Obertura
Cien pesetas era la paga que me daban mis abuelitos los domingos. Tendría seis o siete años. Todo un tesoro para esa edad o, por lo menos, eso me parecía a mí. Como cualquier niño, en cuanto tenía un momento iba corriendo a la tienda de chuches a gastarme mi gran fortuna en algo que me hiciera sentir una explosión de sabor. Se llamaba La Bruja, una pequeña tienda situada cerca de mi casa, en mi ciudad natal, Pamplona. El ritual se repetía cada semana. Me paraba frente al mostrador, miraba los chicles, las gominolas, las bolsas de gusanitos…; sin embargo, había algo que me llamaba mucho más la atención.
«No, venga, voy a probar algo nuevo —pensaba—; todos los niños compran “jamones” y los prenden con un mechero para comérselos. Seguro que están muy buenos y así no soy el rarito otra vez…». Pero no, era incapaz. Mi mirada se desviaba irremediablemente hacia los gigantes botes que había a la izquierda y mi boca empezaba a salivar sin que pudiera remediarlo. Unos botes de plástico de unos siete u ocho litros de capacidad rebosantes de algo que me hacía sentir mariposas en el estómago y me provocaba volver al mismo lugar sistemáticamente semana tras semana.
En ellos se encontraban las relucientes cebolletas en vinagre, que mientras escribo estas líneas, casi treinta años después, sigo recordando con claridad, como si me las hubiera comido ayer. Había cebollas blancas y rojas. Unas eran grandes como puños y otras más pequeñitas. Me compraba una o dos y tenía que fraccionar mi tesoro semanal para que me duraran toda la tarde. No entendía cómo la gente podía morderlas y comérselas a bocados si así se acababan en un momento, cuando ¡podías hacerlas durar horas!
La técnica para comerme la cebolleta la tenía muy depurada: la cogía con una mano y, con los dientes, iba quitando capa a capa con muchísimo cuidado de no arrancar dos, en vez de una, para que no se acabara demasiado rápido. Cuando la terminaba, tenía los dedos arrugados como pasas. Y la satisfacción de haber disfrutado de semejante manjar, la recordaba el resto de la semana. Esas cebollas eran lo que se conoce como un encurtido, un primo hermano de a lo que ahora me dedico ya de adulto, los fermentos.
RECUERDOS ENTRE PAPELES
No me acuerdo cuándo fue la primera vez que probé los alimentos fermentados. Bueno, ahora lo sé porque me lo han contado, pero no tengo memoria de ello. Hace unos meses mi madre hizo una limpieza de casa al estilo Marie Kondo (la Marie Kondo que aún no había tenido tres hijos, ya que ahora ha reconocido que no es capaz de seguir su propio método…). Sacó documentos y recuerdos guardados en el trastero desde hace más de tres décadas. Es increíble lo que podemos llegar a olvidar.
En uno de esos papeles aún se podía leer esto: «Dieta y tratamiento para Javi». Y aluciné con el contenido: umeboshi (un fermentado que casi está más a caballo entre un encurtido y un curado), miso (un alimento fermentado por hongos como el Aspergillus oryzae y bacterias ácido-lácticas)… Te estoy hablando de principios de la década de 1990 en España, más concretamente, en Pamplona. Si ahora a la mayoría de la población le suenan raros estos nombres (menos el miso, que es muy famoso por la sopa de los restaurantes japoneses y que también se vende en algunos supermercados en su versión ultraprocesada), ¡imagínate por aquel entonces!
En esa dieta también aparecían algunos alimentos como el kuzu (el polvo de la raíz de la planta Pueraria lobata, muy utilizada en la medicina tradicional china) o el tofu (que no es un alimento fermentado, aunque a veces se confunde con estos), que ahora suelo consumir habitualmente.
Nunca en mil años habría imaginado que ya había probado todos esos alimentos cuando sólo era un niño de tan corta edad. Con unos tres años tuve una época en la que empalmaba catarros continuos, bronquitis y bronconeumonías y, además, me habían diagnosticado vegetaciones después de una pérdida de audición repentina. Vamos, que estaba completito. Mis padres, desesperados y sin saber qué más hacer para mejorar mi salud después de muchos tratamientos médicos, me llevaron a una dietista macrobiótica que le habían recomendado unos amigos.
En la actualidad todos esos alimentos de mi dieta parecen algo relativamente común; estamos rodeados de tiendas ecológicas y tarde o temprano solemos visitarlas para buscar un producto concreto que nos han recomendado, pautado o que hemos descubierto en un vídeo viral en las redes sociales. De hecho, casi siempre es posible encontrar algún alimento fermentado sin pasteurizar en estas tiendas, lo cual resulta bastante más difícil en los supermercados tradicionales (aunque poco a poco esto va cambiando… ¡por fin!). Por aquel entonces, la propia dietista era la que vendía los productos —no me quiero ni imaginar a qué precio—, ya que era prácticamente imposible encontrarlos en una ciudad tan pequeña como Pamplona.
Esta dieta tan «alternativa», que me encontré en un sobre desgastado junto a papeles amarillentos escritos a mano con bolígrafo azul, incluía otros alimentos que ni mis padres ni yo habíamos probado antes: diferentes tipos de algas, tamari (una salsa de soja sin trigo que, a su vez, también es un alimento fermentado en su versión original y tradicional), mijo, nabo daikon (que ahora uso para hacer kimchi)…, y dos complementos alimenticios muy curiosos: un concentrado de suero de leche desproteinizado y fermentado, así como una bebida de pan fermentado (que no era un kvass de pan), ambos con lactobacilos productores de ácido láctico y una gran biodisponibilidad de micronutrientes.
Ya verás como esto mismo se produce en una gran mayoría de los alimentos fermentados que podemos preparar muy fácilmente en casa, sin necesidad de comprar preparaciones extrañas. De hecho, estos alimentos nos han acompañado a lo largo de toda la historia de la humanidad, aunque en los últimos ochenta o cien años parece que hemos olvidado nuestras tradiciones y la única forma que tenemos de reintroducirlas es con alimentos de otras culturas que suenan a exóticos y modernos. Pero ¡nada más lejos de la realidad!
Al parecer, ya sea por los alimentos que introduje con esta dieta, por todos los alimentos que eliminé (azúcar blanco, harinas refinadas, lácteos no fermentados, aceites vegetales refinados, ultraprocesados…) o por una combinación de ambas, mi salud mejoró considerablemente.
Sin embargo, como todas las dietas que se alejan de los alimentos que tenemos a nuestro alrededor, que no conllevan un cambio de hábitos persistente en el tiempo ni una integración fácil de los aprendizajes en el día a día, no crean la adherencia suficiente. Por eso, una vez aliviados los síntomas, la terminamos dejando junto a todos esos nuevos alimentos, volviendo a nuestra alimentación habitual de la mejor manera que mis padres supieron, es decir, intentando incluir los «consejos» nutricionales de la época, como que los niños necesitan cereales refinados con mucho azúcar blanco en el desayuno para tener energía y poder rendir bien en el colegio. ¡Ejem!
EL YOGUR MÁGICO
¿Quién no se acuerda del famoso anuncio de un lácteo fermentado con «L. casei inmunitas» que «activa tus defensas»? Creo que no se ha vivido un éxito como tal en la industria alimentaria desde entonces. Un lácteo nuevo (azucarado, muy azucarado), en unos envases monodosis de plástico, con microorganismos vivos (que todo el mundo llama probióticos, cuando no siempre lo son —en la segunda parte de la obra te enseñaré cómo denominar a cada fermento y microorganismo—) y que, además, prometía ayudar a tu salud.
Se convirtió en un básico en la cesta de la compra de muchas familias, pese a su elevado precio comparado con otros lácteos fermentados.
Yo siempre he sido muy curioso. De niño me encantaba inventarme nuevos experimentos para jugar en mi tiempo libre, cuando levantaba la cabeza de los libros de fantasía épica que tanto me apasionaban. No te puedes imaginar la alegría que me dio mi tía cuando apareció con un bote con líquido blanco que tenía un sabor parecido al del lácteo que anunciaban en la televisión. Tenía algo especial. Cuando le añadías leche y lo dejabas fuera de la nevera toda la noche a temperatura ambiente, la leche se transformaba en más yogur. Sin hacer nada. ¡Aquello parecía magia!
Hoy en día sé que no podía ser como el de la tele. Ese se hace con la archiconocida bacteria que anuncia, junto a las dos bacterias que la acompañan en su composición, Lactobacillus delbrueckii subespecie (subsp.) bulgaricus y Streptococcus thermophilus, que son las que fermentan el yogur. Estos tres «bichillos» necesitan algo que mi yogur mágico no requería: temperatura. Para que estos microorganismos se reproduzcan y fermenten, necesitan estar a unos 42 °C, y ya te digo yo que, en invierno, mi casa de Pamplona no estaba a esa temperatura ni con la calefacción puesta.
Entonces, ¿cómo se fermentaba esa leche a temperatura ambiente? Era lo que se conoce comúnmente como un «yogur» mesófilo, y entrecomillo yogur porque legalmente sólo se puede llamar yogur a los lácteos que están fermentados con esas dos últimas bacterias que he nombrado antes. El resto de los lácteos fermentados, en los que se usan otros microorganismos, se denominan leches fermentadas (así lo dice el reglamento, después te lo explico). Pero bueno, tampoco vamos a ponernos tan técnicos, al menos por ahora.
Mesófilo hace referencia a que estos microorganismos crecen a temperatura ambiente. Resulta que, a lo largo de la historia, ha habido muchísimas leches fermentadas con este tipo de microorganismos; el «yogur» matsoni, el viili o filmjölk son algunos de los más conocidos, aunque hay decenas más. Mi «yogur mágico» era eso, una cepa de «yogur» mesófilo que se había transmitido de familia en familia y que un buen día llegó a nuestra casa para dejar huella.
Porque sí, hoy no sólo me acuerdo de esta anécdota, sino que tengo, consumo y comparto este tipo de leches fermentadas mesófilas a diario. ¡En la nevera tengo mi colección privada de microorganismos!
¡HOLA!
Perdón, creo que todavía no me he presentado oficialmente, ¿verdad? Soy Javi Maeztu, un apasionado de los alimentos fermentados, la nutrición, la microbiología y todo lo que tiene que ver con la salud en general, pero, principalmente, de los fermentos. Desde hace muchos años soy un verdadero amante de los alimentos fermentados. Son un pilar fundamental en mi vida. Vamos, que me hace falta muy, pero que muy poco, para ponerme a hablar de ellos sin parar.
Todo empezó como un hobby. Sí…, ya sé que es una afición un poco extraña ponerte a fermentar alimentos y llenar la casa de botes de dudoso contenido. De hecho, me costó bastante empezar a aprender sobre este mundo. Metí la pata muchas veces. Tiraba más botes de los que consumía… Por eso he investigado y estudiado mucho, para aprender y poder compartir mis conocimientos durante todos estos años.
Mi vida prefermentista
La ciencia siempre me ha gustado en todas sus ramas. De pequeño quería ser biólogo y, después, estudiar ciencias del mar; de adolescente escogí el bachillerato científico para tener opción de elegir casi todas las carreras en el futuro, no quería cerrarme ninguna puerta. Me gustaban tantas cosas y tan diferentes que… ¿cómo iba a saber con diecisiete años lo que quería hacer el resto de mi vida?
Mi otra gran pasión es la música. Empecé a tocar el violín con tres años y medio. Mis padres, pedagogos de profesión y vocación, complementaron nuestros estudios escolares con educación musical desde que éramos pequeñitos (somos tres hermanos). Conforme fui creciendo, me enamoré del violín (y también sufrí mucho, obviamente; este instrumento es precioso, pero muy sacrificado). Decidí que era algo con lo que quería continuar y ver hasta dónde podía llegar. La música me permitió viajar mucho y convivir con culturas diferentes en mi adolescencia: China, México, Japón, Polonia, Estados Unidos, Chile… Cuando llegó el momento de tomar la gran decisión con dieciocho añitos recién cumplidos, cogí las maletas y decidí marcharme a Róterdam a estudiar un máster y continuar mi formación como violinista profesional.
Pero ¿cómo acaba un violinista profesional divulgando sobre alimentos fermentados? Pues por un cúmulo de casualidades que la vida me fue poniendo por delante. Yo no he sido siempre una persona interesada por la alimentación saludable, el deporte, los buenos hábitos de vida o a quien le gustara cocinar nada más allá de unos macarrones con tomate y chorizo.
Ha sido un proceso personal de cambio, mucha introspección y evolución constante que un día me llevó a leer sobre la kombucha, cuando lo más parecido que había probado hasta ese momento era una cerveza de cerezas, hasta arriba de azúcar, que bebía cuando vivía en los Países Bajos. «Kriek», se llamaba.
No te voy a aburrir relatando mi extenso currículum de malos hábitos, con un pequeño resumen sobra. Alimentación, muy mal; ultraprocesados, a punta pala, así como pasta, kebabs y pizzas. Sólo lo compensaba cuando de vez en cuando iba al mercado, llenaba el carro de fruta y verdura y me comía un haring (un arenque fermentado, encurtido o marinado, típico de los Países Bajos, Alemania y Suecia) entre pan y pan. Sí, aunque comía fatal, el gusto por lo ácido, por los sabores fuertes y por probar comidas nuevas siempre lo he tenido.
Deporte, cero. Un trauma infantil y adolescente con la gimnasia del colegio hacía que ni me planteara moverme más de lo estrictamente necesario. ¿Recuerdas el test de Cooper, que sin ningún tipo de preparación previa hacía que aprobaras o suspendieras según el número de vueltas que dieras a una pista? ¡Qué horror! Y no, ir a la universidad en bicicleta no contaba como deporte. Además, bebía como un coche viejo, algo que está muy normalizado en la sociedad. Yo personalmente ni me planteaba que igual mi hígado me podría decir algún día «¡Hasta la vista, baby!». ¿Y tabaco? Sí, fumaba, y mucho.
Obviamente, tenía normalizados problemas digestivos como diarreas explosivas después de tomar el café por las mañanas, hinchazón después de comer, niebla mental continua y un sinfín de «pequeñas» cosas, como alergias primaverales, que ni con el tratamiento de vacunas disminuían y hacían que pasara cuatro meses del año con estornudos, mocos, broncodilatadores y hasta arriba de antihistamínicos.
Ahora miro para atrás y me asusto, pero para mí era normal. Para muchísima gente esto es normal. Tenía veintidós añitos, una carrera universitaria, un máster de investigación, giras internacionales, un futuro prometedor…, pero estaba enfermo. Sí, mi vida era «normal», no estaba «mal»; era muy similar a la de la gente que me rodeaba. Mis hábitos eran idénticos a los de mis amigos, pero que algo fuera común no lo convertía en aceptable, normal y, mucho menos, saludable.
El punto de no retorno
Toda historia de cambios y superación personal tiene un punto de inflexión en el que algo sucede. De repente, a esa persona «el universo» le da un toque de atención y cambia radicalmente su vida. A mí no me pasó eso. Debo de ser mucho más corriente y tener una historia más aburrida. No tuve una experiencia cercana a la muerte ni acabé sin pantalones tirado en un canal de Ámsterdam. Mi vida era bastante «normal», pero un día decidí que normal no era suficiente. Quería cambiar… por mí, por mi futuro, por mi vida.
Dejé de fumar. No fue fácil y tuve varias recaídas, pero, una vez pasaron diez años, ya ni me acuerdo de cuándo lo dejé.
El siguiente paso fue apuntarme a un gimnasio. Lo odié. No me he sentido tan desubicado en mi vida, pero seguí con constancia y poco a poco fui encontrando una forma de encajar el ejercicio físico en mi vida. ¡Hasta podía disfrutarlo!, aunque sólo a ratos.
Y empecé a leer sobre nutrición. Bueno, ya lo puedes imaginar: pavo, light, lácteos desnatados, margarina, el desayuno es la comida más importante del día, ¡cuidado con los huevos!… En aquella época no había ni realfooding, ni divulgadores en redes sociales, y la nutrición no estaba tan presente en los medios de comunicación como lo está ahora.
La búsqueda de una dieta saludable
Buceando por blogs norteamericanos de nutrición, un día me topé con un libro que captó inmediatamente mi atención, Nutrition and Physical Degeneration, de Weston A. Price. ¿Podía ser que gran parte de lo que estaba leyendo sobre alimentación fuera erróneo?
Algunas ideas clave de ese libro me calaron mucho, como la importancia del origen de los alimentos, el daño que nos hacen los ultraprocesados, la densidad nutricional a la hora de escoger qué comemos…, pero, sobre todo, la idea de volver a una alimentación tradicional, ancestral, basada en materias primas y de cercanía, teniendo en cuenta que de toda la vida no significa en los últimos cuarenta años, sino a lo largo de toda la historia de la humanidad.
Soy un poco ratón de biblioteca; los libros en todas sus formas me apasionan. Después de terminar el de Weston A. Price, empecé a buscar sobre este tipo de alimentación y descubrí la dieta paleo. Yo no había escuchado hablar de esa dieta en mi vida, pero cientos de miles de personas la seguían en todo el mundo. Seguro que empatizarás conmigo cuando te diga que me obsesioné un poco con las restricciones de esa dieta. Cuando descubres una nueva forma de alimentación que rompe con todo lo que conocías antes, tiendes a llevarla al límite, quieres la perfección, notas los cambios. A los seres humanos nos atraen los extremos.
La mejora fue instantánea y, aunque sentía que era una alimentación muy restrictiva, me sentía físicamente muchísimo mejor. A medida que iba leyendo y formándome, fui adaptando mi alimentación, alejándome poco a poco de los patrones más estrictos de esta dieta. No sé si hoy sigue existiendo como tal, pero lo que sí sé es que fue una base maravillosa para adentrarme en el mundo de la alimentación saludable. Sentó los cimientos para todo lo que vino después.
Seguro que también había otras opciones alimentarias que al final me habrían llevado a un punto bastante similar, pero la paleo es la que me encontré y me cuadró con lo que estaba buscando. La mantuve durante bastante tiempo y, gracias a otra lectura relacionada con ella, descubrí algo que en ese momento no me podía ni imaginar que me iba a cambiar, literalmente, la vida: la kombucha.
¿Fermentaciones?
Cuando digo que la kombucha me cambió la vida, no estoy hablando de que descubrí el elixir que me «detoxificó» y resolvió instantáneamente todos mis problemas de salud. La kombucha fue mi puerta de entrada al maravilloso mundo de la fermentación alimentaria, que me acompaña desde entonces. Se convirtió en un pilar fundamental de mi vida. Fue un antes y un después. Un nuevo capítulo.
Compré el libro de recetas tradicionales Nourishing Traditions, de Sally Fallon. Había leído que se podía usar para preparar todo tipo de alimentos. Después de una introducción, empezaba con las preparaciones básicas: lácteos, vegetales y frutas fermentadas. ¡Casi cierro el libro en ese punto! Supuestamente, había que dejar un montón de alimentos en botes a temperatura ambiente durante varios días (algunas recetas incluso semanas) para después comerte el contenido. Definitivamente, me había pasado de frenada. Una cosa era ir al mercado a comprar las verduras y el pescado, y otra, empezar a comerme alimentos putrefactos. ¡A saber qué me hacían! Seguro que eran muy tradicionales y todo lo que quieras, pero de ahí a ingerirlos… ¿Cómo sabía que no me iba a intoxicar?, ¿qué pasa con el botulismo? Por algo se habían dejado de hacer esas cosas, ¿no? No tenía pinta de ser muy seguro y de ninguna manera quería intoxicarme por jugar a ser ancestral.
El tema de los lácteos fermentados no me impresionó demasiado; era como el yogur, ¿no? Piimä sonaba un poco raro, pero el kéfir ya lo había probado en algún momento. Además, tenía la experiencia de haber hecho de pequeño el «yogur mágico» de mi tía. Pero era demasiado trabajo para hacer algo que podía comprar en el supermercado de la esquina. Al fin y al cabo, todos los lácteos fermentados son iguales ¿no? (Spoiler: para nada).
Cuando ojeé el apartado de los vegetales y las frutas, sinceramente, no tuvo mucho sentido para mí. Entendía que las preparaciones eran algo similar a los pepinillos y cebolletas en vinagre, las aceitunas y todo eso que tanto me gustaba desde que tenía uso de razón, pero aquí se estaba hablando de echar sal y, en algunos casos, suero de yogur para que fermentase (¿o pudriese?, no veía ninguna diferencia en el proceso). ¿Por qué no ponía vinagre y los guardaba en el frigorífico? Sin duda, esto sonaba mucho más sano y seguro.
En un pósit me apunté que tenía que investigar cómo hacer pepinillos en vinagre en casa. Me había entrado antojo y quería aprender. Salté el resto del capítulo para ver si había recetas «más normales» en los siguientes.
Refrescos «ancestrales»
Yo nunca he sido de refrescos. No me gusta la Coca-Cola ni ninguna de las bebidas gaseosas de la familia. Antes bebía algún Aquarius o Nestea, pero desde que cambié la alimentación y ya no me echaba tres kilos de azúcar en el café de la mañana, no las soporto. Era darles un trago y sentirme empalagado. Rescaté el libro de Sally Fallon para ver si me daba alguna idea de bebida «tradicional» que no tuviera mucho azúcar ni alcohol y que pudiera hacer en mi cocina. Te imaginas con qué me encontré, ¿no? Pues con más fermentación.
Por un lado, entendía que los refrescos tradicionales se fermentaran. La cerveza, la sidra o el vino pasaban en su elaboración por un proceso de fermentación. Había visitado unas cuantas bodegas en mi vida como para tener una ligera noción de cómo era el proceso. Pero yo quería algo sencillo y saludable, y sin alcohol, no montarme una cervecería en casa.
La mayoría de las recetas tenían poco alcohol, pero llevaban sueros de yogur o leche cruda, por lo que no me resultaban muy apetecibles. Estaban la ginger beer, que tenía bastante buena pinta, el fly de boniato, el kvass de pan…, pero todo seguía siendo demasiado raro para mí. Además, arriesgarme a hacer esos procesos en mi casa sin garantías de que no me iba a intoxicar me echaba para atrás.
Y entonces llegué a la última receta, la kombucha. Ingredientes: agua, azúcar, té, kombucha de una tanda anterior y un hongo de kombucha. ¿Un hongo?, ¿una seta? Lo que me faltaba, una bebida con hongos. En la descripción del proceso se comentaba que la bebida era ácida y naturalmente gaseosa y que al terminar «el hongo habrá creado una segunda tortita esponjosa que se puede usar para hacer otra tanda o regalársela a los amigos». Para mí no tenía ningún sentido nada de lo que estaba leyendo, y eso que ya llevaba una buena ración de lecturas extrañas.
Pero la curiosidad me pudo y abrí el ordenador para buscar kombucha en san Google.
Pero ¿qué narices es esto?
Eran las nueve de la noche cuando empecé la búsqueda y apagué el ordenador de madrugada. Lo recuerdo como si fuera ayer. Cuando tecleé la palabra kombucha en la casilla de búsqueda, empezaron a salir cientos de imágenes de una bebida que parecía sidra o cerveza, pero de un montón de colores diferentes (¡hasta había una azul!). Tenía espuma y supuestamente todo era natural. Se decía que su sabor era similar al de la sidra, pero, en vez de estar hecha con zumo de manzana, se elaboraba con un té azucarado y, por alguna razón, el grado alcohólico era casi inexistente. ¿Y todo eso se podía hacer en casa?
Seguí con la búsqueda. El hongo, o «tortita esponjosa» como lo llamaban en el libro de Sally Fallon, era una especie de disco de color beis que tenía microorganismos dentro (no era una seta ni nada parecido, como había entendido en un primer momento). Y cuando se echaba en un bote con té azucarado, en un par de semanas «los bichos» se comían el azúcar y, en vez de alcohol, lo que quedaba eran ácidos parecidos a los del vinagre, pero más suaves de sabor. ¿Vinagre?, ¿también se considera un fermentado? Lo cierto es que los botes con los discos, que en algunas webs también llamaban SCOBY, no tenían muy buena pinta: colgaban una especie de babas como marrones que no sé yo si eran muy seguras.
Entonces tecleé «¿Es seguro hacer kombucha en casa?». Había disparidad de opiniones. Un blog decía que te podías intoxicar con hongos Aspergillus, pero en la gran mayoría se decía que era muy seguro porque el pH era bajo y protegía de los agentes patógenos. Uf, pH… Ahora mismo me recuerda a las tiras que usamos en la piscina de mi pueblo. ¡A ver si voy a tener que retomar la química del bachillerato para poder hacer kombucha! Leí y leí. Había de todo en internet, desde artículos que le atribuían mil y un beneficios casi milagrosos hasta otros que decían que era toda una estafa y que la kombucha era agua sucia.
Algo que me gustó, aparte de que no tenía casi azúcar ni alcohol, es que se podía hacer de todos los sabores que pudiera imaginar. ¡Una persona había hecho una kombucha de tomate y albahaca! Me convencí. En principio, si salía mal, vería un moho verde, como el que les sale a los limones cuando se pudren. Si no pasaba eso, es que era lo suficientemente segura como para consumirla sin morir en el intento. Además, podía comprar unas tiras en la farmacia para medir el pH y asegurarme de que no pasara nada. ¿Qué podía salir mal?
Amor a ciegas
Ahora venía la parte complicada, ¿dónde podía conseguir un SCOBY para hacer kombucha en España? Encontré una tienda que los vendía con certificado, pero los enviaban desde Estados Unidos, y, la verdad, yo tampoco quería hacer una inversión económica, así de primeras, sin saber siquiera a qué sabía esa bebida. Sí, has leído bien. Me puse a buscar un SCOBY sin ni siquiera saber a qué sabía la kombucha. Digamos que fue una especie de amor ciego a primera vista. Vamos, un plan sin fisuras.
Sólo se me ocurrió meterme en eBay. A las dos semanas, me dejaron en el buzón un pequeño sobre de plástico blanco con mi nombre. ¿Qué podía ser? Lo abrí con cuidado, ya que no tenía ni idea. Lo de la kombucha seguro que no, porque eran unos discos enormes, pero tampoco estaba esperando ningún otro envío. En el interior había a su vez otro sobre, este transparente, como los que servían para guardar CD regrabables, con un poco de líquido y algo semitransparente. Deduje que era el SCOBY. Olía como a vinagre, pero no era como lo que había visto en las fotos por internet. «Ya crecerá y se hará más grande», pensé.
La semana anterior había ido a un bazar a comprarme un bote de cuatro litros para hacer kombucha. Tenía todos los ingredientes listos en mi cocina para comenzar el proceso: hervir el agua, infusionar el té, añadir el azúcar, enfriar y echar el SCOBY con el líquido avinagrado que venía en la bolsa. Fácil. Lo removí todo bien, lo tapé con una servilleta de papel y lo metí dentro del armario de la cocina. Me estorbaba demasiado en la encimera.
Ahora sólo quedaba esperar. Me compré dos botellas de vidrio bien bonitas para cuando llegara el momento de saborizarla con frutas. Cada día, religiosamente por la mañana, abría el armario, destapaba el bote y miraba con una linterna su interior para ver si pasaba algo. El primer día no pasó nada, pero al segundo le salieron unas motas blancas, así que me metí corriendo en internet a rebuscar en los foros para saber si era normal; podían ser pequeñas burbujas de aire. Al tercer día las motas blancas eran más grandes y precisamente no tenían mucha pinta de ser aire. Al cuarto, el blanco empezó a ser verdoso; algo no andaba bien. Al quinto día saqué el bote del armario; eso apestaba. El té se estaba pudriendo y en la superficie se había creado una película muy fina, como un SCOBY, pero tenía ronchas verdes y blancas. Tuve que tirarlo todo por el váter, desinfectar el bote y, de momento, puse mi aventura fermentista en stand by.
Un pequeño paréntesis para que no te quedes con ideas erróneas. Esa primera vez que «hice» kombucha cometí muchos fallos: compré un SCOBY de dudosa calidad sin conocer la procedencia, usé muy poco líquido iniciador para los litros de té azucarado que había preparado, removí la mezcla en vez de dejar el iniciador en la superficie como barrera protectora, la metí dentro de un armario sin la ventilación adecuada para que tuviera suficiente oxígeno y, por último, destapé y, por ende, moví el bote todos los días, entorpeciendo el proceso fermentativo en un primer momento. Todo eso hice mal por puro desconocimiento la primera vez que hice kombucha, pero a ti no te va a pasar si decides intentarlo, porque luego te explicaré el proceso con todo lujo de detalles. Un cúmulo de pequeños errores que hicieron que casi tirara la toalla.
Kombucha 1–Javi 0
Casi tiro la toalla. Y digo casi porque soy muy cabezota. Si tanta gente llevaba siglos haciendo kombucha en casa sin problemas, no podía ser tan complicado. Me di un tiempo para informarme bien sobre qué era realmente la fermentación, busqué fuentes fiables y leí muchos libros y estudios. Y mientras tanto iba incorporando otros nuevos hábitos a mi estilo de vida, como la meditación, que años después descubrí lo relacionada que podía llegar a estar con la fermentación.
Llegó el momento en el que me sentí lo suficientemente preparado para volver a intentar hacer kombucha. Ahora sí tenía cogida la sartén por el mango y muchísima información teórica lista para ponerla en práctica.
Además, encontré una pequeña empresa española que hacía kombucha y tenía SCOBY para vender. Me transmitieron mucha confianza, así que encargué uno de inmediato. A los pocos días me llegó un bote de vidrio con un SCOBY gordito y lleno de líquido iniciador. Eso era otra cosa y se parecía muchísimo más a lo que había visto por internet. Preparé la mezcla y dejé mi bote en una estantería a la vista para poder ver los cambios sin tocarlo.
Fueron las dos semanas más largas de mi vida. Ver que algo está creciendo en el bote, pero no poder tocarlo ni olerlo, me ponía de los nervios. Si no hubiera leído que no había que moverlo, seguramente no me habría apetecido tanto hacerlo.
Llegó el esperado momento. Bajé el bote de la estantería, lo abrí y no había moho. De momento, bien. Cogí una pajita para probar el brebaje. ¡Era algo totalmente diferente a todo lo que había probado en mi vida! Estaba bastante avinagrado (era verano, vivía en Madrid y hacía mucho calor, por lo que había fermentado muy rápido), pero me agradaba. Tenía un regusto como a sidra. Separé un vasito para beberlo después, otro para hacer la siguiente kombucha y filtré el resto para hacer la segunda fermentación con frutas (sandía y melón). Estaba buena, pero muy fuerte. A ver qué tal al mezclarla con frutas. Otra vez había que esperar.
El volcán en mi cocina
Hacía mucho calor. Dejé las botellas fermentando cinco días en la encimera de la cocina para que cogieran el sabor de las frutas y gasificaran. Quería una kombucha como esas de las fotos que había en internet: con mucha espuma blanca, como la de una buena cerveza. Si haces kombucha habitualmente, ya te puedes imaginar qué pasó.
Calor, cinco días y frutas con mucho azúcar. Cuando fui a abrir la botella, una vez refrigerada, después de tan larga espera —¡por fin iba a probar una kombucha de sabores!— y con mi vaso más bonito preparado para disfrutar de ese momento tan anhelado… ¡booooom! Fue levantar con suavidad el cierre de la botella y todo el contenido (literalmente todo) salió disparado, como un volcán en erupción, manchando toda la cocina (techo incluido) y desparramándose todo el líquido por la encimera.
Frustración es lo que sentí en esos momentos. Llevaba semanas leyendo sobre la fermentación. Me había gastado dinero en un SCOBY de calidad y en materiales. Había esperado con paciencia sin tocar ni mover el bote de kombucha. ¡Veinte días habían pasado desde que empecé a fermentar para disfrutar de ese momento y lo único que había conseguido era ensuciar toda la cocina! ¿Todo ese trabajo para nada?
Dicen que de los errores se aprende. Y yo, que cuando se me pone algo entre ceja y ceja, soy más terco que una mula, ¡vaya que si aprendí! Empecé a apuntar cada detalle en una libreta hasta perfeccionar el proceso. Una vez dominé la kombucha, me picó el gusanillo y me adentré de lleno en otros tipos de fermentación. Superada esa primera barrera de fermentar en casa sin poner en peligro mi salud, un nuevo y apasionante mundo se abrió ante mí.
UN MUNDO POR EXPLORAR
Ha llovido mucho desde entonces. En ocasiones, mi casa parecía más un laboratorio gastronómico que una vivienda: kéfir de agua, de leche, vegetales fermentados, tempeh, kimchi, koji, miso, kvass, natto, vinagre… Una lista interminable. La cocina se llenó de botes, las estanterías de experimentos, los armarios de misos y garums de larga fermentación, controladores de temperatura y humedad…
Me formé mucho, investigué y practiqué todo lo humanamente posible. Me adentré en el mundo de la microbiología, estudié dietética y nutrición, absorbí casi todo lo publicado hasta la fecha sobre fermentación. Pasé de compartir fotos y recetas en las redes sociales con el pseudónimo del Kombuchero a divulgar de forma activa. Necesitaba que esto se conociera más. Que la fermentación fuera accesible para todo el mundo, independientemente del lugar donde viviera o los conocimientos previos que tuviera.
¿Por qué no?
No hace falta ser un chef de vanguardia, ni microbiólogo ni nutricionista para fermentar.
Al mismo tiempo que impartía cursos y talleres, participaba en entrevistas y publicaba algunos manuales prácticos, pero siempre sin parar de formarme y experimentar. El eterno aprendiz. Es un mundo en el que cada puerta que abres te descubre otras tantas que ni te imaginabas que existían. La fermentación se convirtió en un pilar fundamental de mi vida. Me trajo un mundo lleno de sabores que transformaron la forma en la que me relacionaba con la alimentación, al mismo tiempo que conectaba con mis orígenes y con un mundo desconocido que me rodeaba.
Un mundo microscópico con el que convivimos en simbiosis y que parece que estamos empeñados en obviar, dañar y borrar, en vez de convivir, proteger y nutrir. Un mundo sin verdades absolutas.
Las tradiciones son intrínsecas a las vivencias personales transmitidas a través de las generaciones, lo cual significa que existen muchas realidades distintas. Es lo maravilloso de la diversidad cultural. Todo es único. Todo es verdadero. Lo que estamos haciendo con la fermentación en los últimos años es analizar esta diversidad, desde el respeto y la admiración, para empezar a comprender qué sucede en estos procesos y, sobre todo, quién interviene para que esto ocurra. Porque no lo hacemos solos. No es como preparar una tortilla, donde tú controlas el cocinado.
Aquí ponemos los medios y condiciones para que unos seres microscópicos tomen las riendas y realicen el proceso por nosotros.
No es tan moderno como te lo venden
No nos damos cuenta de que vivimos rodeados de alimentos fermentados (de mejor o peor calidad). Los consumimos a diario sin ni siquiera saberlo y nos han acompañado desde siempre en la alimentación. La fermentación era una forma de transformar los alimentos, conservarlos, volverlos más digeribles o más sabrosos a través de colonias de microorganismos vivos que no sabíamos ni que existían hasta hace unas pocas decenas de años.
En las últimas décadas, debido a la industrialización alimentaria, estos alimentos llenos de vida se han ido sustituyendo por versiones ultraprocesadas que son imitaciones inertes de dudosa calidad. Además, los fermentados no sólo están buenísimos y llevan la experiencia culinaria a otro nivel, sino que, gracias a los últimos estudios científicos, sabemos que consumir algunos de estos alimentos fermentados tiene muchos beneficios para nuestra salud.
¿Quién no ha escuchado eso de que «hay que consumir fermentados porque tienen probióticos y son buenos para… (inserta aquí cualquier patología)»? Pero ¿a qué fermentos se refieren?, ¿a una cerveza?, ¿a los pepinillos del supermercado? A veces se les atribuyen propiedades casi mágicas, ya que la lista de potenciales beneficios es interminable. En la segunda parte del libro te explicaré todos los detalles.
Lo cierto es que todavía no estamos vislumbrando ni la punta del iceberg, porque la actual evidencia científica aún es bastante limitada; sin embargo, eso sólo significa que queda por venir un futuro maravilloso y tremendamente prometedor.
¿Todos los alimentos fermentados son iguales?, ¿cómo diferenciar los tradicionales de las copias ultraprocesadas?, ¿tienen probióticos?, ¿es necesario hacerlos en casa para disfrutarlos o se pueden comprar en algún supermercado?, ¿puede ser peligroso fermentar?, ¿todos tienen beneficios probados para nuestra salud?
Todos podemos disfrutar de los alimentos fermentados
Vivo en una ciudad, trabajo, hago deporte, comparto tiempo con mi pareja y amigos, estudio y, a veces, fermento. Elaborar y consumir alimentos fermentados es compatible con muchos estilos de vida diferentes. Es una práctica tradicional que se puede adaptar perfectamente a la vida actual. Definitivamente, yo no soy un ermitaño que vive en una caverna en el medio de una montaña con sus botes de fermentos.
En este viaje de investigación y aprendizaje continuos, con el tiempo llegué a la conclusión de que la mayoría de las veces menos es más. Se pueden hacer preparaciones muy complicadas y costosas, pero, al final, personalmente, recurro a recetas y fermentos bastante sencillos. Algunos incluso pueden parecer muy básicos a la vista de personas experimentadas. La realidad es que resultan muy efectivos, prácticos y están riquísimos. Llevan el tiempo justo de preparación y nos duran una buena temporada en el frigorífico. Porque hay que disfrutar de fermentar para poder integrarlo en nuestro día a día. No es necesario que nos lleve mucho tiempo.
¿Y si deseas consumirlos pero no quieres fermentar?
Seamos realistas. No todo el mundo quiere, puede o le apetece elaborarlos en casa. Y es perfecto. Por eso es imprescindible que sepamos leer las etiquetas lo mejor posible, para que podamos tomar las mejores decisiones y, sobre todo, seamos conscientes de qué estamos comprando sin que nos engañen. A veces la industria nos lo pone realmente difícil.
Es más, ¡no es necesario que todos hagamos todos los fermentos del mundo! Imagínate si tuviera que hacer toda la kombucha que consumo, el tempeh, el miso, el umeboshi, el natto, los yogures, el kéfir, el queso… Viviría por y para los fermentos. Y no. Me encanta fermentar, pero mi vida es mucho más.
Si queremos integrar los alimentos fermentados en nuestra vida, hay que ponerlo relativamente fácil. Como todos los cambios, lo más importante es la adherencia. No me gustaría que, después de leer este libro, pruebes alguna receta y luego no la vuelvas a hacer porque te lleva muchísimo tiempo o te parece complicada o poco segura.
Desearía que, después de descubrir los fermentos, empieces a integrarlos poco a poco en tu rutina y en tus platos, sin que esto suponga una desestabilización de tu tiempo personal. Que puedas elaborarlos con frecuencia y con la tranquilidad de que estás haciendo las cosas con seguridad o que puedas comprarlos en un supermercado sin tener la sensación de que te están engañando.
En ocasiones es maravilloso hacer recetas muy complicadas, yo lo disfruto muchísimo, pero aún lo es más integrar el mundo de los alimentos fermentados en tu vida de forma permanente.
Ahora empieza tu aventura
Con este libro no sólo vas a descubrir qué son los alimentos fermentados, su historia y los diferentes tipos que existen en el mundo, sino que también vas a aprender cómo diferenciar los verdaderos fermentos —llenos de vida— de sus imitaciones —inertes y procesadas—, cómo hacer buenas elecciones en el supermercado para que no te engañen y cómo denominar a cada uno de ellos según los microorganismos que contengan. Ya te adelanto que todos no son alimentos probióticos, ni mucho menos.
Finalmente, también aprenderás a elaborar tus propios fermentos en casa de forma fácil y segura y a introducirlos, prepararlos, cocinarlos e integrarlos fácilmente en tu alimentación habitual. Siempre me acordaré de una amiga que, después de hablar conmigo, compró un bloque de tempeh y me escribió desesperada porque ¡no sabía qué hacer con él para que quedara rico!
¿Quieres redescubrir el fascinante mundo de los alimentos fermentados? Acompáñame.
Descubre… la kombucha
Cuenta una leyenda que el gran emperador chino Qin Shi Huang, en el año 221 a. e. c., se obsesionó con la idea de encontrar el elixir de la vida o té de la inmortalidad. Sus alquimistas, tras mucha investigación, descubrieron un té milagroso con ese propósito.
Existen muchas teorías sobre cuál era el misterioso contenido de ese té inmortal, pero probablemente fuera una infusión de reishi (Ganoderma lucidum), un hongo con múltiples propiedades medicinales conocidas. Como a la kombucha se la ha denominado durante muchos años el té de hongo, por el aspecto visual de la película de celulosa que cubre la superficie de su cultivo, se terminó asociando esta leyenda milenaria con la bebida que actualmente conocemos en Occidente como kombucha.
Otra leyenda cuenta cómo, cuando el emperador japonés Ingyō, en el año 415 e. c., cayó muy enfermo, mandó llamar a un archiconocido doctor llamado Kombu del reino de Silla (Corea) para que tratara sus dolencias. Milagrosamente lo curó. No se sabe cuál fue el tratamiento que usó y no hay referencias que relacionen aquella curación con un té ni mucho menos con la bebida kombucha, pero algunos textos asocian esta leyenda al origen de la denominación de esta bebida por el nombre que ostentaba el famoso doctor (Dr. Kombu).
A estas leyendas, citadas incluso en actuales estudios científicos[1], las suceden otras tantas con una base tan poco sólida como las anteriores, lo cual dificulta mucho saber exactamente cuándo o cómo se creó la kombucha por primera vez. Las historias hablan de una bebida milenaria, pero no hay documentos que prueben o desmientan tal antigüedad. Sólo tenemos pruebas de su existencia real desde hace unos doscientos años.
La kombucha es la bebida resultante de fermentar té (Camellia sinensis) con azúcar y un cultivo iniciador llamado SCOBY (acrónimo del inglés symbiotic culture of bacteria and yeast, ‘cultivo simbiótico de bacterias y levaduras’, acuñado por Len Porzio a mediados de la década de 1990).
Las historias que parecen tener una relación directa con lo que podría haber sido el verdadero origen de la kombucha provienen de China, Rusia o el Tíbet. Estos cuentos, muy similares entre sí y transmitidos de generación en generación, tienen en común a una persona (un granjero o un monje) que prepara un té endulzado (con miel o azúcar). Una mosca de la fruta u otro insecto pequeño se posa en la infusión y después el té se queda abandonado a su suerte durante unos días a la intemperie. Cuando el protagonista de la historia se da cuenta de que se había olvidado el té y va a recogerlo, ve que se ha formado una película en la superficie —hongo o medusa la llaman—. El aroma del contenido es ligeramente ácido. Lo cata y, como le agrada el sabor, se lo bebe y lo utiliza para crear más bebida ácida de té. Las historias suelen terminar con alguna hazaña de curación instantánea o de increíbles beneficios para la salud del que lo consume.
De estas historias ya podemos intuir unos acontecimientos que podrían tener una relación directa con el origen de la kombucha. El sustrato es un té azucarado y mencionan a las moscas de la fruta, las cuales tienen en las patas bacterias de la familia Acetobacteraceae —que son las que hacen que el alcohol (etanol) se convierta en el ácido acético tan propio de la kombucha y del vinagre (el alcohol se habría formado previamente por fermentación espontánea a través de alguna levadura como la Saccharomyces cerevisiae)— y describen el SCOBY como hongo o medusa.
En Japón, el término kombucha hace referencia a un té de alga kombu (Saccharina japonica) que no tiene nada que ver con la bebida efervescente llena de microorganismos vivos que conocemos en Occidente hoy en día con ese nombre. Entonces, ¿cómo ha llegado a tener nuestra bebida fermentada el mismo nombre? Es todo un misterio. Sabemos que la kombucha llegó a Europa a finales del siglo XIX y que en 1913 un biólogo alemán la bautizó con el nombre científico Medusomyces gisevii. Popularmente se conoció como el hongo chino (en China se conoce como hong cha jun), pero no fue hasta años después cuando aparece la primera referencia con el nombre kombucha.
Durante mucho tiempo la kombucha estuvo recluida al ámbito doméstico. Su popularidad fue aumentando exponencialmente a lo largo del siglo XX gracias a sus características organolépticas y nutricionales tan únicas y a los potenciales beneficios que se le atribuían. El punto de inflexión se produjo en 1995, cuando en Estados Unidos se lanzó la marca comercial GT’s kombucha y se sentaron las bases de la enorme industria internacional que ha venido después y que ya alcanza un tamaño de mercado, en continuo crecimiento, que supera los miles de millones de dólares a nivel mundial. En la tercera parte del libro te enseñaré cómo elegir una buena kombucha en el supermercado.
Si se elabora correctamente, la kombucha es una bebida con un contenido en azúcares bastante bajo y escaso alcohol (queda algo residual, entre un 0,1 y 0,4 % en la primera fermentación y entre un 0,4 y 1,5 % en la segunda); también tiene menos cafeína que el del té de origen. Su sabor es ligeramente ácido y algunas personas lo comparan con el de la sidra. Visualmente tiene un color más claro que el del té de origen, pero varía mucho de unas a otras, aunque un amarillo pardo, suave y transparente es el más habitual. Se puede someter a una segunda fermentación para darle sabor y aroma de frutas y/o especias. También se puede carbonatar de forma natural, dando lugar a una bebida sabrosa, espumosa y refrescante. Cuando la degustamos, en la boca se mezcla el ácido, el dulce, los sabores de las frutas y las burbujas sutiles, lo que resulta en una bebida única y muy atractiva.
En la fermentación de la kombucha intervienen decenas de microorganismos diferentes. Diversas especies de bacterias acéticas, como Komagataeibacter, Acetobacter o Gluconobacter, se combinan en simbiosis con levaduras como Brettanomyces, Zygosaccharomyces, Pichia, Schizosaccharomyces o Saccharomyces, entre otras. A través de múltiples procesos metabólicos, estas transforman el té azucarado en kombucha. Es lo que se denomina fermentación mixta.
La bebida resultante es rica en ácidos como el glucónico, el acético, el glucorónico, el málico, el succínico o el D-sacárico-1,4-lactona (DSL), que ha demostrado un importante efecto hepatoprotector. También tiene polifenoles, vitaminas B1, B2, B6, B12 y C, minerales como hierro, cobre, manganeso o zinc, enzimas… El SCOBY o biofilm es una película de celulosa (biopolímero y polisacárido compuesto por unidades repetitivas de glucosa) creado por bacterias del género Komagataeibacter, principalmente la especie K. xylinus, aunque también contribuyen otras como K. rhaeticus, K. saccharivorans, K. intermedius o K. kombuchae.
El hecho de que la kombucha tenga un perfil nutricional tan único ha llevado a que se la asocie con la salud humana desde el principio de su existencia. Se le han atribuido numerosas propiedades beneficiosas. A finales del siglo XIX ya se empezaron a llevar a cabo los primeros estudios científicos con kombucha en relación con la arterioesclerosis y diferentes problemas gastrointestinales. Con el aumento de su popularidad, el halo de «bebida milagrosa» con infinitos beneficios (muchos sin ninguna base científica) fue creciendo y, a su vez, sus estudios se fueron incrementando con resultados muy alentadores.
Actualmente se han comprobado múltiples propiedades para la salud derivadas de los componentes resultantes de la fermentación de kombucha (principalmente los ácidos orgánicos) en estudios in vitro y con animales, que incluyen, entre otros beneficios, los siguientes:
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Antimicrobianos contra bacterias y hongos patógenos.
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Buen funcionamiento gastrointestinal y del hígado.
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Estimulación inmunitaria.
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Detoxificación.
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Efectos antioxidantes y antiinflamatorios.
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Reducción del colesterol y bajada de la tensión.
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Propiedades antitumorales.
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Efectos positivos en la recuperación de la salud.
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Inhibición del desarrollo y progresión del cáncer.
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Efectos positivos frente a enfermedades cardiovasculares.
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Lucha contra la diabetes y enfermedades neurodegenerativas.
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Ayuda al normal funcionamiento del sistema nervioso central.
Hace poco se publicó el primer estudio controlado en humanos, en el que se sugiere que ayuda a reducir los niveles de glucosa posprandrial y los niveles de insulina en adultos sanos. Y en agosto de 2023, la prestigiosa revista Frontiers in Nutrition publicó otro pequeño estudio controlado en humanos en el que se sugiere que el consumo de kombucha podría tener un efecto positivo en los niveles de glucosa en sangre en adultos con diabetes mellitus tipo 2.
Sin embargo, aunque todo parece apuntar a que la kombucha va a tener un futuro muy prometedor, hasta la fecha son muy pocos los ensayos clínicos en humanos que confirmen estos potenciales beneficios para nuestra salud. Aun así, la kombucha se puede considerar un alimento con un alto valor biológico dentro de una alimentación equilibrada.