Capítulo 2: ¿De dónde venimos?
2.1. EL COMIENZO
La fermentación es como el fuego. El ser humano no la ha creado, sólo ha aprendido a controlarla.
Vivimos rodeados de miles de millones de microorganismos. No, mejor dicho, convivimos con los microorganismos. No sólo a nuestro alrededor, sino también dentro de nuestro cuerpo y sobre él. Se estima que nuestra microbiota, de la que tanto se escucha hablar últimamente y que antes se conocía como flora, está formada por unos treinta y ocho billones de bacterias. Unos microorganismos con los que convivimos en simbiosis y que no sólo están en nuestro intestino, sino en la gran mayoría de nuestros órganos, incluida nuestra piel y boca. Unos microorganismos con los que hemos coevolucionado a lo largo de la historia de la humanidad.
Si tenemos en cuenta que se estima que un ser humano tiene unos treinta billones de células y unos treinta y ocho billones de bacterias, ¡tenemos más bacterias que células en el cuerpo! Eso son unos doscientos gramos sólo de bacterias. ¡Una barbaridad! Estas, junto con las arqueas, los hongos, los protozoos y los virus, ayudan a que nuestro cuerpo funcione correctamente[3]: nos ayudan en todo el proceso digestivo y en la producción de vitaminas, nos protegen contra infecciones, potencian nuestro sistema inmune, modulan el efecto de los fármacos y se comunican, desde el intestino, con todo nuestro cuerpo (esto ya lo predijo Hipócrates hace más de 2000 años con su frase «toda enfermedad comienza en el intestino»).
Además, cada vez que pisamos la arena de la playa, respiramos en un bosque, nos damos un baño en un río o nos tumbamos en un jardín, estamos relacionándonos con los millones de microorganismos que tenemos a nuestro alrededor (y que, ya te adelanto, sólo una pequeña parte son patógenos). Suena un poco new age esto del grounding (que significa «estar descalzo en la naturaleza») o lo de los «baños de bosque» (que no es más que pasear por un bosque y estar en contacto con la naturaleza); sin embargo, hay estudios que demuestran que todo esto no es tan místico y tiene una base científica.[4]
Evolutivamente desde siempre hemos estado en contacto con la naturaleza, pero poco a poco nos hemos ido encerrando en ciudades de cemento y nos hemos desconectado del mundo exterior que nos rodea. Alejados del sol y rodeados de pantallas, hemos cambiado las fitoncidas (unos beneficiosos compuestos volátiles generados por las plantas) de la naturaleza por la contaminación de los coches.
En la naturaleza nos relacionamos con millones de microorganismos beneficiosos. Un ejemplo precioso es una bacteria que se encuentra en los suelos, el Bacillus subtilis. Esta especie, con la que interactuamos cada vez que estamos en contacto con la naturaleza, no es autóctona de nuestro intestino. No significa que sea mala, ni mucho menos, sino que, aunque no se quede dentro de nosotros, puede tener un efecto modulador. En la actualidad se están estudiando determinadas cepas de esta bacteria por los beneficios que poseen al ingerirlas y, por eso, son probióticas. Concretamente, la cepa de B. subtitlis DE111 ha demostrado un efecto inmunomodulador y mejorar el perfil lipídico.[5]
Esto no quiere decir que todos los microorganismos que nos encontramos cuando estamos en contacto con la naturaleza sean beneficiosos. Si bebemos agua estancada de un charco del monte, por muy natural que sea, te aseguro que lo más probable es que regreses a casa con una estupenda gastroenteritis. No obstante, si tenemos una microbiota saludable, el contacto con pequeñas dosis de microorganismos patógenos, no su ingesta, puede hacer que nuestro sistema inmune se mantenga fuerte y entrenado.
Nuestro amiga, la bacteria B. subtilis, también aparece en muchos alimentos fermentados, además de en muchos otros contextos, como en la producción de bioplásticos, de detergentes de lavandería o como fungicida natural. Una variedad de esta bacteria, B. subtilis variedad (var.) natto, es la encargada de crear uno de los alimentos fermentados más interesantes y únicos del mundo, el natto.
Descubre… el natto
Cuenta la leyenda del famoso samurái del clan Minamoto, Hachiman Taro Yoshiie (Japón, siglo XI), que sus soldados fueron atacados cuando estaban cocinando soja para alimentar a sus caballos. Los soldados trataron de escapar lo más rápido posible y metieron, sin pensarlo dos veces, toda la soja recién cocinada y aún caliente en unos sacos de paja (tawara), que ataron a los caballos para que los transportaran. Al cabo de unos días se acordaron de esos sacos y, al abrirlos, los encontraron calientes, por la temperatura que desprendían los caballos, y cubiertos de una sustancia viscosa. Los soldados, curiosos por el extraño pero atractivo olor que desprendía la soja, la probaron y la encontraron deliciosa. Ese alimento fermentado que consumieron era natto. Una segunda parte de la leyenda dice que el natto les dio las fuerzas necesarias (casi sobrehumanas) para ganar la guerra de Zenkunen.
El natto es un fermento de tipo alcalino que se produce fermentando a 40 °C habas de soja (u otras legumbres, aunque no es tan común), previamente cocidas al vapor, e inoculándoles la bacteria Bacillus subtilis var. natto hasta que se cubren con una sustancia viscosa o mucílago (recuerda un poco a la baba de caracol), que, al coger y elevar la soja, crea una especie de hilos. Se dice que cuanto más largos sean los hilos, de mejor calidad es el natto.
El natto desprende un aroma bastante fuerte, como a amoníaco, que a las personas que no lo han probado nunca les suele resultar desagradable, pero que una vez te acostumbras, se disfruta, como puede pasar con algunos quesos fuertes. Es muy típico de Japón y se suele consumir en el desayuno junto con salsa de soja, mostaza, yema de huevo, arroz y cebollino. Debido al tipo de fermentación por el que pasa la soja, en el que sus complejas proteínas se degradan, el natto es un alimento de muy fácil digestión, a la vez que nutritivo.
La leyenda, independientemente de si fue real o no, nos muestra una idea de cómo era la manera tradicional de hacer natto, sin iniciadores y sin usar natto de una tanda anterior. El B. subtilis puede crear una endoespora protectora que le permite resistir condiciones ambientales extremas. Para hacer natto, una vez cocida la soja, envolvían las habas en paja de arroz, previamente esterilizada, y sometían el conjunto a una fuente de calor. El B. subtilis, que habita en la superficie de la paja, era el único microorganismo que sobrevivía al tratamiento térmico. Por lo tanto, era la bacteria que se inoculaba en la soja, dando como resultado un natto muy similar al que se consume hoy en día.
La sustancia viscosa del natto es algo bastante único en el mundo. La bacteria B. subtilis var. natto produce ácido gamma-poliglutámico o gamma-PGA, un polímero del aminoácido, glutamato. Este compuesto se está utilizando en multitud de productos cosméticos, fertilizantes, filtración de aguas (actuando como quelante de metales pesados), en la industria alimentaria como espesante y texturizante y también en la industria farmacéutica para la formulación de medicamentos y vacunas. Además, el gamma-PGA es biodegradable y nada tóxico.
Otra cualidad que hace que el natto sea un fermento único es que es el alimento con mayor concentración de vitamina K2 del mundo. Además, se encuentra en la forma MK-7 (más biodisponible, duradera y bioactiva). Para que te hagas una idea de la proporción, cuando se dice que los alimentos fermentados son una fuente de vitamina K2, el chucrut tiene entre 0,1 y 0,3 (μg/100 g) de K2 MK-7; el yogur, 0,1; la leche fermentada mesófila, 5; el queso cheddar, 20,6; el queso azul, 124, y el natto… ¡939!
Entre otros beneficios, la vitamina K2 estimula la formación de hueso y la mineralización ósea, reduce la incidencia de fracturas y tiene un efecto positivo en el control de la osteoporosis. Sin embargo, las personas que estén tomando medicamentos anticoagulantes deberían consultar con su médico antes de consumir natto (o suplementarse con vitamina K2, producida por B. subtilis var. natto y, más recientemente, también por B. licheniformis).
El natto contiene vitaminas, aminoácidos, proteínas, minerales y fibra dietética. Su consumo parece estar asociado con una esperanza de vida más larga, lo cual se cree que podría estar relacionado con una enzima única que se encuentra en este fermento, la nattokinasa. Actualmente se están estudiando sus propiedades anticoagulantes, la reducción del riesgo de padecer enfermedades cardiovasculares, y es fibrinolítica, favorece la disolución de trombos, baja la presión arterial y muestra una alta actividad antioxidante.
También se ha observado que el ácido dipicolínico presente en este fermento tiene actividad antibacteriana contra cepas de Escherichia coli y Helicobacter pylori. Al natto se le atribuyen muchas más propiedades, por lo que resulta evidente que es un alimento con un potencial enorme, pero todavía queda mucho por investigar para desvelar todo lo que nos puede aportar.
2.2. LOS PRIMEROS HABITANTES
Las bacterias han existido desde el principio de la vida en la tierra y, literalmente, han creado el mundo en el que vivimos. Se cree que estos organismos unicelulares están en la tierra desde hace unos 3500 millones de años o más. Fueron una de las primeras formas de vida, mucho antes de que existieran las plantas o los animales. A ellas les debemos el evento histórico que cambió la faz de la Tierra. Hace unos 2000 millones de años, las cianobacterias empezaron a expulsar oxígeno, comenzando así a crear la atmósfera que tenemos hoy en día. Hoy, estas bacterias siguen poblando nuestros océanos convirtiéndolo, gracias también a las algas unicelulares, en el gran pulmón del planeta Tierra.
Estos microorganismos habitan en los suelos, el agua, el aire e incluso en la biosfera profunda. Sobreviven en glaciares, aguas termales y zonas radiactivas. Hay bacterias en la estratosfera (a entre nueve y cincuenta kilómetros de altura) y en el fondo de los océanos, a más de diez mil metros de profundidad. Además de convivir con los seres humanos, las bacterias viven en simbiosis (a veces de forma parasitaria) con muchos animales, plantas y otros seres vivos del planeta. Intervienen en los ciclos biogeoquímicos, o de reciclaje de materia, donde los nutrientes químicos esenciales se van transfiriendo por la biosfera a través de los diferentes seres (vivos o inertes) del planeta.
Algunas de estas transformaciones se producen en el proceso de descomposición de la materia orgánica, asociado casi siempre a la putrefacción. Ahora que ya llevas leídas algunas páginas del libro, te puedes imaginar por dónde va a continuar la historia, ¿no? Hemos visto que la principal diferencia entre la fermentación y la putrefacción es si el alimento resultante es apto o no para el consumo humano, pero estos procesos se producen en la naturaleza desde antes que los seres humanos los domesticáramos y controláramos; antes de que los conociéramos. Mucho antes de que ni siquiera existiéramos como especie.
2.3. LA FERMENTACIÓN EN LA NATURALEZA
La fermentación se produce en la naturaleza de forma espontánea. Imagina un campo de manzanos en Suecia. Al final del verano, las manzanas maduran y, como nadie las ha cosechado, se caen al suelo. Según los estudios, cada manzana tiene una media de cien millones de microorganismos, la gran mayoría en su interior. Además, estas manzanas son lo que hoy conocemos como ecológicas, y se ha demostrado que tienen mayor diversidad microbiana. Esto resulta en que, por simple competencia entre los diferentes tipos de microorganismos, tengan un menor porcentaje de potenciales patógenos.
Una vez en el suelo, a estas manzanas con gran diversidad microbiana se les unen otros microorganismos, bien de la superficie terrestre o bien dejados, al posarse, por insectos y otros animales pequeños. Todos ellos compiten entre sí para alimentarse y crecer. Si hace suficiente calor, no hay mucha humedad y la fruta no estaba dañada antes de caer del árbol, esa competición la pueden ganar los microorganismos que hacen que las manzanas, en vez de pudrirse, primero, durante unos días, fermenten su azúcar naturalmente presente y este se transforme en alcohol. Entonces, los alces, atraídos por el olor dulce y ligeramente alcohólico de las manzanas, acuden a comérselas y, al cabo de un rato, se puede observar cómo muestran señales de estar intoxicados. Es decir, que ¡los alces se emborrachan comiendo manzanas fermentadas!
Para seguir indagando en el camino de la fermentación alcohólica en la naturaleza y, por lo tanto, de los alimentos fermentados, vamos a saltarnos unos cuantos ejemplos más de animales y pasar a analizar el comportamiento de un primo lejano nuestro, el chimpancé occidental (Pan troglodytes verus).
Un grupo de científicos estuvo estudiando su comportamiento durante diecisiete años en Bossou (Guinea) y observaron que, de forma recurrente, los chimpancés recolectaban, por medio de una hoja doblada a modo de «esponja», savia fermentada de palmeras de rafia. Los chimpancés se bebían este «licor» en grandes cantidades pese a tener una graduación de entre un volumen del 3,1 y 6,6 % (casi como una cerveza belga). Aunque no se ha podido comprobar si tienen preferencia por la savia con o sin alcohol, estos científicos sí demostraron que la que tenía alcohol se la bebían sin problemas y repetidamente. Es decir, que no se la bebían por accidente.
Sabiendo esto, queda bastante claro que nosotros empezaríamos a consumir alcohol de una manera similar en algún momento del pasado, pero ¿cuándo pasó?, ¿hay alguna manera de poner una fecha de inicio al consumo de alimentos fermentados por parte de los seres humanos (o sus ancestros)? Pues, de momento, no se conoce la fecha exacta, pero ya empezamos a tener una aproximación gracias a la paleogenética.
2.4. RESACA EVOLUTIVA
¿Recuerdas esa boda a la que fuiste en la que, casi sin darte cuenta, habías perdido la noción de los vinos que te habías tomado? Seguro, lo que se dice acordarte, poco…, por algo perdiste la cuenta. Sin embargo, lo más probable es que sí recuerdes, muy a tu pesar, la gigantesca resaca que tuviste al día siguiente. ¿Me equivoco?
El hecho de que tengamos resaca (dolor de cabeza, náuseas…) cuando bebemos en exceso significa que toleramos el alcohol. Podemos beber con moderación sin intoxicarnos con consecuencias fatales; no vamos al hospital por una cerveza. Pero cuando consumimos más alcohol del que nuestro hígado puede metabolizar, un compuesto tóxico intermedio, el acetaldehído, se acumula, contribuyendo (junto con deshidratación, inflamación, irritación intestinal y otros factores que todavía se están estudiando) a que tengamos un temple horroroso al día siguiente.
Aquí es donde la paleogenética, la ciencia que estudia el pasado por medio del análisis del material genético de organismos ya extintos, entra en juego. Nosotros metabolizamos el alcohol en el hígado por medio de dos enzimas que también compartimos con los chimpancés de la historia anterior: la alcohol-deshidrogenasa (ADH), que metaboliza el alcohol en acetaldehído (el de la resaca), y la aldehído-deshidrogenasa (ALDH), que cataboliza la conversión del acetaldehído (tóxico) en ácido acético (no tóxico), pero esto no siempre ha sido así.
Recientemente se ha demostrado que nuestros ancestros tenían la enzima ADH inactiva y que, por lo tanto, carecían de la capacidad de metabolizar el alcohol eficientemente. Hace unos diez millones de años, nuestros antepasados empezaron a adaptarse a la vida terrestre y una mutación genética hizo que algunos de ellos pudieran tolerar el consumo de frutas que se encontraban en el suelo y contenían alcohol.
Sí, hace unos diez millones de años nuestros antepasados empezaron a consumir frutas fermentadas. Con toda probabilidad, los que tuvieran esa mutación (la enzima ADH activa) accederían a más comida, lo cual les dio una ventaja selectiva que hizo que la mutación se terminara convirtiendo en mayoritaria.
También se cree que el hecho de que nos adaptáramos a tolerar el alcohol hace tantos millones de años hizo que los humanos hayamos tenido una especial predilección por este tipo de bebidas y que el alcohol apareciera como un pilar intrínseco en la mayoría de las culturas de la historia de la humanidad.