Capítulo 4: Nuestra era
Mediante el uso de telescopios, nada tan lejano existe que no pueda ser representado ante nuestros ojos; y por la ayuda de microscopios, nada es tan diminuto que pueda escapar a nuestra indagación. De esta forma, se ha descubierto un nuevo mundo visible para la comprensión.
ROBERT HOOKE,
en el prólogo de Micrographia (1665)
Ya vamos vislumbrando el final de este peculiar recorrido que estamos haciendo para redescubrir nuestra historia desde la perspectiva de los alimentos fermentados. Un recorrido que nos muestra cómo estos alimentos han sido una parte intrínseca de la historia de la humanidad, la cultura y las tradiciones de cada uno de los rincones del planeta.
4.1. ¡HOLA, MICROBIOLOGÍA!
Nos encontramos bien adentrados en la era común (nuestra era). Los datos históricos relativos a diferentes alimentos fermentados se siguen acumulando cada vez a más velocidad y no puedo detenerme en cada uno de ellos, ya que tendría que escribir una ¡enciclopedia!
Tenemos decenas de referencias relativas al vino, kumis, kéfir de leche, chucrut, diferentes tipos de quesos, tempeh, kéfir de agua, cacao, miso, natto, pan, cerveza, sherry, café, whisky, salsa de soja, sake…, y la lista sigue.
Estos alimentos fermentados tienen un denominador común que nosotros ya conocemos, pero nuestros antepasados desconocían, y es que han sido procesados, total o parcialmente, por microorganismos vivos.
Sospechas
Antes de la era de la microbiología, durante siglos se debatió sobre la posible existencia de los microorganismos, aunque no existía un nombre específico para ellos ni se tenían los medios para investigarlos.
Los jainistas postularon sobre la existencia de vida microscópica ya en el siglo VI a. e. c. con la posible existencia de unos organismos diminutos llamados nigodas. En los textos sagrados del hinduismo, como el Atharva-veda, se pueden encontrar las primeras referencias a los microorganismos, que se denominan kirmis. El erudito romano Marco Terencio Varrón, en su obra del siglo I Sobre agricultura, fue el primero en sugerir la posibilidad de la propagación de enfermedades a través de organismos invisibles, que denominó animálculos. Ibn Sina, conocido como Avicena, en El canon de medicina (1020 e. c.) hipotetizó que la tuberculosis y otras enfermedades podrían ser contagiosas. El científico turco Akshamsaddin y el italiano Girolamo Fracastoro (1546) llegaron a conclusiones similares, al afirmar que las enfermedades eran causadas por entidades transferibles invisibles, pero vivas, similares a las semillas.
No iban muy desencaminados, pero necesitaban algo imprescindible para comprobar todas estas suposiciones, un artilugio que les permitiera ampliar el mundo invisible para poder explorar lo desconocido: el microscopio.
Durante muchos años se ha considerado a Galileo Galilei el inventor del microscopio, aunque la evidencia más reciente parece indicar que en realidad lo inventó el óptico holandés Zacharias Janssen en 1590. Gracias a este invento revolucionario, en menos de un siglo los genios Robert Hooke y Anton van Leeuwenhoek, que llegaron a ser miembros distinguidos de la Royal Society of London, hicieron un descubrimiento que cambiaría para siempre la historia de la ciencia: los microorganismos.
Pero ¿qué son esos minibichos?
En su obra Micrographia, publicada en 1665, Robert Hooke presentó al mundo la primera representación publicada de un microorganismo: el microhongo, hoy conocido como Mucor (un moho que aparece en alimentos y materia orgánica en descomposición), con dibujos de las imágenes que él había observado a través del microscopio. Además, acuñó el término célula para nombrar unas estructuras que descubrió en cortes finos de un corcho, siendo el primer registro en la historia de la existencia de esta palabra.
Por otro lado, en 1676, Anton van Leeuwenhoek fue el primero en describir en detalle la existencia de protozoos y bacterias (aunque no los llamó así), a través de sus observaciones microscópicas. Por ello, estos dos científicos del siglo XVII serán recordados para siempre como los padres de la microbiología.
De Peter Pan al chucrut
¡Ay! Hablando de Robert Hooke me ha venido a la cabeza el archienemigo de Peter Pan, el Capitán Garfio, o como se llamaba en realidad, el Capitán James Hook. Pero ¿qué tiene que ver este cuento para niños con la fermentación? Pues voy a relatarte una de las historias verídicas más interesantes sobre la fermentación y que, además, tiene una ligera conexión con estos personajes de ficción. He llamado a mi historia «El Capitán James Cook, el malvado escorbuto y la salvación del chucrut».
Algunos historiadores afirman que el personaje de ficción creado por J. M. Barrie para sus historias de Peter Pan, el Capitán James Hook —o Capitán Garfio, como lo conocemos en español—, estaba inspirado en el navegante y explorador británico del siglo XVIII James Cook, recordado por sus expediciones a través del Pacífico y sus descubrimientos en Australia, Nueva Zelanda y Hawái.
Durante sus largos viajes Cook se dio cuenta de que, tras unos meses en el mar, un porcentaje muy alto de los marineros sufría de una peligrosísima enfermedad llamada escorbuto, también conocida como la plaga de los océanos.
La dieta de los marineros era muy deficiente, ya que consistía en carne salada, cerdo, pescado, cerveza, ron, harina, guisantes secos, avena, queso, mantequilla, melaza y galletas duras. Vamos, una dieta muy saludable y con abundantes vegetales frescos, como puedes comprobar.
Por si esto no fuera poco, las duras condiciones de humedad y temperatura en alta mar provocaban que muchas provisiones se perdieran, empeorando aún más la situación alimenticia. En pocas semanas esta dieta comenzaba a hacer mella y tenía efectos notorios en la salud de los marineros: aparecían inflamaciones rojas en las encías, mal aliento, fatiga extrema, dolor articular, anemia… y, en los casos graves, este proceso terminaba inevitablemente con la muerte.
En 1757, el médico escocés James Lind publicó el libro Tratado sobre la naturaleza, las causas y la curación del escorbuto, en el que describe diversas formas de elaborar chucrut bastante similares a las actuales. El objetivo del médico no era enseñar o investigar cómo se hacía chucrut, sino cómo utilizarlo como cura para el escorbuto, ya que sospechaba que dicha enfermedad estaba relacionada con la alimentación.
Lind observó que los marineros holandeses sufrían menos de esta enfermedad que los marineros ingleses. Esto le llevó a sugerir la hipótesis de que la mayor diferencia y, por lo tanto, la razón por la que no enfermaran los holandeses podría deberse a la gran cantidad de col y verduras fermentadas que llevaban en sus viajes, lo cual, por cierto, no era nada nuevo. Se dice que el emperador romano Tiberio, unos 1700 años antes que sucediera esta historia, siempre llevaba un barril de chucrut (col salada) en sus viajes en barco.
Durante su primer viaje al Pacífico, en 1768, James Cook cargó 3560 kilos de sour kroutt en las bodegas del barco, según se puede comprobar en los registros. Cook, en su afán de erradicar el escorbuto de sus viajes, obligó a su tripulación a consumir 907 gramos (dos libras británicas) de chucrut a la semana.
Al regresar de este viaje, Cook informó de que estaba muy contento de cómo había transcurrido sin casos graves de escorbuto. El último barril de chucrut había sido consumido hacía poco tiempo y, a pesar de que llevaba más de dos años a bordo, se mantenía sabroso y en unas condiciones tan óptimas como las del primer día. ¡Habían encontrado la forma de llevar vegetales a bordo durante meses e incluso años!
En 1772, Cook se embarcó en otro largo viaje con resultados igual de buenos. ¡Habían conseguido erradicar la plaga de los océanos gracias al chucrut!
¿Qué relación había entre el escorbuto y el chucrut?
El escorbuto es una enfermedad causada por deficiencia de vitamina C en la dieta (quedaban muchos años —hasta 1928— para que se descubriera el ácido ascórbico, es decir, la vitamina C). Los marineros, cuando pasaban más de tres meses a bordo de un barco, al llevar una dieta casi sin vegetales, enfermaban y muchos terminaban muriendo. Las coles, fuente de vitamina C, al conservarse gracias al ácido láctico producido en la fermentación del chucrut, suplían esa falta de vitamina C, evitando que los marineros enfermaran por escorbuto.
Me parece una historia preciosa y más cuando la cruzamos con estudios científicos actuales, que demuestran que, aunque con el tiempo la proporción de vitamina C va disminuyendo poco a poco, en la mayoría de las variedades de coles, la vitamina C aumenta durante la fermentación. También se incrementan los compuestos fenólicos (conocidos por sus propiedades antioxidantes y antiinflamatorias) y la capacidad antirradicalaria, lo que ayuda a neutralizar o inhibir la formación de radicales libres (moléculas inestables y altamente reactivas que pueden causar daño celular y contribuir al desarrollo de enfermedades crónicas, cardiovasculares y neurodegenerativas, o cáncer). Debido a todos estos beneficios, el chucrut se convirtió en el aliado definitivo de los marineros para mantener la salud en sus largos viajes.
Y es un alimento muy muy nutritivo que deberías tener en cuenta para incluirlo en tu dieta, si aún no lo consumes, y muy fácil de preparar en casa, como te explicaré en la tercera parte del libro.
4.2. ¿DE DÓNDE VIENEN LOS MICROORGANISMOS?
Desde que se descubrieron los microorganismos, el número de investigaciones y hallazgos se multiplicó exponencialmente, ya que había miles de preguntas que necesitaban respuesta. Entramos ahora en una época en la que los grandes avances en la ciencia y la medicina nos han hecho llegar hasta nuestros días. También es un período en el que, aunque muy poco a poco (y de forma imperceptible), las tradiciones milenarias van a ir disminuyendo en importancia y presencia en la sociedad, en pro de los nuevos avances tecnológicos y científicos.
La generación espontánea
A mediados del siglo XVIII todavía continuaba la discusión de si estos microorganismos vivos descubiertos se originaban por generación espontánea o no (teorías que derivan de Aristóteles, siglo IV a. e. c.). Esta discusión ya se había generado un siglo antes con los gusanos e insectos, aunque Francesco Redi la refutó.
Era un gran debate. Científicos de ambas corrientes aportaban teorías y experimentos para apoyar o rechazar las investigaciones de otros compañeros. Estos microorganismos, ¿se creaban de la nada o venían de algún lado?
El científico italiano Lazzaro Spallanzani, quien no estaba de acuerdo con la teoría de la generación espontánea, realizó una serie de experimentos para refutarla. Comprobó que, al hervir un caldo de pollo, este se esterilizaba y los microorganismos morían. Al cerrar herméticamente los recipientes con el caldo, ya no había microorganismos y este no se pudría. Pero si ese caldo esterilizado se exponía de nuevo al aire, volvía a haber microorganismos.
Tras este experimento quedó bastante claro que los microorganismos no surgían por generación espontánea, aunque algunos científicos, como el famoso John Needham, siguieron negándolo.
¿Qué produce la fermentación?
Pero cómo se producía la fermentación seguía siendo algo casi misterioso. Con el avance de la ciencia empezaban a urgir respuestas. ¿Cómo sucedía ese fenómeno que transforma los alimentos y los conserva? Al igual que en la historia sobre el origen de los alimentos fermentados, el vino y el pan fueron los primeros en ser investigados.
El químico francés Antoine-Laurent Lavoisier fue uno de los primeros en estudiar la fermentación del vino. En 1789 descubrió que este proceso involucraba la transformación de los azúcares en alcohol y dióxido de carbono gracias a la acción del «fermento» (aún no sabían qué eran las levaduras, así que se referían al cultivo iniciador con ese término).
También fue uno de los primeros en utilizar experimentos cuantitativos para estudiar la fermentación. Realizó mediciones precisas de los volúmenes de los gases producidos durante este proceso y demostró que la cantidad total de materia en los productos de la fermentación era igual a la cantidad total de materia en los reactivos. ¿Te suena eso de que «la materia ni se crea ni se destruye, sólo se transforma»? Pues es el principio de conservación de la masa o ley de Lavoisier, un avance sin duda, pero que dejaba otra pregunta en el aire: ¿qué papel tenía el «fermento» en esta reacción?
El misterioso «fermento»
El francés Joseph-Louis Gay-Lussac, que quizá te suene por la famosa ley sobre las combinaciones gaseosas, entre sus numerosos descubrimientos y aportaciones a la ciencia también contribuyó a entender mejor la fermentación.
Durante su investigación sobre la fermentación del zumo de uva, en 1815 realizó un experimento para prevenir la descomposición de los alimentos perecederos, que consistía en hervir zumo de uva junto con el «fermento» en un recipiente sellado para evitar su exposición al aire. Al abrirlo después de un tiempo, el contenido permanecía intacto, se había conservado; sin embargo, al poco tiempo de exponerlo al aire de nuevo, el zumo comenzaba a adquirir las características organolépticas de la fermentación.
En este caso, Gay-Lussac llegó a una conclusión muy cercana a la realidad, pero le faltó un poquito para acertar del todo. Pensaba que el oxígeno del aire entrante contenía la clave necesaria para que se activara el «fermento» y se produjera la fermentación. ¿Era la exposición al oxígeno la clave de la fermentación? (Para que no te líes, te adelanto que no es así. Al calentar el recipiente, Gay-Lussac mató el «fermento» y, al estar esterilizado, no se produjo ninguna fermentación, pero, al abrir el bote, los microorganismos del ambiente entraron en contacto con el líquido y por eso empezó a fermentarse, no por el oxígeno del ambiente. Pero todo esto aún no se sabía).
Por si aún no te has dado cuenta, todavía no se habían relacionado los hallazgos de Hooke, van Leeuwenhoek y Spallanzani sobre los microorganismos vivos y el «fermento» de los que hablaban Lavoisier y Gay-Lussac. Es más, si te fijas en los experimentos de Spallanzani y Gay-Lussac, se puede ver que fueron casi los mismos, pero con materiales y objetivos muy diferentes. Estaban a puntito de descubrir cómo se producía la fermentación y no se tardó mucho tiempo en comenzar a trazar esa relación entre los microorganismos y el «fermento».
4.3. ATANDO CABOS
La mejora de los microscopios y la posibilidad de ganar un suculento premio, una medalla de oro de un kilo ofrecida por el Instituto de Francia para quien descubriera las bases científicas de la fermentación alcohólica (Francia era una gran productora de vino, pero mucho se convertía en vinagre de forma inexplicable), provocaron que tres científicos, Charles Cagniard-Latour, Friedrich Kützing y Theodor Schwann, independientemente, publicaran el mismo año (1837) sus teorías, que ya se acercaban mucho a la realidad.
Los tres describieron por primera vez las levaduras de la fermentación como seres vivos y explicaron con bastante precisión cómo se producía el proceso, aunque ninguno llegó a contestar exactamente a la pregunta realizada por el Instituto de Francia, de modo que no ganaron el gran premio.
¿Y qué pasó entonces? Que como con cada gran avance de la ciencia (Pitágoras, Copérnico, Darwin…), este también tuvo sus detractores. En este caso, fueron los pesos pesados de la química de la época, Jöns Berzelius, Justus von Liebig y Friedrich Wöhler, quienes se opusieron e intentaron refutar por todos los medios la teoría de que las levaduras eran seres vivos. ¡Negacionistas de las levaduras! Fíjate si tenían fuerza que, después de un descubrimiento de tal calibre, consiguieron frenar casi por completo las investigaciones al respecto y el estudio de las levaduras quedó prácticamente abandonado durante casi veinte años.
Ahora sí que sí
La fermentación alcohólica es un acto correlacionado con la vida y organización de las células de levadura, no con la muerte o putrefacción de las células.
LOUIS PASTEUR
Pero como es imposible ponerle puertas al mar y la verdad siempre sale a relucir, llegó el famoso químico francés Louis Pasteur y, en 1857, publicó los resultados de sus investigaciones y experimentos en un artículo preliminar titulado «Mémoire sur la fermentation alcoolique», en el que afirmaba que la fermentación era consecuencia de la multiplicación de las levaduras y que estas tenían que estar vivas para que se produjera el alcohol.
La evidencia era tan irrefutable que Pasteur se convirtió en uno de los microbiólogos más distinguidos de todos los tiempos. Además, acuñó los términos aeróbico y anaeróbico para distinguir a los microorganismos, refutó de una vez por todas la teoría de la generación espontánea y demostró que cuando el vino era contaminado por microorganismos que no eran levaduras, este se agriaba.
Pasteur estudió la conversión del vino en vinagre y descubrió que este proceso era causado por un microorganismo, al que bautizó como Mycoderma aceti, que crecía en la superficie del vino y transformaba el alcohol en ácido acético.
También investigó la fermentación ácido-láctica (que más tarde continuó Joseph Lister en 1877, con su investigación de la fermentación de la leche y la bacteria Bacterium lactis, ahora denominada Lactococcus lactis) y cómo los microorganismos que la producían eran diferentes a los de la alcohólica.
De ahí, y continuando con la investigación en el campo de la conservación de alimentos de un científico anterior a él, Nicolas Appert (quien en 1810 había descubierto un método para conservar alimentos enlatados en frascos de vidrio herméticamente cerrados y esterilizados en agua hirviendo, lo cual permitía la conservación de alimentos durante largos períodos de tiempo sin necesidad de refrigeración), Pasteur desarrolló el proceso para detener la contaminación del vino y la leche, esto es, la pasteurización, que lleva su nombre.
Figura 4.1. Científicos que contribuyeron al descubrimiento de los microorganismos en la fermentación.

Además, desarrolló la teoría microbiana de la enfermedad (poco aceptada por la comunidad médica de la época), según la cual una gran parte de las enfermedades son causadas por microorganismos. Sentó las bases de la higiene y salud pública, que mucho después serían la base de la medicina moderna, y creó los principios para desarrollar vacunas con microorganismos atenuados, con el cólera aviar, el ántrax y la rabia.
4.4. LOS BUENOS Y LOS MALOS DE LA PELÍCULA
Los descubrimientos de Louis Pasteur cambiaron por completo el mundo y salvaron la vida de millones de personas. En el campo de la fermentación, sus descubrimientos dieron pie a cientos de investigaciones, que surgieron de esta revolución que supuso admitir que tanto las enfermedades como las fermentaciones se producían por seres vivos y que estos no salían de la nada.
A partir de ese momento, las bacterias se asociaron con algo malo y peligroso, en muchísimos casos con razón, ya que gracias a su eliminación se salvaron millones de vidas. Los microorganismos, como nuestros amigos y aliados, quedaron en un segundo plano y así ha sido hasta nuestros días (aunque poco a poco esto está cambiando).
El desarrollo de la pasteurización y otros métodos de conservación basados en la esterilización de los alimentos (como las latas de conserva) provocaron que otras formas más tradicionales, como la fermentación, cada vez se utilizaran menos.
Conviene recordar que ya había pasado la primera Revolución Industrial y que en ese momento ya se está produciendo la segunda. Uno de los inventos que cambió la historia de cómo conservar los alimentos fue el frigorífico doméstico, en 1879. El frío de estos nuevos aparatos también conservaba los alimentos e impulsó aún más el desuso de muchos alimentos fermentados.
¿Existen microorganismos que nos ayudan?
Algo falta en esta historia. Desde el principio de la existencia de los fermentados, muchos de ellos se relacionaron con la salud. Posteriormente se descubrió que los microorganismos vivos eran los causantes de la fermentación; sin embargo, todavía nadie había hecho la conexión entre estos microorganismos y la salud humana. Si hoy en día sigue existiendo gente que niega esta relación, imagínate hace más de cien años.
Uno de los primeros en señalar a los microorganismos vivos de los alimentos fermentados como fuente de salud fue el premio Nobel Elie Metchnikoff, quien hace poco más de un siglo teorizó sobre cómo la salud podía ser mejorada y la senilidad retrasada manipulando la «flora» con unos microbios amigables para el hospedador que se encontraban en las leches fermentadas.
En 1907, Metchnikoff se interesó en por qué algunos habitantes de la población búlgara, concretamente los de una zona de los Balcanes, vivían más años que personas de otros puntos del planeta. Enfocó su estudio en «los centenarios» (personas que habían vivido más de cien años) y buscó posibles vínculos entre su edad avanzada y su estilo de vida.
Metchnikoff descubrió que los habitantes de las aldeas de las montañas del Cáucaso bebían diariamente una leche fermentada, y mantenían muchos más hábitos saludables. Al investigar dicha bebida, halló que contenía una bacteria que dos años antes había descubierto el médico y microbiólogo búlgaro Stamen Grigorov, Bulgarian bacillus, la cual aparentemente mejoraba la salud y prolongaba la longevidad de los habitantes de esa zona.
Según Metchnikoff, las toxinas que causan el envejecimiento se originan en la putrefacción bacteriana del intestino grueso y son liberadas a la circulación sanguínea. Estas bacterias putrefactivas (ahora se cree que se refería al exceso de bacterias proteolíticas) eran, según su teoría, las responsables del proceso de senescencia.
Metchnikoff sugirió que, como estos microorganismos dependen directamente de los alimentos que se consumen, tenemos la capacidad de modificar nuestra «flora» con los alimentos y reemplazar los microbios intestinales dañinos por otros beneficiosos.
En consecuencia, sugería que los microorganismos encontrados en las leches fermentadas podrían contrarrestar los efectos putrefactivos del metabolismo gastrointestinal, que contribuía a la enfermedad y el envejecimiento.
Aunque la eficacia de su tratamiento para retardar la senescencia nunca fue validada científicamente, Metchnikoff bebió leche fermentada todos los días de su vida hasta su muerte, en 1916, a la avanzada edad de setenta y un años, toda una hazaña para la época.
Éxito en vida, pero ignorado tras su muerte
Tras este período que prometía ser el comienzo de la era de los microorganismos que nos ayudan a la salud, esto es, los probióticos (aunque este término no se usó hasta 1953), la teoría de Metchnikoff, pese haber captado el foco mediático durante su vida, se desvaneció, casi fue olvidada, al margen de la práctica médica de ese período, para resurgir hacia el año 1990 como un nuevo concepto de gran relevancia en la práctica médica general.
Actualmente los probióticos no sólo son objeto de una intensa investigación científica que crece exponencialmente año tras año, sino que son también un enorme motor económico de una industria global multimillonaria en constante crecimiento.
¿Te acuerdas de Alexander Fleming, las placas de Petri y el descubrimiento de los antibióticos en 1928? En eso se centró la investigación en los años venideros.
Lo que sí se extendió como la pólvora, primero por Europa y pocos años después por Estados Unidos, fue un alimento que, debido a las publicaciones de Metchnikoff y a su famoso libro The Prolongation of Life: Optimistic Studies, obtuvo una enorme fama mundial. Este alimento, que ya llevaba siglos (quizá milenios) entre nosotros, contenía la bacteria Bulgarian bacillus, que ahora se conoce como Lactobacillus delbrueckii subsp. bulgaricus, que conforma, junto al Streptococcus thermophilus, la pareja de bacterias que fermentan el archiconocido rey de los fermentos lácticos por antonomasia: el yogur.
Descubre… el yogur
Cuenta una leyenda que, durante su reinado, el conquistador mongol Gengis Khan detuvo un día su caravana en una aldea, donde le ofrecieron una misteriosa bebida de leche fermentada. Gengis Khan quedó cautivado por su sabor y lo bien que le hacía sentir, así que la incluyó en la dieta diaria de todas sus tropas. Se dice que la bebida les proporcionaba una energía casi sobrehumana, los ayudaba a mantenerse hidratados durante largas jornadas de cabalgata y los ayudó a superar una terrible epidemia que los asoló en el camino.
También se dice que en el siglo XVI el rey Francisco I de Francia estaba sufriendo una diarrea muy grave y los médicos no encontraban un tratamiento para frenarla. Su madre, preocupada por la salud de su hijo, pidió ayuda urgente al sultán otomano Solimán el Magnífico. De inmediato, un médico partió desde Estambul en barco con un yogur elaborado a base de leche de cabra fermentada. Francisco I, casi por arte de magia, se recuperó al poco tiempo de empezar a tomar la misteriosa leche fermentada, razón por la que la llamaron la leche de la vida eterna.
La leche fermentada nos ha acompañado a lo largo de toda nuestra historia. Desde la domesticación de animales (vacas, ovejas, cabras, búfalas o camellas) se empezó a fermentar la leche como una forma de conservarla y, como aportaba sabores diferentes y muy atractivos, enseguida echó raíces como una parte intrínseca de casi todas las culturas. Aunque el origen más probable del yogur fuera en la región de los Balcanes, los lácteos fermentados se producían en casi todo el mundo con nombres y resultados muy diferentes y únicos. Tarag, dahi, skyr, zabady, viili, maas, nunu, dadih, matsoni, laban, filmjölk y cientos de ejemplos más. Se fermentaban con preparaciones de distintas cepas de microorganismos seleccionados (involuntariamente), que se iban transmitiendo de generación en generación.
Te habrás dado cuenta de que estoy hablando de leches fermentadas, no de yogures, al menos por ahora, y es que actualmente el Codex alimentarius (que en latín significa ‘ley’ o ‘código de alimentos’), un compendio de normas alimentarias aceptadas internacionalmente, presentadas de modo uniforme y publicadas por la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura y la Organización Mundial de la Salud (FAO y OMS), únicamente admite el término yogur para las leches fermentadas con «cultivos simbióticos de Streptococcus thermophilus y Lactobacillus delbrueckii subsp. bulgaricus». Es decir, sólo la leche fermentada con estas dos bacterias se puede llamar yogur «a secas». Si sólo contiene Streptococcus thermophilus y se le añade algún que otro Lactobacillus diferente, se puede llamar yogur con base en cultivos de x. Esto deja fuera a muchos lácteos fermentados tradicionales, muy parecidos al yogur, como los yogures mesófilos como el viili (Lactococcus lactis subsp. cremoris, Kluyveromyces marxianus y otros), el filmjölk (Lactococcus lactis y Leuconostoc mesenteroides) y muchísimos más. Algo parecido sucede con los «yogures», «quesos» y «leches» vegetales, que entrecomillo porque en muchas partes del mundo no se pueden vender con esos nombres por no ser productos lácticos de origen animal.
¿Cómo puede ser que, entre toda esta diversidad de lácteos fermentados en el mundo, hoy en día el rey absoluto sea el compuesto específicamente por estos dos microorganismos y el resto haya casi desaparecido? Todo empezó con Metchnikoff, quien llegó a convertirse en uno de los científicos más famosos de la época y dicen que tenía casi un estatus de celebrity, tanto en Europa como en Estados Unidos. Por un lado, todavía no se habían descubierto los antibióticos, por lo que la comunidad médica prestó mucha atención a sus teorías, y, por otro, debido a la fama del premio Nobel, sus charlas en Londres, París o Nueva York atraían una atención mediática y social enorme. Sus teorías llegaron a todos los rincones del mundo, y aquí empieza la historia del griego Isaac Carasso Nehama.
Isaac nació en Salónica, donde se dedicaba al comercio y la exportación de productos alimentarios. Un día como otro cualquiera, a principios del siglo XX, conoció a unos comerciantes búlgaros que vendían una leche de oveja fermentada un poco agria que llamaban jaurt. Según le comentaron, se producía desde hacía miles de años. Isaac la probó y le fascinó.
Un par de años más tarde, le llegaron a sus oídos las teorías de Metchnikoff sobre las bondades del jaurt. Isaac quedó impresionado y se puso a trabajar de inmediato para producir este casi milagroso alimento que estaba decidido a comercializar. Con el estallido de la primera guerra balcánica, él y su familia decidieron emigrar a España, tras haber recibido asilo. Después de un largo y peligroso viaje, en el que se toparon con la Primera Guerra Mundial, los Carasso se instalaron finalmente en la ciudad condal de Barcelona.
En 1919, Isaac construyó un pequeño laboratorio en el barrio barcelonés del Raval y fundó una empresa, cuyo nombre hacía referencia a su hijo Daniel, a quien en la familia le llamaban con el apelativo cariñoso Danón. Seguro que te suena la empresa Danone.
Los comienzos no fueron nada sencillos. Se trataba de un producto muy nuevo (para los españoles) y que en principio sólo se vendía en las farmacias. Pero Isaac encontró apoyo en el Colegio de Médicos y en los científicos de la época para impulsar su producto y, así, empezaron a crecer y a ser más conocidos. La empresa dio el salto a Madrid, con el apoyo de la Casa Real, y a París, donde su hijo Daniel se hizo cargo de la sede, pero empezaban unos años complicados. Tras estallar la Guerra Civil española, Isaac reunió a toda su familia en París. Cuando terminó la guerra, quiso volver a Barcelona, pero falleció en el viaje de retorno. Estalla la Segunda Guerra Mundial. Daniel, judío de origen sefardí, huye de los nazis a Estados Unidos y establece una sede de la empresa en Nueva York con su nuevo socio, Juan Metzger, bajo el nombre, más «estadounidense», de Dannonn.
Los primeros años lucharon muy duro por mantener la empresa a flote. No conseguían despegar, pero a finales de la década de 1940 Metzger tomó una brillante decisión de marketing que cambió el rumbo de la empresa y del mercado del yogur en general: decidió añadir mermelada en el fondo de los vasitos de yogur para darles dulzor y sabor. El éxito fue inmediato y el resto de la historia ya la conocemos. El mercado de los yogures, sobre todo de los azucarados y de sabores, explotó y se convirtió en un básico en la cesta de la compra en todo el mundo. Daniel falleció en 2009 a la asombrosa edad de ciento tres años.
El yogur es un lácteo fermentado que se presenta como una preparación cremosa, más o menos espesa, de color blanco o ligeramente nacarado, con una textura suave y sedosa al paladar, y suele tener un sabor ligeramente agrio, fresco y un poco dulce al mismo tiempo, que puede variar dependiendo de la leche, las cepas utilizadas o el proceso concreto de elaboración. Para elaborar yogur es necesario hervir la leche, dejar que se enfríe y añadirle un iniciador (bacterias liofilizadas o un poco de otro yogur). Se mantiene a unos 42 °C (con yogurteras, termos o incluso con una manta) durante unas seis u ocho horas, después se enfría a 4 °C y, en unas horas, ya tenemos el yogur listo para disfrutar.
En inglés existe una expresión que describe a la perfección la relación entre las dos bacterias que fermentan la leche en yogur, It takes two to tango, que se traduciría como «Hacen falta dos personas para bailar un tango», y te voy a explicar el porqué. Ambas cepas, Streptococcus thermophilus y Lactobacillus delbrueckii subsp. bulgaricus son homofermentativas, es decir, metabolizan los azúcares para producir ácido láctico. Aunque las dos hagan lo mismo, son muy diferentes. Por ejemplo, si se elabora un yogur sólo con una de ellas, no da el mismo resultado. Esto es, estas dos bacterias se necesitan y se benefician la una de la otra: crecen más rápido, se ayudan y trabajan mejor cuando están juntas. Esta interacción biológica se conoce como protocooperación. Además, dependiendo de la procedencia de la cepa, la proporción utilizada de las dos bacterias (si hay más de un tipo que del otro al comienzo de la fermentación) y la temperatura exacta empleada en el proceso hacen que los atributos finales del yogur puedan ser muy diferentes y únicos.
El consumo de yogur se ha asociado con beneficios para nuestra salud. Es una fuente abundante de nutrientes esenciales (calcio, fósforo, potasio, vitaminas A, B2 y B12), así como de proteínas de alta calidad, ácidos grasos esenciales y microorganismos vivos. La gran mayoría de las últimas revisiones sistemáticas (algunas partían de más de mil artículos científicos) sobre el yogur y los lácteos fermentados concluyen con resultados favorables para la salud de las personas, más allá de los que podrían estar relacionados con el consumo de la leche en sí.
Estos beneficios se pueden unificar en varias áreas:
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Salud ósea: mejora la densidad mineral ósea y reduce el riesgo de osteoporosis.
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Salud intestinal: beneficios relacionados con la mejora de la intolerancia a la lactosa (por su reducción tras la fermentación y por las enzimas producidas por las bacterias), episodios diarréicos (sobre todo en niños), estreñimiento (en la población general y en las embarazadas), enfermedad inflamatoria intestinal (con cepas probióticas) y sobrecrecimiento de Helicobacter pylori.
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Enfermedades cardiovasculares: por reducción del colesterol LDL, colesterol total, triglicéridos, presión arterial, reducción en el peso corporal y el índice de masa corporal.
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Diabetes tipo 2 y gestacional: niveles más bajos de azúcar en la sangre en ayunas y de hemoglobina glicosilada, mejora en los niveles de insulina y glucosa en ayunas, así como resistencia a la insulina.
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Inmunidad: reducción de alergias, estimulación de la inmunidad celular, modulación de la cantidad de linfocitos y reducción de riesgo de infecciones.
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Modulación de la microbiota intestinal: aunque se ha demostrado que las dos cepas que componen el yogur no siempre sobreviven al paso gastrointestinal (L. delbrueckii subsp. bulgaricus suele sobrevivir, pero la otra en muy pocos casos), sí se ha demostrado que modulan positivamente la microbiota, incluso con independencia de si el yogur tiene microorganismos vivos al momento de ingerirlo o está pasteurizado.
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Cáncer: reducción de riesgo de cáncer colorrectal y de mama, aunque se debería estudiar la dosis, ya que un consumo excesivo de lácteos podría estar relacionado con una mayor incidencia de cáncer de próstata, aunque hacen falta muchos más estudios para asegurar esta asociación.
Los estudios son múltiples, muy significativos y, por lo general, positivos; sin embargo, es muy importante matizar que muchos de estos estudios se realizan añadiendo diferentes cepas probióticas seleccionadas a los yogures, y no con yogures «normales» como los que podemos encontrar en cualquier supermercado.
Aunque está demostrado que el aporte de microorganismos vivos y consumo de alimentos fermentados, como es el caso de los yogures, tiene un efecto modulador en nuestra microbiota y un impacto positivo en muchos aspectos para nuestra salud, las dos cepas concretas del yogur, Streptococcus thermophilus y Lactobacillus delbrueckii subsp. bulgaricus, de momento no han demostrado su efecto probiótico.
Si te fijas la próxima vez que vayas al supermercado, sólo unos pocos yogures se etiquetan como probióticos. Estos microorganismos probióticos, con efectos beneficiosos demostrados a nivel de cepa, se suelen añadir después de la fermentación. Este es el caso, por ejemplo, de los famosos bífidus, con cepas de Bifidobacterium.
4.5. EL OLVIDO Y EL REDESCUBRIMIENTO DE LOS FERMENTOS
Si por algo se ha caracterizado el siglo XX (y también lo que llevamos del siglo XXI) es porque el desarrollo de la ciencia ha crecido de forma exponencial logrando avances inimaginables. Las investigaciones médicas han salvado millones de vidas, duplicándose así la esperanza de vida en un siglo, y los avances tecnológicos han transformado la forma en la que realizamos cualquier labor de nuestro día a día.
Como no podía ser de otra manera, las investigaciones sobre estos microorganismos vivos encontrados en los alimentos fermentados fueron aumentando poco a poco, pero no fue hasta finales del siglo pasado cuando se produjeron grandes acontecimientos como la secuenciación del genoma de la levadura Saccharomyces cerevisiae, a los pocos años la de la primera bacteria láctica, Lactococcus lactis, y, ya en el siglo XXI, la de los genomas de los hongos responsables de la fermentación del koji Aspergillus oryzae y sojae, llegando a la secuenciación de más de mil bacterias ácido-lácticas en 2017 y a una reorganización completa del género Lactobacillus en 2020.
Por otro lado, los alimentos fermentados cada vez se fueron industrializando más. Primero se aplicó todo el conocimiento de la microbiología para seleccionar y definir los cultivos, lo cual supuso un avance enorme para muchas industrias, entre otras, la cervecera, la láctea, la panadera o la vitivinícola. Aunque las investigaciones médicas sobre los microorganismos beneficiosos no empezaron a cobrar relevancia real hasta finales del siglo XX, ya en la década de 1970 se empiezan a incluir cepas probióticas en algunos alimentos.
No quiero alargarme en este punto, ya que podría rellenar páginas y páginas de cada uno de estos acontecimientos, pero supusieron un antes y un después y se han ido sumando, de forma muchas veces positiva, a nuestras vidas. Creo que está bastante claro para todo el mundo que en muchísimos aspectos nuestra calidad de vida es infinitamente mejor que hace cien años; sin embargo, vemos que los casos de cáncer, enfermedades autoinmunes, diabetes, hipertensión, enfermedades cardiovasculares, depresión y otros trastornos relacionados con la salud mental, entre muchas otras patologías, no hacen más que crecer.
Si nos damos una vuelta por los supermercados, poco o nada queda de la alimentación que se consumía hace cien años. Los ultraprocesados reinan las estanterías pese a todos los estudios que los asocian con altas tasas de obesidad y sobrepeso, diabetes tipo 2, colesterol alto, enfermedades cardiovasculares e incluso cáncer.
Las formas modernas de conservar los alimentos, tanto en su producción (con el uso de pesticidas, algunos tóxicos para los seres humanos) como en su conservación posterior (pasteurización, esterilización y otros tipos de conservas), han provocado que los tradicionales alimentos fermentados se hayan extinguido casi en su totalidad. ¿Para qué fermentar cuando podemos conservar los alimentos de otras formas más rápidas, económicas y a gran escala…?
Un nuevo comienzo
Quien tuvo, retuvo. Como un fuego que nos ha acompañado a lo largo de toda nuestra historia, antes de que se apagara, las brasas remanentes se han seguido transmitiendo en los pueblos de generación en generación. En España, las aceitunas se fermentan de la manera tradicional en muchísimos lugares, los yogures se han mantenido como producción casera en muchos hogares, el chucrut en Europa se prepara en muchas casas, la kombucha se ha transmitido en las comunidades hippies de Estados Unidos, el tepache se ha seguido consumiendo en México, el kimchi casero es un imprescindible en los hogares coreanos…, entre otros muchos ejemplos más que son reminiscencias de una cultura latente que estaba esperando su momento para renacer.
Los alimentos fermentados están viviendo un redescubrimiento en todo el mundo. Basta con hacer una sencilla búsqueda en Google sobre kombucha, fermentos o kéfir para ver que el interés es cada vez mayor. Algo está despertando. Algo está cambiando.
Si buscas en los supermercados alimentos fermentados tradicionales y sin pasteurizar, lo más probable es que no encuentres nada. La mayoría han sido sustituidos por versiones ultraprocesadas con decenas de aditivos, conservantes y potenciadores de sabor. Desde el chucrut, las aceitunas y la salsa de soja hasta la sopa de miso.
Alimentos que no necesitan conservantes, son nutritivos y están vivos y llenos de umami natural han sido reinventados en mediocres versiones con azúcar, glutamato, vinagre industrial, exceso de sal y conservantes. ¿Por qué? Porque se conservan mejor, son más baratos y más rápidos de producir y de transportar, entre otros motivos.
Pero cuando alguien prueba los fermentados «de verdad» es como si algo en su cabeza hiciera clic. Su cuerpo reconoce estos alimentos. Hemos evolucionado con ellos como especie desde hace miles de años y, en los últimos cien años, se han esfumado de nuestras vidas.
Muchos autores han contribuido a este renacer. Por un lado, los textos académicos han sentado las bases para la divulgación científica y, por otro, fermentistas, científicos, dietistas y chefs han empezado a hablar de estos alimentos a toda la población.
En 2003 el fermentista Sandor Ellix Katz publicó su primer libro, Wild fermentation [Pura fermentación], cuyo título en inglés hace referencia a la fermentación espontánea o salvaje, y el panorama de la fermentación empezó a transformarse radicalmente.
Sandor se considera un revivalist de la fermentación. La Real Academia Española recomienda sustituir la palabra inglesa revival por renacer, resurgir, regreso, vuelta a, reaparición…, según el contexto. Todas estas palabras lo definen, pero yo añadiría que Sandor es un visionario. A través de sus investigaciones y viajes por todos los rincones del planeta, ha logrado transmitir y sentar las bases de esta nueva oleada de fermentación a través de sus talleres, conferencias y libros.
A él se le han sumado cientos de autores, que han seguido definiendo y marcando este nuevo camino. Algunos han divulgado y publicado sobre fermentación desde múltiples vertientes (Pascal Baudar, Akiko Aoyagi o Kirsten K. Shockey), otros se han dedicado a unos fermentos concretos (Günther W. Frank o Hannah Crum, con la kombucha, o Rich Shih y Jeremy Umansky, con el koji) y otros han llevado la fermentación a la alta cocina (René Redzepi y David Zilber).
Todos estos autores y muchísimos más que sería imposible nombrar están contribuyendo a que la extensa comunidad de personas que está concienciándose y aprendiendo sobre los alimentos fermentados (de la cual tú también formas parte desde este momento) crezca y se expanda cada día.
Gracias, de verdad. No podía finalizar esta gran historia sin agradecer de todo corazón a todos los que han contribuido con su granito de arena a que la fermentación sea cada día más relevante en el mundo en el que vivimos. Ojalá que este libro sea sólo la puerta de entrada a un nuevo mundo de conocimiento, sensaciones, sabores y emociones que te acompañe, a partir de ahora, en tu vida.
Todos estamos conectados, desde el antepasado que probó una fruta fermentada hasta los que descubrieron cómo fermentar los lácteos en el Neolítico, los romanos y su garum, el Capitán James Cook, Louis Pasteur, los creadores de tu marca de kombucha favorita, Sandor Katz, una señora de la otra punta del planeta que fermenta kimchi desde que era una niña todos los años, tú, que estás leyendo este libro, o yo, que lo estoy escribiendo.
Conectados a través de la historia, la transformación de los alimentos y los microorganismos vivos, seamos o no conscientes, en una comunidad inmensa y global donde la ciencia, la cultura y las tradiciones se unen, donde no se entiende ni de diferencias ni fronteras y que nos conecta rompiendo las barreras del espacio y el tiempo actuando como una conciencia colectiva y universal.