ojeada a cualquier expediente pone dos cosas concretas en perspectiva: 1) la velocidad a la que se despliega una vida humana y 2) la importancia de la familia.

—Éramos una familia grande y doy gracias por esa experiencia —le contó al estudio en 2018 Linda, una de las participantes de segunda generación, en su visita a nuestras oficinas en el West End de Boston. Su padre era Neal «Mac» McCarthy, uno de los participantes más entregados de la primera generación, criado en Lowell Street (ahora Lomasney Way), no lejos de donde estaba ella en ese momento—. En nuestra familia había mucha energía, mucho amor —nos explicó Linda—. Pero cuando pienso en mi padre, me emociono, porque él venía de un entorno completamente distinto. Él lo paso mal de niño y su familia se rompió. No acabó el instituto. Fue a la guerra. Salió de todo aquello, logró estabilizar su vida y, de alguna manera, seguir siendo un gran padre, siempre disponible, siempre cariñoso. Su vida podría haber sido totalmente distinta. Lo respeto muchísimo.

No hay relaciones como las familiares. Para bien o para mal, los miembros de nuestra familia son casi siempre los más implicados en nuestras vidas durante nuestra infancia y desarrollo y son también quienes nos conocen desde hace más tiempo. Nuestros padres son los primeros seres humanos que vemos al llegar a este mundo, las primeras personas que nos abrazan y nos alimentan, y mucho de lo que aprendemos a esperar de las relaciones íntimas procede de ellos. Nuestros hermanos, si los tenemos, son nuestros primeros contemporáneos y nos enseñan a comportarnos y también a buscarnos problemas. Nuestra familia en su conjunto a menudo define cómo entendemos el significado de comunidad. Pero, sea como sea, nuestra familia es más que un grupo de relaciones: es, de una forma muy real, una parte de quienes somos. Así que nos jugamos mucho en estos vínculos. Su carácter puede tener un efecto importantísimo en nuestro bienestar.

Aunque su naturaleza y su alcance se debaten con frecuencia en el campo de la psicología, hay quien cree que la experiencia familiar temprana determina en quién nos convertimos. Otros, que su efecto está muy sobrevalorado y que los genes son más importantes. Como todo el mundo tiene una larga historia de primera mano con su familia, cada cual acostumbra a tener opiniones muy fundamentadas sobre cómo funciona esta, cuánto afecta a nuestras vidas o cómo las determina. De esa experiencia personal surgen suposiciones importantes sobre qué es posible y qué no (tanto en nuestras familias de origen como en las que creamos) y las cosas que solemos dar por sentadas determinan cómo abordamos estas relaciones.

A veces pensamos, por ejemplo, que nuestra familia será siempre como es ahora y que sus relaciones no cambiarán nunca. También tendemos a valorar todas las experiencias familiares, ya sean tempranas o actuales, en términos absolutos y maniqueos: Mis padres eran horribles… Mi infancia fue idílica… Mi familia era inútil… Mi familia política es intrusiva… Mi hija es un angelito… ¿De verdad son tan invariables las conexiones familiares como las pintamos?

El Estudio Harvard captura un rango enorme de experiencias familiares a lo largo de muchas décadas y puede ayudarnos a arrojar algo de luz sobre cómo funcionan de verdad las familias en el tiempo. Vemos representados los lazos íntimos, las riñas familiares y toda la variedad de éxitos y problemas. Tenemos relatos de relaciones entre padres e hijos vistas desde ambos lados. Tenemos hogares con familias «nucleares» tradicionales, hogares monoparentales, hogares multigeneracionales, familias con hijos adoptados, familias reconstruidas a causa de un divorcio y un nuevo matrimonio y familias con hermanos que funcionan más bien como padres. Y, sumado a esto, más del 40 % de los participantes tienen al menos un progenitor que migró a Estados Unidos desde otro país y se enfrentó a las dificultades de mantener a una familia en un país extranjero.

La familia de Neal McCarthy fue una de ellas. Su madre y su padre llegaron a Estados Unidos como inmigrantes irlandeses de primera generación solo meses antes del nacimiento de Neal y tuvieron unos cuantos problemas para integrarse en una nueva sociedad. Como veremos, la infancia de Neal tuvo elementos positivos y traumáticos y su hija Linda tenía razón: su vida podría haberse desviado fácilmente en una mala dirección. Muchas de las del Estudio Harvard lo hicieron. Pero Neal logró mantenerse a flote y disfrutar de una vida plena y vibrante que incluyó formar su propia familia. Su trayectoria vital es emocionante e instructiva.

En 2012, cuando tenía ochenta y cuatro años, Neal nos mandó por correo su cuestionario bianual y añadió una nota manuscrita para Robin Western, una de las coordinadoras más veteranas del estudio. En la nota se ve cómo se sentía en ese momento y lo lejos que había llegado tras una infancia llena de estrecheces en el West End de Boston.

Querida Robin:

Espero que tú y tu familia estéis bien.

¡No me puedo creer que lleve setenta años en este estudio!

Aunque ya tengo ochenta y cuatro años, sigo siendo una persona muy activa con mi familia y mis amigos. Hacer de canguro de su nieta de cinco años mantiene en forma al abuelito Mac y las reuniones familiares durante las fiestas siempre son divertidas. Leo libros, hago crucigramas y acudo a las actividades escolares y deportivas de mis siete nietos.

Te deseo lo mejor para ti y tu familia, como siempre.

Me gustaría saber de ti y que me cuentes qué ha pasado desde la última vez que nos vimos.

Con cariño,
Neal McCarthy (Mac)

Si le hubiéramos enseñado esta alegre nota a Neal cuando tenía dieciséis años y atravesaba la peor época de su familia, se habría sorprendido mucho. Su vida fue un viaje muy muy largo que le planteó dilemas muy difíciles. De hecho, un elemento que tienen en común todas las familias del Estudio Harvard, independientemente de su tamaño o cercanía, sus alegrías o sus penas, es el cambio constante.

En cualquier momento, una sola familia puede mostrar todo el ciclo vital humano: con bebés, adolescentes y adultos relacionados entre sí en todas las etapas vitales. A medida que el ciclo vital avanza, cada miembro de la familia se encuentra en momentos distintos y adquiere roles también diferentes. Este cambio de papeles siempre precisa adaptación. Los padres que hasta hace nada llevaban en coche a fiestas a sus hijos adolescentes y los ayudaban con los deberes pronto tendrán que aprender a respetar su creciente independencia a medida que entren en la edad adulta. Los hermanos tendrán que negociar cambios en sus dinámicas de relación conforme sus caminos vitales se separen. Los hijos adultos tendrán que acostumbrarse a proporcionarles apoyo a sus padres a medida que estos envejecen y, con el tiempo, en uno de los cambios de rol más difíciles, aceptar ellos mismos ese apoyo al llegar a la vejez. Estas transiciones requieren algo más que una adaptación a los nuevos roles y responsabilidades: requieren también adaptación emocional.

A medida que pasa el tiempo y cambian las etapas vitales de todos, las relaciones también deben hacerlo. La adaptación familiar al inevitable cambio es una de las claves que determinan la calidad de sus vínculos. No podemos pasarnos la vida siendo niños pequeños bajo la atenta mirada de nuestros padres, ni adultos jóvenes bajo el influjo del primer amor ni jubilados jóvenes con los nietos balbuceando en el regazo. Da igual lo mucho que nos aferremos a un determinado rol muy querido de nuestra vida; al final, tendremos que abandonarlo. Hay que seguir adelante para enfrentarse a nuevos papeles y dificultades y siempre es más fácil hacerlo en compañía. Pero ¿cómo?

El entramado emocional de todas las familias es tan único como la estructura de una flor, parecido al de las demás a simple vista, pero totalmente singular a poco que nos fijemos. A algunos, la familia nos evoca un sentimiento de cariño y pertenencia; a otros, de distancia o incluso de miedo. Para la mayoría… es complicado. Esta complejidad hace que la investigación también sea más difícil, pero, al seguir de cerca a cientos de familias a lo largo de muchas décadas, el Estudio Harvard está en una posición única para encontrar puntos de unión entre distintas familias y descubrir algunos de los factores comunes que definen el carácter de nuestras relaciones familiares. Este capítulo va de juntar piezas importantes a partir de esta investigación para crear una lente distinta mediante la cual observar la particularidad de tu propia vida familiar. Porque una de las verdades rotundas que hallamos en el Estudio Harvard una y otra vez es que la familia importa.

¿QUÉ ES UNA FAMILIA?

Ningún hombre es una isla entera por sí mismo.
Cada hombre es una pieza del continente, una parte del todo.

JOHN DONNE

Puede ser tentador creer que cada individuo tiene un mayor control sobre su destino del que posee en realidad. Lo cierto es que todos estamos incrustados en ecosistemas que nos superan en tamaño y nos modelan de formas muy profundas. Economías, culturas y subculturas, todas tienen un papel importante en nuestras creencias, nuestros comportamientos y la progresión de nuestras vidas. Ninguno de estos ecosistemas es más importante que el de nuestra familia.

Pero ¿qué es exactamente una familia? La mayoría de nosotros, cuando pensamos en ello, pensamos en la nuestra. Pero lo que para una persona consiste en sus padres, sus hermanos y sus hijos biológicos, para otra puede significar relaciones con la familia de su cónyuge o una amplia gama de parientes de todo tipo: familia política, primos, primos segundos y sobrinos. Para otros la cosa puede ser aún más amplia e incluir conexiones importantes más allá de los lazos de sangre.

Todas las definiciones de «familia» empiezan con la cultura que las rodea. En la antigua China, la idea de familia estaba moldeada por el confucianismo y una ideología colectivista que enfatizaba la salud y el éxito de todo el grupo. Cada hogar incluía a padres, abuelos e hijos y era el centro de la vida. Este modelo sigue teniendo mucha fuerza en la China actual, incluso en la época del hijo único. En la antigua Roma las familias estaban conformadas por todos los miembros del hogar, incluidos trabajadores y esclavos, que vivían a las órdenes del hombre de más edad, el pater familias. En la cultura occidental moderna, la «familia nuclear» que consiste en dos progenitores y sus hijos es la definición habitual de familia, a pesar de las numerosas alternativas a este prototipo.

—Yo tengo cinco mamás, pero solo un papá —explicó un participante del estudio cuando tenía catorce años. Sus padres adoptivos ya tenían nietos cuando él se unió a la familia y él consideraba figuras maternas a su madre adoptiva y a las dos hermanas y las dos hijas biológicas de esta.

Una familia puede contener todo tipo de acuerdos y niveles de cercanía y distancia. Quienes no han sentido el calor ni la presencia de los miembros de su familia o quienes han sufrido abusos o incomprensión por parte de la suya pueden desear y encontrar otras conexiones que sean como una y les proporcionen muchas de las cosas que necesitan. Una persona puede no tener relación con su padre, pero tener una gran cercanía con su tío o con un abuelo o con otro adulto de su infancia, como un entrenador de fútbol o la madre de un amigo íntimo. O puede encontrar a su familia en una comunidad totalmente distinta.

En Nueva York, Detroit y muchas otras áreas urbanas de Estados Unidos, encontramos un gran ejemplo de familias no tradicionales en la cultura de los ballroom, donde miembros de la comunidad LGBTIQ+, la mayoría negros y latinos, se unen a grupos conocidos como «casas» y organizan sus vidas en torno al apoyo mutuo y la participación como equipo en competiciones de drag. Las casas proporcionan unas conexiones familiares muy necesarias en torno a experiencias, objetivos y valores compartidos. Cada una de ellas funciona de forma similar a una familia de sangre, con una «madre» o «padre» de la casa que asume muchos de los roles tradicionales de los progenitores, y proporciona una parte de la estructura y de las conexiones positivas de las que muchos de los «hijos» pueden no haber gozado en etapas anteriores de sus vidas.

Como dice Marlon M. Bailey en su libro de 2013 sobre la cultura ballroom, Butch Queens Up in Pumps (cuyo título, «Reinas butch en tacones», se refiere a la categoría de ballroom en la que competía el propio Bailey): «En general una “casa” no se refiere a un edificio, sino que representa la forma en la que sus miembros, que acostumbran a vivir en distintas localizaciones, se ven a sí mismos e interactúan con los demás como unidad familiar. […] De hecho, esta comunidad ofrece un santuario social permanente para quienes han sido rechazados y marginados por sus familias de origen, instituciones religiosas y por la sociedad en su conjunto, en especial para las personas racializadas LGBTIQ+ alrededor de los veinte años». Lo esencial aquí es que las unidades de personas cercanas que nos apoyan y tienen un efecto formativo en nuestras vidas pueden proceder de multitud de sitios, incluir a una gran variedad de personas y ser denominadas de muchas maneras. Lo que importa no es solo a quién consideramos familia, sino lo que significan para nosotros nuestras relaciones más cercanas en el transcurso de nuestras vidas.

Sin embargo, esto no minimiza la importancia de las familias de origen. Incluso cuando se forman nuevas familias o nos convertimos en parte de nuevas comunidades que nos proporcionan una estructura familiar, seguimos acarreando la historia de nuestras familias de origen y las experiencias que nos han afectado, tanto las positivas como las negativas. Incluso las familias elegidas, con toda su belleza y todo su amor, existen como alivio frente a esas experiencias tempranas. Independientemente de nuestra vida actual, seguimos llevando con nosotros los fantasmas de nuestra infancia y nuestros recuerdos de las personas que nos criaron.

LOS FANTASMAS DE LA INFANCIA

Al fondo del cajón de la cocina de Bob hay un viejo sacabolas de helado de aluminio que había sido de su madre. De niño, cuando volvía a casa después de pasar la tarde por su barrio de Des Moines los días de verano, ella lo usaba para servirle un poco de helado a él y para ponerse también una cucharada a sí misma. Más de sesenta años después, cuando saca ese objeto del cajón es parecido a desenterrar un recuerdo. El aroma de la cocina de su madre, la sensación de ese instante, están, de alguna manera, contenidos en ese sacabolas de helado.

Marc tiene una reliquia familiar parecida. En su escritorio guarda una plaquita con el nombre de su abuelo, que fue constructor y la tenía en la mesa de su despacho. Cuando Marc la mira, lo recuerda enseñándole a poner clavos con el martillo. Casi puede oír su voz amable y ronca. Muchos tendemos a guardar objetos concretos de nuestra familia que significan cosas, buenas y malas, para nosotros. Algunos nos evocan cómo era antes nuestra vida, lo lejos que hemos llegado y las lecciones que hemos aprendido.

Estas reliquias son símbolos de una herencia mayor. No solo material, sino en forma de perspectivas, hábitos, filosofías y experiencias. Podemos aferrarnos a reliquias psicológicas igual que lo hacemos a un sacabolas. La madre de Bob se esforzaba en ser amable como forma de conectar con los demás —camareros, desconocidos, cualquiera, en realidad— y ahora él se da cuenta de que intenta hacer lo mismo. El abuelo de Marc solía hablar a menudo del placer de hacer las cosas bien, de que el martillo hace un sonido concreto cuando golpea el clavo en el punto justo, y aunque Marc no construye casas, piensa a menudo en esa sencilla lección. Estas herencias también tienen un lado oscuro: las experiencias difíciles o incluso traumáticas de la infancia nos dejan huella a nivel psicológico. La experiencia del padre de Marc durante la noche de los cristales rotos y su huida del Holocausto lo acompañaron toda su vida. Muchos participantes en el Estudio Harvard se enfrentaron a padres abusivos o maltratadores.

Las herencias psicológicas pueden tener raíces muy profundas, a veces demasiado para reconocerlas a simple vista. Más allá de las características físicas que heredamos de nuestros padres biológicos, también adquirimos hábitos, perspectivas y modelos de comportamiento de miembros de nuestra familia. Nuestras experiencias más importantes, buenas y malas, no son solo recuerdos. Son sucesos emocionales que dejan una marca tangible en nosotros, que pueden moldear nuestras vidas durante mucho tiempo.

Esto es así para cualquier experiencia, en cualquier etapa vital, pero es especialmente relevante para las de los niños con sus familias de origen. Se ha investigado y se ha escrito mucho sobre la importancia de las experiencias infantiles, lo que ha conducido a una amplia variedad de suposiciones habituales sobre el papel que tiene la infancia en la edad adulta. En la cultura popular, las películas y los medios de comunicación, la infancia difícil de una persona se cita a menudo como el motivo para un determinado comportamiento; al parecer, todos aceptamos como cierto que la infancia es lo que determina nuestro destino en la vida. En las series de televisión, cuando nos cuentan el trasfondo de un asesino perverso, la sensación es que siempre sufrió abusos de niño. Es un lugar común tan habitual que preocupa a quienes han tenido una infancia complicada: si mi infancia fue mala, ¿quiere decir que no tengo remedio? ¿Estoy condenado a la infelicidad?

PROBLEMAS EN EL PARAÍSO

En 1955, una psicóloga del desarrollo llamada Emmy Werner quería entender mejor qué peso tenían las experiencias difíciles en la infancia, así que empezó un estudio longitudinal en la isla hawaiana de Kauai, diseñado para seguir a niños desde el día mismo de su nacimiento hasta la edad adulta. Muchas de las familias que observó se enfrentaban a los mismos problemas que las familias inmigrantes que vivían en Boston cuando empezó el Estudio Harvard. Como escribió Werner:

[Los participantes] eran hijos y nietos de inmigrantes del sudeste asiático y de Europa que habían venido a Hawái a trabajar en las plantaciones de azúcar. Más o menos la mitad procedían de familias en las que los padres eran trabajadores no cualificados y las madres habían estado escolarizadas menos de ocho años. [Eran] japoneses, filipinos, hawaianos y mestizos hawaianos, portugueses, puertorriqueños, chinos, coreanos y un pequeño grupo de caucásicos anglosajones.

Lo que convierte este estudio en tan extraordinario es que Werner no solo seleccionó a unos cuantos participantes de la isla, sino que consiguió incluir a todos los niños nacidos en Kauai en 1955, 690 en total, y el estudio duró más de treinta años.

Usando datos de sus infancias, adolescencias y vidas adultas, Werner consiguió demostrar una conexión clara entre sucesos adversos en la infancia y la trayectoria de bienestar en las vidas de los individuos. Los niños que tuvieron enfermedades complicadas al nacer, que vivieron malas experiencias con sus cuidadores y que sufrieron abusos fueron más propensos a desarrollar problemas de salud mental y de aprendizaje. Sus experiencias en la infancia resultaron ser importantes.

Pero Werner también encontró motivos para la esperanza.

Un tercio de todos los niños que tuvieron infancias adversas fueron capaces de convertirse en adultos socialmente integrados a nivel emocional y de ser atentos y amables.12 Esos niños superaron sus infancias difíciles y Werner pudo señalar algunos de los motivos.

En algunos casos, hubo factores protectores que actuaron y contrarrestaron los efectos de determinadas infancias difíciles. Una de las mayores fuentes de protección fue la presencia constante de al menos un adulto cariñoso. Aunque solo haya disponible una persona que se preocupe por el bienestar de la criatura y se implique emocionalmente con ella, esto afecta positivamente al desarrollo del niño y sus relaciones futuras. Algunos de los que prosperaron a pesar de las adversidades parecían especialmente capaces de obtener este apoyo cariñoso.

Como adultos, los participantes en el Estudio Harvard que eran capaces de reconocer las dificultades y hablar de ellas de forma más abierta parecían tener una capacidad similar de obtener el apoyo de los demás. Mostrarse abierto y claro sobre las experiencias propias ofrece a los demás la oportunidad de ayudar. La capacidad de reconocer y gestionar las dificultades en lugar de intentar ignorarlas puede tener un papel importante a la hora de obtener apoyo tanto en la infancia como más adelante. La vida de Neal McCarthy es un ejemplo magnífico de cómo funciona esto y de cómo podemos reconstruir sobre nuestras experiencias familiares, buenas o malas, para ayudarnos a prosperar.

LOS ORÍGENES (Y EL DESARROLLO) DE NUESTRAS HABILIDADES DE AFRONTAMIENTO

Una fría tarde de sábado de noviembre de 1942, un entrevistador del Estudio Harvard visitó a la familia de Neal McCarthy por primera vez en su casa del West End de Boston. Si pasamos las páginas hasta llegar a la primera del expediente de Neal, veremos las notas que tomó el investigador ese día. El piso de tres habitaciones estaba lleno de vida y actividad, anotó, con seis niños haciendo tareas y bromeando, saludando al extraño con camisa y corbata sentado a la mesa de la cocina. Uno de los hermanos de Neal estaba fregando una alta pila de platos sucios. Neal estaba ocupado enseñando a su hermana pequeña a atarse los zapatos. Tenía catorce años.

A finales de la década de 1930 y principios de la de 1940, los investigadores visitaron las casas de nuestros participantes de la primera generación para ver cómo era su vida familiar. ¿Cómo de estrictos y amables eran sus padres? ¿Estaban en casa? ¿Estaban implicados en la crianza? ¿Tenían una conexión emocional positiva consistente con sus hijos o más bien se mostraban ausentes? ¿O quizá solo eran atentos de forma esporádica? ¿Había muchas discusiones en casa? Resumiendo: ¿cómo de comprensivos y cariñosos eran los entornos familiares de esos niños?

Los padres de Neal habían nacido ambos en Irlanda y habían llegado como inmigrantes a Estados Unidos solo meses antes de su nacimiento. Durante la primera visita del estudio, Mary, la madre de Neal, le preparó un té al entrevistador y se sentó a la mesa de la cocina a responder preguntas sobre la historia familiar. De vez en cuando, uno de sus hijos se acercaba a anunciar que había terminado una tarea o a pedir permiso para ir a ver a un amigo. «Todos los niños respetan a la madre de Neal —anotó el entrevistador—. Es amable y tiene buen carácter; sus hijos la tienen en el centro y existe un afecto cariñoso en ambos sentidos. Está especialmente orgullosa de Neal porque es muy bueno y no tiene que preocuparse por él.»

Como muchos otros participantes de la muestra de los barrios marginales, Neal trabajó desde muy pequeño. Empezó a entregar compras y periódicos a domicilio a los diez años y los sábados se iba al barrio acomodado «de cortinas de encaje irlandés», al otro lado de la ciudad, a limpiar zapatos en la puerta de la iglesia. Al recordar, ya de adulto, aquellos primeros años, Neal le dijo al estudio que entregaba a su madre la mayor parte del dinero que ganaba, para gastos familiares.

—Llevaba la paga a casa y solía darle unos cuatro dólares. Y a ella eso le parecía muy bien. ¡Lo que no sabía era que yo me guardaba un pavo en la gorra!

Muchas tardes, iba a la bolera a colocar los bolos para que le dejaran jugar gratis.

Su madre prestaba una especial atención a quiénes elegía Neal como amigos y cuando el entrevistador le preguntó a él por qué creía que no se había metido en líos en un vecindario donde tantos otros sí, Neal respondió:

—Yo no voy por ahí con los tontos.

El padre de Neal, que trabajaba en los muelles, también era respetado por sus hijos. Era amable y riguroso, aunque estaba claro que quien mandaba en el hogar era la madre.

Neal era uno de los muchos participantes en el Estudio Harvard que usamos para investigar el efecto de las experiencias en la infancia sobre las vidas adultas. Lo que queríamos saber era: ¿se oía el eco de las experiencias familiares tempranas a lo largo de toda la vida de una persona? Con anotaciones cuidadosas y evaluaciones desde las visitas iniciales, como la que se hizo a casa de la familia de Neal, pudimos hacernos una idea de los entornos familiares durante la infancia de los participantes. En el caso de Neal, el entorno familiar se consideró muy positivo. Sus padres los criaban bien, estaban implicados, eran consistentes y promovían la autonomía de sus hijos. El entorno familiar en su conjunto se calificó como cariñoso y cohesionado. Ahora pasemos unas cuantas páginas del expediente hasta más de sesenta años después, para llegar al momento en el que entrevistamos a los participantes en sus hogares cuando tenían entre setenta y noventa años. Durante estas visitas nos fijábamos especialmente en la seguridad de sus conexiones con sus parejas. ¿Hacían gestos de cariño? ¿Se mostraban cómodos a la hora de dar o pedir apoyo? ¿Valoraban a su pareja? ¿O más bien lo contrario? No nos fiamos únicamente de sus respuestas, sino que también examinamos la credibilidad y consistencia de sus comentarios.

Cuando entrevistamos a Neal y a su esposa, Gail, saltó a la vista enseguida que su apego era seguro. Al pedirles por separado que describieran su relación, las palabras que eligieron fueron llamativamente parecidas. «Cariñosa, comunicativa, tierna, afectuosa, cómoda», dijo Neal. «Tierna, abierta, generosa, comprensiva, afectuosa», dijo Gail. Y ambos proporcionaron ejemplos detallados en sus entrevistas que apoyaban estos adjetivos de forma convincente. En ese momento, Gail estaba convirtiéndose en una persona cada vez más dependiente a causa de la enfermedad de Parkinson, que padecía desde hacía ya algunos años. Vivían en Seattle, Washington, donde Neal dirigía una empresa de contabilidad de la que era cofundador, y Gail contaba lo mucho que había modificado Neal su vida profesional para cuidarla, ya que solo se encargaba de un número limitado de clientes para poder dedicarle a ella la atención necesaria. Aprendió a cocinar sus platos favoritos y asumió todas las tareas del hogar. Pero ella insistía en que no abandonara su afición de observar pájaros. «¡Encuentra uno bueno por mí!», le decía cuando él salía por la puerta.

—He aprendido mucho sobre trinos —le explicó al estudio.

Esta investigación enmarca de alguna manera las vidas de nuestros participantes. Fuimos a propósito a los dos extremos de los datos —el inicio y muy cerca del final— en busca de relaciones entre la infancia y la vejez. Como habían pasado más de seis décadas, ni siquiera nosotros estábamos seguros de poder hallarlas. Pero nuestra hipótesis demostró ser cierta: los hombres que, como Neal, habían experimentado cariño y cercanía en su vida familiar temprana eran más propensos a conectar con, depender de y apoyar a su pareja más de sesenta años después. La fuerza de esta relación a lo largo de tanto tiempo no era inmensa, pero estaba claro que las infancias de nuestros participantes eran como finas hebras que tiraban de sus vidas adultas a lo largo de las décadas.

Tras descubrir este vínculo, llegó la pregunta crucial: ¿cómo funciona? ¿Cómo afecta exactamente la calidad de las infancias de la gente a sus vidas adultas?

Aquí es donde la investigación de Emmy Werner, nuestro Estudio Harvard y muchas otras investigaciones en distintas culturas y poblaciones convergen para mostrar que el vínculo clave entre la infancia y las conexiones sociales positivas como adultos se corresponde con nuestra capacidad para procesar emociones.

Es en nuestras relaciones como niños, sobre todo con nuestra familia, donde aprendemos por primera vez qué esperar de los demás. Ahí es donde empezamos a desarrollar los hábitos emocionales, por llamarlos de alguna manera, que nos acompañarán el resto de nuestras vidas. Estos definen a menudo la forma en la que conectamos con los demás y nuestra capacidad para relacionarnos con otros en forma de apoyo mutuo.

Algo crucial en este punto es que nuestra capacidad para procesar las emociones es moldeable. De hecho, gestionar emociones es una de las cosas que sí hacemos mejor a medida que envejecemos. Y existen pruebas sólidas de que no hay que esperar a más adelante en la vida para que suceda. Con la guía adecuada y algo de práctica, podemos aprender a gestionar mejor nuestros sentimientos a cualquier edad.

La relación entre nuestra experiencia en la infancia y nuestra vida adulta no es tan sólida que no se pueda alterar. Cualquier experiencia que tengamos, incluso como adultos, tiene el poder de cambiarnos. Hay participantes en el estudio, por ejemplo, que tuvieron infancias llenas de amor y cariño, pero vivieron experiencias difíciles más adelante que cambiaron su forma de abordar las relaciones. También hay participantes que tuvieron infancias difíciles, pero sus experiencias posteriores los ayudaron a aprender a confiar y conectar con los demás.

Por eso Neal es un caso especialmente interesante y alentador, porque, aunque su primera infancia fue una de las experiencias más positivas que se pueden encontrar en el Estudio Harvard, ese cariño no duró eternamente. Poco después de la primera visita del estudio, todo cambió en la familia McCarthy y los años siguientes pusieron a prueba los hábitos positivos que Neal había aprendido.

PROBLEMAS EN LA FAMILIA MCCARTHY

Cuando el Estudio Harvard visitó por primera vez a la familia de Neal, su madre fue extremadamente sincera sobre muchos detalles de su vida y dibujó un retrato amplio y realista de los altibajos familiares. Pero hubo algo crucial que no mencionó en esa primera entrevista: había empezado a tener serios problemas con su adicción al alcohol.

Durante muchos años, Mary se las había apañado para beber de forma que esto no interfiriera con la crianza de sus hijos y la prosperidad de su familia. Bebía en privado y conseguía controlar la cantidad y el horario de sus copas. Pero, poco después de la primera visita del estudio a casa de los McCarthy, Mary empezó a descontrolarse. No tardó en emborracharse a diario. Su hogar se convirtió en un entorno tumultuoso e incluso traumático para sus hijos, porque ella y el padre de Neal empezaron a tener escandalosas peleas a voz en grito sobre su afición a la bebida y cómo estaba afectando a la familia. Tanto el padre como la madre gritaban y se comportaban de forma violenta. Neal quería a sus padres y, en un esfuerzo para apoyar a su familia cada vez más rota, dejó los estudios a los quince años para ponerse a trabajar. Vivió en su hogar hasta los diecinueve ayudando a mantener a la familia y proporcionándoles una base segura a sus hermanos pequeños. Como ya hemos visto en casos anteriores, su experiencia temprana del mundo laboral y sus responsabilidades no eran algo raro entre los participantes de los barrios marginales.

Neal conservó un recuerdo nítido de este confuso periodo durante el resto de su vida: los gritos, la violencia, las heridas, el estrés, el alcoholismo de su madre y la tristeza constante de su familia. Vivió en esa casa hasta que sintió que ya no podía hacer nada más para ayudar.

—Tenía que irme —le contó entre lágrimas a un entrevistador del estudio cuando ya tenía más de sesenta años—. Tuve que hacerlo. Mi madre era una alcohólica. Ella y papá solían pelearse.

Como muchos de los niños del estudio longitudinal de Werner en Kauai, la vida familiar de Neal era una red compleja de experiencias y emociones que se desplegaban. Había amor y frustración, cercanía y alejamiento, cosas buenas y malas. La familia de Neal, como la mayoría, era complicada.

Pero el caso de Neal nos muestra el poder que todos tenemos de definir nuestra historia. Primero experimentó un entorno cariñoso y cercano en la infancia y después, cuando su madre cayó en el alcoholismo, una adolescencia tumultuosa y difícil. Ambas situaciones lo afectaron profundamente. Pero fue capaz de ayudarse de sus experiencias positivas para poner las negativas en perspectiva, en lugar de hacer lo contrario. También tuvo un adulto presente y atento en su vida, su padre. Juntos, estos recursos le proporcionaron la fuerza y la confianza para gestionar cualquier dificultad emocional a la que se enfrentara.

—Yo sabía que no quería vivir así —le dijo al estudio, refiriéndose a su adolescencia y a sus padres—. Peleas, alcohol, gritos. Cuando me hice mayor, no quería que mis hijos vivieran eso y no quería volver a vivirlo yo mismo nunca más.

Con diecinueve años, Neal huyó de su hogar familiar alistándose en el ejército. Luchó en la guerra de Corea y, cuando lo licenciaron, obtuvo su título de bachillerato. Empleó sus privilegios como veterano para ir a la universidad, donde conoció a Gail y se enamoró de ella. Solo once días tras acabar la carrera, Neal se casó con Gail. Muy poco tiempo después, su madre murió de complicaciones relacionadas con el alcoholismo. Tenía cincuenta y cinco años.

A lo largo de toda una vida de experiencias, Neal desarrolló la capacidad de reflexionar sobre todo lo que le sucedía y tener en cuenta sus emociones antes de actuar. Fue capaz de dar un paso atrás, reconocer sus dificultades y darse espacio para encontrar un camino por el que avanzar. Y eran habilidades que iba a necesitar. Quizá Neal había tenido una adolescencia tumultuosa y traumática y había luchado en una guerra, pero, según él, no se enfrentó al reto más complicado de su vida hasta que formó su propia familia y tuvo hijos.

NEAL SE ENFRENTA A PROBLEMAS INESPERADOS EN SU VIDA FAMILIAR

A los cincuenta y seis años, Neal «Mac» McCarthy y su esposa Gail eran los orgullosos padres de cuatro hijos, todos adultos. Todos, explicó él al estudio, eran más listos que él y mejores personas, y hacía hincapié en esto último. Su hijo e hija mayores, mellizos, habían ido a la universidad. Su hijo era ahora contable y su hija Linda (la participante de la segunda generación a quien hemos escuchado al principio de este capítulo) obtuvo un doctorado en Química. Este logro fascinó a Neal: Linda fue la primera doctora de su familia. Su hijo mediano se casó joven y vivía en Costa Rica. Su hija pequeña, Lucy, era una niña brillante —decía él—, con mucho potencial. De adolescente, Lucy estaba fascinada por la astrofísica y el espacio y soñaba con convertirse en ingeniera de la NASA.

—Es tan lista que da miedo —afirmó entonces Neal.

Pero, a medida que pasaron los años, Lucy se enfrentó a dificultades que ni Neal ni Gail supieron cómo llevar. Fue una niña tímida, le costaba hacer amigos y sufrió acoso en primaria. Su hogar fue su santuario y sus hermanos y hermana la cuidaron, pero su experiencia fuera de casa siguió siendo difícil. En el instituto, hizo pocos amigos nuevos; se limitó a empezar a saltarse clases y, sin que sus padres lo supieran durante unos cuantos años, a beber de más. Después del instituto, Lucy siguió viviendo con Neal y Gail. La despidieron de varios trabajos por absentismo y se pasaba días encerrada en su cuarto sin querer salir. Una vez la detuvieron por robar un reloj en unos grandes almacenes.

El hábito de beber de Lucy era especialmente alarmante para Neal debido a su experiencia con su madre. ¿Le había pasado a Lucy los genes de la adicción? ¿Seguiría los pasos de su madre?

La familia apoyó a Lucy lo mejor que pudo. Sus hermanos estaban disponibles para ella y su hermano mayor, Tim, llamaba a menudo para preguntar. Lucy se sentía más cómoda con él para hablar de algunas cosas y con sus padres para hablar de otras. Neal y Gail le dieron espacio, como ella prefería, pero no querían alejarse mucho. Gail se esforzó por encontrarle un terapeuta adecuado y Lucy probó unos cuantos antes de dar con uno con quien se sentía cómoda. A menudo, parecía que mejoraba, pero siempre recaía. Fue diagnosticada con depresión y empezó a medicarse. Eso ayudó, pero no solucionó del todo el problema. Sus dos hermanos mayores habían ido a la universidad y Lucy también quería hacerlo, pero, cuando llegó el momento de rellenar la inscripción, no fue capaz. En lugar de eso, empezó a trabajar en restaurantes de Seattle; seguía viviendo con sus padres, aunque a veces se aventuraba a vivir sola. Una vez, cuando Lucy tenía veinticinco años, Neal pasó por casa en mitad del día y se la encontró en la mesa de la cocina, sollozando descontroladamente, diciendo que ya no quería seguir viviendo. Él no supo qué decir, porque le dio miedo decir algo inadecuado. Canceló sus reuniones, hizo café y sándwiches y se sentó con ella. Lucy se fue llorando antes de que su madre llegara a casa.

—No sabemos qué hacer —le contó Neal al estudio—. Intentamos estar cerca de ella, pero sentimos que nos hemos quedado sin opciones. Me aseguro de decirle que la quiero. Ahora vive sola y yo le presto recursos cuando los necesita. Nunca quiere aceptar dinero, pero a veces tengo que insistir, porque no quiero verla viviendo en la calle. Seguramente le haya dedicado el 80 % de mi atención desde que era pequeña, debido a sus problemas, mientras que al resto de mis hijos, el otro 20 %. Nunca se han quejado, aunque sé que ha sido difícil para ellos. Pero así son las cosas, supongo.

Los problemas de Lucy se complicaron en su paso a la edad adulta, pero su situación contenía los mismos dilemas de desarrollo a los que se enfrentan todas las familias con adultos jóvenes: cuándo debe intervenir un progenitor y cuándo debe quedarse al margen, y qué tipo de apoyo es el mejor. Desde la perspectiva del adulto joven se ve el mismo dilema, pero reflejado en un espejo: ¿cómo obtengo lo que necesito de mis padres cuando las cosas no van bien, pero aun así sigo trabajando para ser la persona adulta que debería ser?

Todas las familias se enfrentan a retos y a veces estos problemas no tienen una solución real. Existe la idea occidental, en especial en Estados Unidos, de que deberíamos ser capaces de superar nuestros problemas. Si un problema no parece solucionable, a menudo la respuesta es dar media vuelta y olvidarlo por completo. Las posibilidades se reducen a dos: tengo que intentarlo todo o no puedo hacer nada.

Pero existe un punto medio. Hemos estado abogando por la estrategia de afrontar los problemas en lugar de evitarlos, pero afrontar un problema no siempre es lo mismo que solucionarlo. A veces, enfrentarse a la familia significa aprender cuándo no hacer nada ante situaciones o emociones incómodas y dejarnos sentir y expresar las emociones que muchos intentamos evitar. A veces, lo mejor que podemos hacer es responder de una forma menos absoluta y más flexible, como Neal y Gail lograron hacer.

Ellos estaban en una encrucijada: ¿debían hacer todo lo posible para estar cerca de Lucy y de sus problemas? ¿O debían apartarse un poco y darle espacio para hundirse o prosperar por sus propios medios? Mientras se debatían con estas preguntas, su respuesta, la mayoría de las veces, era afrontar la dificultad de Lucy en lugar de minimizarla o fingir que no era un problema. Cuando los apartaba, ellos no tiraban la toalla ni la dejaban por imposible. En lugar de eso, le daban espacio y esperaban otra oportunidad. Los hermanos de Lucy también les proporcionaron a sus padres y a ella el apoyo que necesitaban. En toda esta experiencia, incluso en momentos de gritos y peleas, el amor de la familia acababa emergiendo. Se mantuvieron flexibles, aunque ninguno era perfecto. A veces tenían que dar un paso atrás; a veces, uno adelante. Pero nunca se dieron la espalda.

Aun así, como muchos en su situación, Neal no pudo evitar preguntarse si algo de lo que hacía era la estrategia correcta. Era difícil saber si estaban haciendo bien las cosas y le preocupaba estar contribuyendo a los problemas de Lucy.

—¿Puedo preguntarte tu opinión profesional? —le preguntó una vez Neal al entrevistador del estudio, treinta años más joven, al hablar sobre su hija—. ¿Hay algo más que pueda hacer por ella? ¿Crees que he hecho algo mal?

Es natural sentirse responsable de los fracasos de nuestros hijos, así como de sus éxitos, aunque estén en gran parte fuera de nuestro control. Los padres a menudo se enfrentan a sentimientos de culpa cuando sus hijos tienen problemas. A veces, esa culpa se convierte en una razón más para alejarse de las complicaciones: no somos capaces de gestionar esas emociones. Fue un acto de valentía por parte de Neal pronunciar en voz alta la pregunta que muchos padres se hacen cuando sus hijos tienen problemas en la vida: ¿es culpa mía?

Neal nunca logró responderla del todo; siguió planteándosela incluso cuando Lucy tenía ya más de treinta y de cuarenta años y experimentaba altibajos, vivía temporadas en la calle y se debatía con su adicción.

Es verdad que la infancia importa y que la crianza también, pero no hay un único elemento en la vida de una persona que moldee por completo su futuro. Los padres no pueden ni ponerse todas las medallas ni asumir toda la culpa que creen que merecen por la forma en que acaban siendo sus hijos. Naturaleza y educación, herencia y entorno, crianza y padres: todo está estrechamente ligado y todo ha servido para convertirnos en los adultos que somos hoy en día. Encontrar un motivo definitivo que explique por qué alguien en concreto tiene los problemas que tiene no siempre es posible. Lo único que podemos hacer es asumir nuestras emociones, como hizo Neal, con toda la valentía posible, y responder a ellas de la mejor manera que sepamos.

EXPERIENCIAS CORRECTORAS (Y EMPEZAR AHORA)

Entonces, ¿qué hacemos si nuestras experiencias en la infancia fueron increíblemente duras o incluso traumáticas? ¿Hay esperanza para quienes, a diferencia de Neal, solo tuvieron problemas cuando eran jóvenes?

La respuesta es un sí lleno de empatía. Hay esperanza. Y esto vale para cualquiera, da igual que tus experiencias difíciles fueran en el pasado o en la actualidad. La infancia no es el único momento vital en el que las experiencias nos moldean. Todo lo que experimentamos, en todo momento, puede cambiar lo que esperamos de los demás. Sucede a menudo que una experiencia positiva potente tiene un efecto corrector sobre una experiencia negativa anterior. Si crecimos con un padre dominante, puede que más adelante nos hagamos muy amigos de alguien cuyo padre se comporta de modo completamente distinto. Como el padre de nuestro amigo no cumple con nuestras peores expectativas, nuestro punto de vista puede variar sutilmente. Y puede que ahora nos mostremos más abiertos a otras posibilidades.

Vivimos este tipo de experiencias constantemente, seamos o no conscientes de ello. La vida, de algún modo, es una oportunidad prolongada de tener experiencias correctoras. Encontrar la pareja adecuada, por ejemplo, puede hacer mucho por corregir las ideas preconcebidas y las expectativas que desarrollamos en la infancia. La terapia también puede ayudar, en parte por la conexión con un adulto consistente y cariñoso.

Las experiencias correctoras tampoco son solo cuestión de suerte. Las oportunidades para cambiar nuestro punto de vista sobre el mundo surgen todo el tiempo, pero la mayoría de las veces no nos percatamos de ellas. A menudo estamos demasiado centrados en nuestras expectativas y opiniones para permitir que penetren las sutiles realidades de dichas oportunidades. Pero hay un par de cosas sencillas (¡aunque difíciles!) que podemos hacer para incrementar nuestra capacidad de ver lo que está sucediendo en realidad y, por tanto, aumentar nuestras posibilidades de beneficiarnos de la experiencia correctora.

En primer lugar, podemos sintonizarnos con los sentimientos difíciles en lugar de intentar ignorarlos. Enfrentarse a los retos implica, en parte, considerar información útil nuestras reacciones emocionales y no algo que hay que apartar.

En segundo lugar, podemos detectar cuándo estamos teniendo experiencias que son más positivas de lo esperado. Quizá durante una reunión familiar que hemos estado temiendo durante meses podemos pararnos un momento y reconocer que, contra todo pronóstico, nos lo estamos pasando bien.

En tercer lugar, podemos intentar «pillar» a los demás comportándose bien, tal y como hemos propuesto hacer anteriormente en las parejas. A la mayoría se nos da muy bien detectar cuando la gente se comporta mal, pero no tanto cuando lo hace bien. En la carretera, los buenos conductores se confunden con el paisaje, pero los malos saltan a la vista. Aprendemos a esperar que la gente conduzca mal para estar preparados cuando suceda. Y lo mismo pasa con la vida. De vez en cuando, intenta fijarte en los buenos conductores, en la buena gente.

El abordaje final y más poderoso es sencillamente estar abierto a la posibilidad de que la gente se comporte de un modo distinto al que esperamos. Cuanto más preparados estemos para que la gente nos sorprenda, más probable será que detectemos cuándo algo no se ajusta a nuestras expectativas. Hacer esto es especialmente importante en el seno de nuestras familias.

CONFRONTAR NUESTRAS PERSPECTIVAS FAMILIARES ACTUALES

En todas las familias se desarrollan imágenes de los demás que, después, nos dedicamos a confirmar una y otra vez: mi hermana mayor es una marimandona… Mi padre siempre me lo hace pasar mal… Mi marido nunca se fija en nada…

Esto es lo que denominamos la trampa del «Tú siempre/Tú nunca». Nuestra experiencia familiar empieza tan temprano que nuestras expectativas sobre las relaciones se nos quedan profundamente impresas y cualquier cosa que pase, por sutil que sea, a menudo queda atrapada en esa huella antigua. Hay que recordar que a medida que crecemos y cambiamos, nuestros familiares también lo hacen; cuando no les concedemos el beneficio de la duda, puede que nos estemos perdiendo esos cambios.

«Mi padre me ha llamado hoy. Siempre espera que sea yo quien lo haga, así que es un gran paso para él.»

«Mi hija ha ayudado esta tarde a su hermano con los deberes. No esperaba que lo hiciera, así que me aseguraré de darle las gracias.»

«Mi suegra no siempre está ahí cuando la necesito, pero hace poco, cuando mi hijo enfermó, vino a cuidarlo. Parece que se esfuerza y eso me parece importante.»

En el capítulo cinco hemos mencionado una instrucción de meditación que es útil para mejorar nuestra capacidad cotidiana de fijarnos y prestar atención al mundo y esa meditación es igual de útil cuando interactuamos con nuestras familias. Se trata de plantearnos la pregunta: ¿qué hay aquí que no había visto antes? Se puede plantear sobre una relación con la misma facilidad que sobre un entorno. ¿Qué está pasando en mi relación con esta persona que no había visto hasta ahora? ¿Qué me he estado perdiendo?

Cuando vayas a la comida de Navidad y te tengas que sentar al lado de tu cuñado, que no deja de insistir en que todo el mundo debería aprender lenguaje de programación, o te encuentres acorralado por tu tía, que quiere contártelo todo sobre sus caniches, intenta convertir esta pregunta en un mantra, al menos durante los primeros minutos (uno llega a lo que llega): «¿Qué hay en esta persona que no había visto antes?». Quizá te sorprenda lo que descubras.

De algo podemos estar seguros: nunca conoceremos del todo a nadie con quien nos crucemos en la vida. Siempre queda algo por descubrir. Conquistar estos hallazgos y tomárnoslos en serio puede corregir a veces sesgos que han estado asfixiando nuestras relaciones con las personas que hace más tiempo que conocemos: nuestros familiares.

RELACIONES FAMILIARES: POR QUÉ VALE LA PENA EL ESFUERZO

A veces parece que nuestras familias son más permanentes de lo que lo son en realidad; creemos que estarán siempre con nosotros y serán igual que ahora. Pero, a medida que cada miembro pasa a una nueva etapa vital, nuestros roles cambian y, a menudo, cuando esto sucede es cuando empezamos a detectar el desarrollo de problemas familiares. Los adolescentes no necesitan que estemos tan encima de ellos como cuando tenían dos años. Los padres o abuelos necesitan más ayuda a partir de los ochenta que a partir de los sesenta. Las madres recientes necesitan recibir apoyo, pero no consejos, de algún miembro de la familia. A veces, tenemos que preguntarnos: ¿cuál es el rol apropiado para mí en relación con esta persona en esta etapa concreta de nuestra vida familiar?

Cada uno tiene conocimientos, habilidades y experiencias distintos y se puede recurrir a estas formas de «riqueza» familiar cuando acontecen cambios. Tu hermano, que sufrió acoso de niño, puede ayudar a tu hijo pequeño, que está viviendo la misma experiencia. Pero para aprovechar esta riqueza hay que estar en contacto. Y quizá tendremos que solicitar esa ayuda, pedir que haya un cambio de roles.

Además de las nuevas dificultades que comporta el cambio de roles, las familias pueden separarse con el paso del tiempo, por motivos grandes y pequeños. Hasta un desacuerdo minúsculo puede conducir a una distancia que acabe cercenando una importante relación familiar. Cuando un miembro se muda lejos, la complicación de hacer visitas puede provocar que las reuniones de todos los demás escaseen. Recuerda la ecuación del capítulo cuatro sobre cuánto tiempo le queda a la relación; en el caso de un familiar que apenas nos visita, el tiempo con él puede sumar solo unos pocos días en el resto de nuestras vidas. Mantenerse en contacto requiere esfuerzo. Si el motivo de la desconexión no es geográfico, sino emocional, mantenerlo puede implicar desarrollar el deseo de afrontar sentimientos de culpa, tristeza y resentimiento.

El complejo entramado emocional de cada familia es único en aspectos muy importantes y nuestra familia nos afecta de formas que otros vínculos no. Las familias comparten historia, experiencias y sangre como ninguna otra relación. No podemos sustituir a alguien a quien hemos conocido toda la vida. Y, lo que es más importante, no podemos sustituir a alguien que nos ha conocido toda la vida. Vale la pena, a pesar de las dificultades, alimentar y enriquecer estas relaciones, perseverar y apreciar las cosas positivas que obtenemos de ellas. Bob recuerda una época en la que lo pasó mal de joven porque estaba realmente enfadado con sus padres. Entonces, un tío suyo habló con él a solas. «Sé que estás enfadado —le dijo—. Pero recuerda que nunca nadie se va a preocupar tanto por ti como ellos.»

EL CAMINO POR DELANTE

En páginas anteriores de este capítulo hemos ofrecido algunas pistas para abrirnos a las experiencias correctoras inesperadas que pueden sucedernos con nuestros familiares cuando menos nos lo esperamos. Pero también podemos ser proactivos a la hora de reforzar estos lazos. Por supuesto, lo que funciona con una familia puede no hacerlo con otra. Pero hay algunos principios generales que pueden ayudar a cultivar lazos fuertes tanto con la familia cercana como con la más lejana. Estas son algunas cosas que vale la pena probar:

En primer lugar, empieza por ti. ¿Qué reacciones automáticas tienes con los miembros de tu familia? ¿Los juzgas basándote en experiencias anteriores y niegas así la oportunidad de que suceda algo distinto?

Una cosa sencilla que todos podemos hacer es detectar cuándo queremos que alguien sea distinto de como es. Podemos preguntarnos: ¿qué pasaría si dejo que esta persona sea ella misma sin juzgarla? ¿En qué cambiaria este momento? Reconocer a la otra persona como es y aceptarla puede hacer mucho por profundizar una conexión.

En segundo lugar, las rutinas son importantes. Hemos mencionado en el capítulo siete que una forma de dar vida a las relaciones íntimas es salirse de la rutina. Aunque romperla puede ser maravilloso para las familias que están atascadas en el abatimiento, la realidad es que las relaciones familiares a menudo se definen por sus contactos regulares. Esto se aplica a las familias que comparten techo, pero sobre todo a las que no. Los encuentros constantes, las cenas, las llamadas y los mensajes: todo junto sirve para mantener unida a la familia. A medida que la vida cambia y se complica, encontrar nuevos rituales puede ayudar a mantener activas las conexiones familiares cuando de otro modo sería imposible. El contacto regular solía ser más habitual mediante las celebraciones religiosas como bautismos, ramadán y bar/bat mitzvás. Esto sigue siendo así, pero a medida que el mundo se seculariza, a algunas familias les cuesta buscar sustitutos para estos eventos.

Aquí es donde pueden ser de ayuda las redes sociales. Algunas familias que, de otro modo, se separarían, harán bien en crear un contacto regular en línea. Los programas informáticos de videoconferencia son especialmente buenos, porque nos permiten comunicarnos también mediante las expresiones faciales y el lenguaje no verbal. En especial durante los confinamientos por la pandemia de covid-19, las videoconferencias fueron un salvavidas para muchas familias.

Sin embargo, debemos recordar que siempre existe el peligro de que confiar solo en las redes sociales y las videollamadas nos cree la ilusión de que mantenemos un contacto significativo cuando este, en realidad, es más bien superficial. Cuando dos personas están físicamente presentes la una con la otra, se establecen corrientes de sentimientos misteriosos y sutiles. Las conversaciones íntimas a altas horas de la noche que Rachel DeMarco explicó que tenía con su padre, Leo, en el capítulo cinco puede que no hubieran tenido lugar si ella no hubiera estado con él en la misma habitación, con la luz tenue y el gato familiar sobre el regazo.

Puede que también haya oportunidades de conectar con nuestra familia directa durante la rutina diaria que estemos pasando por alto. Una de las más potentes es también una de las más sencillas y antiguas: las cenas familiares.

Cualquier excusa es buena para juntarse y hablar con la familia, pero hay pruebas de que esta en concreto es especialmente beneficiosa para los niños. Los investigadores han hallado que cenar regularmente en familia se asocia con mejores notas medias en los niños y con una mayor autoestima, además de con una tasa inferior de abuso de sustancias, embarazos adolescentes y depresión. También hay pruebas de que comer en casa a menudo conlleva unos hábitos de dieta más sanos. Algunas culturas ponen las comidas en el centro de la vida familiar, pero en el mundo occidental las personas comen solas más que nunca. Los adultos estadounidenses, por ejemplo, hacen la mitad de sus comidas solos. Son un montón de oportunidades de conexión perdidas. Las cenas familiares son una oportunidad regular de ver cómo está todo el mundo y mantenerse al día de las vidas del resto de los miembros de la familia. Incluso aunque a algunos les moleste la rutina, puede tener el importante efecto de que todo el mundo sienta que no está solo. Los adultos pueden ser un modelo para los niños pequeños a la hora de turnarse en una conversación, compartir experiencias y escuchar las de los demás con curiosidad y los adultos pueden aprender de los niños las nuevas modas culturales. Y no subestimemos la importancia de estar juntos, aunque la conversación no siempre sea maravillosa. A veces la información importante no se transmite mediante lo que dice un familiar, sino por la sensación de estar en la misma estancia. Los mensajes de texto y los gritos de habitación a habitación no pueden competir con lo que comunicamos en solo quince minutos de sentarnos a la misma mesa. Si el horario de tu familia no permite hacer este tipo de cenas, los desayunos pueden tener la misma función. Todos los humanos necesitan comer. Deberíamos hacerlo juntos tan a menudo como nos sea posible.

Por último, recordemos que todos los miembros de la familia tienen tesoros escondidos, cosas únicas que solo ellos pueden aportar a los demás, pero que pueden estar ocultas a plena vista. Piensa, por ejemplo, en los abuelos, que acumulan vidas enteras de experiencia. Su conocimiento de la identidad generacional —de cómo los miembros de la familia superaron grandes problemas en el pasado— y de la historia familiar pueden proporcionarnos perspectivas sobre el momento presente que no tendríamos de cualquier otro modo. Las historias familiares son importantes para establecer y mantener conexiones. ¿Qué preguntas quieres hacerles a los miembros más mayores de tu familia antes de que sea demasiado tarde? ¿Qué quieres compartir con tus hijos? Pedirles a los parientes más mayores que cuenten historias familiares es una forma de mantener la conexión. Los vídeos cortos, las películas y las fotografías también pueden ser muy importantes, sobre todo cuando alguien ya ha fallecido. Constantemente surgen nuevas formas de preservar la historia y las conexiones familiares, y beneficiarnos de ellas es una buena idea.

Pero no solo las generaciones más mayores guardan recuerdos valiosos. Si tienes hermanos, sus recuerdos de cuando erais pequeños pueden enriquecer los tuyos. Si tus hijos son mayores, preguntarles qué recuerdan de su infancia puede proporcionarte una nueva perspectiva de ellos y de tus propias experiencias como padre. Los recuerdos compartidos profundizan las conexiones.

En cierto modo, el Estudio Harvard es un experimento masivo de estos diálogos familiares. Cuando abrimos un expediente individual y sentimos esa nostalgia —como la de observar un álbum de fotos familiar—, lo hacemos con ánimo investigador. Pero no se obtiene financiación ni apoyo por parte de instituciones académicas por desenterrar tesoros familiares. Hace falta curiosidad y tiempo. Quizá encuentres sorpresas, buenas y malas, que enriquezcan tu comprensión de tu familia.

Los hijos de Neal McCarthy se aprovecharon de sus recuerdos y tuvieron distintas conversaciones con su padre sobre su vida temprana. No les contó todo —al menos, no todo lo que contó al Estudio Harvard—, pero sí les contó lo suficiente para que supieran que había vivido tanto momentos maravillosos como otros tremendamente durísimos.

Al final, lo más importante es algo que ellos vieron de primera mano: cuando formó su propia familia, no huyó de las dificultades, no perpetuó las cosas que complicaron su infancia y les hizo a sus seres queridos el regalo de su presencia constante. Aunque cometiera errores, nunca se lavó las manos. Estuvo ahí. Cuando le preguntamos qué consejo le daría a la siguiente generación, su hija Linda dio una respuesta inspirada por su padre: «Yo les diría que nunca olviden de qué va en realidad la vida. No va de cuánto dinero ganas. Eso lo aprendí de mi padre. Va de la persona que fue él para mí, para mi hijo, para mis hermanas y mi hermano, para sus siete nietos. Si yo puedo llegar a ser la mitad de eso, ya estará bien».