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9. LA BUENA VIDA EN EL TRABAJO

Invertir en conexiones

Juzga tus días no por la cosecha que recoges, sino por las semillas que plantas.

WILLIAM ARTHUR WARD

Durante las últimas veinticuatro horas, miles de millones de personas de todo el mundo han salido de la cama para ir a trabajar. Algunas se dirigen a trabajos que han deseado desempeñar durante toda su vida, pero la mayoría no habrá podido elegir, o muy poco, qué trabajo hacen o la cantidad de dinero que ganan. El propósito de trabajar, para la mayoría de las personas, es sobre todo mantenerse a sí mismos y a sus familias. Henry Keane, uno de los participantes en el Estudio Harvard de los barrios marginales de Boston, trabajó en una fábrica de automóviles de Michigan la mayor parte de su vida, no porque le encantara construir coches, sino porque esto le permitía llevar una vida digna. Creció siendo pobre y empezó a trabajar muy pronto. No tuvo los mismos privilegios que los hombres que estudiaron en Harvard, como John Marsden (capítulo dos) o Sterling Ainsley (capítulo cuatro), y no ganó tanto dinero como ellos. Sin embargo, Henry fue más feliz que John o Sterling según todas las métricas. Al igual que Henry, la mayoría de los participantes en el estudio de los barrios marginales no pudieron elegir mucho a qué iban a dedicarse e hicieron trabajos pesados, ganaron menos dinero y se jubilaron a una edad más avanzada que los hombres de Harvard. Estos elementos de su vida laboral tuvieron sin duda consecuencias sobre su salud y su capacidad de prosperar. Aun así, los salarios más altos y el mejor estatus de los participantes formados en Harvard no les garantizó una vida próspera. Hay muchos participantes del estudio que desempeñaron «trabajos de ensueño», desde investigadores médicos a escritores de éxito o corredores de bolsa ricos de Wall Street, que, sin embargo, fueron infelices en sus entornos laborales. Y hay participantes de los barrios marginales que tenían trabajos «poco importantes» o difíciles que les dieron grandes satisfacciones y aportaron sentido a sus vidas. ¿Por qué? ¿Cuál es la pieza que falta en este análisis?

En este capítulo nos vamos a centrar en un aspecto importante del trabajo para muchos de nosotros, independientemente de a qué nos dediquemos, y que se pasa por alto a menudo: el impacto que las relaciones laborales tienen en nuestra vida. No solo porque sean importantes para nuestro bienestar, como ya hemos comentado, sino también porque son un aspecto de nuestro ámbito laboral sobre el que tenemos algo de control y que tiene el potencial de mejorar nuestra experiencia diaria inmediatamente. Quizá no siempre podamos elegir qué hacemos para ganarnos la vida, pero conseguir que el empleo nos vaya a favor puede ser más posible de lo que creemos.

DOS DÍAS EN LA VIDA

Vamos a imaginar dos días en la vida de una trabajadora, llamémosla Loren, que está experimentando una serie de dificultades que los dos autores vemos a menudo, tanto en las vidas de los participantes en la investigación como en nuestra práctica clínica.

Durante los últimos seis meses, Loren ha estado trabajando en un departamento de facturación que gestiona varias consultas médicas. Sus compañeros, que ocupan cubículos alrededor del suyo, son buena gente, pero no los conoce mucho. Su mayor deseo todos los días es salir del trabajo e irse a casa, donde la espera una serie de problemas completamente distinta. Por desgracia, salir del trabajo a su hora ha sido difícil últimamente, porque su empresa se ha hecho cargo de nuevos clientes y hace meses que el supervisor de Loren le pasa a ella su trabajo, le pone plazos poco realistas y la culpa de trabajar demasiado despacio. Hoy su supervisor ha salido una hora antes de su horario. Ella, dos horas después.

Al llegar a casa, su marido y sus dos hijas, de nueve y trece años, están cenando. Pizza. Por tercera vez esta semana. A ella le gusta hacer la cena, le gusta el trajín y ponerse al día con sus hijas mientras cocina, pero esta semana no ha podido ser y la estrategia de su marido es esforzarse lo mínimo. Ella siempre le dice que, al menos, haga una ensalada. Pero no lo ha hecho. Loren no dice nada.

Agotada y con la mente a mil por hora, sin cambiarse siquiera de ropa, se sienta con ellos para pasar unos pocos minutos en familia.

Sus hijas le hablan un rato del colegio, pero apenas las escucha. Su marido está mirando el teléfono. Ya le ha mencionado antes la posibilidad de buscar otro empleo; él está de acuerdo, pero nada ha cambiado desde entonces y ella no tiene energía para volver a sacar el tema esta noche. Está pensando en todo lo que tiene pendiente en el trabajo y en que es probable que mañana también tenga que quedarse hasta tarde. Su hija mayor le pregunta si puede llevarla este fin de semana en coche a Minneapolis para comprar… Loren la corta. «Ya hablaremos de eso el viernes —le dice—, cuando vuelva a funcionarme el cerebro.» Al acabarse la pizza, todos se levantan de la mesa. No le han dejado ni una cuña. Se come un trozo de borde abandonado en un plato y se hace un bol de sopa. Ha sido un día como otro cualquiera. Mañana todo volverá a empezar.

Tiene sentido que pensemos en nuestra vida laboral y personal como entes separados. Como Loren, muchos sentimos que ambas existen en esferas completamente separadas de la experiencia. Trabajamos para vivir. Incluso quienes tenemos la suerte de trabajar en algo que nos apasiona, a menudo pensamos que ambas esferas están separadas y nos cuesta encontrar el equilibrio correcto entre vida y trabajo.

¿Nos estamos perdiendo algo? ¿Nos ayuda esta separación que percibimos entre trabajo y ocio en nuestra búsqueda de una buena vida? ¿O es un obstáculo? ¿Y si el valor del trabajo, incluso del que no nos gusta, no reside únicamente en que nos paguen, sino también en las sensaciones momento a momento de estar vivos en el lugar de trabajo y la sensación de vitalidad que obtenemos del estar conectados con otros? ¿Y si el día laboral más corriente nos presentara oportunidades reales de mejorar nuestras vidas y nuestra sensación de estar vinculados con un mundo más amplio?

Al día siguiente, Javier, un compañero de trabajo de Loren, parece estresado. Más que ella, incluso. Está sentado a su mesa con los auriculares puestos, pero ella lo oye suspirar y ve que no deja de mirar el móvil. Loren y Javier no tienen mucha confianza, pero ella le pregunta si va todo bien.

Ayer tuvo un accidente de coche. Fue culpa suya. Nadie se hizo daño, pero el coche salió mal parado y su seguro solo es a terceros. No puede permitirse un coche nuevo ni reparar el que tiene y lo necesita, porque vive demasiado lejos de la oficina. Hoy le ha traído su compañero de piso, aunque solo es una solución temporal.

—¿Pero el coche arranca?

—A duras penas: no puedo ir con él por la autopista.

—Mi marido es mecánico y trabaja en rallies. Si puedes traerlo a mi casa, él te lo puede apañar barato, al menos para que puedas conducirlo.

—No creo que me lo pueda permitir.

—Te saldrá barato, o gratis, si te da igual el aspecto que tenga. Quizá te tocará comprar un par de piezas y una caja de cerveza. Confía en mí, mi marido podría construir un coche con lo que sacara de un contenedor de basura. Tú tráelo. Él lo hará por mí.

Tienen una conversación de verdad por primera vez. Llevan meses trabajando uno al lado del otro, pero habían asumido que no tenían nada en común. Ella es quince años mayor, a él le gustan los videojuegos y, en general, cada uno se ha dedicado a lo suyo. Loren menciona lo mucho que le cuesta sacarse la faena. Javier participa regularmente en los foros en línea donde se habla de lo desfasados que están los programas informáticos que usan. Él le pregunta qué le está dando problemas y detecta enseguida que una parte clave de su trabajo puede automatizarse usando el programa.

—Déjame un momento —le dice, y se sienta en su sitio. Diez minutos después, el programa informático está haciendo un trabajo que a ella le habría llevado horas completar. Loren casi se echa a llorar de alivio.

Resulta que ambos tienen problemas con el sistema de archivo físico, que ocupa toda una pared de la oficina y que a veces les dificulta el trabajo. Javier le explica que hace poco trabajó en una oficina parecida donde archivaban de otra forma.

Juntos hablan con el jefe y le convencen de que un cambio en el sistema de archivo mejoraría mucho la productividad. El jefe está de acuerdo con ellos y los pone a desarrollar un plan para llevarlo a cabo sin que esto afecte al resto del trabajo. Habrá que hacerlo por fases, después del horario laboral, y será mucha faena. Pero, si les aprueban el plan, les pagarán las horas extras.

Al día siguiente, cuando Loren llega a la oficina, se encuentra con una bolsa de papel. Contiene una hogaza de pan de masa madre. La familia de Javier lleva generaciones usando esa misma masa. A ella le sorprende que un chaval tan joven se haga su propio pan.

—Y si te gusta, te traeré más —le dice él.

Esa noche, Loren acaba saliendo un poco tarde otra vez, pero no tanto como venía haciendo, así que llama a su marido y le dice que la espere para cenar. Hará unos bocadillos con el pan.

En esta historia han pasado unas cuantas cosas importantes. En primer lugar, Loren convirtió a un compañero de trabajo en un amigo inesperado. El trabajo en equipo que fluyó a partir de esa conexión amistosa, la experiencia compartida, redujo inmediatamente su nivel de estrés. Ahora estaban juntos en las trincheras. Ella no solo sintió alivio al recibir ayuda: también lo hizo al ofrecerla.

En segundo lugar, surgió un proyecto con sentido. Esto animó la rutina diaria y los resultados del proyecto mejorarían y facilitarían su entorno laboral. Ahora era una participante activa en el entorno de su oficina y trabajaba para conseguir un objetivo que ella misma había diseñado. Los sucesos que vinieron a continuación también conectaron un logro con una relación. Esto es crucial. Los logros tienen más sentido cuando son relacionales. Cuando lo que hacemos le importa a otra persona, nos importa más a nosotros. Quizá logremos algo como equipo que nos proporcione una sensación de pertenencia, como Loren y Javier, o quizá llevemos algo a cabo que beneficie directamente a los demás; ambas cosas son una forma de beneficio social. También está la satisfacción que obtenemos de compartir nuestro éxito personal con amigos y familia: otro beneficio.

Por último, la amistad creciente de Loren con Javier creó la posibilidad de que su trabajo se convirtiera en una pieza significativa de su vida. La oferta de pedir ayuda a su marido y el regalo del pan pueden parecer gestos aislados, pero, de hecho, abren una importante puerta entre dos mundos, una puerta que permite que elementos positivos fluyan de la vida al trabajo y viceversa.

Casi nunca podemos elegir a nuestros compañeros de trabajo. Pero, aunque eso pueda parecer un inconveniente, también crea nuevas oportunidades para personas que, tal vez, fuera del trabajo jamás habrían forjado esas relaciones únicas, así como para crear una forma de entendimiento que no sería posible de otra manera. A pesar de las diferencias, los compañeros de trabajo como Javier y Loren pueden experimentar una unión mental.

¿EL TRABAJO O LA VIDA? ¿O SOLO… LA VIDA?

En todo el mundo, los adultos pasan una gran parte de sus vidas trabajando. Existen diferencias entre países debido a factores económicos, culturales y demás, pero, independientemente del territorio, el trabajo sigue ocupando una parte importante de las horas de vigilia de la mayoría de las personas.

De media, los trabajadores de Reino Unido no son los que más horas hacen al año (entre los sesenta y seis países encuestados en 2017, ese título corresponde a Camboya), pero tampoco los que menos (ese sería Alemania), de modo que los individuos de Reino Unido son buenos ejemplos de trabajador medio. Cuando el trabajador medio de esta nación alcanza los ochenta años, habrá pasado 8800 horas socializando con sus amigos, unas 9500 horas en actividades con una pareja íntima y más de 112 000 horas (¡trece años!) en el trabajo. La población de Estados Unidos distribuye su tiempo de forma similar. El 63 % de los estadounidenses de más de dieciséis años forma parte de la fuerza laboral y hay muchos más que llevan a cabo importantes tareas no remuneradas, como criar hijos y cuidar de seres queridos. Esto suma cientos de millones de horas de trabajo todos los días.

Cuando tienen entre setenta y noventa años, algunos participantes en el Estudio Harvard expresan arrepentimiento por todo el tiempo dedicado al trabajo. Existe un cliché que dice que, en su lecho de muerte, nadie desea haber pasado más tiempo en la oficina. Y es un cliché por algo: porque a menudo es cierto.

Ojalá hubiera pasado más tiempo con mi familia. Trabajé mucho, como mi padre, que era un adicto al trabajo. Ahora me preocupa el hecho de que mi hijo también lo es.

James, ochenta y un años.

Ojalá hubiera pasado más tiempo con mis hijos y menos en el trabajo.

Lydia, setenta y ocho años.

Seguramente trabajé más de lo que debía. Lo hice bien, pero me entregué mucho. No cogía vacaciones. Me entregué demasiado.

Gary, ochenta años.

Esto es un problema para muchos de nosotros. Tenemos que trabajar para mantener a nuestras familias, pero el trabajo nos aleja de ellas. Uno esperaría que un libro como este abogara por alejarnos del trabajo para centrarnos más en la familia y las relaciones y, en muchos casos, trabajar menos puede ser exactamente lo que uno necesita. Pero la complicada interacción entre trabajo, ocio, relaciones, vida familiar y bienestar sugiere más matices para la solución. El tiempo que pasamos en el trabajo afecta al que pasamos en el hogar, el tiempo que pasamos en el hogar afecta al que pasamos en el trabajo y, en ambos sitios, son nuestras relaciones las que forjan las bases de la interacción. Cuando hay un desequilibrio, la fuente a veces se encuentra en nuestra forma de prestar atención a las relaciones a un lado y al otro.

Michael Dawkins, ingeniero de la construcción y participante en el estudio, experimentó eso tan habitual de arrepentirse de la cantidad de tiempo dedicado al trabajo, a pesar de que se enorgullecía mucho de él y lo consideraba el propósito central de su vida.

—Amo crear y aprender cosas nuevas y ver cambios en mí mismo —dijo—. Encuentro sentido en acabar proyectos y en el reconocimiento que obtengo por lo que hago. Me hace sentir bien.

Y, aun así, lamentaba su forma de pasar el tiempo familiar y los efectos que el compromiso con su trabajo tenía en su matrimonio.

—No siempre te percatas de lo que te has perdido —dijo—. Incluso cuando estás en casa, estás preocupado. Un día abres los ojos y te das cuenta de que ya es tarde.

Pero otros participantes igual de entregados a su trabajo fueron capaces de prosperar entre las brumas de tanta complejidad. Veamos a Henry Keane. Aunque nunca habló mucho en el estudio de los coches que fabricaba, sí que lo hizo a menudo de lo mucho que le gustaba el compañerismo que vivía en el trabajo; para él, sus compañeros eran su otra familia. Su esposa, Rosa, que trabajó treinta años como funcionaria del Ayuntamiento, sentía lo mismo por los suyos y ambos daban enormes barbacoas para todos sus conocidos de ambos trabajos. Es difícil imaginar que de esas barbacoas no surgiera, al menos, una nueva pareja feliz.

O veamos a Leo DeMarco, nuestro profesor de instituto, que rechazó varios ascensos a puestos administrativos para poder seguir dando clases porque sus conexiones con los alumnos y con otros profesores le proporcionaban mucha alegría. Su familia deseaba a menudo que hubiera pasado más tiempo en casa, pero, cuando estaban juntos, era tiempo de calidad y la fortaleza de su conexión era innegable.

Rebecca Taylor, una de las participantes del Student Council Study, tuvo otra experiencia igualmente habitual de esta compleja interacción entre trabajo, hogar y relaciones. A los cuarenta y seis años, las circunstancias la acorralaron y se vio inmersa en problemas. Recién divorciada, después de que su marido abandonara súbitamente a la familia, estaba criando a dos hijos y trabajando a jornada completa como enfermera en un hospital de Illinois. Su hijo, de diez años, y su hija, de quince, estaban devastados por el abandono de su padre y Rebecca se esforzaba por proporcionar algo de estabilidad en su ausencia. Pero, entre sus esfuerzos en casa y sus responsabilidades en el trabajo, se veía constantemente sobrepasada. Parecía que no tenía tiempo para nada.

—Haga lo que haga, intento hacerlo lo mejor posible —le contó a un entrevistador dos años después de que su esposo se fuera de casa—, pero ahora mismo lo único que hago es mantenerme a flote. He estado yendo a clase tres veces por semana para obtener certificaciones adicionales, así que cuando llego a casa solo tengo tiempo de hacer la cena, estudiar y hacer alguna tarea del hogar antes de meterme en la cama. No dedico tiempo a los niños. Sé que ellos notan lo estresada que estoy y eso no ayuda. Pero ahora mismo es mi trabajo lo que define mi vida. Tiene que ser así, lo necesito económicamente. No es tan nefasto; tampoco quiero montar un drama. Pero es un no parar y voy muy justa de dinero. A veces me entran ganas de mandarlo todo a paseo.

Pero los hijos de Rebecca estaban a su lado y le proporcionaban un poco de aliento en lo que ella sentía que era una situación imposible.

—A veces llego a casa y han puesto una lavadora, han sacado la basura y han empezado a hacer la cena. En eso son los dos muy proactivos. Saben que estamos juntos en esto. Es un alivio que sea así, porque eso nos une más. Mi hijo solo tiene diez años y a pesar de todo lo que está pasando continúa muy apegado a mí. Me sigue a todas partes cuando llego a casa y nos ponemos al día. No para de hablar. Yo hago todo lo posible por escucharlo. Pero a veces me cuesta, sobre todo si he tenido un día difícil.

Los efectos colaterales del trabajo en nuestro hogar son una preocupación muy habitual. Todos tenemos malos días en el trabajo. Un desacuerdo con un compañero, una falta de reconocimiento, sentirse menospreciado por motivos de género o de otro elemento de nuestra identidad, que nos pidan cosas imposibles: todo esto puede generar emociones negativas que nos llevamos puestas cuando salimos del trabajo para regresar a casa. O, si nuestra tarea principal es estar en casa con los niños, las emociones negativas pueden perdurar después de acostarlos, cuando ponemos fin por hoy a nuestra inacabable lista de tareas.

¿Qué efecto tienen en otras esferas de nuestra vida estas corrientes emocionales diarias que emergen del entorno laboral? Puede que nuestras parejas y nuestros familiares solo sepan por encima cómo nos sentimos cuando salimos del trabajo, pero a menudo son quienes se llevan la peor parte.

VOLVER A CASA DE MAL HUMOR

En la década de 1990, cuando su relación con la que acabaría siendo su esposa se estaba poniendo seria, Marc empezó a preocuparse por el equilibrio entre su trabajo y su vida. Estaba trabajando más que nunca y le preocupaba no solo estar perdiéndose momentos con la gente a quien más quería, sino también que los que compartía con ellos se vieran afectados por emociones derivadas de su trabajo.

Inspirado por estas preocupaciones personales, como suele suceder en la investigación psicológica, Marc empezó a usar su tiempo laboral para investigar… el tiempo que pasamos en el trabajo y su conexión con el resto de nuestra vida. Llevó a cabo un estudio para intentar cuantificar los efectos de un mal día de trabajo en las relaciones íntimas.

Durante varios días, parejas estables con hijos pequeños rellenaron cuestionarios al final de su jornada laboral y antes de irse a dormir. El estudio estaba diseñado para arrojar algo de luz sobre una pregunta: cuando volvemos a casa de mal humor, ¿cómo afecta esto a nuestras interacciones con nuestras parejas íntimas?

Los hallazgos no sorprenderán a muchos: los malos días en el trabajo estaban relacionados con cambios en sus interacciones nocturnas. En el caso de las mujeres, un mal día de trabajo se relacionaba sobre todo con un comportamiento más enojado; en el de los hombres, sobre todo, con alejarse emocionalmente de su pareja.

Unos cuantos participantes, especialmente hombres, mencionaron que a menudo dejaban el estrés del trabajo en la oficina. Pero el estudio mostraba que incluso si crees que dejas los temas de trabajo en el trabajo, tus emociones permanecen de formas que no siempre reconoces. Una respuesta seca a una pregunta inocente, desconectar frente al televisor o el ordenador, una conversación sobre un problema ajeno que dura menos de lo que debería… Nos sorprendería lo mucho que las emociones del trabajo pueden colorear nuestra vida hogareña. Sin embargo, cuando nuestra pareja llega a casa de mal humor, tendemos a culparla a ella con la típica frase de «¡Pero no la pagues conmigo!».

Cuando los sentimientos del trabajo afectan a una relación cercana, no hay nada que hacer excepto afrontarlos. Pueden sernos de ayuda algunas de las técnicas que hemos comentado en el capítulo seis (relacionadas con la adaptación a las emociones) y en el siete (sobre la intimidad). El ciclo que da comienzo cuando vuelves del trabajo arrastrando emociones difíciles funciona así: una persona llega a casa de mal humor y tiene menos ganas de interactuar o se muestra menos paciente con los miembros de la familia; la pareja o los hijos de esa persona responden de forma negativa a este comportamiento alterado; a esto le sigue una respuesta negativa por parte de quien está de mal humor; la noche se tuerce.

Frenar este ciclo es difícil, pero no imposible, sobre todo si se abordan las emociones implicadas. Sentimos lo que sentimos, pero no tenemos por qué permitir que las emociones nos controlen. Si somos nosotros quienes hemos llegado a casa de mal humor, lo primero que tenemos que hacer es reconocerlo y aceptar que esos sentimientos proceden de algo que ha sucedido durante la jornada laboral. Una vez hecho esto, debemos tomarnos un momento para sentarnos con el propósito de experimentar esas emociones: en el parquin del trabajo, en el trayecto a casa en transporte público, en la ducha al llegar. Sentirlas sin juzgarlas puede, aunque nos parezca lo contrario, aliviar sus partes más molestas. No tenemos que volver sobre los motivos para sentirnos así, sobre todos los errores cometidos, ni caer en una espiral de pensamientos negativos. La táctica contraria —intentar ignorar nuestras emociones o esconderlas de nuestra pareja— a menudo incrementa su intensidad y nuestra agitación física. En lugar de eso, el primer paso más útil es sencillamente reconocer los sentimientos y aceptarlos.

Valora aplicar también alguna de las lecciones de las que hemos hablado en el capítulo cinco (sobre prestar atención). A menudo, cuando llegamos a casa de mal humor, lo único en lo que estamos pensando es en el trabajo. Pero, llegados a este punto, es probable que ya no podamos hacer gran cosa sobre lo que nos ha molestado. Para salir de la espiral de pensamientos que te ponen de peor humor, prueba a fijarte en tu entorno, en sus sonidos y texturas. Pregúntale a tu cónyuge: «¿Qué tal el día?» y haz todo lo posible por escuchar su respuesta. Escucharla de verdad. Todo esto es más fácil de decir que de hacer, claro está. Hay que practicar.

Si es tu pareja quien llega a casa de mal humor y eres tú quien acaba recibiendo su irritabilidad y falta de atención, te pueden ayudar estrategias similares. Si eres capaz de no devolver inmediatamente esa negatividad, da un paso atrás y muestra curiosidad por lo que le pueda estar sucediendo a tu pareja. Respira hondo y, una vez más, limítate a preguntar :«¿Qué tal el día?». O cambia tu pregunta habitual para dejar claro que no es algo automático: «Parece que has tenido un mal día. Cuéntame qué ha pasado».

Tener un mal día (o unos cuantos seguidos) en el trabajo es inevitable. Pero ¿podemos hacer algo para cambiar los motivos por los que los estamos teniendo? A veces, estas emociones difíciles proceden de la propia naturaleza del trabajo, pero es igual de frecuente que su origen sean las relaciones laborales, ya sea por un compañero difícil, un jefe exigente o clientes que nunca parecen satisfechos. A menudo, pensamos que estas relaciones son inalterables. Pero no tienen por qué. Muchas de las técnicas de las que hemos hablado hasta ahora aplicadas a la familia y las relaciones íntimas pueden aplicarse también a los vínculos laborales. El modelo MASIR para interacciones difíciles del capítulo seis puede ser también muy útil con compañeros de trabajo.

En el caso de Victor Mourad, uno de los participantes en el estudio de los barrios marginales de Boston, el estrés que experimentaba no procedía de sus interacciones en el trabajo ni de un jefe exigente, sino de un problema endémico en los entornos laborales modernos: la ausencia de interacciones significativas. En otras palabras: días laborables cargados de soledad.

UNA FORMA DISTINTA DE POBREZA

Victor se crio en el extremo norte de Boston y era hijo de inmigrantes sirios. Se trataba de una de las familias del estudio cuya lengua materna era el árabe. El norte era un vecindario mayoritariamente italiano, algo que lo hacía sentirse fuera de lugar de pequeño. En todas las entrevistas a lo largo de su vida sorprendió a los investigadores del Estudio Harvard por ser una persona al mismo tiempo muy inteligente y muy crítica consigo misma. De hecho, él pensaba que era menos inteligente que la mayoría de la gente que conocía. De niño, si un compañero de colegio se saltaba una clase o se escapaba de casa, él pensaba que era porque ese chico era demasiado listo para ir al colegio o más valiente que él.

«Victor es un chico sincero, abierto y adorable que presta atención a todo lo que le rodea —le dijo al estudio uno de sus maestros del colegio—. Pero es un saco de nervios.» Después de desempeñar una serie de trabajos poco cualificados entre los veinte y los treinta años, su primo montó una pequeña empresa de transporte en camión que daba servicio en Nueva Inglaterra y le ofreció un trabajo. Victor lo rechazó, pero después de casarse y de que a la empresa de su primo empezara a irle bien y se expandiera a nuevas zonas, volvió a pensárselo.

—Pensé que, al fin y al cabo, me gustaba estar solo. Conducir un camión no sonaba tan mal.

Unos años después, Victor se convirtió en socio de la empresa y obtenía una parte de los beneficios mientras seguía trabajando de conductor. Estaba orgulloso de ganarse bien la vida y proporcionar una buena calidad de vida a su esposa y sus hijos, pero ese orgullo no mitigaba su sensación de aislamiento. A veces pasaba varios días fuera de casa y no tenía amigos de verdad con quienes interactuar con regularidad. La única persona del trabajo a quien conocía, su primo, tenía mal genio y a menudo estaban en desacuerdo sobre cómo llevar la empresa. Veinte años después de empezar en ese empleo, le contó al estudio que el dinero que ganaba hacía que no probara con otra cosa, pero que el trabajo se había convertido en una carga en su vida.

—Si tuviera agallas, lo dejaría —le confesó a un entrevistador del estudio—. Pero un tipo como yo no puede dejar el trabajo, porque carga con una mochila económica. Me siento como un hámster en una rueda de soledad.

Como Victor, muchos no podemos elegir demasiado qué empleo desempeñar. Las circunstancias vitales y económicas pueden reducir nuestras opciones, y es habitual acabar atascados en trabajos que no nos gustan del todo. No es casualidad que muchos de los trabajos menos satisfactorios sean también los más solitarios. Hasta hace poco, algunos de los trabajos que generaban más aislamiento eran conducir un camión, ser vigilante de seguridad nocturno y determinados tipos de trabajos por turnos. Ahora los trabajos que generan aislamiento son también habituales en las industrias tecnológicas y emergentes. A menudo, las personas que trabajan entregando paquetes y comida a domicilio y en otros negocios de la economía bajo demanda, por ejemplo, no tienen compañeros de trabajo. La venta de productos en línea se ha convertido en una industria gigantesca con millones de trabajadores, pero empaquetar y ordenar productos en un almacén, rodeado de compañeros, también puede ser muy solitario. El ritmo de trabajo es tan frenético y los almacenes tan grandes que muchos trabajadores del mismo turno ni siquiera saben cómo se llaman los demás y apenas hay oportunidades de llevar a cabo interacciones significativas.

Y, por supuesto, está también ese trabajo fundacional y tan antiguo como el mundo que es criar hijos; uno que puede ser tan difícil y generar tanto aislamiento como cualquier otro. Pasar horas y horas todos los días sin hablar con otro adulto puede agotar nuestra mente.

Si nos sentimos desconectados de los demás en el trabajo, esto significa que nos sentimos solos la mayor parte de las horas que pasamos despiertos. Esto es un problema de salud. Como ya hemos mencionado, la soledad incrementa nuestro riesgo de muerte tanto como el tabaquismo o la obesidad. Si nos sentimos solos en el trabajo, puede que dependa de nosotros crear conexión social en la medida de lo posible. En el caso de los progenitores que están criando a sus hijos en casa, quedar para jugar o ir al parque (que a menudo sirve tanto a padres como a hijos) puede ser muy reconstituyente. Para quienes trabajan en almacenes, puede haber oportunidades de conectar con los demás justo antes o justo después del turno. Para los trabajadores bajo demanda, las pequeñas interacciones con los demás pueden ser formas de despertar sentimientos positivos y momentos de alivio de la soledad (en el capítulo diez hablaremos más a fondo de la importancia de estas interacciones «banales»). Si queremos maximizar nuestro bienestar en el trabajo tenemos que decidir hacerlo a conciencia. Sin embargo, la soledad laboral no afecta únicamente a quienes desempeñan empleos solitarios. Incluso las personas con trabajos muy sociales pueden sentirse increíblemente solas si no tienen conexiones significativas con sus compañeros y colegas.

La empresa de encuestas Gallup lleva treinta años preguntando sobre la implicación en el lugar de empleo y una de las cuestiones que más controversia desata es: «¿Tienes un mejor amigo en el trabajo?».

Algunos jefes y empleados consideran que esta pregunta es irrelevante y absurda y en algunos entornos laborales se miran con malos ojos las buenas amistades. Si hay empleados que charlan y parece que se lo pasan bien juntos habrá quien considere que es porque no están trabajando y que, por ende, su productividad probablemente se esté viendo afectada.

Pero, en realidad, es todo lo contrario. Las investigaciones demuestran que las personas que tienen un mejor amigo en el trabajo se implican más que quienes no lo tienen. El efecto es especialmente pronunciado en las mujeres, ya que es hasta dos veces más probable que se impliquen si están «muy de acuerdo» en que tienen un mejor amigo allí.

Cuando buscamos empleo y nos fijamos en el salario y otros beneficios, no acostumbra a surgir el tema de las relaciones. Pero esas conexiones son en sí mismas un tipo de «beneficio» laboral. Las relaciones laborales positivas conducen a niveles menores de estrés, trabajadores más sanos y menos días de volver a casa de mal humor. Además, sencillamente, nos hacen más felices.

TERRENOS DE JUEGO DESNIVELADOS: DESIGUALDADES EN EL TRABAJO Y EN CASA

Sin embargo, buscar relaciones positivas en el trabajo tiene sus propios inconvenientes y los lugares de empleo han supuesto históricamente una carga y una dificultad adicional para aquellos grupos que ya son de por sí marginados por la sociedad. En los primeros años del siglo XX en Boston, estos marginados incluían a los inmigrantes de las zonas pobres de Europa y Oriente Medio, que conformaban una gran proporción de la muestra de los barrios marginales. Esto incluía a las mujeres que formaban parte del Student Council Study y hoy en día a las mujeres y personas racializadas que siguen enfrentándose a obstáculos en el trabajo. Es difícil implicarse en relaciones auténticas cuando existen desequilibrios de poder y prejuicios por todas partes.

—Ahora mismo estoy preocupada —le dijo Rebecca Taylor, la participante en el Student Council Study que hemos mencionado anteriormente, a un entrevistador en 1973—, porque el hospital está a punto de despedir a unas cuantas enfermeras y yo podría ser una. El otro día oí por casualidad una conversación entre unos cuantos médicos hombres y todos estaban de acuerdo en que no pasa nada por prescindir de unas enfermeras, porque cuentan con los ingresos de sus maridos, que son quienes mantienen a las familias. ¡Yo los interrumpí! ¡Tuve que hacerlo! Les dije: «¿Pero qué os pasa? No tenéis ni idea de lo que estáis hablando. Actuáis como si nosotras no tuviéramos responsabilidades de ningún tipo, como si todas las situaciones fueran iguales». Me puse furiosa. Esta forma de pensar es a la que me enfrento todo el tiempo y, por lo que sé, los administradores piensan igual. Podría perder mi trabajo fácilmente. Y entonces no sabría qué hacer.

Como psicóloga en un campo dominado por hombres, Mary Ainsworth (la creadora del procedimiento de la situación extraña, empleado para ver el estilo de apego de los niños, del que hemos hablado en el capítulo siete) tuvo sus propios encontronazos con el sexismo en el lugar de trabajo. A principios de la década de 1960, ella y sus colegas femeninas de la Universidad Johns Hopkins se vieron obligadas a comer en un comedor distinto al de los hombres, porque no recibían el mismo trato económico que ellos. Al principio de su carrera le dijeron que no le concederían un puesto como investigadora en la Universidad Queen’s University por ser una mujer. El campo de la psicología, e incluso este libro, sería muy distinto si ella no hubiera perseverado. Se han hecho muchos progresos en este frente en muchas culturas laborales de todo el mundo, pero las desigualdades siguen ahí. En Estados Unidos, los roles de las mujeres en la fuerza de trabajo han cambiado significativamente desde la década de 1960 y ahora son más variados que nunca y sus jornadas son más largas. Pero este cambio de papeles no ha tenido una correspondencia en los hogares. En su libro de 1989 La doble jornada, Arlie Hochschild demostró que, aunque había habido una revolución en los roles laborales, las responsabilidades de las mujeres en el hogar seguían siendo prácticamente las mismas, en especial en las parejas con hijos.

Más de treinta años después, estos desequilibrios en las responsabilidades familiares y de crianza siguen ahí y aparecen con frecuencia en las terapias de pareja. Los hombres creen a menudo que su contribución en el hogar es igualitaria (y lo cierto es que hacen más de lo que hicieron sus padres), pero en muchos casos el tiempo que dedican a actividades de cuidado del hogar es inferior al que imaginan. Una mujer hace la cena y el hombre pone el lavavajillas; ella ha dedicado una hora y él unos minutos. Una mujer ayuda a su hijo con los deberes; un hombre le lee un cuento antes de dormir. Ella le ha dedicado media hora, él quince minutos. Cada relación es distinta, pero, estadísticamente, las cargas de tiempo en casa siguen siendo superiores en el caso de las mujeres.

Las dificultades para ellas no acaban al salir de casa. El movimiento Me Too ha puesto el foco sobre los abusos sexuales y el acoso relacionado con las jerarquías de poder y los desequilibrios en el lugar de trabajo, algo que era muy necesario hacer. Pero incluso a un nivel más inofensivo, cuando el sexo no forma parte de la ecuación, cultivar relaciones auténticas con personas que están en niveles de autoridad distintos constituye un riesgo y esto es cierto tanto para mujeres como para hombres. Las discrepancias de poder generan sesgos y a veces corrompen todas las relaciones.

Ellen Freund, la esposa de un participante de la primera generación, trabajó en el Departamento de Admisiones de una universidad y descubrió el peligro de los desequilibrios de poder cuando una discrepancia concreta envenenó algunas de sus amistades laborales. Cuando le preguntaron en 2006 si se arrepentía de algo, esto fue lo que le explicó al estudio:

Sí, me arrepiento de cosas. Ya han pasado unas cuantas décadas, pero te lo voy a contar. Años después de empezar a trabajar en la universidad, acabé en una oficina con cuatro o cinco mujeres que eran más o menos de mi edad. Técnicamente eran mis subordinadas, pero nos hicimos buenas amigas. Socializábamos constantemente. El nuevo decano de Admisiones me pidió una evaluación confidencial de todas las personas del equipo, con sus fortalezas y debilidades. Yo lo hice y fui totalmente sincera. La encargada de la oficina pensó que yo era una traidora. Copió el memorándum y lo dejó sobre la mesa de aquellas mujeres. A partir de ese momento nunca más volví a desarrollar una relación cercana con nadie con quien trabajara en la universidad. Y es algo que sigo arrastrando. Acabé mi amistad con ellas. Ellas se lo tomaron bastante bien. Nunca hablamos del tema. Entendieron que lo que yo había escrito era cierto. Yo me esforcé en ser justa. Seguramente, que yo dijera lo que dije no dañó su posición. Pero sí destruyó mi amistad con ellas.

Cuando le preguntaron si había evitado activamente establecer relaciones con otras personas tras el incidente, Ellen dijo:

—Por supuesto que sí. Quería sentirme libre para tratar con las personas de la forma más puramente profesional posible. No quería verme influida ni que se me percibiera como influida por relaciones personales.

Ellen decidió no implicarse con sus compañeros para separar sus «relaciones personales» de las que ella consideraba «relaciones laborales». Esta es una estrategia habitual y comprensible. Si minimizamos nuestras conexiones sociales y el grado en el que nos abrimos a nuestros compañeros de trabajo, esto también minimizará determinados problemas laborales. Pero también puede abrir nuevas problemáticas, como la sensación de desconexión y soledad. En el caso de Ellen, su decisión definió su vida laboral durante toda su carrera y acabó arrepintiéndose de ella. ¿Qué podría haber hecho? Enfrentarse a la dificultad: hablar con todas sus colegas para ver si podía reparar el daño emocional que les había causado podría haberle permitido, al menos, mantener en parte esas relaciones que ella tanto valoraba.

Estas decisiones tienen consecuencias en el ámbito laboral más amplias de lo que pensamos. La desvinculación no solo puede reducir la calidad del tiempo que pasas allí, sino que también puede limitar la transferencia de conocimientos y obstaculizar el crecimiento de los trabajadores, en especial de los más jóvenes. Una de las relaciones laborales más valiosas es también una que nace de un desequilibrio de poder: la del mentor y el discípulo.

LA MENTORÍA Y EL ARTE DE LA GENERATIVIDAD

Cuando nuestro profesor de instituto Leo DeMarco era joven, soñaba con convertirse en autor de ficción. Pero, al final, ese sueño dio paso a su entusiasmo por la enseñanza y halló sentido en ayudar a sus alumnos a perseguir sus sueños de ser escritores.

—Animar a los demás —afirmó— era más importante que lograrlo yo.

Leo, como todos los profesores, estaba en una posición única porque su trabajo consistía, en concreto, en ser un mentor para sus alumnos. Pero en cualquier profesión hay personas que están empezando y personas que llevan desempeñándola ya un tiempo. Una relación de mentoría puede beneficiar tanto al mentor como al discípulo. Como mentores, somos generativos. Expandir nuestra influencia y nuestra sabiduría más allá de nosotros, hacia la siguiente generación, proporciona una alegría muy concreta. Así traspasamos beneficios que nos dieron a nosotros en nuestra carrera o que nos habría gustado que nos dieran. También disfrutamos de la energía y el optimismo de personas que están en un punto anterior de sus vidas laborales y nos exponemos a las nuevas ideas que los jóvenes acostumbran a aportar. Por otro lado, como discípulos tenemos la oportunidad de incrementar nuestras habilidades y avanzar en una carrera más deprisa de lo que podríamos haberlo hecho de forma autodidacta. Algunos trabajos, de hecho, requieren este tipo de relación. Hay muchos empleos en los que ni siquiera es posible aprender sin algún tipo de formación y un periodo de aprendiz con alguien con más experiencia. Aceptar estas relaciones y cultivarlas puede enriquecer mucho la vivencia de todos los implicados.

Nosotros, Bob y Marc, nos hemos beneficiado de unos cuantos mentores que les han dado forma a nuestras carreras personales y, al mismo tiempo, a nuestras vidas. De hecho, en distintos momentos nos hemos mentorizado mutuamente.

Cuando nos conocimos, Bob era oficialmente el jefe de Marc, ya que Bob era el director del programa donde Marc estaba de becario de psicología. Marc era más de diez años más joven que Bob, pero iba adelantado en su formación investigadora. Poco después de conocerse, Bob decidió pedir una beca para iniciar su propia investigación. Tenía una carrera sólida como psiquiatra clínico y formador y dedicarse a la investigación significaría para él abandonar su posición administrativa y empezar desde cero. Algunos de sus colegas le aconsejaron que no lo hiciera; le dijeron que ya era demasiado tarde y que esa transición sería demasiado complicada. Bob siguió adelante. Pero tenía un problema: una parte significativa de la solicitud de la beca incluía complicados análisis estadísticos que a él le resultaban tan extraños como el griego antiguo. De modo que le ofreció a Marc su amistad y un suministro vitalicio de galletas con pepitas de chocolate a cambio de su ayuda.

Era una relación compleja: Bob era el jefe de Marc y tenía que asumir cierta vulnerabilidad para pedir ayuda. Marc también estaba en una posición vulnerable, ya que Bob era mucho mayor que él y tenía más seguridad. Pero cada uno aprendió del otro. En un sentido, fluía conocimiento estadístico y, en el otro, una gran cantidad de experiencia. Al final, Bob consiguió la beca e hizo la transición a la investigación (aunque hace años que Marc no recibe ni una sola galleta de Bob).

A medida que envejecemos y pasamos de ser discípulos a mentores, de alumnos a maestros, surgen nuevas posibilidades de conexión, que pueden emerger de lugares sorprendentes. Mentorizar a generaciones más jóvenes y compartir sabiduría y experiencia con otros forma parte del flujo natural de la vida laboral y puede convertir en gratificante casi cualquier trabajo. La satisfacción que deriva de ser generativo hace posible la buena vida laboral.

TRANSICIONES LABORALES

A medida que progresamos por las distintas etapas vitales también suceden transiciones en nuestro trabajo, ya sea que nos den un ascenso o que nos dejen de lado en las promociones, que cambiemos de trabajo o que tengamos hijos. Con cada una de las grandes transiciones no está de más tomar perspectiva y reevaluar nuestras nuevas vidas a vista de pájaro: ¿cómo va a afectar este cambio a mis relaciones en el mundo laboral? ¿Y a las demás? ¿Hay decisiones que pueda tomar para mantener las conexiones con personas que son importantes para mí? ¿Hay nuevas oportunidades de conexión que me esté perdiendo?

Una de las transiciones más impactantes relacionadas con el trabajo es también una de las últimas: la jubilación. Se trata de una transición compleja y llena de dificultades relacionales. La jubilación «ideal», en la que un trabajador completa los años necesarios en un mismo trabajo, se jubila con la pensión completa y vive una vida de ocio, nunca ha sido demasiado habitual (y en la edad moderna prácticamente se ha extinguido).

El Estudio Harvard les preguntó a menudo a sus participantes por la jubilación. Un buen número de hombres insistían en que su vida estaba demasiado ligada a su trabajo como para pensar en ello. «¡Yo no me jubilaré nunca!», decían. Algunos no querían jubilarse, otros no se sentían económicamente capaces de hacerlo y a otros solo les costaba imaginar una vida sin tener que trabajar. El estatus laboral de algunos participantes era muy difícil de averiguar. Muchos se negaban a pensar en ello; al rellenar los cuestionarios del estudio dejaban en blanco las preguntas sobre la jubilación o indicaban que ya lo estaban a pesar de que seguían trabajando prácticamente a jornada completa. Para ellos, al parecer, la jubilación solo era un estado mental.

Cuando nos jubilamos, puede resultarnos difícil encontrar nuevas fuentes de significado y propósito, pero es crucial conseguirlo. Las personas a las que les va mejor en la jubilación encuentran formas de sustituir las conexiones sociales que los sostuvieron durante mucho tiempo en el trabajo con nuevos «colegas». Incluso aunque no nos gustara nuestro trabajo y lo hiciéramos únicamente para mantenernos a nosotros y a nuestra familia, eliminar este gran elemento organizador de nuestros horarios puede dejarnos con un gran agujero en nuestras vidas sociales.

Cuando le preguntamos a un participante qué echaba de menos del trabajo que hacía en su práctica médica, a la que dedicó casi cincuenta años, respondió: «Absolutamente nada [del trabajo en sí]. Echo de menos a la gente y las amistades».

A Leo DeMarco le pasaba algo parecido. Justo después de jubilarse, un entrevistador del estudio lo visitó en su casa y escribió esto en el campo de notas:

Le pregunté a Leo qué era lo más difícil de jubilarse y él me dijo que echaba de menos a sus colegas y que intentaba mantenerse en contacto con ellos. «Hablar del trabajo me proporciona sustento espiritual». Me contó que aún disfrutaba hablando de lo que implicaba la tarea de enseñar a los jóvenes: «Es maravilloso ayudar a alguien a adquirir habilidades». Después me dijo que «enseñar es casi un compromiso humano total». Y que enseñar a los jóvenes «inicia todo el proceso de exploración». Afirmó que los niños pequeños saben jugar y que «el adulto que educa tiene que recordar cómo hacerlo». Dijo que a los adolescentes y a los adultos les cuesta recordar cómo se juega por culpa de otros «compromisos» en sus vidas.

Cuando Leo explicó todo esto, hacía poco que se había jubilado y aún estaba intentando entender qué implicaba para él no seguir enseñando. Recordaba su carrera y pensaba en cómo le afectaba y en qué echaba exactamente de menos. Su comentario sobre los adultos recordando cómo jugar era algo que él estaba tanteando: ahora que el trabajo ya no era el centro de su vida, el juego podría volver a ser importante.

Para muchos de nosotros, en un nivel emocional más profundo, el trabajo es donde sentimos que somos importantes para nuestros compañeros, nuestros clientes e incluso nuestras familias, porque somos sus proveedores. Cuando esa sensación de ser importantes desaparece, tenemos que buscar nuevas maneras de conseguirla. Nuevas maneras de formar parte de algo más grande que nosotros.

Henry Keane es un caso paradigmático. Se vio abocado a la jubilación de forma brusca debido a cambios en su fábrica. De repente, tenía una gran cantidad de tiempo y energía, de modo que buscó oportunidades de voluntariado para sentirse útil. Primero empezó a trabajar en una residencia operada por el Departamento de Asuntos de los Veteranos y, después, empezó a participar en la Legión Estadounidense de Veteranos de Guerras en el Extranjero. También pudo dedicar más tiempo a sus aficiones: la restauración de muebles y el esquí de fondo. Pero todo esto no le bastaba. Había algo que echaba de menos.

—¡Necesito trabajar! —le dijo al estudio a los sesenta y cinco años—. No en algo muy sustancial, pero espero encontrar algunos trabajillos que me mantengan ocupado y me permitan sacarme un sobresueldo. Me estoy dando cuenta de que me encanta trabajar y estar con gente.

No era tanto que Henry necesitara el dinero —cobraba una pensión decente que a él le bastaba—, sino que ganar dinero le hacía sentir que lo que estaba haciendo importaba, que alguien le pagaba por ello. Cada persona debe encontrar su propia manera de ser importante para los demás.

Que Henry entendiera que quería estar con gente nos enseña también algo importante no sobre la jubilación, sino sobre el trabajo en sí: que las personas con quienes trabajamos importan. Es vital observar nuestros lugares de trabajo y apreciar a los compañeros que aportan valor a nuestras vidas. Teniendo en cuenta que el trabajo a menudo está rodeado de preocupaciones económicas, estrés y angustia, las relaciones que allí desarrollamos a veces no son tenidas en cuenta como merecen. A menudo no vemos lo importantes que son hasta que las perdemos.

LA NATURALEZA SIEMPRE EN EVOLUCIÓN DEL TRABAJO

En las afueras del noreste de Filadelfia, no lejos de donde vive Marc, hay una gran zona de terreno que antiguamente era una granja familiar. Las personas que vivían cerca de allí y pasaban por delante en coche veían verdes pastos con ganado. Cuando empezó la Segunda Guerra Mundial, la granja fue vendida al Gobierno de Estados Unidos y convertida en un enorme complejo industrial de producción de munición y prototipos aéreos. Las vistas cambiaron y se convirtieron en edificios y zonas de paso con camiones y aviones deslizándose por el suelo. Después de la guerra, el enclave se usó para distintos tipos de producción hasta que, a finales de la década de 1990, fue vendido y transformado en un campo de golf. Se construyeron hogares a su alrededor y la gente, al mirar por la ventana, veía árboles y pistas con coches de golf eléctricos en lugar de una instalación industrial. Hoy en día, treinta años después y tras nuevos cambios económicos, se ha vendido el campo de golf y, al redactar estas líneas, una parte importante del terreno se está transformando en un centro logístico de la empresa de mensajería UPS. Muy pronto, cuando las personas que viven cerca miren por la ventana, las pistas y los carritos de golf habrán sido sustituidos por grandes almacenes y vehículos de reparto. Esta zona no es única; en todo el país, en todos los sectores de la economía, asistimos a este tipo de evoluciones.

Los años más formativos de nuestros participantes de los barrios marginales de Boston, desde que eran bebés hasta su preadolescencia, transcurrieron durante la Gran Depresión. Crecer en una época en la que la seguridad económica no podía darse por descontada dio forma a cómo se desenvolvieron en sus vidas laborales. Para ellos, el trabajo no iba tanto de crear una buena vida como de evitar una catástrofe.

Los problemas económicos que experimentaron esos participantes son relevantes hoy en día cuando nos enfrentamos a dificultades económicas, medioambientales y tecnológicas que generan incertidumbre sobre el futuro inmediato. La incertidumbre que Henry Keane o Wes Travers sintieron al hacer la cola del pan en la Depresión está directamente relacionada con la incertidumbre que un niño de la generación Z sintió al ver a su familia siendo desahuciada de la casa de su infancia durante la crisis de 2008 o con la que experimentan los jóvenes ahora, mientras salimos de la pandemia de covid-19.

A pesar de los avances tecnológicos, aún hay muchas personas que trabajan en empleos penosos y que tienen problemas para cubrir sus necesidades básicas. La idealizada prosperidad que muchos esperaban que llegara con la era de la información y los ordenadores ha quedado circunscrita a determinadas personas y sectores y ha dejado a otros mucho peor que antes. Las nuevas tecnologías están cambiando la frecuencia de nuestra interacción con los demás en el trabajo. La inteligencia artificial está sustituyendo a algunas personas y sus puestos de trabajo con sistemas automatizados, lo que crea más interacción con máquinas y menos con seres humanos. Los avances en tecnologías de la comunicación están convirtiendo en habitual el teletrabajo en el mundo de los negocios, los medios de comunicación, la educación y otras industrias y la mentalidad de estar siempre disponibles amenaza con convertir la vida en el hogar en una extensión de la esfera laboral. Pensar en cómo afectan a nuestra buena forma social estos cambios no ha sido una prioridad, por decirlo de una manera suave. Y, aun así, el estado de nuestras relaciones es uno de los factores más importantes para nuestra salud y bienestar.

En el capítulo cinco te hemos animado a recordar que el tiempo que nos queda a cada uno es un recurso finito cuya cantidad es desconocida. Si queremos beneficiarnos por completo de las horas que nos quedan, muchas de las cuales las pasaremos en el trabajo, debemos recordar que este es una fuente principal de socialización y conexión. Cambia la naturaleza del trabajo y cambiarás la naturaleza de la vida.

La pandemia de covid no podría habérnoslo dicho más claramente. Millones de personas que estaban confinadas en sus casas y fueron despedidas, suspendidas u obligadas a trabajar desde su hogar empezaron a echar de menos enseguida las conexiones diarias a las que estaban acostumbradas. Se sintieron aisladas de sus compañeros, clientes y colegas. Nosotros, Bob y Marc, por ejemplo, empezamos a usar herramientas de trabajo remoto para dar clase, trabajar con colegas e incluso para pasar consulta en terapia. Necesitamos tiempo para acostumbrarnos. Era mejor que nada, pero no era igual que antes.

Que la tecnología avance es inevitable. Debido a las ventajas económicas (menores costes de mantenimiento, al no haber oficinas) y a las relacionadas con la flexibilidad de horarios y la ausencia de desplazamientos por parte de los trabajadores, no hay duda de que cada vez más empleos incluirán la opción de trabajar total o parcialmente de forma remota. Esto puede tener sentido en el plano económico y logístico, pero ¿cómo afectará al bienestar de los trabajadores?

La oportunidad de trabajar en remoto puede tener efectos positivos. Permite que algunos trabajadores tengan una mayor flexibilidad y más contacto con sus familias. Es especialmente favorable para los padres que quieran pasar más tiempo en casa o que no tengan acceso o no puedan permitirse que otra persona cuide de sus hijos y para todos aquellos a quienes les resulta caro desplazarse a su trabajo.

Pero existe una contraprestación. Trabajar desde casa nos aísla del importante contacto social del entorno laboral. Al principio puede parecerte una liberación y que te encante lo cómodo que es, pero, como ya hemos dicho en el capítulo cinco, las pérdidas que experimentamos a causa de los avances tecnológicos quedan a menudo ocultas por las ventajas. Sin embargo, son potencialmente importantes. Es necesario llevar a cabo más investigación, pero la pérdida del contacto en persona a medida que desplazamos la mayor cantidad de trabajo posible a casa puede tener un impacto significativo en la salud mental y el bienestar de los trabajadores. Aunque los padres que trabajan en remoto puedan obtener algunos beneficios por el hecho de estar más disponibles para sus familias, hacerlo también puede convertirse en una carga para ellos, al verse obligados a trabajar y cuidar de sus hijos al mismo tiempo. Y es probable que esta carga recaiga más sobre las madres trabajadoras y las personas con menos recursos para disponer de una ayuda en el cuidado de los niños.

A medida que nos enfrentamos a estos cambios podemos preguntarnos: ¿de qué forma están afectando los cambios tecnológicos en el trabajo a mi buena forma social? Si la automatización significa que interactuamos más con máquinas y menos con personas, ¿hay algún modo de cultivar nuevos entornos sociales en el trabajo? Si más personas trabajan de forma remota, ¿cómo podemos sustituir el contacto en persona que antes teníamos en el trabajo?

Nuestros cerebros, que sintonizan con las novedades y el peligro, se incendian cuando los estimulan las maravillas de las nuevas tecnologías y el estrés del lugar de trabajo. Comparadas con esas dos cosas, es probable que las corrientes sutiles de nuestras relaciones positivas, tan importantes para nuestro bienestar, pasen a un segundo plano. Si queremos que nuestras relaciones, tanto en el trabajo como en casa, florezcan en este nuevo entorno laboral, tenemos que valorarlas y cuidar de ellas. Somos los únicos que podemos hacerlo. Si no, y si el Estudio Harvard sigue existiendo dentro un tiempo, cuando los participantes de la generación actual alcancen los ochenta años y los entrevistadores les pregunten si hay algo de lo que se arrepientan en sus vidas, quizá echen la vista atrás —como algunos de los sujetos de la primera generación en los comentarios que hemos citado antes en este capítulo— y se den cuenta de que hay algo crucial que perdieron.

APROVECHAR AL MÁXIMO NUESTRAS HORAS DE TRABAJO

A menudo pensamos que tenemos mucho tiempo para cambiar, mucho tiempo para ver cómo mejorar nuestra vida laboral o para equilibrar nuestra vida laboral y personal —si superamos esta dificultad, este tema, tendremos tiempo para pensarlo; siempre nos queda mañana—, pero cinco o diez años pueden pasar en un suspiro. Les hicimos entrevistas personales a los participantes del Estudio Harvard cada diez, veinte años. Puede parecer mucho tiempo, pero siempre que solicitábamos una nueva entrevista, los participantes solían responder algo como «¿Ya ha pasado tanto tiempo?». La década había transcurrido en un abrir y cerrar de ojos.

En el capítulo cinco hemos hablado de la fantasía habitual de que siempre habrá tiempo para hacer lo necesario y de cómo, en realidad, solo tenemos el presente. Si siempre imaginamos que habrá tiempo más adelante, habrá un día que miraremos a nuestro alrededor y ya no habrá un «luego». La mayoría de nuestros «ahoras» ya habrán pasado.

Así que mañana, cuando te levantes para ir a trabajar, plantéate unas cuantas preguntas:

  • ¿Qué personas valoro más en el trabajo y con quiénes disfruto más del tiempo? ¿Por qué? ¿Las aprecio en lo que valen?
  • ¿Quién es distinto de mí por algún motivo (piensa de forma diferente, procede de otro tipo de entornos, es experto en cosas que yo no) y qué puedo aprender de él?
  • Si estoy teniendo un conflicto con otro trabajador, ¿qué puedo hacer para aliviarlo? ¿Podría resultarme útil el modelo MASIR?
  • ¿Qué tipo de conexiones me estoy perdiendo en el trabajo y cuáles me gustaría incrementar? ¿Se me ocurre una forma de hacer estas conexiones más probables o más ricas?
  • ¿Conozco de verdad a mis compañeros de trabajo? ¿Hay alguien a quien me gustaría conocer mejor? ¿Cómo puedo establecer contacto con él? Quizá te apetezca coger a esa persona con quien crees que tienes menos en común y esforzarte por mostrar curiosidad y preguntarle por cosas, como las fotografías de su familia o de mascotas que tenga en su mesa o una camiseta que lleve puesta.

Después, de camino a casa, piensa en cómo te sientes y en cómo las experiencias de ese día pueden influir en tu tiempo de ocio. Quizá en conjunto, su influencia sea buena. Pero, si no, ¿hay alguna cosa pequeña y razonable que puedas hacer para cambiarlo? ¿Ayudaría que le dedicaras al tema diez minutos o media hora? ¿O que te dieras un paseo o nadaras un rato antes de volver a casa? ¿Podría ayudarte apagar el teléfono móvil durante un rato para evitar que el trabajo salpique tu vida familiar?

A veces nos gustaría estar haciendo otra cosa en lugar de trabajar. Pero esas horas son una gran oportunidad para socializar. Muchos de los hombres y mujeres más felices del Estudio Harvard tenían relaciones positivas con su trabajo y con sus compañeros, ya fueran vendedores de neumáticos, maestras de guardería o cirujanos, y fueron capaces de equilibrar (a menudo después de duras negociaciones) su vida personal y laboral. Entendieron que todo era la misma cosa.

—Cuando rememoro mi vida laboral —le contó al estudio en 2006 Ellen Freund, la administrativa de la universidad—, a veces desearía haber prestado más atención a las personas que trabajaron para mí o a mi alrededor y menos a los problemas en sí. Yo amaba mi trabajo. De verdad que sí. Pero creo que fui una jefa difícil, impaciente y exigente. Creo que desearía, ahora que lo dices, haber conocido un poco mejor a todo el mundo.

Nuestras vidas no se quedan fuera cuando entramos a trabajar. No se quedan en la acera cuando nos sentamos en nuestro camión. No nos miran por las ventanas del aula cuando conocemos a nuestros alumnos el primer día de clase. Cada día de trabajo es una importante experiencia personal y podemos beneficiarnos de cualquier enriquecimiento de las relaciones que allí establecemos. El trabajo, también, es la vida.