Capítulo 1: Presentaciones
Koji, natto, tempeh, kimchi… son palabras que, dependiendo de dónde seas, igual te pueden sonar bastante exóticas. A otras personas les parecerán exóticos el garum, la chicha, el viili, el queso roquefort o las aceitunas.
Cada vez que escuchamos o leemos a alguien en los medios de comunicación recomendando fermentados (seguramente acompañado con un «Es bueno para la microbiota»), tendemos a pensar que es algo moderno o un poco hippy; algo ajeno a nuestras vidas. Vamos, algo bastante raro, porque lo «normal» es el yogur de toda la vida, que es bueno para la tripa. ¿O no?
1.1. OBSERVANDO EL ENTORNO
Acompáñame a dar un paseo por Madrid, más concretamente, por las emblemáticas calles del Madrid de los Austrias, un sábado a mediodía. Ese curioso momento en el que los españoles nos tomamos un aperitivo para abrir el apetito y los extranjeros empiezan a ocupar las primeras mesas para comer. Hace un estupendo día soleado de primavera.
Me he bajado en la parada de metro de Ópera. El imponente Teatro Real, con su fachada gris, me deslumbra a mano derecha. Sorteo la diversa mezcla de viandantes y me dirijo hacia la plaza Mayor. Si tengo suerte y encuentro una mesa vacía, me sentaré a tomar algo y, si no, como mínimo veré el ambientico, como decimos los del norte.
Al llegar, tengo que cerrar un poco los ojos; el sol brilla en todo su esplendor. Las terrazas están llenas de gente. Aún no he empezado a andar cuando, en el centro de una amplia terraza, veo cómo una pareja se levanta tras pagar la cuenta. Raudo y veloz, voy directo a la mesa antes de que me la quiten y me siento. No sé qué voy a pedir; casi seguro que no tienen kombucha. Echo un vistazo a las mesas de alrededor, a ver si me viene la inspiración.
En la mesa de al lado hay una pareja de chicos jóvenes tomando una cerveza y una tapa de aceitunas. Les escucho pedir una tabla de quesos —se me está abriendo el apetito—. A su derecha están sentadas tres señoras de mediana edad, al parecer con un poco de frío, ya que están tomando un chocolate caliente, un té rojo y un café con leche. No están comiendo nada. A mi izquierda, una chica, probablemente del norte de Europa, acaba de dar un mordisco a un bocadillo de calamares mientras bebe un vino blanco. También se está aliñando una ensalada con aceite y vinagre. Le pide al camarero mostaza, pero este la mira extrañado mientras le intenta explicar en su mejor spanglish que el bocata de calamares típico de Madrid se come con mayonesa. Giro el cuello con discreción para cotillear lo que está tomando el grupo de amigos que tengo detrás de mí. De beber, un vermut, dos cañas y una sidra. Para picar, una ración de embutidos, una tapa de sobrasada y unas gildas de piparra, cebolleta, pepinillo y aceituna.
¡Qué a gustito estoy!, ¿no? Pues sintiéndolo mucho es hora de volver a la realidad. Analicemos la escena: una terraza normal donde la gente pide comida y bebida normal. ¿O has visto algo extraño o exótico? No, lo de echarle mostaza al bocata de calamares no cuenta. Los alimentos que te he mencionado, siguiendo el orden en el que los he nombrado, son los siguientes: cerveza, aceitunas, quesos, chocolate, té rojo, café, pan, vino, vinagre, mostaza, vermut, sidra, embutidos, sobrasada, piparras, cebolletas y pepinillos. ¿Sabes qué tienen en común? Que todos son alimentos fermentados o han pasado por una fermentación en algún momento de su procesado.
Mejor dicho, muchos eran fermentados. Resulta más exacto hablar en pasado porque la mayoría se han industrializado tanto que hoy en día es difícil encontrar disponibles las versiones originales. ¡Pero no ha pasado tanto tiempo! De hecho, está resurgiendo una industria tradicional de alimentos fermentados: cervezas artesanales, aceitunas sin aditivos, quesos de leche cruda, pan de masa madre, vinagre sin pasteurizar…
Todos ellos son alimentos con los que convivimos todos los días y que llevan con nosotros cientos o miles de años. Alimentos que, para producirse, han necesitado la ayuda de millones de microorganismos que, cuando les hemos dado las condiciones que necesitaban, los han transformado, conservándolos, volviéndolos más digeribles y mucho más sabrosos.
1.2. ¿QUÉ SON LOS ALIMENTOS FERMENTADOS?
Si has estudiado en alguna rama de ciencias, igual te suena la palabra fermentación, pero ahora, después de llevar un rato leyendo, es probable que estés un poco descolocado porque no es exactamente lo que recordabas. ¿Cierto?
Vamos a ver. La definición de fermentación en el contexto puramente bioquímico, que es el que muchos de nosotros hemos estudiado, es la siguiente: «Proceso catabólico de oxidación incompleta, que no requiere oxígeno (anaeróbico), en el que el aceptor final de electrones es un compuesto orgánico». Otra definición un poco más técnica es esta: «La fermentación es un proceso metabólico generador de ATP (energía) en el cual los compuestos orgánicos actúan tanto como dadores como receptores de electrones».
En las definiciones anteriores encajan principalmente dos tipos de fermentaciones alimentarias: la láctica —yogur, chucrut o kimchi— y la alcohólica —vino, sidra o hidromiel—, aunque hay otras minoritarias que mencionaré más adelante.
¿Y el resto de las fermentaciones, como todas las que requieren oxígeno?, ¿dónde metemos a los hongos, como en el caso del miso o el tempeh?, ¿y la kombucha, tampoco entraría dentro de estas definiciones?
Cuando nos salimos del contexto bioquímico y entramos en el terreno de la fermentación alimentaria, la definición evoluciona y se expande para incluir otras reacciones y otros procesos metabólicos que no estaban incluidos en las anteriores definiciones. Ahora, nos centramos en los procesos de transformación de los alimentos a través de microorganismos y enzimas. Nuestra curiosidad por entenderlos desde el punto de vista de la ciencia es algo relativamente reciente. Por eso, esta adaptación de la definición de fermentación es algo bastante nuevo, aunque los procesos son, en la gran mayoría de los casos, milenarios.
En el contexto alimentario existen varias definiciones de fermentación válidas, pero yo suelo explicarla como el proceso metabólico que llevan a cabo ciertos microorganismos (bacterias, levaduras y/u hongos) y sus enzimas, por el cual un alimento es transformado y cuyo producto resultante es apto para el consumo humano.
La explicación de andar por casa sería que la fermentación consiste en «cultivar» (sí, como quien planta un huerto) ciertos microorganismos que nos interesan (se pueden seleccionar, ya sea de otro fermento previo o en un laboratorio, o pueden estar en el alimento de forma natural), en unas condiciones del medio muy específicas (temperatura, oxígeno, humedad…), para que estos transformen un alimento en otro, con características diferentes y, muy importante, que sea seguro para el consumo humano.
¿Por qué incido tanto en que el alimento resultante tiene que ser seguro para el consumo humano? Porque hay otro proceso muy similar a la fermentación, pero con resultados opuestos, la putrefacción.
1.3. FERMENTACIÓN VERSUS PUTREFACCIÓN
La putrefacción la llevan a cabo unos microorganismos, diferentes a los de la fermentación, que transforman los alimentos de una manera parecida a la fermentación alimentaria. Sin embargo, a nadie se le ocurriría comerse una naranja que lleva en la encimera de la cocina un mes y está llena de moho ¿verdad?
Se podría hacer una lista de qué microorganismos y qué condiciones se clasificarían como fermentación alimentaria o putrefacción, pero sería algo interminable. Son cientos de miles de microorganismos (muchos de ellos sin identificar todavía) los que toman parte en estos procesos. Algunos de ellos, aun compartiendo género o incluso especie[2] pueden pertenecer a un grupo u otro. Por no hablar que en un mismo sustrato, si las condiciones no son exactas a las necesarias para fermentar, el proceso puede derivar de la fermentación hacia la putrefacción en un momento aun habiendo inoculado los microorganismos correctos. Muy complicado todo, demasiado.
Necesitamos una diferenciación más general que nos ayude a identificar estos dos procesos tan similares, pero a la vez tan distintos. Hay una corriente que pone el foco en la intención del proceso. Por lo tanto, una fermentación alimentaria estaría controlada por el ser humano para buscar un resultado concreto, es decir, la fermentación sería deliberada. La putrefacción sería un proceso claramente inintencionado que se daría de forma espontánea en la naturaleza.
Figura 1.1. Categorías taxonómicas.

Veamos qué pasa en la naturaleza
En el cuadro de texto «Descubre… la kombucha» te conté la leyenda en la que un monje se deja un té azucarado sobre una mesa, un insecto posa sus patas sobre él y, al cabo de un tiempo, aparece una fina película, como un hongo o una medusa. Cuando el monje se percata de que había olvidado el té, se da cuenta de que este se ha acidificado. Esta historia, leyenda o no, describe un suceso que se ha repetido a lo largo del tiempo con multitud de fermentos.
La leche cruda, si se deja a temperatura ambiente, puede pudrirse, pero, si se dan las condiciones adecuadas, puede fermentarse espontáneamente y dar lugar a una leche fermentada similar al kéfir o al yogur. Si olvidas un vaso de vino a temperatura ambiente, es muy probable que al cabo de unos días también te encuentres con una especie de vinagre. Aun así, en todos estos procesos, en los pasos previos a la fermentación, los seres humanos seguimos estando un poco implicados, para variar.
Pero ¿qué pasa en la naturaleza? Las frutas, una vez maduradas, pueden pudrirse, pero los azúcares naturales también pueden fermentar espontáneamente con las levaduras que habitan en la fruta para producir alcohol (y no precisamente residual, ya que puede llegar hasta un 8,1 %).
Hay multitud de ejemplos documentados: los chimpancés consumen savia de palma fermentada, los aye-ayes (un primate emparentado con los lémures, endémicos de Madagascar) muestran una clara preferencia por consumir el néctar de las flores que tienen más alcohol, la tupaya o musaraña arborícola también consume néctar con una alta graduación alcohólica y los alces de Suecia se intoxican con alcohol después de comer manzanas añejas del suelo en otoño, entre otros muchos ejemplos.
En conclusión, la fermentación sucede espontáneamente en la naturaleza sin que los humanos tengamos que controlar nada.
Veamos el proceso contrario
Así como «controlamos» la fermentación, ¿también se puede controlar la putrefacción? Teniendo en cuenta que el contexto que estamos analizando es el alimentario, así de primeras no tiene demasiado sentido.
Por ejemplo, para elaborar koji (un fermento) se necesitan esporas de Aspergillus oryzae (un moho) para inocularlas a un sustrato (un alimento) en unas condiciones concretas de temperatura y humedad. Pero si en vez de usar esa especie se emplearan esporas de Aspergillus flavus y se inocularan en el mismo sustrato y con condiciones similares, también crecería sin problemas. Este último hongo es tóxico y aparece en procesos de putrefacción. Aun así, si quisiéramos, podríamos hacerlo crecer sobre un alimento. Entonces, es posible controlar la putrefacción, pero no tiene mucha lógica. ¿Quién va a querer pudrir alimentos deliberadamente? Pues algunos científicos para llevar a cabo sus investigaciones.
Un uso de esta putrefacción controlada se da, por ejemplo, para crear métodos de prevención y control del potencial tóxico de los microorganismos que pueden afectar a ciertas frutas o verduras. Se propician las condiciones medioambientales sobre un alimento que se pretende estudiar para que se produzca una putrefacción controlada y, desde ahí, se analizan las muestras, se aíslan los microorganismos y se identifican.
Un ejemplo práctico. Si quisiéramos estudiar qué hongos patógenos afectan a las zanahorias, usaríamos zanahorias sanas para someterlas a condiciones en las que proliferen naturalmente los hongos que queremos analizar o zanahorias ya afectadas por ellos. Estos hongos se pueden aislar e inocular en otros sustratos para poder estudiarlos mejor (estos sustratos no dejan de ser un alimento, generalmente agar, un polisacárido usado como medio de cultivo).
Este es sólo un ejemplo de cómo pudrir o cultivar microorganismos putrefactores puede ser muy útil. Y gracias a uno de estos experimentos se produjo uno de los avances más grandes de la medicina, la penicilina.
Cultivando hongos
Igual te suena la historia del profesor en bacteriología escocés Alexander Fleming. En septiembre de 1928, Fleming regresó a su laboratorio después de sus vacaciones de verano y, al organizar las placas de Petri con colonias de estafilococos (en concreto, Staphylococcus aureus, que produce infecciones), observó que una se había contaminado con un moho. Pero lo más interesante es que vio que en la zona circundante al crecimiento de ese moho no había colonias bacterianas. Es decir, el moho inhibía el crecimiento bacteriano al excretar una sustancia con efectos antibacterianos, la penicilina.
Este descubrimiento se considera el comienzo de la historia de los antibióticos, aunque ya se habían realizado varios estudios anteriores con hongos del género Penicillium. Pero no fue hasta diez años más tarde que los científicos Howard Florey, Ernst Chain y otros compañeros se interesaron por estos estudios y consiguieron que la penicilina realmente se convirtiera en un medicamento capaz de salvar vidas.
Para llevar a cabo los estudios necesarios, los científicos necesitaban una gran cantidad de penicilina y, para lograrlo, empezaron a cultivar este hongo (Penicillium notatum) en todo tipo de recipientes, desde bañeras hasta latas de conserva. ¡Aquí quería llegar! Como habrás podido deducir, lo que se hace en estos casos es inocular un hongo asociado a la putrefacción en un sustrato con un fin muy específico.
Este descubrimiento, que ha salvado millones de vidas desde el siglo XX, ya se intuía en la Antigüedad. Se cree que, 5000 años antes que Fleming, los antiguos egipcios usaban pan mohoso como cataplasma en las heridas infectadas y datos similares aparecen a lo largo de la historia: un rey griego del siglo XVI a. e. c. menciona cómo trataban con moho raspado de la superficie de quesos a los soldados heridos; al parecer, hace 3000 años se usaban habas de soja mohosas para tratar las heridas infectadas en China. ¡Y no todo son mohos! En la década de 1990, durante el estudio de unas momias nubias se encontró que estas tenían grandes cantidades de un antibiótico, tetraciclina, producido por bacterias del género Streptomyces, las cuales suelen estar en el suelo o aparecer en vegetales en descomposición.
Después de todo esto, sigue sin estar clara dónde está la línea entre la fermentación alimentaria y la putrefacción de alimentos. Ambos procesos pueden producirse espontáneamente en la naturaleza o pueden ser controlados por el ser humano.
Segunda corriente
Si la primera corriente pone el foco en la intención del proceso, esta segunda es mucho más sencilla y clara: se centra en si el alimento resultante es apto para el consumo humano.
Si los microorganismos que producen la transformación en el alimento dan como resultado un producto apto para el consumo humano, lo cual no quiere decir que sea saludable, ya que aquí entran las fermentaciones alcohólicas, se trata de fermentación alimentaria. Si no es apto, puede ser putrefacción u otro tipo de fermentación fuera del contexto alimentario (como la fermentación butanodiólica).
Bokashi
Y sí, hay fermentaciones fuera del contexto alimentario que incluso comparten microorganismos con las alimentarias, pero no son putrefacciones, por eso recalco tanto el concepto de fermentación alimentaria. A modo de ejemplo, existe un antiguo método para evitar la putrefacción de los residuos orgánicos por medio de la fermentación, el bokashi, que en japonés significa materia orgánica fermentada. Es un abono orgánico fruto de fermentar un sustrato, como pueden ser los restos de alimentos.
El proceso, que varía según la fuente, consiste en fermentar sin oxígeno la materia orgánica por medio de microorganismos propios de la fermentación alimentaria, como las bacterias ácido-lácticas. El proceso contrario (putrefacción) sería el compostaje, en el que se produce una descomposición biológica de los sustratos con oxígeno.
Cuando se emplea el método bokashi, el abono resultante es mucho más rico en nutrientes. Además, es un proceso más rápido, aporta muchos microorganismos interesantes al suelo y es un ejemplo curioso de cómo los microorganismos propios de la fermentación alimentaria pueden usarse en otros contextos no relacionados con la alimentación.
1.4. CONCLUSIONES
La fermentación (alimentaria) es el proceso por el cual un alimento es transformado a través de microorganismos (y sus enzimas), cuyo producto resultante es apto para el consumo humano.
En consecuencia, los alimentos fermentados son aquellos que se obtienen por medio del crecimiento de microorganismos deseables y la conversión enzimática de los componentes alimentarios y, además, son aptos para el consumo humano.
Descubre… el koji
Algunas historias antiguas explican que cuando el inadama aparecía en el arrozal, los ancestros lo reconocían como deidad o espíritu del arroz y lo veneraban como signo de un año de buena cosecha. El inadama, también conocido como inakoji, es un moho salvaje con forma de pequeña bolita verde oscura que puede aparecer pegado en la espiga del arroz. Dicen también que, después de ser mezclado con ceniza de madera de roble y esperar un largo año, se eliminaban bacterias patógenas como la Ustilaginoidea virens y quedaban las esporas del moho Aspergillus oryzae listas para ser inoculadas en arroz cocido. Si tienes suerte, todavía puedes observar este fenómeno en algunos arrozales sin pesticidas, aunque no es aconsejable intentar replicar este procedimiento en casa.
El moho se asocia automáticamente a algo negativo, a algo tóxico. Pero los mohos, un tipo de hongos microscópicos, también se han usado desde hace miles de años para transformar deteminados alimentos y volverlos más digeribles y nutritivos. El koji japonés (qu en chino o nurukgyun en coreano) es un fermento que se produce al inocular un hongo filamentoso llamado A. oryzae (u otros similares como A. sojae, A. luchuensis, Monascus purpureus…, solos o combinados) en cereales o legumbres previamente cocinados, en un ambiente con calor y humedad.
Al poco tiempo, si las condiciones medioambientales son las adecuadas y el sustrato ha sido preparado correctamente, el hongo empieza a expandir sus filamentos hasta que una capa blanca con aroma dulce empieza a cubrir los granos. En ese momento, más de cincuenta enzimas diferentes empiezan a romper las proteínas, los almidones y las grasas para transformarlos en aminoácidos, azúcares simples y ácidos grasos, respectivamente, como si fuera un proceso de digestión extracelular. El koji tiene un aroma dulce y afrutado y se puede consumir tal cual o deshidratar para conservarlo, pero por lo general se suele utilizar como el primer ingrediente para elaborar otros alimentos fermentados mucho más conocidos, como la salsa de soja, el miso, el amazake o el sake.
Aunque el nombre Aspergillus se asocie a algo negativo, es un género de mohos que comprende 185 especies, algunas de las cuales no son patógenas. El A. oryzae que se usa para fermentar es una variación o adaptación del archiconocido moho productor de aflatoxinas, el A. flavus. En esta adaptación, los 25 genes que codifican las proteínas que constituyen los compuestos tóxicos del A. flavus fueron silenciados, haciendo que el A. oryzae sea totalmente seguro para el consumo humano y se pueda usar para transformar alimentos.
Pero ¿desde cuándo existe el koji? En algunos artículos científicos no se considera al A. oryzae una evolución del A. flavus, sino más bien una domesticación de este. Estos dos hongos comparten el 99,5 % del genoma y se cree que el cambio pudo producirse hace 9000 años, paralelamente a la domesticación del arroz, aunque la primera referencia escrita no aparece hasta miles de años después, en los Ritos de Zhou, fechado en torno al siglo III a. e. c., en el que se establece un marco conceptual que conecta salsas de soja, misos, vinos de arroz y otros alimentos basados en koji. Sin embargo, no es hasta el siglo VI e. c. cuando en el Qimin Yaoshu, el libro mejor conservado de los antiguos textos agrícolas chinos, su autor, Jia Sixie, describe con detalle los métodos para hacer nueve tipos diferentes de koji (qu), 37 tipos de vinos con una base de cereales, la soja negra fermentada (fermento conocido actualmente como douchi) y la salsa de soja.
El principal aliciente del koji es que transforma los compuestos complejos de los alimentos en simples. Así, por ejemplo, puede transformar el almidón del arroz en monosacáridos, para después poder realizar con ellos una fermentación alcohólica como el sake (vino de arroz). Esto hace que los alimentos fermentados con koji sean un pilar fundamental de la cocina tradicional japonesa y asiática en general.
Pero en las últimas décadas esto está cambiando, ya que su uso se está expandiendo por todo el mundo y se ha ampliado a todo tipo de alimentos. De hecho, es uno de los ingredientes preferidos por los chefs de vanguardia. Partiendo de la receta para hacer miso, se han creado todo tipo de versiones de pastas fermentadas llenas de umami («el quinto sabor»); la receta de la salsa de soja ha servido para crear multitud de salsas y garums; del proceso para hacer sake se ha evolucionado a diferentes tipos de alcoholes y vinagres, y, además, se está usando para curar y fermentar carne, lácteos, huevos e incluso vegetales, para elaborar «charcutería» vegana.
Pero no sólo se está investigando en las infinitas formas de emplearlo en la cocina, sino que también se están realizando estudios in vivo en relación con la salud, algunos con resultados muy prometedores en la dislipemia y el control de la obesidad, por el efecto regulador de la lipogénesis de la soja fermentada con koji.
La conocida levadura de arroz rojo es en realidad koji producido por el hongo Monascus purpureus inoculado en arroz. A este moho históricamente se le han atribuido numerosas propiedades saludables. Tiene un compuesto activo natural, la monacolina K, que en su forma de lactona es idéntica a la lovastatina empleada en algunos medicamentos indicados para regular el colesterol. En 2010, el Comité Científico de la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria aprobó la declaración autorizada de propiedades saludables para este compuesto —«la monacolina K del arroz de levadura roja contribuye a mantener niveles normales de colesterol sanguíneo»—, aunque en junio de 2022 se limitó su uso a 3 mg/día. Por otro lado, en otro estudio se han analizado los diferentes elementos derivados de la fermentación del koji, concluyendo que el koji fermentado con A. oryzae o A. luchuensis contiene abundantes sustancias con el potencial de ser usadas en aplicaciones médicas, aunque todavía se requiere mucha más investigación para que se pueda utilizar el koji en el tratamiento de algunas enfermedades.