10. TODOS LOS AMIGOS COMPORTAN BENEFICIOS
Mis amigos son mi patrimonio. Perdonadme, pues, la avaricia de acumularlos.
EMILY DICKINSON
Ananda, uno de los discípulos de Buda, le dijo a este un día:
—Me he dado cuenta de que la mitad del camino hacia una vida sagrada está hecha de buenas amistades.
—No, Ananda —le respondió Buda—. Los amigos no son la mitad del camino: son toda la vida sagrada.
UPADDHA SUTA
Sin amigos, nadie elegiría vivir.
ARISTÓTELES, Ética nicomáquea
Cuando Louie Daly tenía cincuentaitantos años, un entrevistador del estudio le preguntó quién era su amigo más antiguo.
—Me temo que no tengo amigos —respondió—. El amigo más cercano que he tenido era un tipo llamado Morris Newman. Era mi compañero de habitación en mi primer año en la universidad. Fue Mo quien me introdujo en la música jazz, de la que sigo siendo un apasionado. Fuimos muy amigos durante un año, hasta que lo echaron por bajo rendimiento. Después de aquello, nos estuvimos escribiendo durante diez años. Y un buen día él dejó de escribirme. Hace cinco años, pensé que lo echaba de menos, así que le pagué quinientos dólares a una agencia para que lo buscara. Lo encontraron y empezamos a escribirnos de nuevo. Entonces, unos tres meses después, me llegó una carta al buzón que no era de Mo. Era de su abogado y me comunicaba que Mo había muerto de forma repentina.
Cuando le preguntaron a quién llamaría si tuviera un problema, Louie respondió:
—Soy una persona muy autosuficiente. No necesito mucho a la gente.
Leo DeMarco reflejó una experiencia muy distinta. Cuando el entrevistador le preguntó si tenía un mejor amigo, Leo respondió sin dudar: «Ethan Cecil». Se habían conocido de pequeños en el colegio y seguían siendo buenos amigos. Ethan vivía a unas dos horas de distancia y se dejaba caer por su casa de vez en cuando para charlar. Mientras Leo estaba hablando de esta amistad, sonó el teléfono. Se puso a charlar animadamente. Al colgar dijo:
—Era Ethan.
¿Qué significa tener amigos en nuestra vida adulta? ¿Qué significa ser amigo de alguien? ¿Qué importancia real tienen las amistades en nuestras vidas?
De pequeños, las amistades son a menudo piezas centrales, en parte porque son muy intensas. La fortaleza de la conexión entre dos amigos de la infancia (o incluso entre dos adultos jóvenes) solo puede rivalizar con la intensidad del dolor que provoca que esta amistad se estropee. Si nos sentimos queridos, nuestros corazones vuelan alto gracias a la sensación de pertenencia, y si sentimos que no encajamos o que nos acosan, la herida es honda.
Con los años vamos cambiando y nuestras conexiones con nuestros amigos también. Amistades que fueron muy importantes durante la primera etapa adulta pueden diluirse durante los primeros años de un matrimonio o cuando nacen los hijos, pero resurgir durante una crisis de pareja o tras la muerte de un ser querido.
Todo esto es natural. Pero, junto con estos altibajos de la vida, cada uno de nosotros tiene una forma propia de abordar las amistades. Un abordaje que, a menudo, es menos consciente y más automático. Damos a nuestras amistades lo que nos resulta natural, en lugar de pensar en lo que necesitan. A medida que envejecemos y que la vida se complica, debemos tomar decisiones sobre la cantidad limitada de tiempo de que disponemos y, a menudo, nuestros amigos acaban en último lugar. Las responsabilidades familiares y laborales se priorizan ante una llamada a un viejo amigo, una cita para tomar café con uno nuevo, una partida semanal de cartas o un club de lectura mensual (te recomendamos La buena vida). «Por supuesto que pasar un buen rato con los amigos es divertido —pensamos a la hora de distribuir nuestro tiempo—, pero tengo cosas más importantes que hacer.» O quizá: «Mis amistades estarán siempre ahí, ya las retomaré cuando los niños crezcan… Cuando tenga menos trabajo… Cuando me sobre algo de tiempo».
Lo cierto es que nuestros amigos son mucho más importantes para nuestra salud y bienestar adulto de lo que pensamos. En realidad, es increíble lo potente que puede ser el efecto de la amistad en nuestras vidas adultas, teniendo en cuenta la cantidad de atención que reciben. Los amigos nos animan cuando nos faltan fuerzas, nos proporcionan una conexión importante con nuestra propia historia y, lo que es quizá más importante, nos hacen reír. A veces, no hay nada más beneficioso para nuestra salud que pasar un buen rato.
Durante siglos, los filósofos han observado los profundos efectos de la amistad. El filósofo romano Séneca escribió que el valor de los amigos va más allá de lo que puedan hacer por nosotros. No cuidamos nuestras amistades solo para tener alguien que se siente a la cabecera de nuestra cama cuando estamos enfermos o que nos rescate cuando tenemos problemas. «Cualquiera que piense en su propio interés y busque amigos con esta perspectiva comete un gran error —escribió Séneca—. ¿Cuál es mi objetivo al hacer un amigo? Tener a alguien por quien ser capaz de morir, alguien a quien seguir al exilio.»
Séneca hablaba del hecho de que los beneficios de la amistad a veces son oscuros y difíciles de ver. Quizá este sea el motivo de que a veces abandonemos estas relaciones. Las buenas amistades no siempre nos llaman o están pegadas a nosotros esperando atención. En ocasiones, guardan silencio y se sitúan al fondo de nuestras vidas, hasta desvanecerse.
Pero esto no tiene por qué ser así. Si observamos con atención, a lo mejor descubrimos que no hemos sido capaces de detectar oportunidades directas y potencialmente divertidas de prestar atención a nuestros amigos y despertar nuestro universo social: oportunidades que están ocultas a plena vista y que pueden mejorar profundamente la calidad de nuestras vidas. Quizá nuestras amistades no nos pidan como tal que cuidemos de ellas, pero no pueden hacerlo por sí mismas.
BUENA COMPAÑÍA EN UN TRAYECTO DIFÍCIL
Hace treinta años, cuando nosotros, Bob y Marc, nos conocimos, nuestra conexión era sobre todo profesional. Una vez por semana, comíamos juntos y hablábamos de cosas como modelos estadísticos, métodos de investigación y diseño de estudios. Aunque las conversaciones versaban principalmente sobre temas profesionales (con algún desvío para hablar sobre política de oficina y cotilleos), los dos teníamos la sensación de que queríamos conocer mejor al otro. Así, incluso cuando no teníamos ningún tema urgente que tratar, nos seguíamos reuniendo para comer todas las semanas a la misma hora. Y, claro está, cada vez teníamos más temas de conversación: nuestras familias, aficiones, recuerdos de infancia.
En un momento dado, nos propusimos quedar para cenar con nuestras esposas. Afortunadamente, la esposa de Bob, Jennifer, y la de Marc, Joan, se cayeron bien. Joan y Jennifer tenían que asistir de vez en cuando a conversaciones sobre análisis estadístico, pero ambas aceptaron esa carga y, en relativamente poco tiempo, los cuatro nos convertimos en buenos amigos, aunque aún no íntimos. En un momento dado, después de un par de meses sin quedar para cenar, Bob y Jennifer invitaron a Marc y Joan. Joan estaba embarazada de su primer hijo —le faltaba un mes para salir de cuentas— y Marc y ella estaban impacientes por el parto. Bob y Jennifer ya tenían dos hijos pequeños, así que Marc y Joan estaban deseando que los tranquilizaran y les aconsejaran un poco sobre lo que estaba por venir.
Pero hacia el final de su jornada laboral, el jueves antes del día previsto para la cena, Marc recibió una llamada frenética de Joan. Durante un chequeo rutinario, el médico le había dicho que tenía que ir inmediatamente al hospital para una cesárea de urgencia. Marc salió corriendo del trabajo y casi arrolló a Bob por el camino.
—Son Joan y el bebé —dijo Marc—. La están llevando al hospital en ambulancia.
Cuando Marc llegó, estaban conectando a Joan, que se retorcía de dolor, a unos monitores. Los médicos le explicaron que estaba sufriendo una forma de preeclampsia que estaba poniendo en peligro su vida. Había muestras de daño hepático; su presión sanguínea —que se leía en el monitor que tenía detrás— estaba disparada y ella no paraba de pedirles a Marc y a las enfermeras que le dijeran que estaba empezando a estabilizarse. Tanto Marc como Joan recuerdan que los médicos dijeron que ella y el bebé morirían si no le practicaban inmediatamente una cesárea.
Mientras preparaban a Joan para la cirugía, Marc llamó a Bob para explicarle rápidamente lo que estaba pasando. Bob le dijo que podía ir al hospital en cualquier momento para hacerle compañía. Los acontecimientos se sucedieron demasiado deprisa esa tarde para que a Bob le diera tiempo a llegar al hospital, pero en mitad de la preocupación más visceral que Marc había vivido jamás, la oferta de Bob fue increíblemente potente y tranquilizadora. Las familias de Marc y Joan vivían demasiado lejos para llegar a tiempo y él necesitaba muchísimo el consuelo de un amigo.
La cesárea transcurrió sin problemas y Marc estuvo con Joan para asistir al nacimiento de su hijo y compartir con ella el alivio cuando su presión sanguínea volvió a la normalidad. Ambos se regocijaron cuando su bebé lloró por primera vez, aunque fuera más bien un quejido. Era un mes prematuro y parecía un pajarito (pesó dos kilos), pero estaba sano. Joan y Marc estaban tan cansados que no pudieron ni decidir qué nombre ponerle. Marc puso al día a Bob y le dijo que se iban a dormir.
Al día siguiente, Bob canceló todos sus compromisos y fue a visitar a Joan, Marc y su hijo recién llamado Jacob al hospital.
La recuperación de Joan fue lenta, pero después de cinco largos días regresaron a casa. La pareja tiene un vídeo de ella arrastrando los pies a la salida del hospital y Jacob removiéndose en el asiento del coche que lo llevaría a casa. No es el mejor vídeo del mundo, se mueve bastante, pero es que Bob no es tampoco el mejor cámara.
Marc pasó aquellos días tan abrumado que hasta mucho después, al rememorarlo, no cayó en la cuenta de lo mucho que había significado para él tener a Bob cerca, aunque no pudiera hacer nada para ayudar a Joan. Esto también le demostró a Marc que su amistad no se basaba únicamente en estadísticas e investigación y algunos buenos momentos cenando. Joan y él podían recurrir a Bob cuando hiciera falta. Y supo que, cuando llegara el momento, Bob también podría recurrir a él.
Esta es solo una de las muchas historias del transcurso de nuestra amistad, que cuenta ya veintiséis años y que ahora ha traído este libro a tus manos. Si piensas en los momentos más difíciles de tu vida, seguramente recuerdes historias parecidas. Cuando surge la adversidad, y siempre lo hace, a menudo son nuestros amigos quienes nos ayudan, quienes nos amortiguan los golpes de la vida.
El poder de la amistad no solo aparece en las anécdotas de observación filosófica: la ciencia también ha demostrado sus efectos. Los amigos reducen nuestra percepción de las adversidades, hacen que las veamos menos estresantes y, cuando experimentamos un estrés extremo, pueden reducir su impacto y duración. Lo sentimos, pero con la ayuda de los amigos somos más capaces de atravesarlo. Sentir menos estrés y gestionarlo mejor conduce a menos desgaste en nuestro cuerpo.
Resumiendo: los amigos nos mantienen más sanos.
En el capítulo dos hablamos de una revisión de 2010 dirigida por Julianne Holt-Lunstad y otros científicos que reunió 148 estudios y una gran cantidad de datos para analizar el efecto de las conexiones sociales en la salud y la longevidad.5 Entre esos estudios había una determinada cantidad que se centraba en concreto en la amistad. Vamos a ver qué decían algunos de ellos:
- Un gran estudio longitudinal en Australia halló que las personas de más de setenta con una red estable de amigos tenían un 22 % menos de probabilidades de morir durante el periodo de desarrollo del estudio (diez años) que quienes tenían redes de amistades más frágiles.
- Un estudio longitudinal de 2835 enfermeras con cáncer de pecho halló que las mujeres que tenían diez amigos o más tenían cuatro veces más probabilidades de sobrevivir que quienes no tenían amigos cercanos.
- Un estudio longitudinal de más de 17 000 hombres y mujeres entre los veintinueve y los setenta y cuatro años en Suecia halló que las conexiones sociales más potentes disminuían casi en una cuarta parte el riesgo de morir por todas las causas durante un periodo de seis años.
La lista continúa. Cuando incrementamos nuestra conexión con los amigos, esto tiene un efecto medible sobre nuestros cuerpos, porque estos necesitan lo que les proporciona la amistad. La necesidad humana de amistad y de la cooperación que conlleva es un factor evolutivo importante de lo que ha convertido a la humana en una especie exitosa. Tener amigos, un grupo al que pertenecer, siempre ha hecho más probable la supervivencia en entornos peligrosos y los amigos también protegen nuestra salud en los ambientes estresantes modernos. Da igual lo fuerte, independiente y autosuficiente que seas, tu tendencia biológica hacia la amistad sigue ahí. Cuando las cosas se ponen difíciles, hasta los más duros se benefician de tener amigos.
UN BOTÍN DE MALAS ÉPOCAS
En algunos aspectos, el Estudio Harvard está en una posición única para investigar la conexión entre amistad y adversidad, porque es un botín de malas épocas. Todos los participantes de la primera generación vivieron durante la Gran Depresión. Casi toda la cohorte de los barrios marginales de Boston tenía orígenes humildes (en el mejor de los casos) y a veces trágicos; unos cuantos miembros de la cohorte de la Universidad de Harvard se criaron en circunstancias económicas o sociales complicadas. En el grupo universitario, el 89 % luchó en la Segunda Guerra Mundial, como ya hemos dicho, y casi la mitad entró en combate. Muchos de los participantes de los barrios marginales, que eran unos años más jóvenes, lucharon en la guerra de Corea. Algunos de los participantes en el estudio se enfrentaron a situaciones en las que tuvieron que elegir entre matar o morir y algunos fueron testigos de la muerte de sus amigos. Algunos regresaron a casa con lo que se ha reconocido después como trastorno de estrés postraumático (TEPT).
¿Qué papel tuvo la amistad en mitad de estas dificultades? ¿Podemos aprender algo de sus experiencias?
Sí. Usando los relatos de primera mano de los participantes sobre sus experiencias en combate y sus conexiones con otros compañeros, descubrimos que los hombres que tenían más amistades positivas con sus compañeros de filas y que servían en unidades de combate más cohesionadas y conectadas eran menos propensos a experimentar síntomas de TEPT después de la guerra. En otras palabras, sus amistades eran una especie de armadura protectora. Tener buenos amigos de confianza amortiguó el daño en esos hombres durante los sucesos más difíciles de sus vidas.
Algunas de aquellas relaciones se prolongaron en el tiempo. Una de las preguntas que hacíamos a los participantes era sobre su contacto, años después, con los amigos que habían hecho durante la guerra. Algunos siguieron mandándose postales de Navidad con sus compañeros de filas, siguieron hablando por teléfono de vez en cuando e incluso siguieron viajando para verse hasta el final de sus vidas. Algunos incluso dijeron mantenerse en contacto con las esposas de sus compañeros de armas.
La mayoría, sin embargo, perdieron el contacto, igual que lo hicieron con otros amigos. A medida que sus vidas avanzaban, las dificultades también lo hicieron, pero tuvieron que capearlas sin el apoyo de amigos cercanos. Como Neal McCarthy (capítulo ocho), hay participantes en el estudio que sirvieron en la guerra y asistieron a los combates, pero que nos contaron que sus experiencias más difíciles tuvieron lugar en sus vidas civiles. Divorcios, accidentes, fallecimientos de cónyuges e hijos y otras experiencias intensas y estresantes los afectaron. Pero, a medida que cumplían años, fueron dejando de prestar atención a sus amigos y se vieron enfrentándose a experiencias estresantes sin el apoyo de amistades. A diferencia de cuando combatían, no tenían a nadie a quien recurrir o con quien compartir sus adversidades. Nadie los ayudó a atravesarlas.
AMISTADES MARCHITAS
Al hojear los expedientes del estudio, uno no tarda en encontrar a hombres que, en los últimos años de su vida, se arrepienten de cómo acabaron sus amistades. Entre ellos hay casos de aislamiento y soledad extremos como Sterling Ainsley (capítulo cuatro) o Victor Mourad (capítulo nueve), pero por todo el estudio encontramos corrientes de una sensación de desconexión más habitual, en la que los hombres se abren paso por las etapas de su vida adulta con cada vez menos amistades cercanas. Cuando tienen la oportunidad de hablar sobre el estado de sus amistades —una oportunidad que rara vez se les presenta fuera de la investigación del estudio—, estos hombres casi siempre sostienen que su falta de amigos cercanos se debe a su autosuficiencia e independencia. Al mismo tiempo, muchos expresan el deseo de tener una mayor intimidad con sus amigos. «Muchos hombres como yo lamentan no haber tenido más amigos íntimos —le contó un participante al estudio—. Yo nunca he tenido un amigo íntimo de verdad. Mi esposa tiene más amigos que yo.»
Aunque esta experiencia con los amigos es habitual en el estudio, sobre todo en el caso de los hombres, no existen evidencias que apoyen la creencia de que los hombres estén mejor «cableados» para la independencia emocional, el estoicismo y la aversión a la intimidad. En lugar de eso, es probable que su abordaje de las amistades (y de las relaciones en general) sea principalmente el resultado de fuerzas culturales. Por ejemplo, los patrones de amistad de individuos LGBTIQ+ a menudo difieren de sus equivalentes heterosexuales y es probable que existan brechas generacionales en cómo conducen los hombres sus vidas sociales a medida que envejecen. Las investigaciones indican que las diferencias de patrones de amistad entre hombres y mujeres son, en realidad, pequeñas. Unos cuantos estudios longitudinales muestran que los hombres adolescentes de distintos trasfondos conectan íntimamente con amigos de formas que desafían los estereotipos de género. Por ejemplo, la psicóloga Niobe Way ha estudiado las amistades entre adolescentes estadounidenses negros, latinos y asiáticos que, como nuestros participantes de los barrios marginales, crecieron en circunstancias modestas en una gran ciudad. «Los chicos de mi estudio definían a un mejor amigo como alguien con quien compartir secretos o hablar con intimidad», escribió Way. Por ejemplo,
Mark dijo en su primer año de instituto: «[Mi mejor amigo] podría decirme cualquier cosa y yo también a él. En plan que él siempre me lo cuenta todo. Siempre estamos de buen rollo y no nos guardamos secretos entre nosotros. Nos contamos los problemas». Eddie, en su segundo año de instituto, dice: «Es como un lazo, nos guardamos secretos, en plan que si hay algo que es importante para mí yo se lo digo y él no se burlará. En plan si mi familia está teniendo problemas o algo». Aunque los chicos comentan con sus amigos lo mucho que les gusta jugar al baloncesto o a los videojuegos, con sus mejores amigos hacen hincapié en hablar juntos y compartir secretos.
A medida que crecen y llegan a los últimos años de adolescencia y los primeros de la edad adulta, las amistades se hacen a menudo más precavidas y menos libres. Parte de este cambio es una respuesta a la modificación de las circunstancias vitales y les sucede tanto a hombres como a mujeres: el trabajo y las relaciones románticas se interponen. Pero para los hombres a menudo entran en juego una serie de potentes fuerzas culturales. En muchas culturas de todo el mundo se anima a los chicos a mostrar su independencia y masculinidad a medida que se hacen mayores y estos empiezan a preocuparse por que la cercanía emocional con amigos hombres los haga parecer menos masculinos. Con el tiempo, se pierde cierta intimidad entre amigos.
Las amistades entre chicas adolescentes están sin duda sujetas a sus propias presiones y limitaciones, pero muchas culturas esperan que las mujeres sigan manteniendo y alimentando estos intercambios cercanos más allá de la adolescencia. Estas expectativas pueden ayudar a mantener una mayor intimidad, pero también pueden hacer que las mujeres tengan una mayor carga a la hora de avanzar y resolver dificultades emocionales en relaciones cercanas.
En 1987, el estudio mandó un cuestionario a la primera generación de participantes y, si estos estaban casados, otro cuestionario para sus esposas. Uno de los temas en los que el estudio estaba especialmente interesado ese año era en la experiencia de las parejas con amigos.
A los hombres les preguntaron: «¿Cómo de satisfecho estás con el número de amigos que tienes y con tu nivel de intimidad con ellos (aparte de tu mujer)?». El 30 % dijo que no estaban satisfechos y que les gustaría tener más. Cuando se planteó una pregunta similar a sus esposas, solo el 6 % dijo sentirse no satisfecha.
Más o menos por la misma época, la socióloga Lillian Rubin estaba haciendo un importante trabajo estudiando el tema de por qué hombres y mujeres parecían experimentar la amistad de formas distintas.
Las mujeres, según halló Rubin, eran más propensas que los hombres a mantener el contacto con sus amigos. La naturaleza de sus relaciones también era distinta: los hombres eran más propensos a organizar amistades en torno a actividades, mientras que las mujeres eran más propensas a la cercanía emocional y a compartir pensamientos y sentimientos íntimos entre sí. Las mujeres tenían más amistades cara a cara y los hombres tenían más amistades codo con codo.
Las observaciones de Rubin fueron apoyadas por algunos análisis de múltiples estudios, pero a medida que crecen las investigaciones sobre este tema hay una cosa clara: las diferencias entre géneros sobre lo que hombres y mujeres buscan en la amistad son más pequeñas de lo que uno podría esperar a partir de nuestros prejuicios culturales.
Por ejemplo, los estudios muestran que las mujeres, en general, tienen expectativas más altas que los hombres al respecto de tener intercambios íntimos en sus amistades, pero el margen de diferencia es pequeño. En psicología, estas pequeñas desemejanzas entre grupos significan que la superposición entre ambos es la norma y no la excepción. En su conjunto, la investigación demuestra que la mayoría de las personas, independientemente del género con el que se identifiquen, quieren y necesitan una cercanía e intimidad similares con sus amigos.
LAS AMISTADES EN EL CORAZÓN DEL ESTUDIO HARVARD
Cuando los participantes del estudio reciben un cuestionario en el buzón, este no va acompañado únicamente de un sobre franqueado para su devolución. También incluye una carta amistosa de un miembro del equipo. A lo largo de los años ha habido mucha correspondencia entre el equipo y los participantes y una mirada rápida a esas cartas en los expedientes revela la profundidad de las conexiones establecidas. En las mentes de la primera generación de participantes, un nombre concreto al final de esas cartas llegó a ser sinónimo del Estudio Harvard en sí: Lewise Gregory Davies.
Formada como trabajadora social, Lewise se unió al estudio muy al principio, cuando Arlie Bock estaba empezando la investigación. A medida que se expandía, Lewise se implicó más y más en el contacto con los participantes. Estos llegaron a conocerla por su nombre y a mandarle notas personales donde le informaban sobre sus vidas (aunque en sus cuestionarios mencionaran la mayoría de los detalles) y si se retrasaban en devolver el cuestionario, ella se ponía en contacto con ellos y los animaba a hacerlo. Lewise los consideraba amigos, casi como una segunda familia. Muchos de ellos respondían los cuestionarios y las solicitudes de entrevistas por lealtad personal a ella.
Con el tiempo, Lewise se jubiló, pero después de la muerte de su marido sintió que echaba de menos a los amigos que había hecho en el estudio, así que regresó y siguió con su trabajo. Fue este compromiso personal con el proyecto, el de Lewise y el de otros, lo que ayudó a que casi el 90 % de los participantes permaneciera implicado en él durante ocho décadas. Nuestros participantes sabían que no solo eran importantes para el estudio y la investigación —que la mayoría de ellos no vería nunca—, sino también para Lewise. En 1983, después de jubilarse por segunda vez, Lewise les escribió una nota breve a todos los participantes del estudio agradeciéndoles una última vez una de las experiencias que habían definido su vida.
Queridos amigos:
Durante todos estos años he atesorado mi amistad con vosotros y vuestras familias. Los recuerdos han sido una estrella que ha dado luz a mi vida. Vuestra lealtad y devoción por mi estudio me han conmovido mucho. Que los años que nos queden sean ricos en felicidad y realización para ti y para tus seres queridos.
Con todo mi cariño, tu vieja y buena amiga,
Lewise
Esta es una relación que podría parecer poco importante. Muchos de los participantes solo vieron en persona a Lewise una o dos veces y algunos ni siquiera eso. Pero ella era una parte importante de sus vidas y muchos se alegraban de haberla conocido. Aunque podría parecer una relación pequeña e insignificante, en realidad era todo lo contrario. Como Keane en el capítulo nueve, Lewise cultivó fuertes conexiones en el trabajo y creció personalmente en el proceso. Si no hubiera sido por estas pequeñas conexiones y los efímeros pero positivos sentimientos que las acompañaban, es probable que el Estudio Harvard ya no existiera.
LA IMPORTANCIA DE LAS RELACIONES «POCO IMPORTANTES»
Cuando le preguntaron a Henry Keane, el marido de Rosa, su definición de un «amigo de verdad», dio una respuesta con la que muchos de nosotros seguramente coincidiríamos: «Un amigo de verdad es alguien con quien siempre puedes contar para que te acompañe o te ayude si lo necesitas».
Este es el tipo de amistad que los científicos sociales denominan «lazo fuerte». Son las personas que sabemos que estarán ahí para nosotros cuando las cosas se pongan feas, que nos animarán cuando estemos decaídos y que están dispuestos a apoyarnos en las malas rachas. Cuando la mayoría de nosotros pensamos en «amigos importantes», son estas relaciones las que acuden a nuestra mente.
Pero una relación no tiene por qué ser una de las más frecuentes ni íntimas para ser valiosa. De hecho, pocos de nosotros somos conscientes de que algunas de nuestras relaciones más beneficiosas pueden ser con personas con quienes no pasamos mucho tiempo o que no conocemos muy bien. Incluso las interacciones con completos desconocidos pueden comportar beneficios ocultos.
Piensa en la interacción más habitual y sencilla: comprar un café. Cuando entras en la cafetería, ¿cuántas veces charlas con el camarero? ¿Cuántas veces le preguntas con interés genuino cómo está o qué tal le va el día? Puede que tengas o no la costumbre de hacerlo, pero, en cualquier caso, la mayoría de nosotros seguramente no consideraríamos que estas interacciones son «importantes». ¿Verdad? Entonces, ¿importan? En un estudio fascinante, los investigadores dividieron a un grupo de participantes (a los que les gustaba el café) en dos grupos: a uno le dijeron que interactuara con el camarero y al otro que fuera lo más eficiente posible. Al igual que en el estudio «extraños en un tren» mencionado en el capítulo dos, los investigadores hallaron que las personas que sonreían, establecían contacto visual y tenían una interacción social con el camarero —en este caso, un completo desconocido— salían sintiéndose mejor, con más sentimiento de pertenencia, que los que recibieron la orden de ser lo más eficientes posible. Resumiendo, tener un intercambio amistoso con un desconocido sube la moral.
Hay pequeños momentos que pueden mejorar nuestro humor y ayudar a equilibrar parte del estrés que sentimos. El molesto camino al trabajo puede compensarse con una breve conversación con el guardia de seguridad del edificio. La sensación de desconexión puede verse aliviada saludando al cartero. Estas interacciones que duran un instante pueden mejorar el humor y aumentar la energía a lo largo del día. Si adquirimos el hábito de buscar y detectar oportunidades para estas mejoras de moral diaria, con el tiempo sus efectos pueden ser muy amplios no solo para nosotros, sino para toda la red social en su conjunto: el contacto informal repetido ha demostrado que promueve la creación de amistades íntimas. Y, a veces, incluso el contacto más informal puede abrirnos la puerta a un nuevo ámbito de experiencias.
EL AMPLIO ALCANCE DE LOS LAZOS «DÉBILES»
Las amistades informales pueden ser las relaciones más infravaloradas que tenemos. No les dedicamos apenas tiempo y tampoco tienen un impacto sobre nuestra vida que sea muy obvio. Ahora se ha investigado ya mucho sobre los beneficios de estas conexiones (que los científicos sociales denominan «lazos débiles», un término que no nos gusta mucho, porque no tienen nada de débiles). No son las relaciones a las que recurriremos cuando estemos angustiados y, sin embargo, nos proporcionan descargas de energía y buenas sensaciones durante el día, así como una sensación de estar conectados con comunidades más grandes.
El sociólogo Mark Granovetter ha llevado a cabo notables investigaciones que muestran la importancia crucial de estos lazos informales. Granovetter argumenta que las personas a las que solo conocemos incidentalmente crean grandes puentes con nuevas redes sociales. Estos puentes permiten el flujo de ideas distintas y a menudo sorprendentes, un flujo de información a la que no tendríamos acceso de otro modo, y también un flujo de oportunidades. Granovetter ha demostrado, por ejemplo, que las personas que cultivan lazos informales tienen más probabilidades de encontrar mejores empleos. Cuando incrementas la complejidad de un sistema social, aumentan las opciones de que suceda una variedad más amplia de cosas. Los lazos informales también pueden conducir a una sensación más expansiva de nuestra comunidad. Cuanto más hablemos con personas de fuera de nuestras burbujas, conectemos con ellas y humanicemos nuestras experiencias en conjunto, más empáticos seremos cuando surjan conflictos.
Observa el gráfico de tu «universo social» del capítulo cuatro. O, si no lo has hecho, piensa un momento en el universo de tus amigos y en las interacciones que tienes a diario. ¿Tienes relaciones que te conecten con otros grupos sociales? ¿Y amigos que te expongan a ideas nuevas o diferentes? ¿Existen oportunidades de cultivar lazos «débiles» en tu universo social?
Estas relaciones informales son también las más intercambiables; entran y salen de nuestras vidas a medida que estas cambian. Las conexiones de los participantes en el Estudio Harvard con Lewise Gregory y con el equipo del estudio se mantuvieron a fuerza de años de esfuerzo y dedicación sistemáticos; la mayoría de las relaciones a distancia o informales no reciben tanta atención.
En el capítulo tres hablamos de la forma en que cambian nuestras relaciones a medida que lo hace nuestra posición en la trayectoria vital y esto es especialmente cierto en el caso de los amigos. A menudo, se abren huecos en nuestro mapa de amistades porque nuestras vidas ya no se acomodan fácilmente a determinadas relaciones. Cuando pasamos de ser adultos jóvenes que se divierten con sus amigos la mayoría de las tardes y fines de semana a padres de niños pequeños, apenas tenemos tiempo para nosotros mismos. O cuando transicionamos de los días laborables llenos de reuniones con compañeros de trabajo a la largamente esperada libertad de la jubilación, donde nos vemos de repente más solos de lo que esperábamos. A medida que avanzamos por la vida, nuestras relaciones sociales no siempre nos siguen el ritmo.
DISTINTOS AMIGOS PARA DISTINTAS ÉPOCAS (LOS AMIGOS A LO LARGO DE LAS ETAPAS VITALES)
Date un paseo por tu ciudad o barrio un día de verano y seguramente presencies momentos de amistad entre personas en distintas etapas vitales: chicos y chicas adolescentes jugando a deportes de equipo; adultos de mediana edad que quedan para tomar café o salir a correr; un grupo de padres en el parque, todos con bebés y niños de edades similares; octogenarios que se reúnen para jugar al ajedrez.
Nuestra etapa vital tiene un gran impacto sobre el tipo de amistades que tenemos y su papel. Las nuevas amistades surgen a menudo de situaciones vitales concretas, y también pueden ayudarnos a superarlas.
Los adolescentes conectan descubriendo juntos cosas nuevas y compartiendo sus pensamientos y sentimientos. Los universitarios, sumergidos en la intensa experiencia de vivir por su cuenta por primera vez, se vinculan mediante las dificultades compartidas y desarrollan confianza mutua por el camino. Los padres primerizos se mueren por tener información de primera mano sobre crianza y buscan a personas que sepan por lo que están pasando para recurrir a ellas en busca de apoyo emocional y práctico (Marc y Joan, por cierto, siguieron confiando en el apoyo de Bob y Jennifer, que incluyó hacerles de canguro para que pudieran disfrutar de su primera noche solos cuando Joan se recuperó). Y, como ya hemos comentado, ofrecer nuestra ayuda a los demás puede ser tan importante para el bienestar como recibirla, de modo que los padres que están en una etapa más avanzada (como lo estaban Bob y Jennifer) se benefician de proporcionar ese apoyo. Las conexiones concretas según la etapa vital pueden ser potentes, porque esos amigos han atravesado algo importante juntos. Cuando la vida vuelve a cambiar, como siempre hace, esas amistades pueden desvanecerse. Pero, a veces, incluso un breve periodo de conexión intensa puede forjar amistades que duran décadas y perduran a lo largo de muchas otras etapas vitales.
No siempre avanzamos al mismo ritmo que nuestros amigos. Puede que haya algunos que estuvieran sincronizados con nosotros en el pasado y de repente vayan a contrapié con nuestra vida actual. Si queremos mantener esas conexiones, tendremos que trabajar más duro para cerrar la brecha y entender cómo son sus vidas.
Esto sucede constantemente con quienes no han encontrado pareja, pero tienen amigos que ya se han casado y han tenido hijos. De repente, esos adultos solteros se encuentran en un mundo distinto. Ahora las conversaciones giran en torno a bebés y pañales y los amigos sin hijos pueden sentirse excluidos. No se trata tanto de celos como de haber perdido una conexión que parecía que estaría ahí para siempre, invariable.
Pero con cada paso de una etapa vital a otra es natural que se pierdan algunas amistades. Un tema común entre un gran número de participantes en el estudio, tanto mujeres como hombres, es la pérdida de amigos tras la jubilación. Como ya comentamos en el capítulo nueve, para algunos de nosotros el trabajo es la base de nuestro universo social. Cuando nos lo quitan, nuestra buena forma social puede verse afectada.
Esto le sucedió a Pete Mills, uno de nuestros participantes universitarios. Cuando se retiró de su ejercicio como abogado, entendió con preocupación que toda su vida social había sido construida alrededor del trabajo y que tendría que ser proactivo en la reconstrucción de sus conexiones sociales. En un esfuerzo por encontrar nuevos amigos, su mujer y él se pusieron a jugar a los bolos.
«Les pregunté por su ocio», escribió el entrevistador del estudio en las notas de campo.
El lunes por la noche, dijo, se habían tomado veinte «bebidas y aperitivos fuertes» después de los bolos. El viernes por la noche, seis para cenar. Él se encarga de los suelos. Ella limpia el polvo.
Les pregunté qué hacen juntos que les diera más alegría. «Socializamos mucho», dijo. El grupo de los bolos se reúne una vez al mes. También tienen un grupo de lectura de obras de teatro que se reúne con regularidad. «Ella no lee lo bastante fuerte. Yo sí», dijo con tono travieso.
Le pregunté sobre conexiones con gente de fuera de la familia. «Conectamos bastante —dijo—. Y nos mantenemos al día con viejos amigos. Da mucho trabajo. La gente no lo hace, así que tienes que hacerlo tú.» Le pregunté quién consideraba que eran sus amigos más cercanos. Él lo pensó un momento y mencionó a una pareja con quien se juntan regularmente para ir a museos y compartir historias y fotos de viajes. «Hay unas cuantas personas del grupo de lectura de teatro —dijo— que son amigos cercanos.» También se siente unido al «único superviviente de mi habitación» [de la universidad], que vive en Cambridge, pero con quien reconoce que ya no se ve muy a menudo. «Seguramente nuestros amigos más cercanos están aquí y ahora», dijo. La mayoría son personas a quienes han conocido en los años que lleva él jubilado.
Pete es un gran ejemplo de participante que busca amigos y los mantiene activamente. Y tenía razón: mantenerse al día con los viejos amigos da mucho trabajo y a muchas personas les cuesta hacerlo o ni se molestan. Pero tanto él como su esposa estaban predispuestos y les gustaban especialmente las grandes reuniones. No todos somos así. No todos (ni siquiera muchos) vamos a emocionarnos por tener a veinte personas en casa unas cuantas veces al mes. Pero lo importante es entender qué tipo de conexiones nos ayudan a prosperar. ¿Tenemos suficientes conexiones así? Si no, ¿podemos dar pasos en esa dirección?
EL CAMINO POR DELANTE
Escuchar es algo magnético y extraño, una fuerza creativa. […] Los amigos que nos escuchan son aquellos a los que nos acercamos. […] Cuando nos escuchan, esto nos crea, nos despliega y nos expande.
BRENDA UELAND14
Las amistades son unas de las relaciones más fáciles de abandonar. Una y otra vez a lo largo de las vidas de los participantes en el Estudio Harvard vemos amistades que se han deteriorado, en hombres y en mujeres, a causa del abandono. Parte de lo que hace tan maravillosas las amistades es lo que también las hace efímeras: que son voluntarias. Pero eso no las hace menos significativas. Así que vas a tener que mantener las amistades que ya tienes y crear nuevas a conciencia.
Una de las preguntas más habituales que nos hacen es: ¿cuántos amigos necesito? ¿Cinco? ¿Diez? ¿Uno?
Desgraciadamente, no podemos responder por ti a esta pregunta. Cada persona es distinta. Quizá para ti lo mejor es tener dos amigos íntimos o quizá lo que necesites para estar bien es una hueste de amigos con quienes compartir distintas actividades y quedar para organizar grandes reuniones. Dependiendo de la etapa vital en la que te encuentres, necesitarás cosas distintas. Puedes empezar observando las causas y actividades que te preocupan y desarrollando nuevas amistades y comunidades en torno a esto. Para descubrir qué te llena más y te hace sentir mejor tendrás que reflexionar sobre ti mismo. Pero aquí te dejamos unas cuantas claves relacionadas con los amigos.
Las amistades pueden sufrir de algunas de las cosas que padecen las relaciones familiares: conflicto crónico, aburrimiento, ausencia de curiosidad, incapacidad de prestar atención.
Aprende a escuchar a tus amigos. Como sugiere Brenda Ueland, escuchar es tan bueno para quien escucha como para quien es escuchado. Absorber de verdad la experiencia de otra persona anima tanto a quien escucha como a quien habla a «desplegarse» para salir de su caparazón y nuestras vidas a menudo son más ricas gracias a esto. Todos tenemos puntos sensibles que nos hacen avanzar con dificultad por las conversaciones más íntimas, pero las recompensas valen la pena. Por ejemplo, la gente acostumbra a ser muy reservada sobre la enfermedad. Les gustaría poder explicarlo, pero les preocupa ser una carga para sus amigos. Solo mostrar que quieres saber más cuando alguien menciona una preocupación médica puede bastar para abrir esa puerta.
Que nos escuchen nos hace sentir entendidos, cuidados y vistos. Puede que descubras que estar al lado de un amigo y escucharlo crea un entorno en el que tú también eres visto y oído…, pero hay que ser valiente para ofrecer a tus amigos algo que escuchar. También sucede a menudo en las amistades que una persona es más propensa a escuchar y la otra a hablar. Saber quién eres tú te puede dar la oportunidad de equilibrar las cosas. Las amistades más potentes fluyen en ambas direcciones.
Piensa en las desavenencias que tienes en tu vida. Las amistades pueden causarnos heridas que nos acompañen mucho tiempo. Pero las desavenencias entre amigos no tienen por qué ser permanentes. A veces basta con un simple mea culpa o con tender una rama de olivo —un mensaje de texto amable, una invitación a comer, una llamada rápida para felicitar el cumpleaños— para reparar una herida del pasado. A veces protegemos con más insistencia y tenacidad ese daño de lo que protegimos la amistad en sí. Olvidar los rencores puede liberarnos de esa carga.
Por último, piensa en tus rutinas sociales. A menudo caemos en repeticiones con los amigos que vemos más a menudo. Hablamos sobre las mismas cosas, los mismos problemas, una y otra vez. ¿Hay algo que te gustaría obtener más de un amigo en concreto? ¿Hay algo más que tú puedas dar? Quizá haya algo más que quieras saber sobre ese amigo o su pasado. O algo nuevo que los dos podríais explorar juntos.
Al leer este capítulo, puede que pienses que tú no eres capaz de hacer estas cosas. Quizá te sientas solo, pero también anclado en tus costumbres. Los viejos hábitos sociales son difíciles de cambiar y todos tenemos determinadas barreras psicológicas, como timidez o aversión a los grupos, que nos complican alterar nuestras circunstancias sociales. Quizá sientas que es demasiado tarde para ti.
Si es así, no estás solo. Una frase habitual entre algunos participantes en el Estudio Harvard, independientemente del género, es la idea de que en algún momento de la vida adulta resulta ya imposible cambiar la naturaleza de nuestras amistades. La expresión de la soledad a menudo va seguida de frases como «Supongo que es lo que hay…» o «La vida es demasiado ajetreada para tener amigos…». Incluso en las respuestas escritas en un cuestionario formal se puede oír la resignación en las voces de los participantes.
Andrew Dearing fue uno de ellos. En el fondo, él sabía que su vida no cambiaría. Como muchas personas —quizá como tú—, él creía que era demasiado tarde.
ES DEMASIADO TARDE PARA MÍ
Andrew Dearing vivió una de las vidas más difíciles y solitarias de todos los participantes en el estudio. De niño, tuvo un padre ausente, su madre y sus hermanos tuvieron que mudarse constantemente y él no pudo desarrollar amistades duraderas. En los primeros años de su vida adulta siguieron sus problemas para entablar amistades significativas. Tenía treinta y cuatro años cuando se casó. Su esposa era muy crítica con Andrew y sentía aversión por la mayoría de las situaciones sociales. No quería ver a nadie y tampoco quería que lo hiciera él. Nunca salían y casi nunca los visitaba nadie. Su matrimonio era uno de los mayores estreses de su vida.
Lo único que lo hacía feliz era su trabajo. Era relojero y le gustaba desmontar relojes antiguos y de cuco para hacer que volvieran a funcionar. La gente siempre acudía a él con historias familiares sobre sus relojes y a él le gustaba devolver a la vida esas reliquias para sus clientes. A punto de cumplir los sesenta años, le preguntaron cuándo tenía previsto jubilarse. Él escribió: «No estoy seguro. Llevo trabajando en esto desde que tenía ocho años. El trabajo me ha mantenido vivo. Jubilarme me suena y me da la sensación de que es el final del camino. Así que me gustaría seguir trabajando». Pero a lo largo de la mayor parte de su vida adulta informó de muy bajos niveles de felicidad y satisfacción. A los cuarenta y cinco años, en un momento de profunda desesperanza, Andrew intentó suicidarse. Veinte años después, seguía debatiéndose con la idea. «He pensado en acabar con todo», escribió en el margen de un cuestionario.
Cuando, a mediados de su década de los sesenta, le pidieron que describiera a su amistad más íntima en la vida y qué había significado para él, Andrew escribió sencillamente: «Nadie». Cuando le preguntaron qué hacía para divertirse, escribió: «No hago nada. Estoy siempre en casa, menos cuando voy a trabajar».
A los sesenta y siete años, su vista se había deteriorado hasta el punto de que ya no podía llevar a cabo trabajo de precisión, de modo que se vio obligado a jubilarse. Poco después, acudió a terapia por primera vez en su vida. Allí habló de lo solo que se sentía en el mundo y de la tristeza que le causaba tener que dejar de trabajar. Contó que estaba teniendo pensamientos suicidas. El terapeuta le preguntó si había pensado alguna vez en dejar a su esposa. Andrew no lo había pensado. Sentía que eso sería descortés con ella. Pero aquella conversación caló en él y al año siguiente, con sesenta y ocho años, aunque no se divorció, sí se separó de ella y se mudó solo a un piso. Ahora, aunque se sentía aliviado de haberse liberado de las limitaciones de su matrimonio, se sentía más solo que nunca. Por impulso, decidió empezar a ir a un gimnasio cerca de su casa para hacer ejercicio y no pensar. Empezó a ir todos los días y se fijó en que siempre veía a la misma gente, día sí y día no. Un día saludó a otro habitual y se presentó.
Tres meses después, Andrew conocía a todas las personas del club y tenía más amigos de los que había tenido en su vida. Cada día esperaba con ilusión el rato que pasaba en el gimnasio y empezó a ver a algunos de sus amigos fuera de él. Descubrió que unos cuantos compartían su gusto por las películas antiguas y empezaron a reunirse para ver y compartir sus títulos favoritos.
Un par de años después, cuando el cuestionario del estudio le preguntó si se sentía solo, Andrew escribió: «Sí, a menudo». Al fin y al cabo, ahora vivía solo. Pero cuando le preguntaron cómo de ideal era su vida en una escala del 1 al 7, Andrew rodeó el «7», «Casi ideal». Aunque seguía sintiéndose solo, su vida lo llenaba tanto ahora que casi no podía imaginar que pudiera mejorar.
Ocho años después, en 2010, Andrew seguía teniendo un contacto estrecho con muchos de esos mismos amigos, había ampliado su círculo social aún más y expresaba un gran alivio por haber cambiado su vida. Cuando años antes le habían preguntado cada cuánto tiempo salía de casa para ver a otras personas o iba gente a verlo a él, su respuesta había sido «Nunca».
Ahora, cuando le preguntaron lo mismo con más de ochenta años, su respuesta fue «Todos los días». Como las circunstancias vitales cambian mucho y las personas también, es difícil hacer una afirmación general sobre qué es posible y qué no en la vida de alguien. Pero Andrew fue una de las personas más aisladas y solitarias del estudio y, al final, encontró alivio. Cambió su rutina y conectó con otros y en el proceso se abrió al mundo de una forma que lo hacía sentirse valorado.
Vivimos en un mundo que anhela una mayor conexión humana. A veces podemos sentir que vamos a la deriva, que estamos solos y que ya hemos superado el punto en el que podemos hacer algo para cambiarlo. Andrew se sintió así. Creyó que había superado ese punto de inflexión. Pero se equivocaba. No era demasiado tarde. Porque lo cierto es que nunca lo es.