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Conclusión

NUNCA ES TARDE PARA SER FELIZ

En 1941, Henry Keane tenía catorce años y estaba sano. Aunque vivía en un barrio que se definía por su pobreza y estas privaciones hicieron que muchos chicos que él conocía se metieran en problemas, Henry evitó ese camino. Interesado en entender por qué, un joven investigador de Harvard subió tres tramos de escaleras del bloque de viviendas de alquiler de Henry un día lluvioso para hablar con él y con sus padres sobre participar en un proyecto puntero de investigación. Los responsables querían hacerle chequeos de salud regulares y hablar con él sobre su vida de forma periódica durante unos cuantos años para ver qué podían aprender de las experiencias de chicos jóvenes de las zonas más pobres de Boston. Casi quinientos chicos de su edad de otros barrios de la ciudad también estaban siendo reclutados, la mayoría de familias inmigrantes como la de Henry. Sus padres eran escépticos, pero el investigador parecía de fiar. Aceptaron.

Unos años antes, Leo DeMarco y John Marsden, ambos de diecinueve años y en su segundo curso en la Universidad de Harvard, pidieron cita en la consulta del servicio de salud para conocer a Arlie Bock, que los apuntó a un estudio parecido que intentaba saber qué hacía florecer a los hombres jóvenes. Después de sus primeras entrevistas —de dos horas—, los hicieron volver la semana siguiente.

—No era capaz de imaginar —dijo John— qué más podrías preguntarme. Nunca había pensado que tuviera cosas que decir sobre mí mismo para llenar dos horas.

Ambos estudios estaban planteados para durar unos cuantos años. Quizá diez, si lograban los fondos necesarios.

Esos tres chicos tenían todas sus vidas por delante. Al mirar hoy las fotografías de su ingreso, Bob y Marc se maravillan y experimentan una nostalgia similar a la de cuando miramos la fotografía de un viejo amigo. Ninguno de los participantes podía saber a qué dificultades se enfrentaría; tampoco a dónde los llevaría su vida.

Algunos de los de su cohorte, chavales como ellos, murieron en la guerra que estaba por llegar. Algunos fallecieron de complicaciones relacionadas con el alcoholismo. Algunos se hicieron ricos y otros, incluso, famosos.

Algunas vidas fueron felices. Otras, no.

Ochenta años después sabemos que Henry y Leo están en el grupo feliz. Ambos se convirtieron en hombres sanos e implicados, con ideas positivas y realistas sobre el mundo. Observamos sus expedientes, sus vidas, y dentro del flujo normal de mala suerte y tragedias y malas rachas vemos algunos golpes de suerte. Se enamoraron, adoraban a sus hijos, encontraron sentido en sus comunidades. Llevaron vidas principalmente positivas y por las que se sentían agradecidos.

John está en el grupo infeliz. Empezó la vida con privilegios, incluida la riqueza material, y también tuvo golpes de suerte. Era un alumno brillante, fue a Harvard y cumplió su sueño de convertirse en un abogado de éxito. Pero su madre murió cuando él tenía dieciséis años y también sufrió acoso escolar de niño durante varios cursos. Con el tiempo, empezó a desconfiar de la gente y a afrontar el mundo habitualmente de forma negativa. Le costaba conectar con los demás y, al enfrentarse a dificultades, su instinto era alejarse de las personas más cercanas a él. Se casó dos veces, pero nunca se sintió querido de verdad.

¿Cómo podríamos haber ayudado a John si pudiéramos volver atrás hasta el día en que le hicieron esa fotografía a los diecinueve años? ¿Podríamos usar algo de lo que John contribuyó a descubrir al estudio para ayudarlo a afrontar su propia vida? «Toma —podríamos decirle—, esta es la vida de alguien a quien estudiamos. Él lo hizo para que tú puedas hacerlo mejor.»

Pero muchos de los hallazgos más significativos, claro está, llegaron después de que los participantes hubieran vivido ya gran parte de sus vidas. Así que no contaron con el privilegio de la investigación que hemos presentado en los momentos en los que más les hubieran ayudado.

Por eso escribimos este libro: para compartir contigo lo que no pudimos con ellos. Porque una cosa que muestra claramente el amplio corpus de investigaciones sobre la prosperidad humana, empezando por nuestro estudio longitudinal y pasando por decenas de otros, es que da igual la edad que tengas, en qué parte del ciclo vital te encuentres, si estás casado o no, si eres introvertido o extrovertido: todo el mundo puede dar giros positivos a su vida.

John Marsden es un pseudónimo. Su profesión y otros detalles que podrían identificarlo han sido cambiados para proteger su identidad. El hombre real que se esconde tras ese nombre, desgraciadamente, falleció. Ya es tarde para él. Pero si estás leyendo este libro, no es tarde para ti.

VIVIR UNA VIDA EXAMINADA

A menudo se le ha preguntado al Estudio Harvard: ¿se cuestiona desde el estudio la forma de vida de los participantes? ¿Se distorsionan los datos mediante un efecto Heisenberg psicológico a través del cual el hecho de autoexaminarse moldea las vidas de los sujetos?

Esta es una pregunta que le interesaba mucho a Arlie Bock y a los siguientes directores e investigadores del estudio. Por un lado, es imposible de responder. Como suele decirse: no podemos sumergirnos dos veces en el mismo río. No hay forma de saber cómo habría sido la vida de cada uno de los sujetos de no haberse implicado en el estudio. Sin embargo, los propios participantes tienen opiniones al respecto:

«Lo siento, pero no creo que haya influido en absoluto», era una respuesta típica.

«Solo como tema de conversación. ¡Lo siento!», era otra.

John Marsden se limitó a responder: «En ninguno».

Joseph Cichy (capítulo siete) también escribió: «En ninguno» y después ofreció lo que él consideraba el motivo: «No he ofrecido ninguna respuesta que pueda traducirse en un mensaje para mí».

Otros, sin embargo, reconocían haberles dado la vuelta a las investigaciones del estudio y haberlas usado para valorar sus experiencias y abrirse a la posibilidad de vivir de otra manera.

«El estudio ha hecho que reevalúe mi vida cada dos años», escribió un participante.

Otro explicó su rutina completa de autoevaluación: «Me hace revisar, cuestionar mis actividades actuales, reflexionar sobre la situación, aclarar direcciones y prioridades y evaluar mi relación matrimonial, lo que después de treinta y siete años se ha convertido en una parte tan básica de mi vida que es ya incuestionable».

«Me hace reflexionar un poco —escribió Leo DeMarco—. Me hace celebrar mis circunstancias: una esposa que me quiere y que en general tolera mis rarezas. Las preguntas me hacen ser consciente de que existen otras formas de vivir, otras opciones, otras experiencias que podrían haber sido, pero no fueron.»

Que los participantes se vieran afectados por las preguntas del estudio es en sí una lección para los demás. Puede que ningún investigador nos llame por teléfono y nos moleste para que respondamos preguntas cada dos años, pero también podemos dedicar un momento de vez en cuando a plantearnos dónde estamos y dónde nos gustaría estar. Son estos momentos de tomar perspectiva y mirar nuestra vida lo que nos puede ayudar a despejar la niebla y ver el camino que tenemos por delante.

Pero ¿qué camino?

Tendemos a pensar que sabemos qué es lo que nos llena, lo que es bueno para nosotros y lo que es malo también. Pensamos que nadie nos conoce como nosotros mismos. El problema es que se nos da tan bien ser como somos que no siempre vemos que podría haber otro camino.

Recuerda la sabiduría del maestro zen Shunryu Suzuki: «En la mente del principiante hay muchas posibilidades, pero en la de un experto hay pocas».

Plantearnos preguntas sinceras sobre nosotros mismos es el primer paso hacia el reconocimiento de que quizá no somos expertos en nuestras propias vidas. Cuando lo aceptamos y entendemos que quizá no tengamos todas las respuestas, entramos en el reino de la posibilidad. Y ese es un paso en la dirección correcta.

EN BUSCA DE ALGO MÁS GRANDE

En 2005 celebramos un almuerzo para los participantes de los barrios marginales de Boston, que, en aquel momento, tenían entre setenta y ochenta años. Había una mesa para Southie (sur de Boston), Roxbury, el West End, el North End, Charlestown y todos los demás barrios de Boston representados en el estudio. Algunos de los participantes incluso se conocían del colegio o por haber crecido en las mismas barriadas. Algunos cruzaron todo el país y llegaron ataviados con sus mejores trajes y corbatas; otros solo cogieron el coche hasta el West End desde la otra esquina, vestidos con lo que se hubieran puesto esa mañana. Algunos trajeron a sus esposas e hijos, muchos de los cuales se habían unido también al estudio.

La dedicación de nuestros participantes es aleccionadora. El 80 % de la primera generación estuvo implicado en él durante toda su vida. Los estudios longitudinales típicos tienen una tasa mucho más alta de abandonos y no están ni siquiera cerca de cubrir vidas enteras. Lo que es más importante, el 68 % de sus hijos accedieron a participar en la segunda generación, una tasa increíblemente alta. Incluso los participantes de la primera generación que fallecieron hace muchos años han hecho contribuciones que afectarán a la investigación durante largo tiempo. Nos han dejado tubos de ensayo con su sangre que, en combinación con sus datos médicos sobre su salud física y mental y evaluaciones históricas de los barrios de Boston, están siendo usados para estudiar los efectos a largo plazo del plomo y otros contaminantes ambientales. A medida que se acerca el final de sus vidas, algunos participantes incluso han accedido a donar sus cerebros al estudio. Honrar estas solicitudes no fue fácil para las familias que tuvieron que someterse a molestias considerables en un momento de duelo para asegurarse de que la investigación pudiera tomar posesión de los restos mortales de sus seres queridos. Gracias a toda esta dedicación, las vidas de los participantes siguen importando y su legado perdurará.

Este proyecto ha mejorado nuestras vidas mutuamente. Nuestras vidas, las de las generaciones de miembros del equipo del Estudio Harvard, se han visto alentadas por nuestra conexión con los participantes. A su vez, la creatividad y el compromiso de los miembros de nuestro equipo han permitido a cientos de familias formar parte de algo único en la historia de la ciencia. Lewise Gregory, a quien hemos mencionado en el capítulo diez y que trabajó para el estudio durante la mayor parte de su vida, es uno de los mejores ejemplos de esto. Nuestros participantes respondieron a cuestionarios durante algunos de los momentos más atareados y difíciles de sus vidas, no solo porque creyeran en la investigación, sino también por la lealtad que sentían hacia Lewise y otros miembros del equipo. Un estudio que descubrió poco a poco el valor de las relaciones se sostuvo, al final, gracias a estas.

Con el paso de los años, se creó una especie de comunidad invisible. Algunos participantes no conocieron a nadie más del estudio hasta muy avanzada edad y otros nunca conocieron a ningún otro implicado. Pero igualmente sentían una conexión con los demás. Algunos sujetos que desconfiaban de abrirse tanto al principio sospechaban, pero siguieron adelante. Otros esperaban con ilusión las llamadas del estudio y disfrutaban la experiencia de que les preguntaran cosas y los escucharan. La mayoría, sin embargo, estaban orgullosos de colaborar con algo más grande que ellos. Así, pensaban en el estudio como algo que formaba parte de su generatividad, de su huella en el mundo, y confiaban en que, con el tiempo, sus vidas les resultarían útiles a personas que no conocerían nunca.

Eso da voz a una preocupación que muchos tenemos: «¿Importo?».

Algunos hemos vivido la mayor parte de nuestras vidas y las rememoramos; otros tienen por delante gran parte de las suyas y están deseando experimentarlas. A todos, con independencia de la edad, nos ayuda recordar que esto no solo trata sobre logros personales, sino sobre ser importantes para alguien, sobre dejar algo para las futuras generaciones y sobre formar parte de algo más grande que nosotros: que esto va de qué significamos para los demás. Y nunca es tarde para empezar a dejar huella.

RELLENAR LOS HUECOS

En el contexto de la historia humana, la «ciencia de la felicidad» es una idea reciente. Lenta pero segura, la ciencia está desenterrando respuestas útiles a la pregunta de qué hace que las personas prosperen a lo largo de toda una vida. No dejan de aparecer nuevos hallazgos, datos y estrategias sobre cómo trasladar la investigación sobre la felicidad a la vida real. Si quieres estar pendiente de los últimos resultados, los encontrarás en la Fundación Lifespan Research (<www.lifespanresearch.org>).

El principal reto para el estudio sobre la felicidad está en la aplicación de su conocimiento a las vidas reales, ya que todas son muy distintas y no encajan en un marco de grupo. Los hallazgos e ideas que hemos presentado en este libro se basan en la investigación, pero la ciencia no conoce tus contradicciones ni tu confusión. No puede cuantificar el escalofrío que sientes cuando recibes una llamada de determinado amigo. No puede saber qué es lo que no te deja dormir por las noches, de qué te arrepientes o cómo expresas tu amor. La ciencia no puede decirte si llamas demasiado o demasiado poco a tus hijos, ni si deberías reconectar con determinado miembro de tu familia. No te puede decir si sería mejor para ti tener una conversación sincera tomando café, jugar un partido de baloncesto o salir a pasear con un amigo. Esas respuestas solo pueden surgir de la reflexión y de intentar entender qué es lo que funciona en tu caso. Para que cualquier cosa de las que aparecen en este libro te sea útil, necesitas sintonizar con tu experiencia vital única y sacar tus propias conclusiones.

Pero esto es lo que la ciencia sí te puede decir: las buenas relaciones nos hacen más felices, nos mantienen más sanos y nos ayudan a vivir más tiempo. Esto es cierto a lo largo de toda la vida, en todas las culturas y contextos, lo que significa que casi seguro que es cierto para ti y para casi todos los seres humanos que han existido.

LA CUARTA HABILIDAD BÁSICA

Pocas cosas afectan tanto a la calidad de nuestra vida como nuestra conexión con los demás. Como ya hemos dicho muchas veces, los seres humanos somos en primer lugar animales sociales. Las implicaciones de esto son mucho mayores de lo que la mayoría entendemos.

A veces equiparamos la educación básica a tres habilidades concretas: leer, escribir y sumar. Si tenemos en cuenta que la educación básica está pensada para preparar a los alumnos para la vida, creemos que debería incluirse una cuarta: la capacidad de relacionarse.

Los humanos no nacemos con la necesidad biológica de leer ni escribir, aunque estas habilidades sean hoy fundamentales en sociedad. No nacemos con la necesidad de hacer matemáticas, aunque el mundo moderno no existiría sin ellas. En cambio, sí nacemos con la necesidad de conectar con otras personas. Y debido a que esta necesidad de conexión es fundamental para una vida próspera, creemos que la buena forma social debería enseñarse a los niños y tener un papel central en las políticas públicas, junto con el ejercicio, la dieta y otras recomendaciones de salud. Convertir la buena forma social en central en la educación sanitaria es especialmente importante en el contexto de unas tecnologías en rápida evolución que afectan a cómo nos comunicamos y a cómo desarrollamos nuestras habilidades relacionales.

Hay señales de que el mundo lo está entendiendo. En la actualidad hay centenares de estudios que muestran que las relaciones positivas tienen beneficios para la salud; hemos citado muchos de ellos en este libro. Los cursos sobre aprendizaje social y emocional (SEL, por sus siglas en inglés) se centran en ayudar a los alumnos a aprender a ser conscientes de sí mismos, a identificar y gestionar emociones y a pulir sus habilidades relacionales. Estos programas se están probando en escuelas de todo el mundo. De forma transversal en todas las edades, razas, géneros y clases, esta investigación sugiere que, en comparación con los alumnos que no recibieron esta formación, los que sí lo hicieron mostraron más comportamientos positivos con sus compañeros, mejor rendimiento académico, menos problemas de conducta, un menor consumo de drogas y menos angustia emocional. Estos programas son un paso en la dirección correcta y su impacto muestra que hacer hincapié en las relaciones vale la pena. También se está empezando a procurar que este mismo aprendizaje llegue a adultos en organizaciones, lugares de trabajo y centros comunitarios.

LA ADVERSIDAD EN EL CAMINO HACIA LA BUENA VIDA

Vivimos una época de crisis global. Conectar con nuestros compañeros humanos es aún más urgente en este contexto. La pandemia de covid-19 puso de manifiesto de forma incontestable la necesidad de conexión. A medida que la enfermedad se expandía y empezaban los confinamientos, muchas personas intentaron apuntalar las relaciones más importantes de sus vidas para aumentar su sensación de seguridad y unión. A medida que los confinamientos se prolongaban primero semanas y luego meses y más, las personas empezaron a sentir los efectos del aislamiento social de formas extrañas y, a veces, profundas. Nuestros cuerpos y mentes, inextricablemente unidos, reaccionaron al estrés del aislamiento. Personas de todo el mundo empezaron a experimentar consecuencias en su salud a medida que los escolares perdían el contacto regular con sus amigos y profesores, los trabajadores perdían la presencia de sus compañeros, se posponían bodas, se dejaban de lado amistades… Quienes teníamos acceso a internet tuvimos que conformarnos con conectar mediante pantallas de ordenador. De repente, quedó claro que colegios, cines, restaurantes y parques no solo servían para estudiar, ver películas, comer o practicar deporte. También servían para juntarnos.

Las crisis globales seguirán afectando al bienestar colectivo. Pero, conforme nos esforzamos por afrontarlas, debemos recordar que solo tenemos el momento que vivimos en el lugar en el que estamos. Es el abordaje que elegimos a cada instante, a medida que este segundo transcurre, y las conexiones con los individuos con quienes nos encontramos en nuestras vidas —familiares, amigos, personas de nuestras comunidades y demás— lo que en última instancia nos servirá de bastión frente a las crisis que vengan.

Cuando los participantes en el Estudio Harvard eran pequeños, no podían imaginar las dificultades a las que se enfrentarían, tanto en el mundo como en sus vidas. Leo DeMarco no habría podido prever la Segunda Guerra Mundial. Henry Keane no podría haber hecho nada para evitar la pobreza que la Gran Depresión causó a su familia. No podemos saber exactamente qué dificultades se nos presentarán en el futuro. Pero sí sabemos que vendrán.

Miles de historias del Estudio Harvard nos demuestran que la buena vida no se halla persiguiendo el ocio y las facilidades. En lugar de eso, nace del acto de enfrentarnos a las dificultades inevitables y de habitar totalmente los momentos de nuestras vidas. Aparece, sin hacer ruido, a medida que aprendemos a amar y a abrirnos a ser amados, a medida que maduramos a partir de nuestras experiencias y cuando nos mostramos solidarios con los demás mediante las inevitables cadenas de alegrías y adversidades de todas las vidas humanas.

UNA ÚLTIMA DECISIÓN

¿Cómo puedes avanzar más en tu camino hacia una buena vida? En primer lugar, reconociendo que la buena vida no es un destino. Es el camino, y este incluye a las personas que lo recorren contigo. A medida que caminas, segundo a segundo, tú decides a quién y a qué dedicas tu atención. Semana a semana puedes priorizar tus relaciones y elegir estar con las personas que te importan. Año tras año, puedes encontrar propósito y significado mediante las vidas que enriquezcas y las relaciones que cultives. Al desarrollar tu curiosidad y ponerte en contacto con los demás —familiares, seres queridos, compañeros de trabajo, amigos, conocidos e incluso desconocidos—, con una pregunta meditada cada vez y a través de un momento de atención total y real, refuerzas los pilares de una buena vida.

Te vamos a hacer una última sugerencia para que te pongas manos a la obra.

Piensa en alguien, solo una persona, que sea importante para ti. Alguien que quizá no lo sepa. Podría ser tu cónyuge, tu pareja, un amigo, un compañero de trabajo, un hermano, un padre, un hijo o incluso un entrenador o un maestro de cuando eras pequeño. Esta persona podría estar sentada a tu lado mientras lees este libro, podría estar de pie en la cocina fregando los platos o en otra ciudad, en otro país. Piensa en qué punto de su vida está. ¿A qué se está enfrentando? Piensa en lo que significa para ti, en qué ha hecho por ti en tu vida. ¿Dónde estarías sin ella? ¿Quién serías?

Ahora piensa en por qué le darías las gracias si creyeras que no vas a volver a verla nunca más.

Y en este momento, ahora mismo, vuélvete hacia ella. Llámala. Díselo.